fines de verano, en una tarde calurosa, la reina Ginebra estaba en el salón de Caerleon, con algunas de sus damas. La mayoría fingía hilar o cardar lo que restaba de la lana de primavera, pero los husos se movían con pereza. Incluso la reina, tan buena bordadora, había dejado de dar puntadas en el fino mantel de altar que estaba haciendo para el obispo.
Morgana, que estaba cardando, apartó la lana con un suspiro. En aquella época del año siempre sentía nostalgia de las nieblas y los acantilados de Tintagel; no había vuelto allí desde su infancia.
Arturo había ido con su legión a la costa del sur, a fin de examinar el nuevo fuerte construido por los sajones de las tropas aliadas. Aquel verano no habían sufrido incursiones; en dos años, las legiones montadas habían reducido el combate con los sajones a un ejercicio esporádico. Pero el rey aprovechaba esa temporada pacífica para fortificar todas las defensas de las costas.
—Tengo sed otra vez —dijo Elaine, la hija de Pelinor—. ¿Puedo pedir que envíen más jarras de agua?
—Llama a Cay; él se encargará —indicó Ginebra.
Morgana se dijo: «De ser una criatura tímida y asustada ha crecido hasta convertirse en reina».
—Tendrías que haberte casado con Cay cuando el rey lo propuso, señora Morgana —dijo Elaine, al volver de su recado—. Los demás hombres de este castillo ya pasan de los sesenta años. Y la que se case con él no tendrá que dormir sola seis meses al año.
—Puedes quedarte con él, si quieres —dijo Morgana, amigablemente.
—Todavía me extraña que no lo aceptaras —dijo Ginebra—. Habría sido tan conveniente… Cay, hermano de leche y favorito del rey, y tú, su hermana y duquesa de Cornualles.
—Pero decidme, señora Morgana —dijo Elaine—, ¿fueron sólo sus cicatrices y su cojera lo que os amilanó? Cay no es ninguna belleza, pero sería un buen esposo.
—No me engañas —replicó Morgana, fingiendo un buen humor que no sentía—. Lo que te interesa no es mi felicidad conyugal con Cay, sino una boda que rompa la monotonía del verano. No seas codiciosa: ya tuviste la del señor Griflet con Meleas, esta primavera, y el año que viene habrá hasta un recién nacido para que arrulles.
—Pero lleváis mucho tiempo soltera, señora Morgana —dijo Alienor de Calis—. Y no podríais esperar mejor alianza que con el hermano de leche del rey.
—No tengo ninguna prisa por casarme. Y Cay estaba tan poco interesado en mí como yo en él.
Ginebra rió entre dientes.
—Cierto. Tiene una lengua tan afilada como la tuya y un carácter nada dulce.
—Además —dijo Meleas—, si Morgana se casara tendría que hilar para su familia. ¡Como de costumbre, está haciendo menos de lo que le corresponde!
Su huso volvió a girar, en tanto la bobina descendía lentamente hasta el suelo.
Morgana se encogió de hombros.
—En realidad, prefiero cardar, pero ya no hay más lana —dijo cogiendo el huso de mala gana.
Era cierto que detestaba hilar y lo rehuía en cuanto le era posible: retorcer la hebra entre los dedos, obligando al cuerpo a la inmovilidad, en tanto la bobina giraba y giraba y caía al suelo… y arriba otra vez, torcer y retorcer entre las manos… Era demasiado fácil caer en trance. Las mujeres chismorreaban sobre las pequeñas novedades cotidianas: las náuseas matutinas de Meleas, relatos sobre la escandalosa lascivia de Lot… «Yo podría contarles muchas cosas; doncella o matrona, duquesa o criada, todo le da igual mientras tenga faldas. Aun siendo la sobrina de su esposa, me costó no caer en su lecho…». Torcer la hebra, torcerla otra vez, y el huso que gira y gira. «Gwydion ya ha de estar crecido, tiene ya tres años». Qué suerte, que no se pareciera a su padre; una pequeña réplica de Arturo en la corte de Lot habría dado pábulo a las habladurías, por cierto. Aun así, tarde o temprano alguien sumaría dos más dos…
Morgana levantó la cabeza, enfadada. Era muy fácil caer en trance mientras se hilaba, pero tenía que hacer su parte; en invierno haría falta lana para tejer… Cay no era el único hombre menor de cincuenta años en el castillo: también estaba Kevin el bardo, que había llegado con noticias del país del Estío… Con cuánta lentitud caía el huso… Retorcer, retorcer la hebra como si los dedos tuvieran vida propia. Incluso en Avalón entre las sacerdotisas, se ocupaba más de los tintes para evitar la odiosa tarea de hilar, que dejaba su mente vagar… Cuando la hebra giraba era como la danza en espiral en el Toral. Tal vez era la bobina la que giraba en torno del hilo, enroscándose como una serpiente… Si fuera hombre podría cabalgar con las legiones de Caerleon, corriendo hacia los sajones como la sangre corre por las venas, sangre roja en torrentes vertiéndose sobre la tierra…
Oyó su grito, que había roto el silencio de la habitación. Dejó caer el huso, que rodó por la sangre roja que caía a borbotones sobre la tierra…
—¡Morgana! ¿Te has pinchado con la bobina, hermana? ¿Qué te sucede?
—Sangre en la tierra —tartamudeó ella—. Mirad, allí, allí, ante el sitial del rey, como una oveja sacrificada delante del rey…
Elaine la sacudió. Aturdida, se pasó una mano por los ojos. No había sangre: sólo el lento pasar del sol de la tarde.
—¿Qué has visto, hermana? —preguntó Ginebra con suavidad.
«¡Madre Diosa! Ha vuelto a suceder». Morgana trato de serenar la respiración.
—Nada, nada. Sin duda me dormí y soñé algo.
—¿No visteis nada? —Calla, la gorda esposa del mayordomo, la miraba ávidamente.
Morgana recordó la última vez, más de un año atrás, en que había caído en trance mientras hilaba y vio al caballo favorito de Cay con una pata rota, condenado a muerte en las cuadras.
—No. Fue sólo un sueño —dijo impaciente—. ¿Acaso todos los sueños tienen que ser un augurio?
—Si vais a profetizar, Morgana —bromeó Elaine—, tendríais que anunciarnos algo útil. Cuándo llegarán los hombres, por ejemplo, para ir calentando el vino. O si Meleas tendrá una niña o un varón. O cuándo tendremos a la reina embarazada.
—Calla, bestia —murmuró Calla, pues los ojos de Ginebra se habían llenado de lágrimas.
A Morgana le dolía la cabeza como consecuencia del trance no buscado; veía luces ante los ojos, como gusanos de colores.
—¡Estoy harta de esta vieja broma! —estalló—. No soy una curandera de aldea para traficar con encantamientos y pociones de amor. ¡Soy sacerdotisa!
—Bueno, bueno —dijo Meleas contemporizando—. Dejad a Morgana en paz. Con este sol cualquiera ve cosas que no existen. ¿Queréis agua, señora? —Y se acercó al cántaro de agua para ofrecerle un cazo, del que Morgana bebió con sed—. Por lo que sé, las profecías rara vez se cumplen. Lo mismo daría preguntar cuándo matará el padre de Elaine al dragón que persigue de año en año.
Previsiblemente, la broma dio resultado.
—Si es que existe —dijo Calla—. ¿O será una simple excusa para ausentarse cuando se harta del hogar?
—Nunca lo he visto —dijo Elaine—. Dios no lo permita. Pero algo se lleva las vacas, de vez en cuando, y una vez vi un gran rastro de baba en los campos, y una vaca medio comida, cubierta de un limo maloliente. Eso no fue obra de un lobo.
—Hablando de vacas —intervino Ginebra con firmeza—, tengo que preguntar a Cay si tenemos una oveja o un cordero para sacrificar. Si esta noche o mañana llegan los hombres, no podremos alimentarlos con gachas y pan con mantequilla. Despejemos los bancos. Morgana, acompáñame. Elaine, hija, lleva mi bordado a la alcoba y cuida que no se manche.
Ya en el pasillo, le preguntó en voz baja:
—¿En verdad viste sangre, Morgana?
—Soñé —repitió Morgana tercamente.
Ginebra la miró con atención, pero entre ambas solía haber un auténtico afecto y prefirió no insistir en el tema.
—Vamos a preguntar a Cay qué reservas de carne tenemos. —Bostezó—. Ojalá pase este calor. Es posible que venga tormenta; esta mañana se agrió la leche. Tengo que decir a las criadas que la usen para hacer cuajada en vez de dársela a los cerdos.
—Eres muy buena ama de casa, Ginebra —comentó Morgana irónica—. Yo sólo pensaría en engordar a los cerdos.
—Ya están muy gordos, con tantas bellotas maduras. —La reina volvió a observar el cielo—. ¡Mira! ¿Eso fue un relámpago?
Morgana vio la descarga refulgente.
—Sí. Los hombres llegarán mojados y con frío. Tendríamos que preparar vino caliente —dijo distraída.
De inmediato dio un respingo. Ginebra parpadeaba.
—Ahora estoy convencida de que eres vidente. Diré a Cay que traiga carne.
Y se fue por el patio, mientras Morgana se apretaba la cabeza dolorida con una mano. «Esto no marcha bien». En Avalón le habían enseñado a controlar la videncia, a no permitir que la pillara desprevenida. Pronto estaría vendiendo encantamientos y filtros de amor por puro aburrimiento. «Algún día me rebajaré a dar a Ginebra el hechizo que busca para dar un heredero a Arturo».
La mayoría de las damas no pensaban más allá de la comida siguiente. Ginebra y Elaine, en cambio, tenían alguna instrucción; con ellas solía sentirse casi tan cómoda y relajada como en la Casa de las doncellas.
La tormenta estalló poco antes del anochecer, con granizo y lluvia torrencial. Cuando el vigía de la torre anunció la proximidad de jinetes, Morgana no dudó que eran Arturo y sus hombres. Poco después, en las murallas de Caerleon se apiñaban hombres y caballos. Ginebra había ordenado iluminar el patio con antorchas, asar una oveja y preparar vino caliente. Como buen capitán, Arturo se ocupó del alojamiento de hombres y caballos antes de entrar en el patio, donde lo esperaba Ginebra.
Llevaba la cabeza vendada y se apoyaba un poco en el brazo de Lanzarote, pero desechó con un gesto sus preguntas nerviosas.
—Ha sido una escaramuza, había jinetes enemigos en la costa. ¡Huelo a cordero asado! Esto es cosa de magia. ¿Cómo sabíais que vendríamos?
—Morgana me lo dijo. También tenemos vino caliente —replicó Ginebra.
—Bueno, es una suerte contar con una hermana vidente. —Arturo le dio un beso con una sonrisa jovial que le acentuó el dolor de cabeza.
—Estás herido, esposo mío. Permite que te atienda…
—No es nada. Nunca pierdo mucha sangre si llevo esta vaina. Pero ¿cómo estás tú, señora, después de tantos meses? Esperaba que…
Los ojos de la reina se llenaron lentamente de lágrimas.
—Me equivoqué otra vez. Oh, señor, esta vez estaba tan segura…
Él le estrechó la mano, sin poder expresar su desencanto.
—Bueno, bueno, Morgana tendrá que darte alguna pócima —dijo—. Aún no somos viejos, Ginebra mía.
«Pero tampoco soy joven —pensó ella—. A los veinte años la mayoría de las mujeres ya tiene hijos criados. Meleas sólo tiene catorce y medio». Trataba de parecer despreocupada y serena, pero la reconcomía la culpa. La primera obligación de una reina era dar al rey un hijo varón.
—¿Cómo está mi querida señora? —Lanzarote le hizo una sonriente reverencia y ella le dio la mano a besar—. Cada vez que regresamos a Caerleon os encuentro más bella que antes. Comienzo a pensar que Dios lo ha decretado: mientras las otras mujeres envejecen y engordan, vos estaréis siempre hermosa.
Ella sonrió, reconfortada; tal vez era mejor no volverse tripona y fea; no habría soportado que Lanzarote la viera así. Aunque el mismo Arturo tenía un aspecto desaliñado, como si no se hubiera cambiado de ropa en toda la campaña, el caballero del lago estaba tan impecable como siempre. Parecía más rey que el propio rey.
Mientras las criadas pasaban con bandejas, ofreciendo carne y pan, Arturo se llevó a Ginebra a un lado.
—Ven a sentarte con Lanzarote y conmigo, Ginebra, para que charlemos. Tú también, Morgana, siéntate a mi lado. Estoy harto de estas campañas; quiero oír chismes sin importancia. —Mordió con apetito un trozo de pan—. ¡Qué grato es comer pan recién horneado en vez de galletas y carne seca!
Lanzarote se volvió hacia Morgana.
—¿Cómo estás, prima? ¿Hay alguna noticia de Avalón? Tenemos aquí a alguien deseoso de recibirlas: mi hermano Balan ha venido con nosotros.
—No tengo noticias de Avalón —dijo Morgana—. Pero hace años que no veo a Balan; supongo que él las tendrá más recientes.
—Está allí. —El caballero señaló a los hombres reunidos en el salón—. Arturo lo invitó a cenar. Sería un detalle que le llevaras una taza de vino, Morgana, y la bienvenida de una señora, aunque no sea su novia, sino un familiar.
Morgana cogió un cuerno lleno de vino y caminó alrededor de la mesa, gratamente complacida por la atención que despertaba, aun sabiendo que, tras tantos meses de campaña, habrían mirado así a cualquier señora bien vestida.
—Os saludo, primo. Lanzarote os envía vino de la mesa del rey.
—Os ruego que lo probéis primero, señora. —De inmediato Balan parpadeó—. ¿Sois Morgana? Apenas os reconozco, tan elegante. ¿Cómo está la Dama?
Morgana se llevó el cuerno a los labios (una cortesía en la corte recuerdo de los tiempos en que no era raro envenenar a los reyes rivales) y se la entregó.
—Esperaba saber de Viviana por medio de vos, pariente. Hace muchos años que falto de Avalón —dijo.
—Sí, supe que estabais en la corte de Lot. ¿Acaso reñisteis con Morgause?
Morgana negó con la cabeza.
—No, pero no es fácil librarse de la cama de Lot.
—Así que vinisteis a la corte de Arturo, como dama de su reina —comentó Balan—. Ginebra cuida bien a sus doncellas y la casa ventajosamente. ¿Aún no os ha conseguido un buen esposo, prima?
Morgana se obligó a responder en tono alegre.
—¿Esto es una proposición, mi señor Balan?
Él rió entre dientes.
—Os la haría si no fuéramos parientes tan cercanos. Pero me dijeron que Arturo pensaba casaros con Cay, puesto que habéis abandonado Avalón.
—Ni a Cay ni a mí nos interesaba —replicó Morgana seca—. Y no he dicho que no piense volver a Avalón, el día en que Viviana mande por mí.
Por un momento creyó ver en los ojos marrones de Balan el parecido con Lanzarote.
—Cuando era niño pensaba mal de la Dama…, de Viviana; creía que no me amaba como corresponde a una madre. Pero ahora sé que, cuando me entregó en tutela a la señora Priscila, me dio una madre amante, un hermano de la misma edad para que nos criáramos juntos y un buen hogar, donde pudiera conocer al verdadero Dios.
Morgana sonrió ligeramente.
—En ese aspecto no comparto vuestra gratitud, pues creo que la Dama hizo mal cuando permitió que su hijo abandonara a sus dioses. Pero ella solía decirme que cada uno tiene que adoptar las creencias religiosas y espirituales que más le satisfagan.
—Balin podría discutir con vos mejor que yo; es más piadoso y mejor cristiano. Yo sólo puedo repetir lo que dicen los curas: que sólo hay una fe verdadera. —Luego miró hacia la mesa principal—. Decidme, prima, vos que lo conocéis mejor: ¿qué peso lleva nuestro Lanzarote en el corazón?
Morgana inclinó la cabeza.
—Si lo supiera, Balan, no podría contaros un secreto ajeno.
—Tenéis razón, pero detesto verlo tan angustiado. Nuestra madre trató a Lanzarote peor que a mí. Nunca tuvo un hogar, ni en Avalón ni en la corte de Ban de Benwick, donde fue sólo uno más entre los bastardos del rey. Me gustaría que Arturo le diera una esposa, para que pudiera tener finalmente un hogar.
—Bueno —dijo Morgana, en tono ligero—, si el rey quiere que me case con Lanzarote, no tiene más que fijar la fecha.
—¿No sois parientes demasiado cercanos? —objetó Balan. Luego reflexionó por un momento—. Supongo que no, Igraine y Viviana son sólo medio hermanas. Y ninguno de los dos tendría que abandonar la corte: vos sois la favorita de la reina, como Lanzarote lo es del rey. ¡Ojalá sea así! —La observó con amable preocupación—. Vos también habéis pasado de sobra la edad para que Arturo os asigne un marido.
«¿Y por qué darme, como si yo fuera uno de sus caballos?», se preguntó Morgana. Pero luego se encogió de hombros; al haber vivido tanto tiempo en Avalón, a veces olvidaba que las leyes romanas convertían a las mujeres en propiedad de los hombres de su familia. El mundo había cambiado y de nada servía rebelarse contra lo que no tenía remedio.
Poco después volvió a rodear la gran mesa que Arturo había recibido de su suegro como presente de bodas. Quedaba muy justa en el salón principal de Caerleon, a pesar de que era muy grande. En un sitio tuvo que trepar a los bancos, que estaban demasiado cerca de la pared.
—¿No tenemos a Kevin? —preguntó Arturo—. En ese caso, que cante Morgana. Me apetecen mucho el sonido de la lira y las cosas civilizadas.
Morgana ordenó a uno de los criados que llevara la lira de su alcoba. El muchacho tuvo que trepar al banco y perdió pie; sólo la celeridad de Lanzarote, que alargó una mano para sostenerlo, impidió la caída del instrumento. Arturo arrugó el entrecejo.
—Mi suegro fue muy amable al enviarme esta gran mesa redonda —dijo—, pero en Caerleon no hay suficiente espacio. Creo que, cuando hayamos expulsado a los sajones para siempre, haré construir un salón sólo para darle cabida.
—Entonces no se construirá nunca —rió Cay—. «Cuando expulsemos a los sajones para siempre» equivale a decir «cuando las ranas críen pelo» o «cuando las vacas vuelen».
—O cuando el rey Pelinor mate a su dragón —rió Meleas.
Arturo sonrió.
—No os burléis de Pelinor y su dragón —dijo—, pues se comenta que lo han vuelto a ver.
—Oh, sí. Siempre hay quien ve dragones o a gente del antiguo pueblo de las hadas, pero yo nunca los conocí.
—¿Y lo dices tú, que te educaste en Avalón, Lanzarote del Lago? —preguntó Morgana delicadamente.
Él se volvió a mirarla.
—A veces eso me parece irreal. ¿No te sucede lo mismo, prima?
—Es cierto —respondió Morgana—, pero en ocasiones siento nostalgia de Avalón.
—También yo, prima.
Jamás, desde la noche de bodas de Arturo, le había dado a entender que sintiera por ella algo más que el cariño de los compañeros de infancia. Morgana creía haber aceptado el dolor, pero la hería de nuevo cada vez que aquellos bellos ojos oscuros la miraban con tanta bondad.
«Tarde o temprano todos pensarán como Balan: los dos estamos solteros, la hermana del rey y su mejor amigo…».
Arturo dijo:
—Bueno, cuando hayamos expulsado a los sajones (y no os riáis), me construiré un castillo con un salón donde quepa esta mesa. Ya he escogido el emplazamiento: una colina donde existe una fortaleza anterior a los tiempos romanos, junto al lago y cerca del reino de vuestro padre, Ginebra.
—Lo conozco —dijo ella—, había un viejo pozo en ruinas donde encontrábamos puntas de flecha de los duendes. —Le parecía extraño recordar un tiempo en que le gustaba pasear bajo el cielo abierto, cuando ahora se mareaba si no tenía una muralla a mano.
—Es un sitio fácil de fortificar —continuó el rey—, aunque espero que por entonces tengamos paz y sosiego en esta isla.
—Innoble deseo en un guerrero, hermano —dijo Cay—. ¿Qué harías en tiempos de paz?
—Pedir a Kevin que compusiera canciones, domar yo mismo mis caballos y montarlos por placer. Mis compañeros y yo podríamos criar a nuestros hijos sin ponerles una espada en la mano antes de que acaben de crecer.
Lanzarote agregó:
—Para mantener vivo el arte de la guerra, celebraremos juegos como en los tiempos antiguos y coronaremos al ganador con guirnaldas de laurel. Y también habrá guirnaldas para los arpistas. Canta, Morgana.
—Será mejor que cante ahora —dijo—, pues supongo que cuando los hombres celebréis vuestros juegos, las mujeres lo tendremos prohibido.
Comenzó a entonar un antiguo canto que había oído en Tintagel. En el silencio del salón, sabiéndolos a todos pendientes de su voz, continuó con viejas canciones de las islas. Cuando empezó a quedarse ronca, aunque todos pedían más, alzó una mano en protesta.
—Basta. No puedo cantar más, de veras. Parezco un cuervo.
Poco después, Arturo hizo apagar las antorchas y acompañar a los huéspedes a sus aposentos. Una de las tareas de Morgana era cuidar que las damas solteras de la reina estuvieran sanas y salvas en el largo cuarto de arriba, lejos de los soldados. Pero se demoró un momento contemplando a la pareja real, que daba las buenas noches a Lanzarote.
—He ordenado a las mujeres que os preparen la mejor cama de huéspedes —dijo Ginebra.
Pero él negó con la cabeza, riendo.
—Soy soldado. No puedo acostarme sin comprobar que hombres y caballos estén bien alojados.
Arturo, riendo entre dientes, rodeó con un brazo la cintura de Ginebra.
—Tenemos que casarte, Lanzarote, para que no pases frío por la noche. No por ser mi capitán de caballería tienes que dormir entre las monturas.
Ginebra sintió una punzada en el pecho, temiendo que él volviera a decir, como lo hizo una vez: «Mi reina ocupa todo mi corazón y no tengo lugar allí para otra señora». Contuvo el aliento, pero Lanzarote se limitó a suspirar.
«No: soy una mujer casada y cristiana. Hasta pensarlo es pecado; tengo que hacer penitencia». Y luego, con un nudo en la garganta que incluso le impedía tragar, el pensamiento llegó sin invitación: «Ya es suficiente penitencia estar separada del hombre que amo». Y de inmediato se le escapó una exclamación de espanto que sobresaltó al rey.
—¿Qué te pasa, amor mío? ¿Te has hecho daño?
—Me… me he pinchado con un alfiler. —Y apartó los ojos, fingiendo buscar el alfiler entre los pliegues de su vestido. Al ver que Morgana la observaba se mordió el labio. «Está siempre observándome… y es vidente. ¿Acaso conoce todos mis pensamientos pecaminosos? ¿Por eso me mira con tanto desdén?».
Sin embargo, Morgana la trataba con bondad de hermana. Y en el primer año de casada, cuando una fiebre le hizo perder al niño que gestaba desde hacía cinco meses, cuando no soportaba la presencia de ninguna de sus damas, Morgana la había atendido casi como una madre. ¿Cómo podía ser tan desagradecida?
Lanzarote se retiró. Ginebra, consciente del brazo que le rodeaba la cintura y del franco anhelo de Arturo, sintió un súbito resentimiento: «Desde aquella vez no he vuelto a concebir. ¿No puede siquiera darme un hijo?». Claro que debía de ser culpa suya; debía de haber cogido la enfermedad de las vacas que expulsan a los terneros antes de tiempo, una y otra vez. Desgarrada por la culpa, siguió a su esposo a la alcoba.
—No era una simple broma, Ginebra —dijo Arturo mientras se quitaba las calzas—. Es preciso casar a Lanzarote. ¿Has visto cómo le siguen los niños y qué bien los trata? Necesita hijos. ¡Lo casaremos con Morgana!
—¡No!
La palabra surgió como arrancada. Arturo se sorprendió.
—¿Qué te pasa? ¿No te parece perfecto? Mi hermana y mi mejor amigo. Y sus hijos serían herederos del trono, si Dios no nos enviara hijos… No, no, no llores, amor mío. No es un reproche, los hijos vienen cuando la Diosa así lo quiere; sólo ella sabe cuándo tendremos uno. Quiero mucho a Gawaine, pero no voy a poner a un hijo de Lot en el trono. Morgana es hija de mi madre; Lanzarote, mi primo.
—Poco importa que él tenga hijos o no —observó Ginebra—. Es el quinto o el sexto entre los varones del rey Ban, y bastardo por añadidura.
—No esperaba oírte ese reproche. Y no es un bastardo vulgar, sino hijo del bosque y del Gran matrimonio.
—¡Obscenidades paganas! Tendrías que limpiar esa mugre hechicera de tu reino.
Arturo, inquieto, se metió bajo el cobertor.
—He jurado honrar a Avalón por la espada que me dieron en mi coronación.
Ginebra echó un vistazo a la gran Escalibur, que parecía burlarse de ella. Después de apagar la luz se acostó junio a Arturo, diciendo:
—Jesucristo te cuidará mejor que ninguno de esos malvados encantamientos. No tuviste nada que ver con esas viles diosas antes de subir al trono, ¿verdad? ¡Éste es un país cristiano!
Él se agitó con desasosiego.
—En este país hay muchos pueblos y yo debo fidelidad a todos, no sólo a los seguidores de Cristo.
—Creo que ésos son tus verdaderos enemigos, no los sajones. Un rey cristiano sólo tiene que guerrear contra quienes no siguen a Cristo.
Eso le provocó una risa nerviosa:
—¡Hablas como el obispo Patricio, que quiere convertir a los sajones en vez de pasarlos por la espada!
Pero Ginebra no sonrió y él acabó por suspirar.
—Bueno, piénsalo, esposa mía. Me parece la mejor alianza: mi amigo más querido y mi hermana. Así, sus hijos serían mis herederos. —Y agregó, buscándola con los brazos en la oscuridad—: Pero ahora tratemos de hacer que nuestros herederos sean los que tú me des, amor mío.
—Dios lo permita —susurró Ginebra.
E intentó borrar todo de su mente.
Morgana se demoró junto a la ventana mucho después de que las mujeres estuvieran acostadas. Elaine, que compartía su lecho, murmuró:
—Venid a dormir, Morgana. Es tarde; debéis de estar cansada.
Ella negó con la cabeza.
—Creo que la luna se me ha metido en la sangre; no tengo sueño.
No quería cerrar los ojos para que la imaginación la atormentara. A su alrededor, los hombres se reunían con sus esposas; incluso los soldados solteros habrían hallado alguna mujer para pasar noche. Desde el rey hasta el último de los caballerizos, todos dormían aquella noche en brazos de alguien, salvo las doncellas de la reina: Ginebra se creía en la obligación de custodiar su castidad.
Lanzarote, en las bodas de Arturo… Había quedado en la nada, aunque no por voluntad propia, y él se ausentaba de la corte tan a menudo como podía, sin duda para no ver a Ginebra con Arturo. «Pero ahora está aquí». Y también estaba solo, entre soldados y caballos, sin duda soñando con la reina, la única mujer del reino que no podía poseer.
«Yo podría haberlo hecho feliz, aunque ya no pueda darle hijos. Hubo un tiempo en que me deseó, antes de que conociera a Ginebra. Y también después… A no ser por aquel accidente, la habría olvidado entre mis brazos.
»Y soy atractiva. Esta noche, mientras cantaba, muchos de los caballeros me miraban con deseo…
»Podría hacer que Lanzarote me deseara…».
—¿No venís a acostaros, Morgana? —preguntó Elaine, impaciente.
—Todavía no. Creo que saldré a caminar.
—¿No tenéis miedo, con tantos hombres acampando por aquí?
—¡Bueno, ya estoy cansada de dormir sola! —rió Morgana. Viendo que la broma ofendía a su compañera, añadió con más suavidad—: Soy la hermana del rey. Nadie me tocará contra mi voluntad. Además, no soy tan tentadora. Ya tengo veintiséis años, Elaine.
Se acostó sin desvestirse. En la oscuridad y el silencio, su imaginación o la videncia formaron imágenes, tal como temía: Arturo con Ginebra, hombres con mujeres en todo el castillo, por amor o simple lujuria. Y Lanzarote, sus besos en el Tozal, su deseo en las caballerizas…
De pronto, con la claridad de la videncia, la figura del caballero llegó a su mente: caminaba por el patio, solo, con el rostro expresando soledad y frustración.
En silencio, con cuidado para no despertar a la niña, se deslizó fuera de la cama. Después de calzarse los zapatos salió del cuarto moviéndose sin ruido, como un espectro de Avalón.
«Si es un sueño nacido de mi imaginación, si no está allí, pasearé un poco a la luz de la luna para calmar mi fiebre. Y luego volveré a mi cama sin haber hecho ningún daño». Pero la imagen persistía; Lanzarote estaba allí, solo y desvelado, como ella.
También era de Avalón. Las mareas del sol también corrían por su sangre. De pronto sintió un súbito sentimiento de vergüenza: si el vigía la descubría allí, todos sabrían que la hermana del rey deambulaba por la casa, entregada al puterío, cuando las personas decentes dormían…
—¿Quién vive? ¡Alto! ¡Daos a conocer!
La voz fue grave y áspera: la voz de Lanzarote. Súbitamente, pese a su exaltación, Morgana sintió miedo: su videncia había resultado acertada, pero ¿qué pasaría ahora? Lanzarote había llevado la mano a la espada, parecía muy alto y delgado entre las sombras.
—No —dijo Morgana en voz muy queda.
Él apartó la mano de la espada.
—¿Eres tú, prima? ¿Tan tarde? ¿Me buscabas? ¿Pasa algo? Arturo…, la reina…
«Incluso ahora sólo piensa en la reina», pensó Morgana con un cosquilleo de enfado y nerviosismo.
—No, todo está bien… al menos que yo sepa. Pero no podía dormir. ¿Cómo me preguntas qué hago aquí, si tú mismo no estás en la cama?
Percibió que Lanzarote sonreía.
—Estaba inquieto. Tal vez la luna se me ha metido en la sangre.
Era la misma frase que ella había dicho a Elaine; de algún modo pareció un buen presagio, símbolo de que la mente del uno respondía a la llamada del otro. Lanzarote seguía hablando delicadamente en la oscuridad.
—En noches como ésta pienso mucho en la guerra. Se diría que en estas islas todos los hombres viven pensando en el combate; la paz es tan sólo un tranquilo interludio femenino —suspiró—. Son ideas sombrías. Se explica que el sueño nos eluda, Morgana. Esta noche daría todas las armas por una manzana de los huertos de Avalón…
Apartó la cara. Morgana puso una mano en la suya.
—También yo, primo.
—No sé por qué siento nostalgia de Avalón, si no viví mucho tiempo allí —musitó Lanzarote—. Sin embargo, lo recuerdo como el lugar más hermoso de la tierra… si es que existe. Creo que la antigua magia de los druidas la apartó de este mundo porque era demasiado bella para nosotros, hombres imperfectos. Supongo que es como un sueño del Paraíso, imposible… —Se interrumpió con una carcajada—. ¡A mi confesor no le gustaría oírme decir estas cosas!
Morgana sonrió.
—¿Te has vuelto cristiano, Lanzarote?
Él bajó la cabeza. Con la mirada ya habituada a la penumbra, Morgana lo vio con claridad: la delicada línea de la sien curvándose hacia el ojo, la curva larga y estrecha de la mandíbula, el pelo que se rizaba sobre la frente. Una vez más su hermosura fue un dolor en el corazón.
—Ya no sé lo que creo —dijo el caballero—, pero he visto morir a muchas personas en esta larguísima guerra. Y en esos momentos pienso que la fe es una ilusión, que todos morimos como las bestias, sin que haya más. Que los dioses y las diosas son fábulas para consuelo de los niños. Ah, Morgana, ¿por qué estamos hablando así? Tendrías que ir a descansar, prima, y también yo.
—Me iré, si quieres.
Pero al volverle la espalda la inundó la felicidad, pues él le buscó la mano.
—No, no; cuando estoy solo caigo presa de estas angustiosas dudas. Si han de venir, prefiero expresarlas en voz alta para que el oído me diga lo descabelladas que son. Quédate conmigo, Morgana…
—Cuanto quieras —susurró ella con lágrimas en los ojos.
Y lo abrazó por la cintura. Lanzarote la estrechó con brazos fuertes, pero de inmediato la soltó, lleno de remordimientos.
—Eres tan menuda…, lo había olvidado. Podría quebrarte con las dos manos, prima… —Le acarició el pelo, que ella había cubierto con un velo, y enredó una guedeja a sus dedos—. Morgana, Morgana, a veces pienso que eres una de las pocas cosas completamente buenas que hay en mi vida. Como las hadas de los viejos cuentos, que llegan de una tierra desconocida para decir a un mortal palabras de belleza y esperanza. Y luego se alejan otra vez hacia las islas del Oeste, sin que se las vuelva a ver.
—Pero yo no me iré —susurró ella.
—No. —A un lado del patio había un bloque de piedra donde los hombres solían sentarse a esperar sus caballos; la atrajo hacia sí, diciendo:
—Siéntate aquí, a mi lado. —Luego vaciló—. No, no es buen lugar para una señora. —Y se echó a reír—. Tampoco la cuadra, aquel día. ¿Te acuerdas, Morgana?
—Pensaba que lo habías olvidado al caer de ese maldito caballo.
—No lo maldigas. Más de una vez ha salvado la vida a Arturo en el combate; para él es un ángel guardián —dijo Lanzarote—. Ah, qué día tan desgraciado aquél. Habría sido muy injusto, prima, si te hubiera tomado así. Muchas veces he deseado pedirte perdón, oírte decir que no me guardabas rencor.
—¿Rencor? —Morgana levantó la mirada, súbitamente mareada por un arrebato de emoción intensa—. ¿Rencor? Antes se lo guardaría a quienes nos interrumpieron.
—¿De veras? —Su voz sonaba suave. Le cogió la cara entre las manos para apoyar sus labios contra los de ella, con deliberación. Morgana se apretó contra él, entreabriendo la boca, y sintió la erizada suavidad de su piel rasurada, la cálida dulzura de su lengua. Él la atrajo más, casi alzándola en vilo. El beso se prolongó hasta que ella, contra su voluntad, tuvo que separarse para respirar. Lanzarote rió por lo bajo, admirado.
»Parece que volvemos a las mismas… y esta vez voy a degollar a quien nos interrumpa. Pero besarnos en el patio de las caballerizas, como un mozo de cuadra y una fregona… ¿Qué hacemos, Morgana? ¿Adónde podemos ir?
No parecía haber un sitio seguro para ellos. Morgana dormía con otras cinco damas y Lanzarote, entre sus soldados Además, algo le decía que aquélla no era la manera correcta: la hermana y el amigo del rey no podían revolcarse en los pajares. La manera correcta, si en verdad se deseaban, era esperar hasta el amanecer y pedir a Arturo permiso para casarse…
No obstante, en el fondo sabía que no era lo que Lanzarote quería; quizá la deseara en un momento de pasión, pero nada más. Y tampoco ella quería casarse, con él ni con nadie, aunque pensara que era lo mejor para alejarlo de la corte, por su bien, el de Arturo y hasta el de Ginebra.
Fue un pensamiento fugaz. La aturdía su proximidad, el sonido del corazón que palpitaba junto a su mejilla. La deseaba; ahora no pensaba en Ginebra, ni en nadie, sino en ella. «Que sea como lo quiere la Diosa: hombre y mujer…».
—Ya sé —susurró, tomándolo de la mano.
Detrás de las cuadras había un sendero que conducía al huerto. La hierba era espesa y suave; en las tardes de sol las mujeres solían sentarse allí.
Lanzarote extendió su capa en el césped. Los rodeaba un aroma indefinible de hierba y manzanas verdes. «Casi como en Avalón», pensó ella. Y Lanzarote, con esa habilidad que tenía para compartir sus pensamientos, murmuró:
—Hemos encontrado un rincón de Avalón.
Y la acostó a su lado. Le quitó el velo para acariciarle el cabello, pero no parecía tener prisa; la mantenía abrazada con suavidad, inclinándose de vez en cuando para besarla en la mejilla o en la frente.
—La hierba está seca; no hay rocío. Lo más probable es que llueva antes de la mañana —murmuró acariciándole el hombro.
Sus manos estaban encallecidas por la espada; al sentirlas tan recias la asombró recordar que él tenía cuatro años menos. Luego le desató el corpiño del vestido. Morgana se sentía aturdida, trémula; la pasión la inundaba como la marea al cubrir una playa, se ahogaba en sus besos. Lanzarote murmuró algo que ella no oyó; estaba más allá de las palabras.
Lanzarote tuvo que ayudarla a desvestirse; los vestidos que se usaban en la corte eran más complejos que las simples túnicas de las sacerdotisas. Se sentía torpe, incómoda. ¿Le gustaría? Tenía los pechos tan blandos y fláccidos desde el nacimiento de Gwydion…
Pero él los acarició sin notar nada, pellizcando los pezones entre los dedos y luego, delicadamente, entre los labios y los dientes. Entonces Morgana perdió la conciencia por completo; nada existía en el mundo, salvo aquellas manos, el pulso de sus dedos, que recorrían los hombros, la espalda, el fino vello oscuro. Siempre había pensado que el vello del pecho masculino sería duro y elástico, pero aquél se rizaba suave y sedoso. Recordó, deslumbrada, que su primera vez, la única, había sido con un doncel de diecisiete años a quien había tenido que guiar. Llegaba a Lanzarote casi virgen. En un acceso de pena, lamentó que no fuera, en verdad, su primera vez. Así tuvo que haber sido.
Movió su cuerpo contra el suyo en una súplica, gimiendo. Ya no soportaba esperar más.
Al parecer Lanzarote aún no estaba listo, aunque el cuerpo de Morgana palpitaba de vida y deseo. Se movió contra él, ávida, incitante. Susurró su nombre, ya suplicante, casi temerosa. Él continuó besándola con suavidad, con caricias tranquilizadoras. Pero ella no quería tranquilizarse: su cuerpo pedía a gritos la culminación; aquello era un tormento. Trató de implorarle, pero sólo emitió un sollozo.
Lanzarote la abrazó con suavidad sin dejar de acariciarla.
—Calla, calla, Morgana, no, espera, ya basta… No quiero hacerte daño ni deshonrarte, no pienses eso… Ven, acuéstate a mi lado, deja que te abrace. Te dejaré satisfecha.
Desesperada, confundida, ella lo dejó hacer; pero mientras su cuerpo estallaba en gritos por el placer que él le estaba dando, una curiosa ira crecía en su interior. ¿Dónde estaba el flujo de vida entre dos cuerpos, macho y hembra, las mareas de la Diosa? Era como si Lanzarote estuviera frenando esa marea, convirtiendo su amor en una burla, un juego, una parodia. Y no parecía importarle, como si así debiera ser, para que ambos quedaran satisfechos… como si sólo importaran los cuerpos, aunque no hubiera una gran unión con todo lo vivo. Para la sacerdotisa criada en Avalón, armonizada con los grandes ritmos de la vida y la eternidad, ese acto de amor cuidadoso, sensual y calculado era casi una blasfemia.
Y entonces, en las profundidades de aquella mezcla de placer y humillación, comenzó a disculparlo. Él no se había educado en Avalón, sino en un campamento militar. Quizás estaba habituado a mujeres que sólo le ofrecían un momento de Paz para el cuerpo. «No quiero hacerte daño ni deshonrarte», había dicho, como si pudiera haber algo malo o deshonroso en aquella unión.
Él se había apartado un poco, ya frío, pero aún la tocaba y la acariciaba. Morgana cerró los ojos, aferrándose a él, furiosa y desolada. Tal vez no merecía otra cosa por haberse comportado como una mujerzuela. Aún lo deseaba, con un dolor intolerable que jamás calmaría por completo. Y él no la quería; sólo deseaba a Ginebra… o a cualquier otra a quien pudiera gozar sin dar de sí más que ese vacío contacto de piel con piel entre el dolor y el deseo de amor se estaba filtrando una fina veta de desprecio. Y aquél era el peor de los tormentos: no amarlo menos, saber que lo amaría siempre igual.
Se incorporó y se puso el vestido con dedos temblorosos. Él la observaba en silencio. Después de largo rato dijo, apenado:
—Hemos obrado mal, Morgana mía, tú y yo. ¿Estás enfadada conmigo?
Ella no pudo hablar; tenía la garganta cerrada por un nudo de dolor. Al fin dijo, forzando la voz:
—No, enfadada no. —Habría debido alzar la voz, gritarle, exigirle lo que él no podía dar.
—Somos primos, parientes… a pesar de que no ha habido daño —adujo él, con voz trémula—. Al menos no tengo que reprocharme por haberte arriesgado al deshonor delante de toda la corte. No lo haría por nada del mundo, prima. Te quiero bien.
Morgana ya no pudo contener los sollozos.
—Te lo ruego en nombre de la Diosa, Lanzarote: no hables así. ¿Qué daño podía haber? Es lo que manda la Diosa, lo que los dos deseábamos…
Él hizo un gesto de inquietud.
—Hablas de cosas paganas… Casi me asustas, prima. —Se vistió con manos temblorosas. Por fin dijo, casi balbuceando—: El pecado me parece más mortal de lo que es, supongo… Ojalá no te parecieras tanto a mi madre, Morgana.
Fue como una bofetada cruel y traicionera. Por un momento no pudo hablar. Después, por un instante, toda la ira de la Diosa pareció poseerla. Sintió que se erguía con todo el hechizo de las sacerdotisas; pequeña e insignificante como era, se mostró muy grande ante él. Y el poderoso caballero, capitán de la caballería, se encogió, intimidado como todos ante la imagen de la Diosa.
—Eres… eres un despreciable necio, Lanzarote —dijo—. ¡No vales siquiera una maldición!
Se volvió y echó a correr, dejándolo sentado allí, con los calzones a medio subir, atónito y avergonzado. Le palpitaba el corazón. Una parte de ella había querido gritarle con furia; la otra, derrumbarse en un llanto desesperado, suplicarle el amor profundo que le negaba. Por su mente pasaban pensamientos fragmentados, una vieja leyenda sobre la ira de la Diosa desdeñada, el dolor de haber logrado lo que deseara durante tantos años y de que sólo fuera polvo y cenizas.
En Avalón aquello no habría sucedido; nadie habría rechazado su poder. Se paseó de un lado a otro, con un fuego que le quemaba en las venas, sabiendo que nadie podía comprender sus sentimientos, salvo otra sacerdotisa. «Viviana —pensó con nostalgia—. Viviana comprendería, o Cuervo, o cualquiera de las que fuimos educadas en la Casa de las doncellas. ¿Qué he estado haciendo durante tantos años, lejos de mi Diosa?».
HABLA MORGANA…