N Lothian, en aquella época del año, el sol casi no se daba reposo; la reina Morgause despertó cuando la luz empezó a filtrarse por entre las colgaduras, aunque era tan temprano que las gaviotas apenas se movían. Pero ya había suficiente claridad para divisar el cuerpo velludo y musculoso del joven que dormía a su lado… privilegio que había disfrutado durante la mayor parte del invierno. Era uno de los escuderos de Lot, y había dirigido miradas lánguidas a la reina aun antes de que muriera su señor. Y en la larga oscuridad del invierno pasado era demasiado pretender que durmiera sola en la fría alcoba real.
Lot no había sido tan buen rey, pensó Morgause, entornando los ojos ante la luz creciente. Pero su gobierno había sido largo: reinaba ya antes de que Uther Pendragón llegara al trono y su pueblo se había acostumbrado a él. Su sucesor habría tenido que ser su primogénito pero, desde la coronación de Arturo, Gawaine apenas visitaba su tierra natal y el pueblo no lo conocía. En Lothian, con la región en paz, las Tribus no tenían inconveniente en dejarse gobernar por su reina, con su hijo Agravaín cerca por si, en caso de guerra, se necesitaba un jinete. Desde tiempos inmemoriales era una reina quien ocupaba el trono, así como la Diosa imperaba sobre los dioses, y estaban satisfechos con ese orden de cosas.
Pero Gawaine no se apartaba de Arturo, ni siquiera cuando Lanzarote fue al norte para comprobar, según dijo, que los faros de la costa funcionaban bien. Morgana suponía, antes bien, que llegaba a averiguar si había allí oposición al mando del gran rey.
Fue entonces cuando supo de la muerte de Igraine. En su juventud no habían sido amigas; Morgause siempre envidió la belleza de su hermana mayor y el hecho de que Viviana la hubiera escogido para Uther Pendragón. Sin embargo, al saber que Igraine había muerto la lloró sinceramente, lamentando no haber tenido tiempo para visitarla en Tintagel antes de morir. Tenía ahora tan pocas amigas… Sus damas habían sido escogidas por Lot, principalmente por su belleza o su buena disposición hacia él. Respetaba el talento de su esposa y la consultaba en todo, pero para su lecho prefería a las mujeres hermosas de poco seso.
Lochlann se movió a su lado, soñoliento, y la encerró entre sus brazos; por el momento, Morgause dejó de reflexionar. Pasado el entusiasmo, cuando el joven bajó la escalera hacia la letrina exterior, Morgause pensó súbitamente que echaba de menos a su esposo. No porque hubiera sido muy diestro en aquel tipo de juegos (ya era anciano cuando la desposó), sino porque, cuando aquello terminaba, sabía hablar con juicio sobre lo que se tenía que hacer en el reino o lo que acontecía en Britania.
Cuando Lochlann volvió, el sol ya estaba cobrando fuerzas y el grito de las gaviotas daba vida al aire. Morgause percibió ligeros ruidos en la planta baja. Alguien estaba horneando tortitas de avena. Le dio un beso rápido y le dijo:
—Tienes que irte, querido. Te quiero fuera de aquí antes de que venga Gwydion. Ya es mayor y empieza a darse cuenta de las cosas.
Lochlann rió entre dientes.
—Ése empezó a darse cuenta de todo cuando lo destetaron. Durante la estancia de Lanzarote vigilaba cada uno de sus movimientos, hasta en Beltane. Pero no creo que debas preocuparte; no tiene edad para pensar en esto.
—No estoy tan segura —replicó Morgause, dándole una palmadita en la mejilla.
Gwydion tenía por costumbre actuar sólo cuando estaba seguro de que nadie se reiría de él por su corta edad. Dueño de sí como era, no soportaba que le prohibieran algo por ser demasiado pequeño. Morgause recordaba algunas ocasiones en que le había contestado, con gran decisión en la carita morena: «Lo haré y no podéis impedírmelo». Ante lo cual sólo podía advertirle: «No lo harás o yo misma te daré una paliza». En realidad, los castigos no hacían sino acentuar su actitud desafiante. Ninguno de sus hijos, ni aun el empecinado Gareth, había sido tan rebelde. Gwydion decidía y actuaba por cuenta propia. Por eso, con el correr del tiempo, Morgause había adoptado métodos más sutiles: «No lo harás, si no quieres que mande a tu niñera bajarte los pantalones y azotarte delante de toda la casa, como a un niño de cuatro años». Aquello fue efectivo durante un tiempo, pues él era muy consciente de su dignidad. Pero ya no había modo de impedirle nada. Habría hecho falta mano de hombre duro para azotarlo como era necesario, pero Gwydion se las componía para inspirar arrepentimiento a quien lo ofendiera, tarde o temprano.
Probablemente sería más vulnerable cuando comenzara a interesarse por lo que las damiselas pensaran de él. Era moreno y del pueblo de las hadas, como Morgana, pero muy apuesto, al estilo de Lanzarote, y con su misma indiferencia exterior hacia las mujeres. Morgause reflexionó un momento sobre el tema, sintiendo el aguijonazo de la humillación. Lanzarote era el hombre más gallardo que había visto en muchos años, pero cuando le dio a entender que, aun siendo la reina, no estaba fuera de su alcance, fingió no entender y cuidó de llamarla «tía» en todo momento.
Mientras desayunaba en el lecho discutió con sus damas los deberes del día. Se demoró entre los almohadones hasta que entró Gwydion.
—Buenos días, madre —le dijo—. He salido y os he traído algunas bayas. En la despensa hay crema. Si queréis, correré a buscarla.
Morgause contempló las bayas, húmedas de rocío en su cuenco de madera.
—Qué consideración la tuya, hijo —musitó, incorporándose para darle un gran abrazo. Años antes Gwydion se habría escurrido bajo las mantas, a su lado, para que le diera tortitas calientes con miel, como a cualquier hijo menor malcriado.
Gwydion irguió la espalda, arreglándose el pelo; no le gustaba ir desaliñado. También Morgana había sido siempre una pequeña muy pulcra.
—Saliste temprano, tesoro —dijo Morgause—. ¿Y todo por tu anciana madre? No, no quiero crema. ¿Quieres que me ponga gorda como una cerda?
Él torció la cabeza como un pajarillo y la observó con detenimiento.
—No importaría —dijo—. Aun gorda seríais bella. Comedlas con crema si gustáis, madre.
Se había lavado la cara y llevaba el pelo bien cepillado.
—Qué guapo estás, amor mío —comentó Morgause, mientras los dedos del niño descendían hacia el cuenco para adueñarse de una baya—. ¿Has hecho que te corten el pelo?
—Estaba cansado de parecer el perro de la casa. Lot iba siempre bien afeitado y llevaba el pelo corto. Y también Lanzarote, durante toda su estancia. Me gusta parecer un caballero.
—Y así es, querido. —Morgause contempló la mano morena que tenía la baya. Tenía los nudillos ásperos y estaba arañada por las zarzas, como la mano de cualquier niño activo, pero se la había restregado bien y tenía las uñas cortas y limpias—. Pero ¿por qué te has puesto la túnica de gala?
—¿Llevo la túnica de gala? —preguntó con expresión inocente—. Sí, bueno… Es que me mojé la otra de rocío al recoger las bayas, señora. —Y luego, súbitamente, añadió—: Esperaba odiar al señor Lanzarote, madre. Gareth estaba siempre hablando de él como si fuera un dios.
Gareth era la única persona que tenía influencia sobre Gwydion y podía hacerlo obedecer sin alzar la voz. Desde que se fue a la corte del rey Arturo, el niño no escuchaba a nadie.
—Supuse que sería un necio con muchas ínfulas —continuó—, pero no es así. Me enseñó mucho sobre faros. Y me dijo que, cuando sea mayor, podré ir a la corte de Arturo para que me armen caballero, si me porto bien y con honor. Todas las mujeres decían que me parecía a él. Y preguntaban, y a mí me enfurecía no saber qué responderles. —Se inclinó hacia delante; el pelo oscuro y suave, caído sobre la frente, daba a su cara una vulnerabilidad desacostumbrada—. Decidme la verdad, madre: ¿Lanzarote es mi padre? Se me ocurrió que tal vez por eso Gareth le tenía tanto cariño.
«Y no eres el primero en preguntarlo, amor mío», pensó Morgause, acariciándole el pelo. Su expresión, inusualmente infantil, hizo que respondiera con mayor amabilidad.
—No, pequeño. Lanzarote no puede ser tu padre. Me ocupé de averiguarlo. Durante todo el año en que fuiste concebido estuvo en la baja Britania, combatiendo junto al rey Ban. Si te pareces a Lanzarote es porque es primo de tu madre, y sobrino mío.
Gwydion la estudió con aire escéptico. Morgause casi pudo leerle los pensamientos: eso era exactamente lo que le habría dicho si hubiera sido, en verdad, hijo de Lanzarote. Por fin el niño dijo:
—Tal vez algún día vaya a Avalón, en vez de ir a la corte de Arturo. ¿Mi auténtica madre vive ahora en la isla, madre?
—No lo sé. —Morgause frunció el entrecejo. Una vez más, aquel niño extrañamente maduro la había inducido a hablarle como a un adulto. Sucedía con frecuencia. De pronto se le ocurrió que, tras la muerte de Lot, sólo con Gwydion podía mantener de vez en cuando una conversación seria. Oh, Lochlann era muy hombre en el lecho, pero no tenía mucho más que decir que los pastores y las fregonas.
—Ahora vete, Gwydion. Tengo que vestirme.
—¿Por qué tengo que irme? Desde los cinco años sé perfectamente cómo sois.
—Pero ya eres mayor —replicó Morgause, con aquella extraña sensación de impotencia—. No es decoroso que estés aquí mientras me visto.
—¿Os importa mucho el decoro, señora? —preguntó con aire ingenuo.
Su vista descansaba en la depresión que había dejado Lochlann en la almohada. Morgause sintió un súbito arrebato de frustración e ira: ¡Aquel niño podía enredarla en discusiones como si fuera un druida!
—No tengo que rendirte cuentas de mis actos, Gwydion.
—¿Dije yo eso? —Sus ojos eran pura inocencia ofendida—. Pero si soy mayor tengo que saber más sobre las mujeres. Quiero quedarme a charlar.
—Oh, bien quédate si quieres —exclamó Morgause—. Pero vuélvete de espaldas. ¡Nada de mirarme, señorito insolente!
El niño se dio la vuelta, obediente, pero cuando la doncella llevó el vestido dijo:
—No, madre, poneos el sayo azul nuevo, con el manto azafranado.
—¡Y ahora me da consejos sobre cómo vestir! ¿Qué significa esto?
—Me gusta veros vestida como corresponde a una señora elegante. Y ordenad que os peinen hacia arriba, con la diadema de oro. ¿Lo haréis para darme gusto, señora? ¿Quién sabe qué puede suceder antes de que termine el día? Tal vez os alegréis de haberlo hecho.
Morgause cedió, riendo.
—Oh, si quieres que me engalane como para una fiesta, sea. Y supongo que será preciso hornear tortas de miel para ese festejo imaginario.
El niño se volvió. Morgause, que aún tenía el corpiño sin atar, notó que demoraba un momento los ojos en sus blancos pechos. «No es tan niño ya». Pero Gwydion dijo:
—Me gustan las tortas de miel, pero convendría tener también un buen pescado para la cena.
—Si quieres pescado —repuso ella—, tendrás que cambiarte otra vez e ir a pescarlo tú mismo. Los hombres están ocupados en la siembra.
—Pediré a Lochlann que vaya —resolvió Gwydion de inmediato—. Se merece un descanso, ¿verdad, madre? Porque estáis complacida con él.
«¡Sería idiota si me ruborizara ante un chico de su edad!», pensó Morgause.
—Puedes enviar a Lochlann de pesca, querido.
Le habría gustado saber qué impulsaba a Gwydion a insistir para que se pusiera su mejor vestido y preparara una buena comida. Llamó a su ama de llaves para ordenar:
—El señor Gwydion quiere una torta de miel. Ocúpate de eso.
—Tendrá su torta —dijo la mujer, echando hacia el niño una mirada indulgente—. Mirad esa carita de ángel.
«Ángel. Es lo último que diría de él», pensó Morgause. Pero indicó a su doncella que la peinara con la diadema de oro.
El día pasó lentamente, como de costumbre. Morgause se había preguntado algunas veces si Gwydion tenía el don de la videncia, pero nunca había dado señales; cierta vez que se lo preguntó a bocajarro, fingió no saber de qué le estaba hablando. Y si lo tenía, era raro que nunca lo hubiera sorprendido vanagloriándose.
Pero su mente era rápida y retentiva. Lot había mandado por un sacerdote ilustrado para que le enseñara a leer, y también a Gareth. Éste se esforzó, pero como Gawaine y la misma Morgause, no podía concentrarse en los símbolos escritos. Agravaín era muy hábil con los números. Pero Gwydion absorbía todo tipo de conocimientos; en un año leía tan bien como el mismo cura y hablaba latín como un César.
«Su padre podría enorgullecerse de un hijo así —pensó Morgause—. Y Arturo no ha tenido hijos con su reina. Algún día tendré un secreto que contarle. Y entonces tendré en las manos la conciencia del rey». La idea le divertía mucho. Era asombroso que Morgana no hubiera aprovechado la situación para hacerse dar un buen marido, joyas o poder. Claro que a Morgana sólo le interesaban su arpa y las tonterías druídicas. Ella, en cambio, daría mejor uso al inesperado poder que se le ponía en las manos.
Mientras cardaba lana en el salón, tomando decisiones domésticas, Gwydion se acercó a olfatear apreciativamente el aroma de la torta de miel, pero no le pidió una porción. A mediodía dijo:
—Dadme un trozo de pan con queso para llevármelo, madre. Agravaín me encomendó ver si todas las cercas están en buenas condiciones.
—Pero no con tus zapatos de fiesta —apuntó Morgause.
—No, por supuesto. Iré descalzo. —Se quitó las sandalias para dejarlas junto al hogar y, tras recogerse la túnica con el cinturón para mantenerla por encima de las rodillas, partió apoyado en un grueso bastón, mientras Morgause lo miraba arrugando el entrecejo. ¡No era una tarea que Gwydion aceptara de buen grado! ¿Qué le estaría pasando?
Por la tarde Lochlann volvió con un gran pescado, tan grande que Morgause no pudo levantarlo; alimentaría a todos los de la mesa principal y aún quedaría para varios días. Ya estaba limpio y aromatizado con hierbas, listo para el horno, cuando Gwydion regresó, pulcro y con las sandalias puestas. Al ver el pescado sonrió.
—Sí que será como una fiesta —dijo, satisfecho.
—¿Revisaste las cercas, hermano? —preguntó Agravaín al entrar.
—Sí, y en su mayoría están en buenas condiciones. Pero en las colinas del norte, muy arriba, las piedras se han desprendido, dejando un gran agujero. Tendrás que hacerlo reparar antes de llevar ovejas o cabras a pastar allí.
—¿Fuiste solo hasta allí arriba? —inquirió Morgause, espantada—. ¡No eres una cabra! Podrías haberte roto una pierna cayendo desde el barranco sin que nadie se enterara. ¡Te he dicho que, cuando subas a las colinas, te hagas acompañar por uno de los pastores!
—Tenía mis motivos para ir solo —replicó Gwydion, con expresión empecinada—. Y vi lo que deseaba ver.
—¿Y valía la pena que te arriesgaras a una caída? —acusó Agravaín con fastidio.
—¿Qué te importa, si el que corre los riesgos soy yo?
—¡Soy tu hermano mayor y el que manda en esta casa! ¡Trátame con respeto, si no quieres que te lo enseñe a golpes!
—Ábrete la cabeza y métete un poco de ingenio —respondo el niño, descarado—. Por sí solo no va a brotar.
—¡Condenado ba…!
—Dilo, dilo —gritó Gwydion—. Búrlate de mi nacimiento. Es cierto que no sé quién fue mi padre, pero sé quién fue el tuyo. Y entre los dos, prefiero mi situación.
Agravaín dio un paso hacia él, pero Morgause se apresuró a interponerse.
—No lo provoques, Agravaín.
—Si lo escondéis siempre detrás de vuestras faldas, madre ¿cómo voy a enseñarle a obedecer?
—Tendrías que ser más hombre para enseñarme eso —dijo el niño.
Su madre adoptiva se echó atrás ante la amargura que expresaba su voz.
—Calla, calla, niño. No hables así a tu hermano —amonestó.
—Disculpa, Agravaín —musitó Gwydion—. Lo siento.
Y sonrió, grandes y encantadores los ojos bajo las pestañas oscuras, la viva imagen de un niño contrito. Su hermano gruñó:
—Sólo quiero protegerte, pequeño bandido. ¿O quieres romperte todos los huesos? ¿Y cómo se te metió en la cabeza escalar solo esas colinas?
—Bueno, de otro modo no sabrías lo del agujero en la cerca, harías pastar allí ovejas o cabras y las perderías a todas. Y nunca me rompo siquiera la ropa. ¿Verdad, madre?
Morgause rió entre dientes, pues era cierto. Después de haber trepado a las colinas, la túnica de Gwydion parecía recién planchada. Gareth la habría dejado sucia, arrugada y llena de manchas con una sola hora de uso. El niño miró a Agravaín, vestido con su sayo de trabajo.
—No puedes sentarte así a la mesa de madre, que está tan elegante. Ve a ponerte ropa buena, hermano.
—No voy a dejarme mandar por un pilluelo como tú —rezongó el mayor.
Pero marchó hacia su alcoba. Gwydion sonrió con secreta satisfacción, diciendo:
—Agravaín necesita una esposa, madre. Está malhumorado como los toros en primavera. Además, así no tendrías que tejer y remendar sus prendas.
A Morgause le hizo gracia.
—Tienes razón, pero no quiero otra reina bajo este techo. No hay casa tan grande que tolere el gobierno de dos mujeres.
—Buscadle entonces a una esposa estúpida y de poca alcurnia. Tendrá miedo de cometer errores entre la realeza y se alegrará de que la dirijáis. Podría ser la hija de Niall, es muy hermosa y su familia es rica, pero no demasiado. Niall le dará una buena dote, pues teme que no se case, por su mala vista y su escaso talento, aunque hila y teje muy bien.
—Vaya, vaya, eres todo un estadista —comentó Morgause, cáustica—. Agravaín tendría que nombrarte consejero. «Pero está en lo cierto —pensó—. Mañana hablaré con Niall».
—Los hay peores, pero no estaré aquí para atenderlo, madre. Quería deciros que, cuando subí a las colinas, vi… Oh, aquí viene Donil, el cazador. Él os lo dirá.
El cazador acababa de entrar y se inclinó profundamente ante Morgause.
—Mi señora —dijo—: vienen jinetes por la carretera hacia la casa grande. Una silla de manos, adornada como la barca de Avalón, un jorobado que trae un arpa y varios sirvientes con el atuendo de la isla Sagrada. Estarán aquí en media hora.
«¡Avalón!». Entonces Morgause vio la sonrisa de Gwydion y comprendió que lo estaba esperando. «¡Pero si nunca dijo que tuviera el don de la videncia! ¿Qué niño no se jactaría de eso?». Por un momento sintió miedo de su pupilo. Y comprendió que eso lo complacía.
—¿No es una suerte que tengamos pescado asado y torta de miel y que todos estemos vestidos con nuestras mejores galas, madre, para honrar a Avalón?
—Sí —reconoció Morgause, mirándolo fijamente—. Una gran suerte, Gwydion.
Mientras esperaba en el patio para recibir a los viajeros, recordó el día que Viviana y Merlín llegaron al lejano castillo de Tintagel, y se preguntó si Taliesin aún vivía.
Gwydion permanecía callado junto a ella, con su túnica azafranada y el pelo oscuro bien peinado, muy parecido a Lanzarote.
—¿Quiénes son estos visitantes, madre?
—Supongo que son la Dama del Lago y Merlín de Britania.
—Me dijisteis que mi madre era sacerdotisa de Avalón. ¿Esta llegada tiene algo que ver conmigo?
—¡Bueno, no me digas que ignoras algo! —le espetó Morgause. Pero luego cedió—. No sé a qué vienen, querido; no soy vidente. Pero es posible. Quiero que sirvas el vino, escuchando y aprendiendo, pero sin hablar a menos que te dirijan la apalabra.
Habría sido difícil para sus hijos, que eran ruidosos e inquisitivos, pero Gwydion era como un gato: silencioso, elegante, limpio y siempre alerta, igual que Morgana. «Viviana no hizo bien al expulsarla, aunque estuviera furiosa por el embarazo ¿Y qué podía importarle, si ella también tuvo hijos?». De pronto se preguntó si la ruptura de su sobrina con Avalón había sido obra de la Dama o de la misma Morgana. Mientras estaba sumida en sus reflexiones, Gwydion le tocó el brazo, murmurando por lo bajo:
—Vuestros huéspedes, madre.
Morgause hizo una gran reverencia a Viviana, que parecía empequeñecida. Nunca había dicho su edad, pero ahora se la veía marchita, arrugada, con los ojos hundidos. No obstante mantenía la sonrisa encantadora y la voz grave y dulce de siempre.
—Ah, me alegra verte, hermana —dijo, abrazándola—. ¡No quiero pensar en los años que han pasado! ¡Qué joven pareces, Morgause, con el pelo tan brillante y los dientes tan bonitos! Conociste al arpista Kevin en la boda de Arturo, antes de que se convirtiera en Merlín de Britania.
También parecía envejecido, encorvado y retorcido como un vetusto roble.
—Bienvenido seáis, maestro arpista… señor Merlín, tendría que decir. ¿Cómo está el noble Taliesin? ¿Habita aún la tierra de los vivos?
—Vive, pero está anciano y frágil —dijo Viviana, en tanto otra mujer se apeaba de la silla—. Es Niniana, hija de Taliesin, fruto del robledal. Medio hermana tuya, Morgause.
La joven se adelantó para abrazarla, diciendo con voz dulce:
—Me alegra conocer a mi hermana.
Morgause quedó algo consternada. ¡Parecía tan joven! Su pelo era rubio rojizo; los ojos, azules, con largas pestañas sedosas.
—Niniana viaja conmigo, ahora que soy anciana —dijo Viviana—. En Avalón, aparte de mí, sólo ella es de la antigua sangre real.
Vestía como las sacerdotisas y llevaba la luna azul en la frente. Hablaba en el tono adiestrado del sacerdocio, lleno de poder. En cambio, ella se sentía joven e indefensa junto a la Dama. Trató de recordar que era la anfitriona y aquella gente, sus medio hermanas y un anciano jorobado.
—Bienvenidos a Lothian y a mi salón. Os presento a mi hijo Agravaín, que reina aquí en ausencia de Gawaine. Y éste es mi pupilo Gwydion.
El niño se inclinó con elegancia ante los distinguidos visitantes, pero sólo saludó con un murmullo cortés.
—Es un niño guapo y bien desarrollado —comentó Kevin—. El hijo de Morgana, ¿verdad?
Morgause enarcó las cejas.
—¿De qué serviría negarlo a quien tiene el don de la videncia, señor?
—Ella misma me lo dijo al saber que vendría a Lothian —explicó el arpista, y por su cara cruzó una sombra.
—¿Conque Morgana está nuevamente en Avalón?
Kevin negó con la cabeza. También Viviana parecía afligida.
—Está en la corte de Arturo —dijo Merlín.
Viviana agregó, apretando los labios:
—Tiene un trabajo que cumplir en el mundo exterior. Pero volverá a Avalón cuando llegue el momento. Allí tiene un lugar que ocupar.
Gwydion preguntó con suavidad:
—¿Habláis de mi madre, Dama?
La anciana lo miró fijamente. De pronto pareció alta e imponente; era el viejo truco de las sacerdotisas, pero el niño no lo conocía. De pronto la voz de la Dama llenó el patio:
—¿Por qué me lo preguntas, hijo, si ya conoces perfectamente la respuesta? ¿Te burlas de la videncia, Gwydion? Ten cuidado. Te conozco mejor de lo que piensas y aún quedan en este mundo unas cuantas cosas que ignoras.
Gwydion retrocedió, boquiabierto; de pronto volvía a ser sólo un niño precoz. Morgause alzó las cejas; ¡conque aún quedaba alguien capaz de intimidarlo! Por una vez no trató de disculparse ni de dar explicaciones con su desenvoltura habitual. Morgause volvió a tomar la iniciativa.
—Entrad. Todo está preparado para recibiros, hermanas mías, señor Merlín.
Y contempló el mantel rojo, los copones y la vajilla fina, pensando: «¡Aunque vivamos en el fin del mundo, esta corte no es una pocilga!». Sentó a Viviana en el sitio principal y a Kevin a su lado. Niniana tropezó al subir al estrado; Gwydion estuvo inmediatamente allí, con la mano lista y una palabra cortés.
El pescado estaba perfecto, la torta de miel alcanzó para todos, y había pan, cerveza y leche en abundancia. Viviana comió con la sobriedad de siempre, pero no dejó de elogiar la comida.
—¿Vienes de Camelot? ¿Has visto a mis hijos? —preguntó Morgause.
Pero la Dama negó con la cabeza, ceñuda.
—No, todavía no. Iré en la fecha que Arturo llama Pentecostés, como los padres de la Iglesia —dijo.
Y por algún motivo su hermana sintió un leve escalofrío. Kevin dijo:
—Vi a vuestros hijos en la corte, señora. Gawaine recibió una pequeña herida en Monte Badon, pero ha cicatrizado bien y la oculta dejándose barba. ¡Es posible que imponga la moda! Gaheris está en el sur, fortificando la costa. En cuanto a Gareth, lo armarán caballero en la gran fiesta de Pentecostés. Es uno de los hombres más fuertes y fiables de la corte, aunque el señor Cay aún lo provoca llamándolo «Hermoso», por sus bellas facciones.
—¡Ya tendría que ser uno de los caballeros! —exclamó Gwydion, celoso.
Kevin lo miró con más amabilidad.
—¿Así que deseas honores a tu pariente, muchacho? Arturo quiere honrarlo en ésta, su primera gran fiesta en Camelot. Puedes estar satisfecho, Gwydion: el gran rey reconoce su valor.
Entonces, con más timidez, el niño preguntó:
—¿Conocéis a mi madre, maestro arpista? ¿A la señora Morgana?
—Sí, muchacho, la conozco bien. —Al menos, ese feo hombrecillo tenía una voz sonora y melodiosa—. Es una de las señoras más bellas y agraciadas de la corte, y toca el arpa como un verdadero bardo.
—Bueno, bueno —protestó Morgause, tensando los labios en una sonrisa ante tan obvia devoción—. Está bien entretener al niño con un cuento, pero también es preciso respetar la verdad. ¿Bella, Morgana? ¡Es fea como un cuervo! Igraine sí era bella en su juventud, pero Morgana no se le parece en absoluto.
Kevin respondió en tono respetuoso, pero también divertido.
—Los druidas decimos que la belleza no está sólo en una cara hermosa, sino también en el interior. Morgana es en verdad muy bella, reina Morgause, aunque su belleza no se parezca a la vuestra más que un sauce a un narciso. Y es la única persona a quien confiaría a mi señora.
Señaló con un gesto el arpa, que había sido desenvuelta y puesta a su lado. Morgause aprovechó para pedirle que les regalara con una canción.
Durante un rato el salón estuvo en total silencio, exceptuando las notas del arpa y la voz del bardo. Cuando terminó, la dueña de la casa dijo:
—Nos habéis ofrecido un placer que recordaré durante mucho tiempo, maestro arpista. Pero no fue para esto que hicisteis tan largo viaje. Os lo ruego: decidme a qué tengo que agradecer esta visita tan inesperada.
—No tan inesperada —sonrió Viviana—, pues os encuentro engalanados y con la mesa servida. Puesto que tú nunca tuviste sino destellos de videncia, imagino que fue otra persona quien te puso sobre aviso.
Y echó una mirada irónica a Gwydion.
—Pero no me dijo por qué —apuntó Morgause—; sólo me pidió que preparara una fiesta.
Gwydion rondaba el asiento de Kevin.
—¿Puedo tocar las cuerdas? —preguntó, alargando una mano vacilante.
—Puedes —aceptó Merlín con mansedumbre.
El niño pulsó una o dos notas, diciendo:
—Nunca vi un arpa tan buena.
—No la hay. Mi señora fue el regalo de un rey. ¿Te gusta la música, Gwydion? ¿Has aprendido a tocar el arpa?
—No tengo arpa —respondió el niño—. Pero toco un poco la flauta pequeña y la de cuerno de alce que cuelga allí.
—Tráeme la flauta —pidió Kevin.
La frotó con un paño y, después de soplar para quitarle el polvo del interior, tocó una pequeña melodía bailable.
—No tengo mucha habilidad para este instrumento —dijo, apartándola—. Mis dedos no son lo bastante rápidos. Pero si amas la música, Gwydion, en Avalón te enseñarán. Me gustaría escucharte tocar un poco.
Gwydion tenía la boca seca, pero cogió el instrumento y comenzó a ejecutar una melodía lenta. Kevin asintió.
—Está bien —dijo—. Siendo hijo de Morgana, sería extraño que no estuvieras dotado para la música. Aprenderás mucho. Es probable que tengas madera de bardo, pero también de sacerdote y druida.
El niño parpadeó y estuvo a punto de dejar caer la flauta.
—De bardo… ¿qué queréis decir? ¡Habladme claro!
Viviana lo miró a los ojos.
—Ha llegado el momento, Gwydion. Eres un druida nato y desciendes de dos estirpes reales. Se te ofrecerán las enseñanzas antiguas y la sabiduría secreta de Avalón, para que algún día puedas enarbolar el estandarte del dragón.
Gwydion tragó saliva, absorbiendo aquello. Morgause comprendió que la idea de una sabiduría secreta lo atraía más que cuanto hubieran podido ofrecerle.
—Habéis dicho dos estirpes reales —tartamudeó Gwydion.
Niniana iba a intervenir, pero Viviana cabeceó ligeramente. La joven se limitó a decir:
—Lo comprenderás con claridad cuando llegue el momento, Gwydion. Si vas a ser druida, lo primero que tienes que aprender es a callar y no hacer preguntas.
Se quedó mudo: Morgause se dijo que tanto trabajo había valido la pena, siquiera para verlo, por una vez, impresionado hasta la mudez. Claro que Niniana era hermosa; se parecía mucho a Igraine cuando era joven, sólo que era rubia en vez de pelirroja.
La Dama del Lago dijo, en voz baja:
—Por ahora, lo único que puedo decirte es que la madre de la madre de tu madre fue Dama del Lago, descendiente de una larga estirpe de sacerdotisas. Igraine y Morgause llevan, además, la sangre del noble Taliesin, y también tú. Si eres digno te espera un gran destino. Pero no es sólo la sangre real lo que hace a un rey, sino también el valor, la sabiduría y la previsión. Te digo, Gwydion, que quien porte el dragón puede ser más rey que quien ocupe un trono, pues éste se puede obtener por la fuerza de las armas, por astucia o por haber nacido en la cama adecuada. Pero el Gran Dragón sólo se conquista por el propio esfuerzo.
—¡No comprendo! —dijo Gwydion.
—¡Por supuesto que no! Es un misterio que los sabios druidas sólo comprenden tras estudiarlo durante muchas existencias. Eso no significa que no puedas entenderlo si escuchas y aprendes a obedecer.
El niño bajó la cabeza y se sentó a los pies de Niniana, que le sonreía, escuchando en silencio. Morgause pensó: «¡Tal vez lo que necesita es el aprendizaje de los druidas!».
—Sé desde hace años que el hijo de Morgana no podía terminar sus días entre pastores y pescadores —dijo—. ¿Dónde, sino en Avalón, podía estar su destino? Pero no creo que hayáis viajado tanto para decirme esto. Os lo ruego, reveladme el resto.
Kevin abrió la boca, pero Viviana intervino ásperamente.
—¿Por qué he de revelarte todos mis pensamientos, Morgause, cuando pretendes torcer las cosas en tu favor y en el de tus hijos? En este momento Gawaine es quien está más cerca del trono, no sólo por sangre, sino por el afecto del rey. Y cuando Arturo se casó con Ginebra supe que no le daría hijos. Pensé que probablemente moriría de parto y que podríamos buscar una esposa más adecuada para él. Pero esto se ha prolongado mucho y Arturo ya no va a repudiarla, aunque sea estéril. Y tú sólo ves en eso una oportunidad para tu hijo.
—No creo que sea estéril, Viviana. —Había líneas amargas en la cara de Kevin—. Estuvo grávida antes de Monte Badon, durante cinco meses. Y es posible que Arturo traicionase a Avalón por la compasión que le inspiraba.
Morgause dijo desdeñosa:
—¿Es digno de gobernar el hombre que falta a un juramento por una mujer?
—Le oí decir que fue la Virgen María quien le dio la victoria para salvar su país… —agregó Kevin— y que el estandarte del Pendragón no era suyo, sino de su padre Uther.
—Aun así no tenía derecho a rechazarlo —dijo Niniana—. Arturo nos debe su trono.
—¿Qué importancia tiene un estandarte? —protestó Morgause impaciente—. Los soldados necesitan algo que los inspire…
—No lo comprendes —señaló Viviana—. Si no controlamos desde Avalón lo que vive en sus sueños y su imaginación, perderemos esta lucha contra Cristo y serán esclavos de un credo falso. ¡Tienen que tener siempre ante ellos el símbolo del dragón, para que la humanidad no piense en pecados y penitencias, sino en avanzar!
—Avalón siempre estará allí para quienes busquen el camino —observó Kevin con respeto, aunque también con firmeza—. Pero si no pueden hallarlo quizá sea señal de que no están preparados.
—¿Tengo que permanecer cruzada de brazos mientras Avalón se pierde en las brumas, como el país de las hadas? —inquirió Viviana—. ¡Lo mantendré dentro del mundo o moriré en el intento!
Se hizo una pausa en el salón, Morgause cayó en la cuenta de que estaba helada.
—Aviva el fuego, Gwydion —ordenó, mientras pasaba el vino—. Bebed, hermana. Y vos, maestro arpista.
Pero Gwydion permaneció inmóvil, como si estuviera soñando o en trance.
—Niño, haz lo que te ordeno… —insistió Morgause.
Kevin alargó una mano para que callara.
—El muchacho está en trance —dijo—. Habla, Gwydion.
—Todo es sangre —susurró—. Sangre, vertida como la sangre del sacrificio en los altares antiguos, sangre vertida sobre el trono…
Niniana tropezó. El resto del vino, rojo como la sangre cayó en cascada sobre Gwydion y sobre el regazo de Viviana. Ésta se levantó, sobresaltada. El niño parpadeó, sacudiéndose.
—¿Qué…? —musitó, desconcertado—. Lo siento…, permitid que os ayude. —Y cogió la vasija de manos de la joven—. Uf, parece sangre. Voy a buscar un trapo.
Y salió a la carrera, como cualquier muchacho activo.
—Bueno, ahí tenéis vuestra sangre —dijo Morgause asqueada—. ¿También Gwydion tendrá que perderse en sueños y visiones enfermizas?
La Dama enjugó el vino pegajoso de su sayo.
—No desprecies el don ajeno sólo porque no lo tienes, hermana.
Gwydion volvió con el trapo, pero al inclinarse se tambaleó. Morgause llamó por señas a una criada para que secara la mesa y el hogar. El niño parecía descompuesto, pero se apartó rápidamente, como si estuviera avergonzado. Aunque habría querido mecerlo entre sus brazos, comprendió que no se lo agradecería, y bajó la vista a sus manos cruzadas. También Niniana alargó una mano, pero fue Viviana quien lo llamó, con ojos severos e implacables.
—Dime la verdad: ¿desde cuándo tienes el don de la videncia?
Gwydion bajó la vista.
—No lo sé. No sabía cómo llamarlo.
—Y lo ocultaste por orgullo y deseo de poder, ¿verdad? Ahora te ha dominado. Espero que no hayamos llegado demasiado tarde. ¿Te sientes inseguro de pie? Ven, siéntate y estate quieto.
Para asombro de su tutora, Gwydion se dejó caer silenciosamente a los pies de las dos sacerdotisas. Al cabo de un rato, Niniana le apoyó una mano en la cabeza y el niño se reclinó contra ella.
Viviana se volvió nuevamente hacia Morgause.
—Como te he dicho, Ginebra no dará hijos a Arturo, pero él no la repudiará, sobre todo por ser cristiano.
Su hermana se encogió de hombros.
—¿Y qué? Ha abortado al menos una vez y ya no es tan joven. La vida de una mujer es incierta.
—Sí, Morgause —dijo Viviana—. Ya trataste una vez de aprovechar lo incierto de la vida para que tu hijo heredara el trono, ¿verdad? Te lo advierto, hermana: no te entrometas en lo que los dioses han decretado.
Morgause dijo, conteniendo la ira:
—Pero los dioses no han querido que hicieras tu voluntad, Viviana… si existen, de lo que no estoy segura. En cuanto a la estirpe real de Avalón, ya ves que la he cuidado bien.
—El niño parece fuerte y sano, pero ¿podrías jurar que no lo has malogrado por dentro, hermana?
Gwydion levantó bruscamente la cabeza:
—Mi madre adoptiva me ha tratado bien. La señora Morgana no se interesó mucho por el desarrollo de su hijo. ¡Ni una sola vez ha venido a ver si estaba vivo o muerto!
Kevin intervino con severidad.
—Se te ordenó hablar sólo cuando se te dirigiera la palabra, Gwydion. Y nada sabes sobre los motivos de Morgana.
Morgause miró con agudeza al bardo. «¿Es posible que Morgana se haya confesado con este pobre aborto, cuando yo tuve que descubrir sus secretos mediante hechizos?». Sintió un acceso de ira, pero Viviana dijo:
—Basta. Lo criaste bien mientras te convino, Morgause, pero no has olvidado que está un paso más cerca del trono que Arturo a su edad… y dos pasos más cerca que Gawaine. En cuanto a Ginebra, he visto que tiene un papel a desempeñar en el destino de la isla Sagrada. No carece del todo de videncia. Tal vez si tuviera un hijo por las artes de Avalón…
—Demasiado tarde para eso —indicó Kevin—. La verdad, no creo que esté muy cuerda.
—La verdad es que le tienes rencor, Kevin —dijo Niniana—. ¿Por qué?
El arpista bajo los ojos. Por fin dijo:
—Es cierto. No puedo ser justo con Ginebra. Pero aunque la amara seguiría diciendo que no es adecuada para un rey que debe mandar desde Avalón. Si tuviera un hijo lo atribuiría a la bondad de Cristo, aunque la misma Dama del Lago la asistiera en el lecho.
Morgause esbozó su sonrisa ladina.
—Las Sagradas Escrituras dicen que quien repudia a su mujer está condenado, salvo por adulterio. Y hasta aquí, en Lothian, se dice que la reina no es tan casta. Todo el mundo sabe cómo mira a vuestro hijo, Viviana.
—No conocéis a Ginebra —dijo Kevin—. Es devota hasta la insensatez. Y como Arturo es tan amigo de Lanzarote, no haría nada contra ellos a menos que los sorprendiera en su cama delante de toda la corte.
—Incluso eso se puede arreglar —aseveró Morgause—. Ginebra es demasiado bella para que las otras mujeres le tengan mucho afecto. Alguno de su círculo podría armar un escándalo para obligar a Arturo…
Viviana hizo una mueca de asco.
—¿Qué mujer traicionaría de ese modo a otra?
—Yo —contestó su hermana—, si estuviera convencida de beneficiar con eso al reino.
—Yo no —dijo Niniana—. Y Lanzarote es honorable. Dudo que traicionara a su gran amigo Arturo por Ginebra. Si queremos hacerla a un lado, es preciso buscar otra solución.
—Hay algo más —añadió Viviana, con voz cansada—. Hasta donde sabemos, Ginebra no ha hecho nada malo. Si hay un escándalo tiene que ser sobre la verdad. Los de Avalón estamos comprometidos a defender la verdad.
—¿Y si hubiera un escándalo verdadero? —preguntó Kevin.
—En ese caso, que cargue con las consecuencias. Pero no seré yo quien participe en falsas acusaciones.
—Tiene, al menos, un enemigo más —reflexionó el druida—. Acaba de morir Leodegranz, su padre, y también su joven esposa con su última hija. Ahora Ginebra es la reina del País del Estío. Pero Leodegranz tenía un pariente que asegura ser su hijo, aunque no lo creo. Supongo que le gustaría poder proclamarse rey a la antigua usanza de las Tribus: acostándose con la reina.
Gwydion dijo:
—Menos mal que en la corte de Lot, más cristiana, no existe esa costumbre, ¿verdad? —Pero lo dijo en voz baja, para que todos pudieran fingir que no lo habían oído. Morgause se dijo: «Está enfadado porque no se le presta atención. No voy a enojarme por una dentellada de cachorro».
—Según la antigua costumbre —dijo Niniana, con la bella frente arrugada en pequeñas líneas—, Ginebra no está casada con Arturo mientras no le haya dado un hijo varón. Y si otro hombre puede apartarla de él…
—Ésa es la cuestión —rió Viviana—: Arturo puede retenerla por la fuerza de las armas. Y lo haría, sin duda. —Luego se puso seria—. Lo único seguro es que Ginebra seguirá estéril. Si concibiera otra vez, hay encantamientos para que la criatura no llegue a nacer. En cuanto al heredero de Arturo… —Hizo una pausa para mirar a Gwydion, que mantenía una actitud soñolienta, con la cabeza apoyada en el regazo de Niniana—. Aquí tenemos un hijo de la estirpe real de Avalón… e hijo del Gran Dragón.
Morgause contuvo la respiración. Siempre había pensado que, si Morgana había concebido un hijo de su medio hermano, era sólo debido a la más desdichada casualidad. Al comprender el complejo plan de Viviana quedó abrumada ante su audacia: poner en el trono a un hijo de Avalón y de Arturo.
«¿Qué será del macho rey cuando el ciervo joven haya crecido?». Por un momento no supo si el pensamiento era suyo o si había surgido en su cabeza como eco de algo pensado por una u otra de las dos sacerdotisas presentes.
Gwydion, con los ojos muy abiertos, se inclinó hacia delante.
—Señora —susurró—, ¿es cierto… que soy hijo de… del gran rey?
—Sí —confirmó Viviana, apretando los labios—, aunque los curas jamás lo reconocerán. Para ellos, que un hombre engendre un hijo en la hija de su madre es el peor de todos los pecados. Se creen más santos que la Diosa, que es madre de todos nosotros. Pero así son las cosas.
Lenta y penosamente Kevin se arrodilló ante Gwydion.
—Príncipe y señor mío —dijo—, vástago de la estirpe real de Avalón e hijo del hijo del Gran Dragón: hemos venido para llevaros a Avalón, donde podréis prepararos para vuestro destino. Por la mañana debéis estar listo para partir.