ORGANA, sentada entre las damas de su tía, oía en silencio el oficio, con la cabeza inclinada en una cortés máscara de respeto. Interiormente era toda impaciencia y su mente corría en desorden. Estaba harta de la corte de Morgause; ahora que volvía a la corriente principal de los acontecimientos, se sentía viva otra vez. Aun en Avalón había tenido la sensación de estar en contacto con el torrente de la vida; en la corte de Lot, en cambio, se sentía ociosa e inútil: desde el nacimiento de su hijo permanecía estancada. Pensó por un momento en su pequeño Gwydion, que apenas la reconocía; cuando quería alzarlo en brazos o acariciarlo, el niño forcejeaba para volver con su ama. Aun en aquel momento, el recuerdo de aquellos bracitos la hacía sentir débil y pesarosa, pero apartó el pensamiento. El niño no sabía siquiera que era su hijo; crecería convencido de que formaba parte de la prole de Morgause. Morgana lo aceptaba así (incluso Viviana e Igraine habían renunciado a sus hijos), pero no podía sofocar su pena.
Arturo era apuesto y viril, había crecido y se había ensanchado de hombros; ya no era el muchacho esbelto que llegara a ella con sangre de ciervo en el rostro. Aquella ceremonia sí que tenía poder, no como los balbuceos del cura sobre la transformación del agua en vino. Desde su sitio sólo veía de la novia una mata de pelo dorado, coronado por el oro más pálido de la diadema, y la magnífica tela blanca del vestido. Arturo levantó los ojos y su mirada cayó sobre Morgana. «Me ha reconocido —pensó ésta al ver que se le alteraba la expresión—. No puedo haber cambiado tanto como él, que ha pasado de mozo a hombre, pues yo era ya una mujer». Era de esperar que él y su novia se amaran. Arturo tenía que olvidar lo pasado, ver a la Diosa sólo en la esposa que había escogido.
Vio a Lanzarote junto a él. ¿Cómo era posible que los años lo hubieran dejado intacto, sin cambios? No, él también había cambiado; parecía triste. Le cruzaba la cara una larga cicatriz que se le perdía en el pelo. Cay estaba más delgado y más encorvado, con la cojera acentuada; contemplaba a Arturo como un perro devoto mira a su amo.
Entre la esperanza y el miedo. Morgana miró a su alrededor para ver si Viviana había acudido a la boda de Arturo. Pero la Dama del Lago no estaba allí. Merlín sí, con la cabeza gris inclinada, como en oración. Detrás de él Kevin, el bardo, era una sombra alta, que había tenido el buen tino de no doblar la rodilla para aquella estúpida ceremonia. ¡Bien por él!
Terminó la misa y el obispo, hombre alto, de aspecto ascético y agrio, pronunció las palabras de despedida. La única testa erguida de la iglesia era la de Kevin. Morgana lamentó no haber tenido el valor de ponerse de pie junto a él. Y Arturo, ¿por qué era tan reverente? ¿Es que no había jurado respetar Avalón tanto como a los sacerdotes? Sin duda, el ángel blanco y pío con el que se casaba no haría nada por recordárselo. Tendrían que haberlo desposado con una mujer de Avalón.
La gente empezó a caminar hacia las puertas. Arturo y sus compañeros permanecieron donde estaban. A un gesto de Cay, Lot y Morgause se acercaron, y Morgana los siguió. También se habían quedado Igraine, Merlín y el silencioso arpista. Al levantar los ojos se encontró con la mirada anhelante de Igraine. Algo ruborizada, apartó la mirada.
Pensaba en ella lo menos posible, consciente sólo de que tenía que ocultarle quién había engendrado a su hijo. Y en aquella lucha larga y desesperada, que ya apenas recordaba, la había llamado a gritos, como una criatura. Pero aun ahora temía cualquier contacto con su madre, que en otros tiempos había tenido el don de la videncia y conocía las costumbres de Avalón.
Lot dobló la rodilla frente a Arturo, quien lo hizo levantar para besarle en ambas mejillas, serio y bondadoso.
—Me complace verte en mi boda, tío. Me alegra tener un amigo tan fiel custodiando las costas del norte. Y tu hijo Gawaine es mi más íntimo camarada. Tía, tengo contigo una deuda de gratitud, por darme en tu hijo un compañero tan leal.
Morgause sonrió. Aún era hermosa, mucho más que Igraine.
—Pues bien, señor, pronto tendréis motivos para volver a darme las gracias, pues mis hijos menores sólo hablan de servir al gran rey.
—Serán bienvenidos —dijo Arturo cortésmente. Luego se volvió hacia Morgana, que estaba arrodillada—. Bienvenida, hermana. En mi coronación te hice una promesa que ahora voy a cumplir. Ven.
Le ofrecía la mano. Ella se levantó, sintiendo la tensión de aquellos dedos. Sin mirarla a los ojos la condujo hacia la mujer vestida de blanco, bajo la nube de pelo dorado.
—Mi señora —dijo con suavidad.
Ginebra se puso de pie; sus ojos se encontraron con los de Morgana y la reconocieron con sorpresa.
—Ginebra, te presento a mi hermana Morgana, duquesa de Cornualles. Es mi deseo que sea la primera entre tus damas, puesto que tiene el rango más alto.
La joven se humedeció los labios con una lengua pequeña y rosada, como una gata.
—Ya conozco a la señora Morgana, rey y señor mío.
—¿De verdad? ¿Dónde? —inquirió Arturo sonriente.
—Fue mientras ella estaba en el convento de Glastonbury, señor —contestó Morgana—. Se perdió en la bruma y llegó a las orillas de Avalón.
Como aquel día lejano, volvía a sentirse tosca, enana y terrenal al lado de aquella etérea blancura. Sólo duró un momento. Luego Ginebra se adelantó para abrazarla y le dio un beso en la mejilla. Morgana, al devolverle el gesto, la sintió frágil como un cristal precioso y se apartó, tímida y rígida, temiendo que la niña la rechazara.
—Doy la bienvenida a la hermana de mi esposo, mi señora de Cornualles. ¿Puedo llamaros Morgana, hermana?
Ella aspiró largamente antes de murmurar:
—Como os plazca, mi señora.
Sonó mal, pero no sabía qué decir. Gawaine le echó una mirada de desaprobación que la instó a erguirse con dignidad. ¡Qué divertido sería ver a los pacatos compañeros de Arturo perder su decoro entre los fuegos de Beltane!
Ginebra dijo:
—Espero que seamos amigas, señora. No olvido que vos y el señor Lanzarote me enseñasteis el camino cuando me perdí en aquel horrible lugar.
Y elevó la mirada hacia el caballero que estaba tras Arturo. Morgana siguió la dirección de sus ojos y comprendió que Ginebra no podía evitar dirigirse a él, como si estuviera atada con una cuerda a los ojos de Lanzarote: y éste, a su vez, la miraba como un perro hambriento mira un hueso fresco. Luego sintió la mano de Arturo todavía en la suya y eso también la atribuló; era otro vínculo que tenía que quebrarse cuando la boda se hubiera consumado. No era su amante ni la madre de su hijo, sino su hermana.
«Pero yo tampoco he roto el vínculo. Es cierto que estuve enferma después del parto y que, por no caer en el lecho de Lot, actué como la encarnación de la castidad». Y ahora miraba a Lanzarote, con la esperanza de interceptar una mirada suya.
Ginebra cogió de la mano a Morgana y a Igraine.
—Pronto seréis como la hermana y la madre que no tengo —dijo—. Acompañadme mientras nos unen en matrimonio.
Por mucho que endureciera el corazón contra el encanto de la joven, aquellas palabras reconfortaron a Morgana. Igraine le toco la mano.
—Aún no he tenido tiempo de saludarte como es debido, madre —dijo soltando la mano a la novia para darle un beso. Por un momento las tres se unieron en un fugaz abrazo. «En verdad, todas las mujeres somos hermanas ante la Diosa».
—Bien, venid —invitó Merlín con júbilo—. Vamos a firmar el contrato matrimonial. Luego daremos comienzo al festín y a las diversiones.
El obispo, pese a su expresión adusta, también se mostró amistoso:
—Ahora que nos sentimos enaltecidos y caritativos, regocijémonos como corresponde a gentes cristianas en un día de tan buenos presagios.
Durante la ceremonia, Morgana notó que Ginebra temblaba. Su mente volvió a la cacería de ciervos. Aun estimulada y exaltada por los ritos, ella también había tenido miedo. De pronto, impulsada por la bondad, deseó poder dar a la novia algunas de las sabias instrucciones que se daban a las sacerdotisas más jóvenes. Así sabría cómo hacer que las corrientes vitales del sol y la tierra fluyeran por ella y el matrimonio no sería una formalidad hueca, sino un verdadero vínculo interior en todos los aspectos de la vida. Estaba por buscar las palabras adecuadas cuando recordó que la niña, por ser cristiana, no le agradecería esas enseñanzas.
Por un momento su mirada se cruzó con la de Lanzarote. Cuando se dio cuenta estaba recordando aquel momento, al sol del Tozal, en que habrían tenido que unirse como marido y mujer. Adivinó que él también lo estaba recordando, pero el caballero apartó la mirada y se persignó.
Terminada la sencilla ceremonia. Morgana puso su firma de testigo en el contrato matrimonial. Lanzarote también firmó y Gawaine, y el rey Boores, y Lot, y Héctor, y el rey Pelinor, cuya hermana había sido la madre de Ginebra. Este último le presentó solemnemente a una muchacha.
—Mi hija Elaine, prima vuestra, reina y señora mía. Os ruego que la aceptéis a vuestro servicio.
—Será un placer contarla entre mis damas —sonrió Ginebra.
Las dos se parecían mucho, aunque Elaine no tenía el fulgor de su prima; vestía sencillamente de hilo teñido con azafrán, que opacaba el oro cobrizo de su cabello.
—¿Qué edad tienes, prima?
—Tengo trece años, mi señora.
Hizo una reverencia tan profunda que se tambaleó y Lanzarote tuvo que sujetarla. Intensamente ruborizada, escondió la cara tras el velo. Él sonrió con indulgencia. Viendo que sólo tenía ojos para aquellos pálidos ángeles dorados, Morgana sintió una horrible punzada de celos; sin duda, Lanzarote también la consideraba pequeña y fea. En aquel momento, toda su ternura por Ginebra se esfumó en cólera y tuvo que desviar el rostro…
En las horas siguientes Ginebra tuvo que saludar a todos los reyes de Britania y a sus esposas, hermanas e hijas. Cuando llegó el momento de iniciar el festín, susurró a Morgana:
—No sé cómo voy a recordar tantos nombres. ¿No podría llamar a todas «señora»?
Morgana le respondió en un susurro, compartiendo por un momento su tono jocoso.
—Eso es lo bueno de ser gran reina, señora: podéis hacer lo que os plazca y a ellas les parecerá bien. Y si no, tampoco se atreverán a decíroslo.
Ginebra dejó escapar una risita aniñada.
—Pero tenemos que tutearnos, Morgana. Cuando me llamas «señora» creo que te diriges a alguna gran señora entrada en años, como Flavila o la esposa del rey Pelinor.
Por fin se inició el festín. Morgana, sentada entre la novia y su madre, comió con buen apetito; las costumbres frugales de Avalón habían quedado muy atrás. Incluso comió un poco de carne y, como no había agua en la mesa, bebió algo de vino. En realidad no le gustaba y le causaba mareos, aunque no era tan fuerte como el detestable licor de cebada que se consumía en la corte de Orkney.
Pasado un rato. Kevin se levantó para tocar y las conversaciones se apagaron. Morgana, que no oía a un buen arpista desde su huida de Avalón, sintió súbita nostalgia por Viviana. «Mi verdadera madre no es Igraine, sino Viviana. Fue a ella a quien llamé a gritos». Y parpadeó para contener las lágrimas que no quería derramar.
Al callar la música oyó la hermosa voz de Kevin.
—Tenemos a otro músico entre nosotros —dijo—. Señora Morgana, ¿cantaréis para los presentes?
«¿Cómo pudo saber que me moría por tener mi lira en las manos?», se preguntó ella.
—Será un placer, señor, pero hace muchos años que no toco un buen instrumento.
Arturo se mostró disgustado:
—¡Cómo! ¿Que mi hermana cante como un músico a sueldo para toda esta gente?
Kevin pareció ofenderse, «y está en su derecho», se dijo Morgana mientras se levantaba con súbita ira.
—Si el maestro arpista de Avalón ha condescendido a hacerlo, para mí será un honor. Al hacer música sólo se sirve a los dioses.
Y se sentó en un banco con el arpa en las manos. Era mayor que la suya y por un momento sus dedos vacilaron sobre las cuerdas, pero al encontrar la postura las movió con más seguridad, tocando una canción del norte que había aprendido en la corte de Lot. De pronto agradeció que el vino le hubiera aclarado la garganta; su voz de contralto sonaba dulce y melodiosa, recuperada toda su potencia. Volvió a sentirse orgullosa: «Ginebra es bella, pero yo tengo voz de bardo».
E incluso ella se acercó para decirle, al terminar:
—Tienes una voz encantadora, hermana. ¿Fue en Avalón donde aprendiste a cantar tan bien?
—Claro, señora; la música es sagrada. ¿En el convento no os enseñaron a tocar el arpa?
Ginebra se acobardó.
—No; no es decente que las mujeres alcen la voz ante el Señor. Una vez me castigaron por rozar una lira —musitó con melancolía—. Pero tú nos has hechizado y no puedo pensar sino que esta magia es buena.
Kevin dijo:
—Todos los habitantes de Avalón, hombres y mujeres, aprenden algo de música, pero pocos están tan bien dotados como la señora Morgana. Una buena voz no se adquiere: es un don de Dios. Y si Él se la da a una mujer tenemos que aceptarlo, puesto que Él no comete errores.
—No puedo discutir de teología con un druida —dijo Héctor— pero si tuviera una hija con ese don lo consideraría una tentación para salir del sitio que le corresponde a una mujer.
Merlín intervino delicadamente:
—¿No se nos dice que María, cuando el Espíritu Santo descendió sobre ella, alzó la voz para cantar: «Mi alma glorifica al Señor»?
El obispo replicó con firmeza:
—Pero cantó únicamente en presencia de Dios. Sólo de María Magdalena se dice que cantaba y bailaba delante de los hombres, y eso antes de que nuestro Redentor salvara su alma.
Morgana estalló:
—Aun así fue salvada. Y en ninguna parte se nos dice que Jesús le ordenara sentarse y guardar silencio. Los dioses no dan a los hombres lo peor, sino lo mejor.
Patricio opinó con rigidez:
—Si ésta es la religión que se practica en Britania, mucho necesitamos de los concilios que ha convocado nuestra Iglesia.
Morgana bajó la cabeza, ya arrepentida de sus apresuradas palabras; no era conveniente empezar una disputa entre Avalón y la Iglesia cristiana en la boda del gran rey. Pero Arturo, ¿por qué no decía nada? Repentinamente todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Kevin comenzó a tocar entonces un aire vivaz; los criados lo aprovecharon para ofrecer nuevas exquisiteces que ya nadie deseaba.
Cuando el bardo dejó el arpa, Morgana le escanció vino y se lo ofreció de rodillas, como lo habría hecho en Avalón. Él lo aceptó con una sonrisa, invitándola a sentarse a su lado.
—Os lo agradezco, señora Morgana.
—Es mi obligación y un placer servir a un arpista como vos. ¿Habéis estado recientemente en Avalón? La Dama Viviana, ¿cómo está?
—Bien, pero muy envejecida —respondió Kevin en voz baja—. Y creo que languidece por vos. Tendríais que volver.
Morgana, atacada otra vez por la desesperación nunca olvidada, apartó la mirada.
—No puedo. Pero dadme noticias de mi patria.
—Si queréis noticias de Avalón tendréis que ir por ellas. Llevo un año sin ir allí, pues la Dama me ha encomendado llevarle nuevas de todo el reino. Taliesin ya es demasiado anciano para actuar como mensajero de los dioses.
—Bueno —dijo ella—, ahora podréis hablarle de este casamiento.
—Le diré que estáis sana y salva, puesto que ha sufrido por vos. Ha perdido el don de la videncia. Y le hablaré de su hijo menor, que es el principal compañero de Arturo. —Los labios de Kevin se curvaron en una sonrisa sarcástica—. Allí está el gran rey, como Jesús con sus apóstoles, defendiendo el cristianismo para todo el país. En cuanto al obispo, es un ignorante.
—¿Porque no tiene oído para la música? —Sólo ahora Morgana se percataba de lo mucho que había echado de menos la conversación entre iguales. ¡Los chismes de Morgause y sus damas eran tan limitados!
—Cualquiera que no tenga oído para la música es ignorante, por cierto —replicó el bardo—, pero hay más. ¿Os parece que éste es buen momento para una boda? —Señaló el cielo—. La luna está menguando. Es mal augurio para una unión, tal como les advirtió el señor Taliesin. Pero el obispo insistió, porque es la festividad de no sé qué santo. Merlín habló con Arturo para decirle que este matrimonio no le daría ninguna felicidad, por motivos que ignoro. Pero ya no era posible impedirlo de una manera honorable.
Recordando el modo en que se miraban Ginebra y Lanzarote, Morgana comprendió instintivamente qué había querido decir el anciano druida. «Aquel día, en Avalón, ella lo alejó de mí para siempre», se dijo. ¿Tendría que haberse dejado llevar por el certero instinto que la llevaba a desearlo, pese a sus votos de castidad? «Habría sido mejor, aun para Avalón, que yo hubiera aceptado entonces a Lanzarote. De ese modo esta niña habría llegado a Arturo con el corazón intacto y mi hijo habría nacido igualmente de la antigua estirpe real».
—Os veo atribulada, señora Morgana —dijo delicadamente Kevin—. ¿Puedo hacer algo por vos?
Morgana negó con la cabeza, conteniendo las lágrimas. No podía aceptar su compasión.
—Nada, señor druida. Comparto vuestros temores por este matrimonio y estoy preocupada por mi hermano; eso es todo. Y en verdad compadezco a la mujer que ha desposado.
Y decía la verdad: aunque su temor por Ginebra se mezclaba con el odio, también la compadecía por casarse con un hombre que no la amaba y amar a quien no podía desposarla.
«Si apartara a Lanzarote de Ginebra haría un favor a mi hermano. Y también a su esposa, pues entonces ella podría olvidarlo». Pero sabía que estaba tratando de engañarse. Si apartaba a Lanzarote de Ginebra no lo haría por su hermano ni por el reino sino pura y simplemente porque lo deseaba para sí.
Sabía mucho sobre filtros de amor. Pero su implacable conciencia de sacerdotisa insistía: «No puedes hacerlo. Está prohibido emplear la magia para que el universo se pliegue a tu voluntad».
Aun así lo intentaría, pero sin más ayuda que sus manos de mujer. Se dijo fieramente que, si Lanzarote la había deseado una vez sin artes de magia, bien podía lograr que la deseara otra vez.
Ginebra estaba fatigada. Había comido más de lo que le apetecía y, aunque sólo bebió una copa de vino, se sentía muy acalorada; se echó el velo hacia atrás para abanicarse. Arturo, mientras charlaba con sus invitados, se acercaba lentamente a la mesa que ella ocupaba con las damas. Finalmente llegó, y con él, Lanzarote y Gawaine. Las mujeres se corrieron a lo largo de los bancos para hacerles sitio y Arturo se sentó junto a ella.
—Éste es el primer momento que tengo para hablar contigo, esposa mía.
Ella le alargó la mano.
—Lo comprendo. Esto es más un consejo que un festín de bodas, esposo y señor mío.
Él rió con cierta melancolía.
—Últimamente todo en mi vida parece ser así. Un rey no hace nada en privado. Bueno, casi nada —se corrigió, sonriendo azorado—. Creo que habrá pocas excepciones, esposa mía. La ley exige que nos acuesten en una misma cama, pero lo que suceda después sólo es asunto nuestro.
Una vez más, en un torrente de vergüenza, Ginebra cayó en la cuenta de que se había olvidado otra vez de él por observar a Lanzarote, pensando en lo mucho que le habría gustado unirse en matrimonio con él; ¿qué condenado destino la había hecho gran reina? Estaba sumida en aquellas cavilaciones cuando la sombra de la señora Morgana cayó sobre ellos. Arturo le abrió espacio a su lado.
—Ven a sentarte con nosotros, hermana mía; siempre habrá lugar para ti —dijo, con una voz tan lánguida que Ginebra se preguntó cuánto habría bebido—. Hemos preparado un entretenimiento algo más emocionante que la música del bardo, por bella que sea. Ignoraba que supieras cantar, hermana. Te sabía hechicera, pero músico no. ¿Nos has encantado?
—Espero que no —rió Morgana—; de lo contrario, no me atrevería a cantar nunca más. Se cuenta que un bardo cantó hasta convertir a los malvados gigantes en un círculo de piedras. Y allí están todavía, pétreos y fríos.
—En mi convento —comentó Ginebra—, decían que un santo transformó en piedras a un círculo de hechiceras dedicadas a sus ritos malvados.
Lanzarote comentó perezosamente:
—Si tuviera tiempo libre para estudiar, creo que trataría de averiguar quién construyó ese anillo de piedras y por qué.
Morgana se echó a reír.
—En Avalón se sabe. Viviana podría decíroslo.
—Pero lo que digan las hechiceras puede ser tan cierto como las fábulas de vuestras monjas, Ginebra… Perdón: reina y señora mía. No quise faltar al respeto a tu esposa. Arturo, pero la llamaba por su nombre cuando todavía era casi una niña.
Morgana comprendió que no había hecho sino buscar una excusa para pronunciar en voz alta el nombre de la reina. Arturo bostezó:
—Si eso no molesta a mi señora, tampoco a mí, querido amigo. Dios no permita que sea de esos hombres que pretenden apartar a sus esposas de otros seres humanos. Si un marido no puede conservar la fidelidad de su mujer, probablemente no la merece. —Y se inclinó para coger la mano de Ginebra—. Creo que este festín está durando demasiado. Lanzarote, ¿cuánto falta para que los jinetes estén listos?
—Creo que no mucho —dijo el caballero apartando deliberadamente la vista de la reina—. ¿Quiere mi señor que vaya a ver?
Morgana pensó: «Se está torturando. No soporta ver a Ginebra con Arturo ni dejarla a solas con él». Y deliberadamente convirtió la verdad en una broma:
—Creo, Lanzarote, que los novios desean estar un rato a solas. ¿Por qué no vamos a ver si los jinetes ya están preparados?
Lanzarote pidió con voz ronca:
—Con vuestro permiso, señor.
Arturo asintió con la cabeza y Morgana lo cogió de la mano. Él se dejó llevar, pero se volvió a medias, como si no pudiera apartar los ojos de Ginebra. A Morgana se le encogió el corazón; no soportaba verlo sufrir, pero al mismo tiempo quería llevárselo lejos, para no ver cómo miraba a Ginebra.
—Recuerdo —comentó— que hace años, en Avalón, dijiste que la caballería era la clave para vencer a los sajones. Supongo que eso es lo que planeas para estos jinetes.
—He estado adiestrándolos, sí. Nunca imaginé que una mujer pudiera recordar un dato de estrategia militar, prima.
—Como todas las mujeres de estas islas vivo temiendo a los sajones —respondió Morgana riendo—. Cierta vez pasé por una aldea donde habían violado a todas las mujeres, tanto a las niñas de cinco años como a las ancianas desdentadas. Cualquier esperanza de alejarlos para siempre me interesa, quizá más que a los hombres, que sólo tienen que temer la muerte.
—No se me había ocurrido —reconoció él, sombrío. De pronto le estrechó la mano—. Ya no recordaba las arpas de Avalón. Creo detestar ese lugar, pero a veces alguna nimiedad me devuelve allí: un arpa, el olor de las manzanas, los reclamos de las aves acuáticas al atardecer…
—¿Te acuerdas del día en que escalamos el Tozal? —preguntó Morgana delicadamente.
—Lo recuerdo, sí. —Y Lanzarote añadió con súbita amargura—: Ojalá no hubieras estado consagrada a la Diosa aquel día.
—Lo mismo he deseado yo —dijo Morgana en voz baja. De pronto se le quebró la voz.
Lanzarote la miró con preocupación a los ojos.
—Morgana, prima, nunca te he visto llorar.
—¿Te asustan las lágrimas femeninas, como a la mayoría de los hombres?
Él negó con la cabeza y le rodeó los hombros con el brazo.
—No —confesó quedamente—. Me asustan las que nunca lloran, porque las sé más fuertes que yo.
Estaban pasando bajo el dintel de las cuadras. Olía agradablemente a heno y paja. Fuera, los hombres iban de un lado a otro, instalando grandes muñecos de cuero rellenos de paja y ensillando los caballos. Uno de ellos resultó ser Gawaine.
—Ah, prima —saludó a Morgana—. No la traigas aquí, Lanzarote; no es buen lugar para una señora; algunas de estas condenadas bestias son indómitas. ¿Sigues decidido a montar el potro blanco?
—Quiero que Arturo pueda montarlo en la próxima batalla, aunque me rompa el cuello domándolo.
—No bromees con esas cosas —advirtió el primo.
—¿Quién dice que estoy bromeando? Si Arturo no puede, lo montaré yo mismo. Y esta tarde lo exhibiré en honor de la reina.
—No te arriesgues por eso, Lanzarote —pidió Morgana—. Ginebra no sabe diferenciar un caballo de otro. Podrías cruzar el patio en una jaca y ella quedaría tan impresionada como ante las hazañas de un centauro.
Por un momento la mirada del joven fue casi despectiva pero ella la interpretó con claridad: «Morgana no puede comprender mi necesidad de exhibirme fuerte en este día».
—Ve a ensillar, Gawaine, y anuncia que estaremos listos dentro de media hora —indicó—. Pregunta a Cay si quiere ser el primero.
—No me digáis que Cay va a montar con esa pierna inútil —se extrañó uno de los hombres, que hablaba con acento extranjero.
Gawaine se volvió con fiereza:
—¿Le negaríais eso, el único ejercicio militar para el que su cojera no tiene ninguna importancia?
—No, no, ya comprendo —dijo el soldado. Y continuó ensillando su caballo.
Morgana tocó la mano de Lanzarote y él la miró, otra vez con aire travieso. «Aquí se olvida del amor y es otra vez dichoso —pensó—. Si pudiera mantenerse ocupado en las caballerizas no tendría que sufrir por Ginebra ni por ninguna mujer».
Lanzarote la condujo entre las hileras de corceles atados. Morgana vio el hocico plateado y la larga crin que parecía de lino; el animal era grande, tan alto como Lanzarote. Cabeceó y su resoplido fue como el fuego exhalado por los dragones.
—Oh, qué belleza. —El caballero le apoyó una mano en el hocico—. Yo mismo lo domé. Fue mi regalo de bodas a Arturo y juré que estaría listo para montar en el día de su boda.
—Un presente magnífico —comentó ella.
—No: lo único que podía regalarle. No soy rico y él tiene joyas y oro en abundancia.
«Cuánto ama a Arturo —pensó Morgana—; por eso se atormenta de este modo. Si fuera un mujeriego como Gawaine no me preocuparía: Ginebra es virtuosa y sería un placer verlo rechazado».
—Me gustaría montarlo —dijo—. No temo a ningún caballo.
Él se echó a reír.
—Tú no temes nada, ¿verdad, Morgana?
—Oh, no es así, primo —le corrigió, súbitamente seria—. Hay muchas cosas que me dan miedo.
—Yo tengo miedo de morir antes de haber probado todo lo que ofrece la vida. Por eso no rechazo ningún desafío.
—No parece que te queden muchas cosas sin probar —comentó Morgana.
—Claro que si. Cada vez que dejo pasar una me arrepiento amargamente; me pregunto qué debilidad, qué estupidez, me impide hacer mi voluntad.
Y de pronto se volvió para rodearla con los brazos, estrechándola con fuerza.
«Por desesperación —pensó Morgana con amargura—; no soy yo lo que desea, sino olvidar por un momento que esta noche Ginebra estará en los brazos de Arturo». Él movió las manos sobre sus pechos, con la destreza que da la práctica, y apretó los labios contra los suyos, haciéndole sentir toda la longitud de su cuerpo. Morgana, inmóvil en sus brazos, con un creciente deseo que era como el dolor, abrió los labios bajo su boca y se dejó recorrer por sus manos. Pero cuando quiso llevarla hacia un montón de paja, reaccionó con una débil protesta.
—Estás loco, querido mío. Hay medio centenar de soldados y jinetes pululando por la cuadra.
—¿Te molesta? —susurró Lanzarote.
Y Morgana respondió, temblando de excitación:
—No, ¡no! —Y se dejó acostar.
En el fondo de su mente había un pensamiento resentido: «La duquesa de Cornualles, la sacerdotisa de Avalón, revolcándose en las cuadras como una campesina cualquiera, sin tener siquiera la excusa de Beltane». Pero lo apartó de sí, dejando a Lanzarote hacer lo que deseara sin resistirse. «Mejor esto que romper el corazón a Arturo». No sabía si aquel pensamiento había sido suyo o del hombre que la cubría con su cuerpo y la magullaba con manos furiosas: sus besos eran casi salvajes. Como él le quería quitar el vestido a tirones, se movió para desabrocharlo.
Y un momento después se oyó un clamor, gritos, un ruido similar al martilleo sobre un yunque, un alarido de miedo y, de súbito, diez voces a la vez:
—¡Capitán! ¡Señor Lanzarote! ¿Dónde está el capitán?
—Aquí abajo, me pareció…
Uno de los soldados más jóvenes corría entre los pesebres. Lanzarote lanzó un juramento por lo bajo e interpuso el cuerpo entre el muchacho y Morgana, mientras ella, casi desnuda, escondía la cara en el velo y se acurrucaba en la paja.
—¡Demonios! ¿No puedo ausentarme un momento…?
—Oh, señor, venid pronto. Uno de los caballos nuevos… Había una yegua en celo… Dos de los potros comenzaron a pelear y creo que uno se ha fracturado una pata.
—¡Por los fuegos del infierno! —Lanzarote se apresuró en arreglarse la ropa, irguiendo toda su estatura frente al soldado—. Voy a…
El mozo había visto a Morgana. En un momento de horror ésta temió que la hubiera reconocido; aquél sí que sería un chisme jugoso para la corte. «¿Y qué será de la reputación de Lanzarote? ¿O ser sorprendido en la paja es un mérito para el hombre?».
—¿Interrumpí algo, señor? —preguntó el mozo, tratando de mirar por detrás de él.
Lanzarote, sin responder, lo empujó hacia delante.
—Ve en busca de Cay y del herrador, corre. —Regresó con la velocidad de un tornado para besar a Morgana, que se había puesto de pie—. ¡Por los dioses, qué maldita…! —La estrechó con fuerza y le dio un beso tan ardiente que sintió su calor en el rostro—. Esta noche, ¡júralo!
Morgana no podía hablar. Sólo pudo asentir con la cabeza, aturdida, con todo el cuerpo clamando por la satisfacción interrumpida, en tanto él se alejaba precipitadamente. Al poco rato se acercó un joven que le hizo una respetuosa reverencia, mientras fuera se oía el grito horrible, casi humano, de un animal moribundo.
—¿Señora Morgana? Soy Griflet. El señor Lanzarote me ordenó escoltaros hasta los pabellones. Me explicó que os trajo para enseñaros el caballo que está domando para el rey, pero que caísteis en la paja al resbalar y que estaba comprobando si estabais lesionada antes de que lo llamaran. Os ruega que lo disculpéis.
Cuando el joven Griflet le ofreció el brazo, ella se apoyó pesadamente, diciendo:
—Creo que me torcí el tobillo. —Aquello explicaba su ropa arrugada y la paja que tenía en el cabello. Por una parte agradecía el rápido ingenio de Lanzarote; por otra, desolada, reclamaba que él la reconociera y amparara.
Arturo había ido con Cay a las caballerizas, afligido por el accidente. Morgana dejó que Ginebra e Igraine se afanaran en atenderla y aceptó un lugar a la sombra para ver los ejercicios ecuestres.
—Después de esto —declaró el rey grandilocuente—, nadie volverá a decir que los caballos sólo sirven para tirar de las carretas. —Sonrió a su esposa—. ¿Te gustan mis caballeros, señora?
—Cay monta como un centauro —comento Igraine a Héctor que sonreía de placer—. Arturo, fuiste muy bondadoso al darle uno de los mejores caballos.
—Cay es muy bueno, como soldado y como amigo, para marchitarse en casa —contestó Arturo con decisión.
—¡Mirad! —exclamó su madre—. ¡La legión ha derribado toda esa serie de blancos! Jamás vi montar así.
—Creo que nada podría resistir esa embestida —aseveró el rey Pelinor—. Lástima que Uther Pendragón no haya vivido para verlo.
Gaheris, uno de los hijos de Morgause, se inclinó ante Arturo.
—¿Puedo ir a las cuadras para ayudar a desensillar, señor? —Era un alegre muchacho de unos catorce años.
Morgause alzó la voz:
—¡No, tú no, Gareth! —Y lanzó un manotazo hacia un pequeño regordete de unos seis años—. ¡Gaheris! ¡Tráelo!
Arturo alzó las palmas mientras soltaba una carcajada.
—No os preocupéis por él; los niños corren a las cuadras como las pulgas al perro. ¡Me han contado que monté el potro de mi padre cuando sólo tenía seis años!
Morgana se estremeció súbitamente, recordando a un niño rubio que parecía muerto y una sombra en un cuenco de agua… No, había desaparecido.
—¿Te duele mucho el tobillo, hermana? —preguntó Ginebra solícita—. Apóyate en mí.
—Gawaine cuidará del niño —continuó Arturo despreocupado—. Creo que es nuestro mejor hombre para el adiestramiento de jinetes.
—¿Mejor que el señor Lanzarote? —preguntó Ginebra.
«Sólo quiere pronunciar su nombre —pensó Morgana—. Pero era a mí a quien deseaba hace un rato. Y esta noche será demasiado tarde. Mejor eso que romper el corazón a Arturo. Se lo diré a Ginebra, es preciso».
—¿Lanzarote? Es nuestro mejor jinete —respondió el rey—, aunque demasiado audaz para mi gusto. Los muchachos lo adoran, pero Gawaine les enseña mejor. Lanzarote es demasiado exhibicionista. Mirad, allí viene, montando el caballo que está domando para mí.
Y rompió en una carcajada, mientras Igraine decía:
—¡Ese diablillo!
Pues Gareth se había colgado de la silla como un mono. Lanzarote, riendo, lo montó delante de él y partió a galope colina arriba, hacia donde estaba el grupo del rey. Frenó al animal frente a ellos, haciendo que se alzara de manos y girara en el aire.
—Vuestro caballo, señor Arturo —dijo con una reverencia mientras le ofrecía las riendas con una mano—. Y vuestro primo. Tía Morgause, aquí tenéis a este pequeño tunante. ¡Curtidle las posaderas! ¡El caballo podría haberlo matado!
Y dejó caer al niño en el regazo de su madre. Gareth no oyó una palabra del regaño materno; sus ojos azules estaban fijos en Lanzarote, llenos de adoración.
—Cuando seas mayor —prometió Arturo asestándole un golpe juguetón—, te haré caballero y saldrás a rescatar bellas señoras.
—Oh, no, mi señor Arturo —exclamó el niño—. Mi señor Lanzarote me hará caballero para que vayamos juntos a una gesta.
—Me ha hecho sombra —comentó el rey con buen humor—. Mi flamante esposa no puede apartar los ojos de Lanzarote y ahora Gareth también lo prefiere. Si no enloquezco de celos es sólo porque Lanzarote es mi mejor amigo.
Pelinor, que contemplaba el trote del jinete, dijo:
—Ese condenado dragón sigue oculto en un lago de mis tierras, matando a mis siervos y mis vacas. Si tuviera un caballo como ése, capaz de pelear, podría ir nuevamente tras él. La última vez casi no salvé la vida.
Morgana no prestaba mucha atención, aunque se preguntaba cuánto habría de verdad en aquella historia y cuánto de exageración para impresionar. Sus ojos seguían a Lanzarote, que iba aminorando el paso del animal.
Arturo dijo a su esposa:
—Yo no podría con un caballo así. Lanzarote lo está domando por mí. Hace dos años era más salvaje que el dragón de Pelinor, pero ¡vedlo ahora!
—A mí todavía me parece salvaje —confesó Ginebra—. Claro que todos me dan miedo, hasta los más mansos.
—Un caballo de combate no puede ser manso como un palafrén —explicó Arturo—. Tiene que ser brioso… ¡Dios del cielo!
Se levantó súbitamente. Un torbellino blanco, tal vez un ganso, había aleteado súbitamente bajo los cascos del caballo, que se alzó de manos con un relincho frenético. Lanzarote, sobresaltado, trató de dominarlo, pero cayó al suelo, casi bajo los cascos; aunque medio desmayado, se las compuso para rodar hacía un lado.
Ginebra lanzó un alarido. Morgause y las demás señoras se hicieron eco, en tanto Morgana, olvidando la supuesta lesión de tobillo, se levantó de un salto para correr hacia el caballero y lo sacó a rastras de entre los cascos del animal. Arturo también corrió a sujetar la brida y, haciendo uso de todas sus fuerzas, alejó al caballo de Lanzarote, que yacía inconsciente. Morgana se arrodilló a su lado y le palpó la sien, donde ya había un morado y un hilo de sangre mezclado con el polvo.
—¿Ha muerto? —gritó Ginebra—. ¿Ha muerto?
—No —respondió Morgana con aspereza—. Que traigan agua fría y vendas de hilo. Creo que se ha roto la muñeca al parar la caída para no romperse el cuello. Y el golpe que tiene en la cabeza…
Le apoyó un oído contra el pecho. Luego cogió la jofaina de agua fría que le acercaba la hija de Pelinor y le limpió la frente con un trozo de lienzo. Gawaine se acercó para llevar el caballo a las cuadras.
El incidente había aguado la fiesta; uno a uno, los invitados se fueron a sus alojamientos. Morgana vendó la cabeza a Lanzarote y logró entablillarle la muñeca antes de que reaccionara con gemidos de dolor; después mandó a Cay por algunas hierbas que lo harían dormir. Lo hizo llevar a su cama y se quedó junto a él, aunque no la reconocía.
En una ocasión la miró fijamente, murmurando: «Madre». El corazón de la joven dio un vuelco. Pero al fin cayó en un sueño profundo e inquieto. Al despertar dijo:
—¿Morgana? ¿Prima? ¿Qué ha pasado?
—Te caíste de un caballo.
—¿De un caballo? ¿De qué caballo? —inquirió confundido. Y al recibir la respuesta dijo—: Eso es ridículo. Nunca me he caído de un caballo.
Se durmió otra vez. Morgana, sentada a su lado, se dejaba estrechar la mano con el corazón destrozado. Aún tenía la marca de sus besos en la boca y en los pechos. Pero el momento había pasado y lo sabía. Aunque Lanzarote recordara no la querría, nunca la había querido, salvo para calmar el tormento de pensar en Ginebra y en el rey, su primo.
Empezaba a oscurecer; a distancia, en el castillo, se oía música, risas, canciones festivas. De pronto se abrió la puerta y entró Arturo en persona, llevando una antorcha en la mano.
—¿Cómo está Lanzarote, hermana?
—Vivirá. Tiene la cabeza muy dura —respondió Morgana con fingida indiferencia.
—Te queríamos entre los testigos cuando se acostara a la novia, ya que firmaste el contrato matrimonial. Pero supongo que es mejor que no esté solo y no quiero dejarlo con un chambelán. Es una suerte que te tenga a ti. Sois hermanos adoptivos ¿verdad?
—No —replicó Morgana, con inesperado enfado.
Arturo se acercó a la cama para levantar la mano laxa del herido, que gimió y abrió los ojos, parpadeando.
—¿Arturo?
—Aquí estoy, amigo mío. —Morgana se dijo que nunca había oído una voz masculina tan tierna.
—Tu caballo… ¿está bien?
—Está bien. Al diablo con el caballo. Si hubieras muerto, ¿de qué me habría servido el caballo? —Arturo casi sollozaba.
—¿Cómo sucedió?
—Un ganso se escapó y se metió entre las patas del caballo. El muchacho que los cuida se ha escondido. ¡Sabe que le espera una tremenda zurra!
—No lo castigues —dijo Lanzarote—. Es sólo un pobre estúpido; no tiene la culpa de que los gansos sean más inteligentes que él. Prométemelo, Gwydion.
Morgana quedó atónita al oírle utilizar el viejo nombre. Arturo le dio un beso en la mejilla, evitando cuidadosamente el lado herido.
—Te lo prometo, Galahad. Ahora duerme.
Lanzarote le apretó la mano con fuerza.
—Estuve a punto de arruinarte la noche de bodas, ¿verdad? —dijo, y Morgana reconoció su ironía.
—Ya lo creo. Mi novia ha llorado tanto por ti que me pregunto qué habría hecho si el herido fuera yo —aseguró Arturo riendo.
Morgana intervino con fiereza.
—Aunque seas el rey, hermano, este hombre necesita tranquilidad.
—Es cierto. —Arturo irguió la espalda—. Mañana haré que Merlín venga a verlo. Pero esta noche no tendría que quedarse solo.
—Yo lo cuidaré —dijo Morgana enfadada.
—Bueno, si estás segura…
—¡Ve a reunirte con Ginebra! ¡Tu novia te espera!
Arturo suspiró, abatido. Al fin dijo:
—No sé qué decirle. Ni qué hacer.
«Esto es ridículo —pensó ella—. ¿Pretende que le dé instrucciones? ¿O a su novia?». Pero su expresión le hizo bajar los ojos y decir, con mucha suavidad:
—Es sencillo. Haz lo que la Diosa te indique.
Parecía un niño asustado. Con voz ronca, luchando con las palabras, murmuró:
—Ella… ella no es la Diosa. Es sólo una niña… y está asustada. —Después de un momento barbotó—: ¿No sabes, Morgana, que todavía…?
—¡No! —lo interrumpió ella violentamente, alzando una mano para ordenarle silencio—. Recuerda al menos una cosa: para ella serás siempre el Dios. Preséntate como el Astado.
Arturo se persignó, estremecido.
—Que Dios me perdone —susurró—. Éste es el castigo…
Y enmudeció. Por un momento se miraron sin poder hablar. Por fin Arturo dijo:
—No tengo derecho, Morgana… ¿Puedes darme un beso?
—Hermano mío… —Con un suspiro, ella se puso de puntillas para darle un beso en la frente. Luego le hizo en la cabeza la señal de la Diosa—. Bendito seas. Ve con tu novia, Arturo. Te prometo, en nombre de la Diosa, que todo saldrá bien. Te lo juro.
Arturo tragó saliva. Luego se apartó de Morgana, murmurando:
—Que Dios te bendiga, hermana.
La puerta se cerró tras él.
Morgana se dejó caer en una silla a vigilar el sueño de Lanzarote, inmóvil, atormentada por las imágenes de su mente. Lanzarote, sonriéndole al sol, en el Tozal. Ginebra, con la falda empapada, aferrada a la mano del joven. El Astado, con la cara manchada de sangre, apartando la cortina de la cueva. Los labios de Lanzarote, frenéticos contra sus pechos… ¿Habían pasado sólo unas cuantas horas?
—Al menos no pasará la noche de bodas de Arturo soñando con Ginebra —murmuró.
Y se recostó en el borde de la cama, apoyando cautelosamente el cuerpo contra el del herido. En silencio, sin un sollozo, hundida en una angustia demasiado profunda para el llanto, pasó la noche sin cerrar los ojos. Luchaba contra la videncia y contra los sueños, luchaba por lograr el silencio y la insensible Esencia de pensamiento que le habían enseñado en Avalón.
Mientras tanto, en el ala más lejana del castillo, Ginebra yacía despierta, contemplando con culpable ternura el pelo de Arturo bajo el claro de luna, el pecho que subía y bajaba con tranquila respiración. Por las mejillas le corrían lentas lágrimas.
«Sólo quiero amarlo», pensaba. Luego rezó: «Oh, Dios mío, Virgen María, ayudadme a amarlo como debo, porque es mi rey y señor y es tan bueno que merece ser amado más de lo que yo puedo amar».
A su alrededor la noche parecía respirar tristeza y desesperanza.
«Pero ¿por qué? —se preguntó—. Arturo es feliz. No tiene nada que reprocharme. ¿De dónde surge este pesar que llena el aire?».