«A soy demasiado vieja para estos viajes —pensó Viviana, a caballo bajo la lluvia invernal, con la cabeza inclinada y la capa bien ceñida al cuerpo—. De esto tendría que ocuparse Morgana, que iba a ser mi sucesora en Avalón».
Cuatro años atrás Taliesin le dijo que la joven se había quedado en Caerleon, como dama de Ginebra, tras la boda de Arturo. ¿La Dama del Lago, criada de una reina? ¿Cómo podía haber abandonado de aquel modo el verdadero camino? Sin embargo, cuando envió recado a Caerleon para que Morgana volviera a Avalón, el mensajero regresó diciendo que había abandonado la corte para volver a la isla, según se creía.
Pero no estaba en Avalón, ni en Tintagel con Igraine, ni en la corte de Lot. ¿Adónde habría ido? Tal vez había sufrido algún percance en uno de sus viajes solitarios, podía haber perdido la memoria, podían haberla violado y matado… «Oh, no —pensó Viviana—, si algo le hubiera sucedido, sin duda yo lo habría visto en el espejo… o con la videncia».
Pero no podía estar segura. Su videncia se había vuelto irregular; a menudo sólo surgía ante sus ojos una enloquecedora niebla gris. Y el destino de Morgana estaba oculto detrás de aquel velo.
«Diosa, Madre —rezó—, devuélveme a mi niña». Pero la respuesta de la Diosa estaba escondida en aquel cielo implacable.
La última vez que hizo el viaje, seis meses antes, ¿se había cansado tanto? Tenía la sensación de que sólo ahora el trote del burro le sacudía todos los huesos, mientras el frío la roía con dientes helados.
Un miembro de su escolta se volvió a decirle:
—Ya veo la granja, señora. Llegaremos antes de que caiga la noche.
Viviana le dio las gracias, tratando de disimular su gratitud para no traicionar su debilidad.
Gawan la esperaba en el estrecho patio de las cuadras y la ayudó a desmontar sin pisar el barro.
—Bienvenida, señora —le dijo—. Es un placer veros, como siempre. Mañana vendrán mi hijo Balin y el vuestro; mandé a Caerleon por ellos.
—¿Tan grave es, viejo amigo? —preguntó Viviana.
Gawan asintió con la cabeza.
—Apenas se la reconoce, señora. Está reducida a nada; si come o bebe un poco dice que se le incendian las entrañas. Ya no puede faltar mucho, pese a todos vuestros remedios.
Viviana lanzó un suspiro.
—Es lo que temía —dijo—. Cuando esta enfermedad se apodera de alguien ya no abre las garras. Tal vez pueda ofrecerle algún alivio.
—Dios lo quiera. Las medicinas que nos dejasteis la última vez ya no sirven de mucho. Se despierta por la noche, llorando como una criatura. No tengo siquiera el valor de rezar para conservarla a costa de más sufrimientos, señora.
Viviana volvió a suspirar. En su última visita, seis meses antes, les había dejado sus drogas más fuertes, casi deseando que Priscila enfermara de fiebres en otoño y muriera antes de que los medicamentos perdieran efecto. Ya no había mucho que pudiera hacer. Se dejó conducir al interior de la casa y sentar frente al fuego. La criada le llevó un cuenco de sopa caliente.
—Descansad, señora —invitó él—. Podréis ver a mi esposa después de cenar. A esta hora suele dormir un rato.
—Cualquier rato de descanso es una bendición; no voy a molestarla —resolvió Viviana calentándose los dedos helados con el tazón de sopa, mientras las criadas le sacaban las botas y la secaban con toallas calientes. Por un momento descansó cómodamente, olvidando aquella lúgubre misión. Pero desde una habitación interior les llegó un grito débil y la criada dio un respingo.
—Es el ama, pobre —dijo a Viviana—. Debe de estar despierta. Esperábamos que durmiera hasta que la cena estuviera servida. Tengo que ir a atenderla.
—Yo también voy.
Viviana siguió a la mujer hasta la alcoba, viendo la expresión horrorizada de Gawan ante aquel débil grito.
Viviana nunca había dejado de hallar en Priscila algún rastro de su antigua hermosura, cierto parecido con la joven alegre que había criado a su hijo Balan. Ahora, el rostro, los labios y el pelo descolorido eran del mismo color gris amarillento; incluso los ojos azules parecían desteñidos por la enfermedad. Era evidente que llevaba meses sin poder levantarse. Y si hasta entonces las pociones de Viviana le habían ofrecido alivio, consuelo y una recuperación parcial, ya era demasiado tarde para prestarle ninguna ayuda.
Por un momento los ojos desvaídos vagaron por la habitación. Por fin, Priscila parpadeó un poco, susurrando:
—¿Sois vos, señora?
Viviana le cogió la mano marchita.
—Lamento veros tan enferma —dijo—. ¿Cómo estáis querida amiga?
Los labios resquebrajados se tensaron en una mueca que parecía un gesto de dolor, pero pretendía ser una sonrisa.
—No podría estar peor —susurró—. Creo que Dios y su Madre me han olvidado. Pero me alegra volver a veros. Y espero vivir lo suficiente para dar la bendición a mis queridos hijos. —Suspiró con fatiga, tratando de cambiar de posición—. Me duele la espalda de tanto estar acostada, pero cuando me tocan es como si me clavaran cuchillos. Y aunque tengo mucha sed, no me atrevo a beber por miedo al dolor.
—Haré todo lo que pueda —prometió Viviana.
Después de ordenar a los criados lo que necesitaba, le vendó las llagas y le enjuagó la boca con una loción refrescante. Luego se sentó junto a ella, sosteniéndole la mano, sin molestarla con palabras. Poco después del oscurecer se oyó ruido en el patio. Priscila dio un respingo, febriles los ojos a la luz de la lámpara.
—¡Son mis hijos!
Y en verdad no tardaron en entrar Balan y su hermano de leche, Balin, el hijo de Gawan.
—Madre —saludó el primero, inclinándose para besar la mano a Priscila. Sólo entonces se inclinó ante Viviana—. Señora…
La Dama tocó a su hijo mayor en la mejilla. No era tan hermoso como Lanzarote, pero tenía bellos ojos oscuros, como los de ella y los de su hermano. Balin era más bajo, recio y de ojos grises. Como Priscila, era rubio y de mejillas encarnadas.
—Mi pobre madre —murmuró acariciándole la mano—. Pero ahora que la Dama Viviana ha venido a ayudarte no tardarás en recuperarte, ¿no es así? Pero estás tan delgada, madre… Tienes que tratar de comer más para fortalecerte.
—No —susurró Priscila—. No volveré a fortalecerme hasta que cene con Jesucristo en el cielo, hijo querido.
—Oh, no, madre, no digas eso… —exclamó Balin.
Balan buscó la mirada de Viviana y le dijo en voz muy baja:
—No comprende que se muere, señora… madre. Insiste en que puede recuperarse. —Balan negó con la cabeza. Tenía el grueso cuello enrojecido y Viviana le vio lágrimas en los ojos, aunque él se las enjugó deprisa.
Después de un rato, Viviana dijo que todos tenían que salir para que la enferma descansara.
—Despedios de vuestros hijos, Priscila, y dadles vuestra bendición —sugirió.
Los ojos de la mujer se animaron un poco.
—Ojalá fuera una verdadera despedida, antes de que esto empeore. No querría que me vieran como esta mañana —murmuró.
Viendo su terror, Viviana se inclinó hacia ella para decirle en un susurro:
—Puedo hacer que no haya más dolor, querida, si deseáis que termine.
—Por favor —susurró la moribunda, estrechándole la mano a modo de súplica.
—Os dejaré con vuestros hijos, pues. Los dos son vuestros, aunque sólo hayáis alumbrado a uno de ellos.
En la otra habitación encontró a Gawan.
—Traedme mis alforjas —dijo. Cumplida la orden, rebuscó en un bolsillo. Luego se volvió hacia el hombre—. Por el momento está en calma, pero no puedo hacer mucho más, salvo poner fin a sus sufrimientos. Creo que eso es lo que desea.
—¿No hay ya esperanza?
—No. Ya no le espera más que dolor. No creo que vuestro Dios desee hacerla sufrir más.
Gawan dijo conmovido.
—Ha dicho a menudo que se arrepentía de no haber tenido valor para arrojarse al río mientras aún podía caminar.
—Es hora, pues, de que se vaya en paz —musitó Viviana—, pero quería haceros saber que no hago sino su voluntad.
—Siempre he confiado en vos, señora —replicó Gawan—. Mi esposa os ama. No pido más. Sé que os bendecirá si ponéis fin a sus sufrimientos.
Pero estaba demudado por el pesar. Siguió a Viviana a la alcoba, donde Priscila charlaba en voz baja con Balin. Cuando le soltó la mano, éste se acercó a su padre, sollozando. La enferma tendió los dedos flacos a Balan, diciendo con voz trémula:
—Tú también has sido un buen hijo, muchacho. Cuida siempre de tu hermano de leche. Y no dejes de rezar por mi alma.
—Lo haré, madre —dijo Balan. Pero cuando quiso abrazarla, Priscila soltó un pequeño grito de miedo y dolor, de modo que se limitó a estrecharle la mano marchita.
—Ya os he preparado vuestro remedio, Priscila —dijo Viviana—. Dad las buenas noches y dormid.
—Estoy tan cansada… —susurró la moribunda—. Dormir será un placer. Bendita seáis, señora, y también vuestra Diosa.
—En su nombre, que ofrece misericordia —murmuró la Dama, en tanto le alzaba la cabeza para que pudiera tragar.
—Tengo miedo de beber esto. Es amargo. Y tragar cualquier cosa me causa dolor —susurró Priscila.
—Os juro, hermana mía, que después de beber esto no habrá más dolor —aseguró Viviana con voz firme, inclinando la taza.
Después de beber, Priscila levantó una mano para tocarle la cara.
—Dadme un beso de despedida, señora —pidió con aquella horrenda sonrisa.
Y Viviana oprimió los labios contra la frente cadavérica, pensando: «He traído vida y ahora vengo como la Parca. Lo que hago ahora por ella, Madre, que algún día lo haga alguien por mí». Y se estremeció otra vez al encontrar la mirada interrogante de Balin.
—Venid —dijo en voz baja—. Dejadla descansar.
Salieron del cuarto. Gawan permaneció junto a su esposa, sin soltarle la mano. «Así tiene que ser», pensó la Dama.
Las criadas habían servido la cena. Viviana ocupó su sitio y comió, fatigada por el largo viaje.
—¿Habéis venido desde Caerleon en un solo día, muchachos? —preguntó. Y sonrió para sí, pues los «muchachos» ya eran hombres.
—Sí —respondió Balan—, y fue un viaje infortunado a causa de la lluvia y el frío. —Después de servirse pescado, pasó la fuente a Balin, diciendo—: No comes nada, hermano.
El otro se estremeció.
—No tengo ánimos para comer, viendo así a mi madre. Gracias a Dios estáis aquí, señora. Se repondrá pronto, ¿verdad? La última vez vuestros remedios fueron como un milagro.
Viviana lo miró fijamente. ¿Era posible que no comprendiera? Por fin dijo en voz baja:
—Lo mejor que podemos esperar es que vaya a reunirse con su Dios en el más allá, Balin.
Él levantó con espanto la cara rubicunda.
—¡No! ¡No puede morir! Prometedme que no la dejaréis morir, señora…
Viviana replicó severamente:
—No tengo la vida y la muerte en mis manos, Balin. ¿Quieres que viva este tormento mucho más tiempo?
—Pero vos sois hábil en todo tipo de magia —protestó Balin enfadado—. ¿A qué vinisteis, si no fue para curarla otra vez? Hace un momento dijisteis que podíais poner fin a su dolor…
—Para la enfermedad que se ha adueñado de tu madre hay una sola cura —explicó Viviana apoyándole una mano compasiva en el hombro.
—Basta, Balin —dijo su hermano—. ¿Prefieres que siga sufriendo?
Pero Balin clavó en Viviana una mirada fulminante.
—Conque utilizasteis vuestras hechicerías para curarla cuando era un honor para vuestra maligna Diosa —gritó—. Y ahora que ya no podéis sacar beneficio, la dejáis morir.
—Calla, hombre —ordenó Balan con voz ronca y tensa—. Recuerda que nuestra madre la bendijo y le dio un beso de despedida. Era lo que deseaba.
Pero Balin alzó la mano, como para golpear a Viviana.
—¡Judas! —gritó—. Vos también traicionasteis con un beso. —Y se volvió para correr a la alcoba—. ¿Qué habéis hecho? ¡Asesina! ¡Sucia asesina! ¡Padre, padre! ¡Esto es asesinato y hechicería maligna!
Gawan apareció en la puerta de la habitación interior, muy pálido, pidiendo silencio con gestos nerviosos, pero su hijo lo apartó de un empellón. Viviana fue tras él. Al entrar vio que Gawan había cerrado los ojos a la difunta.
Balin, al notarlo, se volvió hacia ella entre gritos incoherentes:
—¡Asesina! ¡Traidora, bruja! ¡Maldita bruja asesina!
Gawan retuvo a su hijo entre los brazos.
—¿Ante el cuerpo de tu madre hablas así de la persona en quien más confiaba?
Pero Balin, delirante, forcejeaba para arrojarse contra Viviana, que trató de hacerlo entrar en razón, sin lograr que la escuchara. Por fin fue a sentarse junto al fuego de la cocina.
Balan se acercó.
—Lamento que lo esté tomando así, señora —dijo, cogiendole la mano—. Pero cuando pase la impresión os estará tan agradecido como yo. Pobre madre, ha sufrido tanto. Ahora que terminó, yo también os bendigo. —Bajó la cabeza, tratando de no sollozar—. Era… como una madre para mí también.
—Lo sé, hijo mío, lo sé —murmuró Viviana, dándole palmaditas en la cabeza como si aún fuera un niño torpe—. Es justo que llores por tu madre adoptiva, de lo contrario no tendrías corazón.
Y Balan se derrumbó en sollozos, arrodillado junto a ella y con la cara escondida en su regazo. Balin se plantó ante ellos, pálido de furia.
—Sabes que mató a nuestra madre, Balan, pero acudes a que te consuele.
Su hermano levantó la cabeza, sofocando los sollozos.
—Cumplió con la voluntad de nuestra madre. ¿Tan necio eres que no comprendes? Aun con la ayuda de Dios, madre no habría vivido dos semanas más. ¿Le reprochas que haya querido ahorrarle ese último sufrimiento?
Pero Balin se limitó a gritar, desolado:
—¡Mi madre, mi madre ha muerto!
—Calla. Me crió. También era mi madre —exclamó Balan, furioso; luego ablandó la expresión—. Ah, hermano, hermano. Yo también peno. ¿Por qué tenemos que reñir? Ven, bebe un poco de vino. Ha dejado de sufrir y está con Dios. En vez de discutir, recemos por ella. Ven, hermano; come y descansa, que tú también estás fatigado.
—¡No! ¡No descansaré bajo el mismo techo que esta bruja asesina!
Gawan se acercó, pálido y furioso, para darle una bofetada en la boca.
—¡Paz! —ordenó—. La Dama de Avalón es nuestra amiga y nuestra invitada. ¡No mancilles la hospitalidad de esta casa con palabras tan blasfemas! Siéntate a comer, hijo, o pronunciarás palabras que todos hemos de lamentar.
Pero Balin miraba alrededor como una bestia salvaje.
—No comeré ni descansaré bajo el techo que alberga a… a esa mujer.
Su hermano inquirió:
—¿Te atreves a ofender a mi madre?
—¡Conque todos estáis contra mí! Bien, ¡me voy de esta casa!
Y se volvió para salir apresuradamente. Viviana se dejó caer en una silla, mientras su hijo le ofrecía el brazo y Gawan le escanciaba una taza de vino.
—Bebed, señora, y aceptad mis disculpas en nombre de mi hijo. Está fuera de sí; pronto recobrará la cordura.
—¿Queréis que vaya tras él para evitar que se haga daño, padre?
Gawan negó con la cabeza.
—No, hijo, no; quédate con tu madre. Las palabras no le servirán de nada.
Viviana sorbió su vino, temblando. También estaba abrumada por la pena, recordando el tiempo en que Priscila y ella eran jóvenes y cada una tenía a su recién nacido en los brazos. Había sido tan alegre y hermosa… Ahora yacía muerta y su mano le había acercado la taza mortal. Tenía la sensación de que hasta los huesos se le sacudían con un dolor glacial. Se acercó al fuego, pero no dejaba de temblar y no podía entrar en calor. Se arrebujó en su chal. Balan la condujo al mejor asiento, le puso un almohadón tras la espalda y una taza de vino caliente en la mano.
—Ah, vos también la amabais —dijo—. No os aflijáis por Balin, señora. Ya recobrará el buen tino, y entonces comprenderá que fuisteis misericordiosa con nuestra madre… —Se interrumpió. Los carrillos se le iban enrojeciendo—. ¿Os ofende, señora, que aún vea en ella a mi madre?
—Es razonable —repuso Viviana acariciando la mano encallecida de su hijo, que en otros tiempos había sido como un capullo de rosa; ahora su mano se perdía dentro de ella—. Fue más madre para ti que yo.
—Sí, sabía que comprenderíais. Eso me dijo Morgana la última vez que nos vimos, en la corte de Arturo.
—¿Morgana? ¿Estaba en la corte de Arturo cuando vinisteis?
Balan sacudió tristemente la cabeza.
—No. Hace años que no la veo, señora. Dejadme pensar… Se marchó antes de que Arturo recibiera aquella herida. Caray, hará tres años cuando empiece el verano. La suponía en Avalón, con vos.
Viviana se apoyó contra el apoyabrazos del sillón. Luego preguntó:
—Y tu hermano Lanzarote, ¿está en la corte o ha vuelto a la Baja Britania?
—No creo que lo haga mientras Arturo viva, aunque ya no frecuenta tanto la corte.
Y Viviana, con un fragmento de videncia, oyó las palabras que Balan callaba por no repetir rumores escandalosos: «Cuando está en la corte la gente nota que no aparta los ojos de la reina Ginebra; por dos veces Arturo le ha propuesto casarlo y él se ha negado». Su hijo se apresuró a continuar:
—Se ha propuesto poner orden en el reino de Arturo y estar siempre recorriendo el territorio. Dicen que él solo es como toda una legión, señora. —Miró a la anciana con melancolía—. Vuestro hijo menor es un gran caballero, como el legendario Alejandro. Yo no os he aportado tanta gloria, señora.
—Cada uno hace lo que los dioses le asignan, hijo mío —repuso Viviana con suavidad—. Pero me alegra que no le guardes rencor por ser mejor caballero.
Balan negó con la cabeza.
—Sería como guardar rencor a Arturo por no ser yo el rey, madre. Y Lanzarote es modesto y piadoso.
—¿Dices que se ha negado a casarse dos veces? ¿Qué espera? ¿Una dote mayor de la que ninguna doncella podría aportarle?
Una vez más, Viviana creyó oír los pensamientos de su hijo: «Desea a la que no puede tener, pues está casada con su rey». Pero Balan sólo dijo:
—Dice que no se le antoja casarse con nadie y que prefiere a su caballo. A veces dice en broma que se casará con una guerrera sajona. Nadie lo iguala con las armas. En los juegos que Arturo organiza en Caerleon suele participar en desventaja: sin escudo o con un caballo ajeno. Cierta vez Balin le ganó una carrera, pero rehusó el premio al descubrir que a Lanzarote se le habían roto las correas de la silla.
—Conque Balin también es un caballero cortés.
—Oh, sí, madre; no juzguéis a mi hermano por lo de esta noche —aseveró Balan.
La conversación pasó a otros temas.
Cuando la instaron a ocupar la mejor cama para huéspedes, se acostó y por fin pudo dormir. Pero todo lo que había hablado con Balan parecía pasearse por sus sueños. Durante un momento, creyó ver a Morgana corriendo por un neblinoso bosque de árboles extraños, coronada con flores que no crecían en Avalón. Al despertar se dijo: «No tengo que demorarme. Tengo que buscarla con la videncia o con lo que me quede de ella».
A la mañana siguiente, después del entierro, se acercó a Balin para decirle delicadamente:
—¿Quieres que intercambiemos un abrazo y un mutuo perdón, hijo? Créeme: comparto tu pena. La señora Priscila y yo éramos amigas de toda la vida. ¿Cómo, si no, le habría dado mi hijo a criar? Y, además, soy la madre de tu hermano adoptivo.
Le alargó los brazos, pero Balin, duro y frío, le volvió la espalda y se alejó.
Aunque Gawan la instaba a quedarse a descansar unos días, pidió su asno, diciendo que tenía que regresar a Avalón.
—¿Permitiréis que os acompañe a Avalón, señora? —preguntó Balan—. En el camino suele haber asaltantes y malas gentes.
—No —contestó Viviana ofreciéndole la mano con una sonrisa—. No llevo oro y me acompañan hombres de las Tribus. Quédate, hijo mío; llora a tu madre y haz las paces con tu hermano de leche. No tienes que reñir con él por mí.
De pronto se estremeció, pues a la mente le llegaba una imagen: entrechocar de espadas y su hijo sangrando por una gran herida…
—¿Qué pasa, señora? —preguntó Balan en voz baja.
—Nada, hijo mío; pero prométeme que no te enemistarás con tu hermano Balin. Que Dios te bendiga, y también a tu hermano.
Mientras cabalgaba hacia Avalón se dijo que aquella visión debía de ser consecuencia del cansancio y del miedo. En todo caso, Balan era uno de los caballeros de Arturo y en la guerra contra los sajones no se podía pretender que se librara de recibir alguna herida. Pero en su mente persistió la idea de que los dos hermanos de leche reñirían por ella, hasta que borró la cara de Balan con un gesto severo.
También estaba preocupada por Lanzarote, que había dejado muy atrás la edad de casarse. Claro que algunos hombres sólo buscaban la compañía de sus camaradas de armas. Tal vez sólo profesaba esa gran devoción por la reina para que sus compañeros no se burlaran de él.
Pero apartó a sus hijos de la mente. Ninguno estaba tan cerca de su corazón como Morgana… ¿Y dónde estaba Morgana? Tras oír las noticias de Balan, temía por su vida. Decidió enviar mensajeros a Tintagel y a la corte de Lot, por si Morgana hubiera vuelto para estar junto a su hijo. Había visto una o dos veces al pequeño Gwydion en su espejo, pero mientras creciera saludable no le prestaría mucha atención. Morgause trataba bien a los niños. Ya habría tiempo para ocuparse de Gwydion, cuando estuviera en edad de educarse en Avalón.
Con su disciplina de hierro, logró borrar también a Morgana y llegó a Avalón con el estado de ánimo de quien acaba de ser la Parca para su mejor amiga: seria, por supuesto, pero sin mucho pesar, pues la muerte es sólo el principio de una vida nueva.
En verdad había llegado el momento de entregar el mando de Avalón a una mujer más joven, limitarse a ser una de las sabias, sin cargar ya con aquel temible poder. La videncia la estaba abandonando, pero no quería renunciar a su poder sino para depositarlo en las manos de la que había preparado. Creía poder esperar a que Morgana, superado el rencor, volviera a Avalón.
«Pero si algo le ha sucedido… Y aunque no sea así, ¿tengo derecho a continuar como Dama del Lago, si me ha abandonado la videncia?».
Al llegar al lago tuvo tanto frío que, por un momento, no pudo recordar el hechizo para bajar las brumas. Luego las palabras le volvieron a la mente, pero pasó gran parte de la noche desvelada por el temor.
Por la mañana estudió el cielo. La luna estaba menguando, de nada serviría consultar el espejo en aquel momento. Con disciplina de hierro, se obligó a no decir nada a las sacerdotisas que la atendían, pero más tarde, ya entre las otras mujeres sabias, les preguntó:
—¿Hay en la Casa de las doncellas alguien que aún sea virgen?
—La hija de Taliesin —dijo una de ellas.
Por un momento Viviana quedó confundida: tanto Igraine como Morgause eran ya mayores y se habían casado. Luego reconoció:
—Ignoraba que tuviera una hija en la Casa de las doncellas. —En otros tiempos no había allí nadie a quien no hubiera probado personalmente, pero en los últimos años había relegado esa tarea—. Decidme, ¿qué edad tiene? ¿Cómo se llama? ¿Cuándo vino a nosotras?
—Se llama Niniana —respondió la anciana sacerdotisa—. Es hija de Branwen, engendrada por Taliesin en los fuegos de Beltane. Debe de tener once o doce años, tal vez más. Se educo en el norte, pero vino hace cinco o seis estaciones. Es buena y obediente. ¡Ya no recibimos tantas doncellas como para permitirnos el lujo de escoger, Dama! No hay ninguna como Cuervo o vuestra Morgana. Y Morgana, ¿dónde está? Tendría que volver a nosotras.
—Tendría que volver, por cierto —confirmó Viviana.
Le avergonzó responder que no sabía siquiera si estaba viva o muerta pero si la tal Niniana era hija de Taliesin y una sacerdotisa de Avalón, sin duda tendría el don de la videncia. Y si todavía era virgen, Viviana podría obligarla a ver.
—Enviadme a Niniana dentro de tres días, antes del amanecer.
Y aunque vio diez preguntas en los ojos de la anciana, pudo comprobar con cierta satisfacción que aún era, incuestionablemente, la Dama de Avalón, pues la mujer no dijo nada.
Niniana se presentó una hora antes del amanecer, al terminar la luna nueva. Viviana había pasado gran parte de la noche sin dormir, haciéndose interminables preguntas. Se resistía a delegar su autoridad, como no fuera en las manos de Morgana. Hizo girar entre las manos la pequeña hoz que aquélla había abandonado al huir; luego la dejó a un lado para observar a la hija de Taliesin.
«La anciana sacerdotisa pierde la noción del tiempo, igual que yo; esta niña tiene más de doce años». La vio temblar, sobrecogida, y recordó que así había temblado también Morgana al verla, por primera vez, como Dama de Avalón.
—¿Eres Niniana? —preguntó delicadamente—. ¿Quiénes son tus padres?
—Soy hija de Branwen, Dama, pero ignoro el nombre de mi padre. Mi madre sólo dijo que me concibió en Beltane.
—¿Qué edad tienes?
—Este año habré completado los catorce inviernos.
—¿Y has estado en los fuegos, hija?
La niña negó con la cabeza.
—Hasta ahora no se me ha convocado.
—¿Tienes el don de la videncia?
—Creo que sólo un poco, señora.
Viviana suspiró.
—Bueno, ya veremos. Ven conmigo, hija.
La condujo por el camino escondido hasta el pozo sagrado. La niña era más alta que ella, esbelta y rubia, de ojos violáceos; se parecía un poco a Igraine a su edad. De pronto creyó ver a Niniana con la corona y la capa de la Dama, pero negó con la cabeza con impaciencia. Sin duda era sólo una fantasía.
Se detuvo un momento junto al estanque para observar el cielo. Luego entregó a Niniana la hoz de Morgana y le dijo en voz baja:
—Mira dentro del espejo, hija mía, y dime dónde mora la que sostuvo esto.
La niña la miró, vacilante.
—Como os dije, señora, sólo tengo un poco de videncia.
Súbitamente la anciana comprendió: la joven tenía miedo de fracasar.
—No importa. Verás con la videncia que antes fue mía No temas, hija. Mira por mí dentro del espejo.
Se hizo el silencio mientras contemplaba la cabeza inclinada de la niña. La superficie del estanque pareció erizarse por el viento, como siempre. Luego Niniana dijo, con voz extraña:
—Ah, ved… duerme en brazos del rey gris…
Y calló.
«¿Qué significa eso?», se preguntó Viviana. Habría querido gritarle, obligarla a la videncia, pero se obligó a callar, sabiendo que hasta sus pensamientos inquietos podían emborronar la imagen.
—Dime, Niniana —susurró—, ¿ves el día en que Morgana ha de volver a Avalón?
Otra vez el silencio. Una leve brisa, el viento del amanecer, cruzó nuevamente la superficie de vidrio. Por fin la doncella respondió con suavidad:
—Está en la barca…, ahora tiene el pelo gris… —y una vez más calló, suspirando como si le doliera algo.
—¿Ves algo más, Niniana? Habla, dime.
Por la cara de la niña cruzaron el sufrimiento y el miedo.
—Ah, la cruz… La luz me quema… El caldero entre sus manos… ¡Cuervo! Cuervo, ¿nos dejas ya?
Aspiró bruscamente, como con espanto y consternación, y cayó al suelo sin sentido.
Viviana permaneció inmóvil, con los puños apretados. Por fin, con un largo suspiro, levantó a la muchacha y, hundiendo la mano en el estanque, roció con agua la cara relajada. Niniana abrió los ojos, asustada, y se echó a llorar.
—Lo siento, señora. No pude ver nada —gimió.
«Conque no recuerda nada de lo visto. Para lo que ha servido, podría habérselo ahorrado». Pero de nada servía enfadarse con ella, pues sólo había cumplido con lo que se le ordenaba. Viviana le apartó el pelo de la frente y trató de consolarla:
—No llores; no estoy enfadada contigo. ¿Te duele la cabeza? Bueno, ve a descansar, hija mía.
«La Diosa otorga sus dones según su voluntad. ¿Por qué, Madre, si me privas de ver tus designios, has alejado de mí a quien tenía que reemplazarme cuando yo ya no esté?».
Niniana caminaba lentamente hacia la Casa de las doncellas apretándose la frente con las manos. Pasado un rato la anciana la siguió.
«Duerme en brazos del rey gris». ¿Significaba que Morgana yacía en brazos de la muerte? ¿Volvería a ellos? Niniana sólo la había visto en la barca, con el pelo gris. Si acaso volvía, no sería pronto: eso, al menos, era inequívoco.
«La cruz. La luz me quema. Cuervo, Cuervo, el caldero entre sus manos». Aquello no era más que delirio, un intento de expresar en palabras una tenue visión. Cuervo portaría el caldero, la mágica arma de la Diosa… Sí, Cuervo estaba capacitada para manejar la gran Regalía. Viviana, con la mirada clavada en la puerta de su alcoba, se preguntó si aquello significaba que Morgana los había abandonado para siempre. Tenía que ser Cuervo quien ejerciera el poder de la Dama del Lago. No había otra manera de interpretar las palabras de la doncella. Y era posible que no tuvieran ningún sentido.
«Haga lo que haga, ahora estoy en tinieblas. Habría sido mejor recurrir a Cuervo, que sólo me habría respondido con el silencio».
Pero si Morgana estaba, en verdad, en brazos de la muerte, si Avalón la había perdido para siempre, no había otra sacerdotisa que cargara con el peso. Cuervo había entregado su voz a la Diosa para las profecías, pero ¿se podía dejar vacante el sitio de la Diosa sólo porque Cuervo hubiera escogido el camino del silencio?
Sola en su vivienda, analizó una y otra vez las crípticas palabras de Niniana. Al fin se levantó para volver sola al estanque, pero las aguas inmóviles estaban tan grises como el cielo implacable. Sin embargo, le pareció ver que algo se movía allí.
—¿Morgana? —susurró mirando hacia el fondo.
Pero la cara que la miraba no era la de Morgana: era un rostro quieto, tan desapasionado como la Diosa misma, coronado de juncos…
«¿Es mi reflejo el que veo o la Parca?».
Por fin, fatigada, le volvió la espalda.
«Lo he sabido desde la primera vez que pisé el camino: llega un momento en el que sólo hay desesperación, en que llamas a la Diosa y no responde, porque no está allí, porque nunca estuvo. No hay más Diosa que tú misma. Y te encuentras sola en la burla de los ecos en un altar vacío. No hay nadie allí, nunca hubo nadie y la videncia no es sino sueños y engaño».
Mientras descendía por la colina, cansada, vio en el cielo el cuarto creciente de la luna. Pero, para ella, eso sólo significaba ya que su reclusión ritual había terminado por el momento.
«¿Qué puedo hacer con esta burla de Diosa? La suerte de Avalón está en mis manos, Morgana se ha ido y me encuentro sola entre ancianas, niños y muchachas a medio adiestrar. ¡Sola, completamente sola, vieja y cansada! Y la muerte me espera…».
Dentro de su vivienda las mujeres habían encendido el fuego; junto a su silla había una taza de vino caliente, para que quebrara el ayuno de la luna nueva. Se sentó pesadamente; una de las ayudantes se acercó para quitarle los zapatos y le cubrió los hombros con un chal abrigado.
«No hay nadie más que yo. Pero aún tengo a mis hijas; no estoy del todo sola».
—Gracias, hijas mías —dijo con desacostumbrada calidez.
Una de las ayudantes inclinó tímidamente la cabeza, sin hablar. Viviana no sabía su nombre («¿Cómo puedo ser tan descuidada?»), pero parecía bajo el voto de silencio. La segunda dijo en voz muy baja:
—Serviros es un privilegio, madre. ¿Queréis acostaros?
—Todavía no. —Y de inmediato agregó, llevada por un impulso—: Traedme a la sacerdotisa Cuervo.
El tiempo transcurrió muy lento hasta que Cuervo entró sin hacer ruido. Viviana la saludó con una inclinación de cabeza a la que ella respondió con una reverencia. Luego ocupó el asiento que la Dama le señalaba. Viviana le alargó la taza de vino caliente, aún medio llena, y la sacerdotisa bebió con una sonrisa de agradecimiento.
—Hija mía —dijo Viviana en tono suplicante—, una vez, antes de que Morgana nos abandonara, quebraste tu silencio. Ahora la busco y no puedo hallarla. No está en Caerleon ni en Tintagel; no está con Lot y Morgause en Lothian… y yo envejezco. No hay nadie que sirva. Te lo pregunto como lo preguntaría al oráculo de la Diosa: ¿volverá Morgana?
Cuervo guardó silencio. Por fin negó con la cabeza.
—¿Quieres decir que Morgana no volverá? —inquirió Viviana—. ¿O que no lo sabes?
Pero la sacerdotisa hizo un extraño gesto de impotencia y pregunta.
—Bien sabes, Cuervo, que tengo que delegar mi poder y no hay nadie para asumirlo: nadie que tenga la antigua preparación de una sacerdotisa y que haya llegado tan lejos. Sólo tú. Si Morgana no vuelve a nosotros, la Dama del Lago tienes que ser tú. Hiciste voto de silencio y lo has respetado fielmente. Ha llegado el momento de que lo abandones y cojas de mis manos la custodia de este lugar: no hay otra solución.
Cuervo negó con la cabeza. Era alta y delgada, ya había dejado atrás la juventud, debía de estar cerca de los cuarenta años. Tenía el cabello oscuro y el rostro cetrino; los ojos, grandes, bajo cejas gruesas. Su aspecto era cansado y austero.
Viviana se cubrió la cara con las manos.
—No… no puedo, Cuervo —dijo con voz ronca, entre lágrimas que no podía derramar.
Un momento después sintió un contacto leve en la mejilla. Cuervo se había levantado y estaba inclinada hacia ella. No dijo nada; se limitó a abrazar a Viviana y a estrecharla por un instante. Al sentir el calor de su compañera Viviana, rompió en sollozos, con la sensación de que lloraría sin pausa, sin voluntad de cesar. Cuando por fin calló por puro agotamiento, Cuervo le dio un beso en la mejilla y se fue sin decir palabra.