3

A principios de primavera, en el año siguiente a la coronación de Arturo, la señora Igraine, sentada en su claustro, bordaba un juego de manteles de altar. Siempre le había encantado ese tipo de labores y allí, en el convento, podía hacer buen uso de su habilidad. Sólo dos o tres de las hermanas sabían tejer la seda o hacer bordados finos; de ellas, Igraine era la más diestra.

Estaba algo preocupada. Aquella mañana, al sentarse con su bastidor, había creído oír una vez más el grito; le parecía que Morgana, en algún lugar, clamaba: «¡Madre!», y el grito era de tormento y desesperación. Pero el claustro estaba silencioso y desierto a su alrededor. Pasado un momento, Igraine se santiguó y continuó con su labor.

«Aun así…». Desechó resueltamente la tentación. Hacía mucho tiempo que había renunciado a la videncia, pues era obra del demonio. No quería ningún trato con la hechicería: los dioses antiguos de Avalón debían de estar aliados con el Diablo para haber podido conservar su fuerza en un país cristiano. Y ella había entregado a su hija a esos Dioses.

A finales del verano anterior, Viviana le había enviado un mensaje que decía: «Si Morgana está contigo, dile que todo va bien». Igraine, preocupada, respondió que no la veía desde la coronación de Arturo; en todo aquel tiempo la había creído sana y salva en Avalón. La madre superiora del convento se escandalizó al saber que se había recibido un mensaje de aquel impío lugar y prohibió todo intercambio.

Igraine quedó muy atribulada. Que Morgana hubiera abandonado la isla sin conocimiento ni permiso de la Dama era algo tan inaudito que le congelaba la sangre. ¿Dónde podía estar? ¿Habría huido con algún amante? ¿Estaría conviviendo ilegalmente, sin cumplir con los ritos de Avalón ni de la Iglesia? ¿Habría ido a casa de Morgause? ¿O acaso estaba muerta? Pero Igraine resistía con firmeza la tentación constante de utilizar la videncia.

Aun así, durante gran parte del invierno, fue como si Morgana caminara a su lado; no ya la pálida y sombría sacerdotisa que había visto durante la coronación, sino la niña de sus años solitarios en Cornualles, la pequeña solemne de los ojos oscuros, con su hermano en brazos. ¿Cuántas veces había descuidado a Morgana después de casarse con su amado Uther y darle un hijo varón? La niña no era feliz en la corte, y tampoco amaba a Uther. Y por ese motivo, tanto como por las súplicas de Viviana, había permitido que Morgana se educara en Avalón.

Sólo ahora se sentía culpable; ¿acaso se había apresurado al desprenderse de su hija, a fin de dedicarse por entero a Uther y a los hijos que tuviera de él? Contra su voluntad resonaba en su mente un viejo dicho de Avalón: «La Diosa no ofrece sus dones a quienes los rechazan». Al separarse de sus hijos (uno de ellos, por su seguridad), ¿no habría sembrado ella misma la semilla de la pérdida? Tal vez la Diosa no estaba dispuesta a dar otro hijo a quien se había desprendido con tanta facilidad de la primogénita. Lo había discutido más de una vez con su confesor; éste le aseguraba que, en cuanto a Arturo, todo varón tiene que ser puesto bajo tutela tarde o temprano, pero que había hecho mal en permitir que Morgana fuera a Avalón. Si la niña era desdichada en la corte de Uther, habría tenido que estudiar en algún convento.

Al enterarse de que su hija no estaba en Avalón, Igraine pensó enviar un mensajero a la corte del rey Lot, para averiguar si estaba allí, pero aquel invierno fue terrible; cada día era una batalla contra el frío, los sabañones y la cruel humedad; incluso las hermanas pasaron hambre por compartir sus alimentos con mendigos y campesinos.

Morgana, sola y aterrorizada. ¿Morgana agonizando? ¿Dónde, Dios santo? Apretó entre los dedos la cruz que le pendía del cinturón, como a todas las hermanas del convento. «Madre Santa, guárdala, aunque sea una pecadora y una hechicera. Jesús, compadécete de ella, tal como te compadeciste de la mujer de Magdala, que era peor…».

Le consternó ver que había dejado caer una lágrima en la fina labor. Como temía manchar el bordado, se enjugó los ojos con el velo de hilo y apartó el bastidor, tratando de aclararse la vista. Ah, estaba envejeciendo. ¿O acaso eran las lágrimas las que le empañaban la visión?

Aunque se inclinó resueltamente sobre el bordado, la cara de Morgana se presentó de nuevo ante ella; en su imaginación creyó oír el grito desesperado, como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo. Tal como ella misma había clamado por su madre al nacer su hija. La asaltó el terror: Morgana, dando a luz Dios sabía dónde, en aquel invierno desesperante… En la coronación de Arturo, Morgause había hecho algún comentario sobre los ascos que le hacía a la comida, como las mujeres embarazadas. Contra su voluntad. Igraine se descubrió contando con los dedos. Sí, de ser así Morgana habría tenido a su hijo en pleno invierno… Y ahora, ya en plena templada primavera, creyó oír otra vez aquel grito. Deseaba acudir, pero ¿adónde, adónde?

Detrás de ella se oyó una pisada y una tos leve. Era una de las niñas que se educaban en el convento.

—Señora —dijo—, os esperan visitantes en el salón exterior. Uno de ellos es el arzobispo en persona.

Igraine apartó su bordado. No se había manchado, al fin y al cabo. «Las lágrimas que derraman las mujeres no dejan ninguna señal en el mundo», pensó con amargura.

—¿Para qué me busca nada menos que el arzobispo?

—No me lo dijo, señora, y creo que tampoco a la madre superiora —dijo la niña, bien dispuesta a chismorrear un rato.

—¿Y quiénes son los otros?

—No lo sé, señora, pero la madre superiora le quería prohibir la entrada a uno… —Abrió mucho los ojos—. ¡Dijo que era mago, hechicero y druida!

Igraine se levantó.

—Es Merlín de Britania, mi padre. Y no es hechicero, hija, sino un erudito que ha estudiado las artes de los sabios. Hasta los padres de la Iglesia dicen que los druidas son buenos y nobles.

La niña le hizo una pequeña reverencia, aceptando la corrección, mientras ella se cubría el rostro con el velo.

En el salón exterior no sólo esperaban Merlín y un hombre extraño y austero, con la sotana oscura que comenzaban a adoptar los eclesiásticos, sino un tercero al que apenas reconoció. Por un momento fue como ver el rostro de Uther.

—¡Gwydion! —exclamó, para corregirse de inmediato—: Arturo. Perdona el olvido.

Iba a arrodillarse ante el gran rey, pero él alargó una mano para impedírselo.

—Jamás te arrodilles en mi presencia, madre. Lo prohíbo.

Igraine se inclinó ante Merlín y el agrio arzobispo.

—Os presento a mi madre, la reina de Uther —dijo Arturo.

Y el prelado respondió, tensando los labios en algo que tenía que pasar por sonrisa:

—Pero ahora tiene un honor más alto que la realeza: ser esposa de Cristo.

«Esposa, difícilmente —pensó ella—; simplemente una viuda que ha buscado refugio en su casa». Pero inclinó la cabeza sin decir nada. Arturo continuó:

—Señora, os presento a Patricio, arzobispo de la isla de los Sacerdotes, ahora llamada Glastonbury, a la que acaba de llegar.

—Sí, por voluntad de Dios —dijo el sacerdote—. Tras haber expulsado a todos los pecaminosos magos de Irlanda, he venido a liberar de ellos todas las tierras cristianas. En Glastonbury encontré a muchos curas corruptos, que toleran incluso el culto en común con los druidas. ¡Nuestro Señor, que murió por nosotros, habría derramado lágrimas de sangre!

Taliesin, el Merlín, dijo con voz suave:

—¿Pretendéis ser más riguroso que el mismo Cristo, hermano? Creo recordar que a él se lo criticó mucho por confraternizar con descastados, pecadores, cobradores de impuestos y hasta con mujeres como la Magdalena.

—Creo que demasiada gente presume de leer las divinas Escrituras y comete este tipo de errores —dijo Patricio, severo—. Confío en que aquéllos que se ufanen de su sabiduría aprenderán de sus sacerdotes las interpretaciones correctas.

Merlín sonrió con gentileza.

—No puedo compartir vuestro deseo, hermano. Me he consagrado a la creencia de que es la voluntad de Dios que todos los hombres busquen la sabiduría por sí mismos, en vez de esperarla de otros.

—¡Bueno, bueno! —interrumpió Arturo sonriente—. No quiero controversias entre mis dos consejeros más queridos. La sabiduría del señor Merlín me es indispensable; él me puso en el trono.

—¡Señor! —adujo el arzobispo—. Fue Dios quien os puso allí.

—Con la ayuda de Merlín —insistió Arturo—. Y me comprometí a oír siempre sus consejos. ¿Querríais hacerme faltar a un juramento, padre Patricio? —Pronunciaba el nombre con el acento de las tierras norteñas en las que se había educado—. Ven a sentarte, madre. Tenemos que hablar.

—Antes permíteme mandar por vino para que os refresque de vuestro largo viaje.

—Gracias, madre. Y si es posible, envíales también a Cay y a Gawaine, que me han acompañado. Puedo componérmelas solo con uno o dos mozos de cuadra, pero insistieron.

—A tus compañeros se les servirá lo mejor —aseguró Igraine.

Llevaron el vino y ella lo escanció.

—¿Cómo estás, hijo mío?

Aparentaba diez años más que el mozo coronado el verano anterior. Se había ensanchado de hombros y había crecido medio palmo de estatura. Tenía una cicatriz, roja en la cara, ya limpiamente cerrada, por la gracia del Señor.

—Como ves, madre, he estado combatiendo, pero Dios me ha protegido —dijo—. Y ahora vengo con una misión pacífica. Pero ¿cómo están las cosas aquí?

Ella sonrió.

—Oh, aquí no sucede nada —dijo—. No obstante, recibí noticias de que Morgana había abandonado Avalón. ¿Está en tu corte?

Él negó con la cabeza.

—No, madre. Apenas tengo una corte que merezca ese nombre. Cay cuida de mi castillo, con dos o tres ancianos caballeros y sus familias. Morgana está en la corte de Lot, según he sabido por Gawaine, que fue para traer a su hermano Agravaín. Sólo la vio dos o tres veces, pero estaba bien y de buen ánimo. Toca la lira para Morgause y administra sus despensas. Creo que Agravaín estaba encantado con ella.

Por su cara pasó una expresión de dolor. Igraine, aunque extrañada, no hizo preguntas.

—Agradezco a Dios que esté a salvo y entre parientes. Estaba afligida por ella. —En presencia de los eclesiásticos no podía preguntar si Morgana había sido madre—. ¿Cuándo vino Agravaín al sur?

—A principios de otoño, ¿no fue así, señor Merlín?

—Creo que así fue.

En ese caso, Agravaín no podía saber nada.

—Bueno, madre, en realidad he venido por asuntos de mujeres. Al parecer, tengo que casarme. No tengo más heredero que Gawaine.

—Eso no me gusta —dijo Igraine—. Es lo que Lot espera desde hace muchos años. No confíes en su hijo.

Los ojos de Arturo centellearon de ira.

—Ni siquiera tú puedes hablar así de mi primo Gawaine, madre. Es un leal compañero y lo amo como al hermano que nunca tuve, tanto como a Lanzarote. Si deseara mi trono, le bastaría con distraerse un rato en su vigilancia; a estas horas yo ya estaría con el cuello roto y él sería gran rey. ¡Le confiaría mi vida y mi honor!

Esa vehemencia asombró a Igraine.

—Me alegra que cuentes con un seguidor tan leal y de confianza, hijo mío. —Y añadió en tono mordaz—: Ha de ser un verdadero pesar para Lot que sus hijos te amen tanto.

—No sé qué he hecho para que se me quiera tan bien, pero lo considero una bendición.

—Sí —dijo Taliesin—. Gawaine será fiel e incondicional hasta la muerte, Arturo, y más allá, si Dios así lo quiere.

El arzobispo intervino adustamente:

—El hombre no puede conocer la voluntad de Dios.

Taliesin no le prestó atención.

—Es de más confianza aún que Lanzarote, Arturo, aunque me duela decirlo.

El joven sonrió. Igraine, con una punzada en el corazón, se dijo que tenía todo el encanto de su padre; él también era capaz de inspirar gran lealtad en sus seguidores.

—Vamos, señor Merlín, también habré de reprenderos a vos si habláis así de mi queridísimo amigo —dijo Arturo—. También a Lanzarote le confiaría mi vida y mi honor.

El anciano suspiró:

—Oh, sí, podéis confiarle la vida. No estoy seguro de que no se quiebre en la prueba final, pero os ama y guardará vuestra vida más que a la propia.

Patricio comentó:

—Gawaine es buen cristiano, por cierto, pero de Lanzarote no estoy tan seguro. Llegará el momento en que todas estas gentes, que se dicen cristianos sin serlo, sean descubiertos como los adoradores del demonio que en verdad son. En Tara me enfrenté a ellos cuando encendí los fuegos pascuales en una de sus impías colinas, sin que los druidas del rey pudieran oponérseme. No obstante, incluso en la bendita Glastonbury, que pisó el santo José de Arimatea, veo a los curas adorando un pozo. ¡Esto es paganismo! Lo voy a cegar, aunque tenga que apelar al mismo obispo de Roma.

—Padre Patricio —objetó Taliesin con suavidad—, mal servicio haríais al pueblo de esta tierra si cegarais el pozo sagrado, que es un don de Dios. Si las gentes sencillas adoran a Dios en las aguas que fluyen de su generosidad, ¿qué tiene eso de malo?

—Dios no puede ser adorado en símbolos hechos por el hombre…

—En eso estamos completamente de acuerdo, hermano mío: es lo que afirma la sabiduría druídica. Sin embargo, vosotros construís iglesias y las cubrís de oro y plata. ¿Dónde está el mal en beber de los manantiales creados por Dios y bendecidos con poderes curativos y proféticos?

Arturo interrumpió antes de que Patricio pudiera responder.

—¡Buenos padres! ¡No hemos venido aquí para discutir de teología!

—Cierto —aseveró Igraine con alivio—. Estábamos hablando de Gawaine. Y de tu casamiento.

—Si los hijos de Lot me aman y el padre desea que alguno de su familia sea su heredero, es una lástima que Morgause no tenga una hija. Así un nieto de Lot sería mi heredero.

—Sería conveniente —dijo Taliesin—, pues los dos lleváis la sangre real de Avalón.

Patricio frunció el entrecejo.

—¿No es Morgause hermana de vuestra madre, mi señor Arturo? Casaros con una hija suya no sería mucho mejor que yacer con vuestra hermana.

El joven pareció atribulado. Igraine concordó:

—Aunque Morgause tuviera una hija, no se puede pensar en eso.

Arturo dijo quejumbroso.

—Me resultaría fácil encariñarme con una hermana de Gawaine. No me atrae mucho la idea de casarme con una desconocida. ¡Y supongo que a ella tampoco!

—A todas nos pasa —aseguró Igraine, sorprendida de oírse decirlo—. Pero los casamientos tienen que ser acordados por quienes tienen más sabiduría que una doncella.

Él suspiró.

—El rey Leodegranz me ha ofrecido a su hija, con una dote de cien hombres bien armados y montados en los excelentes caballos que cría, para que Lanzarote pueda adiestrarlos. Con cuatrocientos soldados de caballería, madre, podría hacer que los sajones volvieran a sus costas aullando como perros.

Ella rió.

—No parece buen motivo para casarse, hijo mío. Se pueden comprar caballos y contratar soldados.

—Pero Leodegranz no quiere vender —dijo Arturo—. Creo que quiere emparentar con el gran rey. No es el único, pero ha ofrecido mejor dote que ningún otro. Lo que deseo pediros, madre… No me gusta la idea de enviar a cualquier mensajero para informar al rey de mi aquiescencia y que me envíe a su hija como a una mercancía. ¿Querrías ir a darle mi respuesta y acompañar a la muchacha a mi corte?

Ella iba a asentir, pero recordó que había hecho votos.

—¿No puedes enviar a uno de tus hombres de confianza?

—Gawaine es mujeriego; no me gustaría verlo cerca de mi prometida —dijo Arturo riendo—. Que sea Lanzarote.

Merlín aconsejó sombrío:

—Creo que tendríais que ir vos, Igraine.

—¡Vaya, abuelo! —exclamó el rey—. ¿Teméis acaso que mi novia se enamore de los encantos de Lanzarote?

Taliesin suspiró. Igraine intervino rápidamente:

—Iré, si la abadesa me lo permite.

La madre superiora no podía negarle la autorización para asistir a la boda de su hijo. Y ella acababa de comprender que, tras haber sido reina por muchos años, no era fácil quedarse cruzada de brazos tras los muros, esperando noticias de los grandes acontecimientos que se producían en el país. Bien podía ser ésa la suerte de todas las mujeres, pero ella la evitaría mientras pudiera.