17

ANTES de abandonar la cama Ginebra sintió el sol intenso que atravesaba las colgaduras. «Ha llegado el verano —pensó. Y luego—: Beltane». La plenitud del paganismo; sin duda, muchos de sus criados y de sus damas se escaparían aquella noche de la corte, cuando en la isla del Dragón se encendieran las fogatas en honor de la Diosa, para yacer en los campos. «Y algunas regresarán con el vientre grávido de los hijos del Dios… Y yo, esposa cristiana, no puedo dar un hijo a mi amado señor».

Se volvió en la cama para contemplar el sueño de Arturo. Oh, sí, era su amado señor, que la honraba y protegía; no era culpa suya no poder cumplir con la primera obligación de una reina: dar un heredero al reino.

Lanzarote… No: había jurado no volver a pensar en él, ahora que ya no estaba. Aún lo deseaba con el cuerpo, el alma y el corazón, pero quería ser una esposa fiel. Jamás volvería a permitirle esos juegos que los dejaban penando aún más; era jugar con el pecado, aunque no pasaran a nada peor.

Beltane. Bien, quizás era su deber de reina cristiana celebrar aquel día de modo que sus cortesanos lo disfrutaran sin daño para el alma. Arturo había anunciado justas y torneos para Pentecostés, pero bien se podían celebrar algunos juegos en esta fecha y ofrecer como premio una copa de plata. Habría música y baile, y podía premiar con una cinta a la mujer que hilara la hebra más larga en una hora o a la que bordara la mayor cantidad de tapiz. Sí, organizaría diversiones inocentes para que sus cortesanos no echaran de menos los juegos prohibidos de Beltane. Se incorporó para vestirse; tenía que discutirlo con Cay.

Sin embargo, aunque trabajó toda la mañana y Arturo se mostró complacido con el recurso, en el fondo la carcomía un pensamiento: «Es el día en que los dioses antiguos nos exigen que honremos la fertilidad. Y yo sigo estéril». Una hora antes del mediodía, hora en que las trompetas convocarían a los hombres en el patio de armas para iniciar los juegos, Ginebra fue en busca de Morgana, aún sin saber qué le diría.

Su cuñada había tomado a su cargo la destilería y el tinte de lana que hilaban; sabía impedir que la cerveza se echara a perder, destilar licores medicinales fuertes y fabricar finos perfumes con pétalos de flores, Ginebra la encontró, con el vestido de fiesta ceñido a la cintura y el cabello cubierto con un tocado, olfateando un tonel de cerveza.

—Tenemos suficiente para el festín que se le ha metido a la reina en la cabeza —dijo.

Ginebra preguntó:

—¿No estás con ánimo de fiesta, hermana?

Morgana se volvió hacia ella, diciendo:

—En realidad, no, pero me maravilla que lo estés tú, Ginebra. Imaginaba que preferirías pasar Beltane entre oraciones y ayunos piadosos, para diferenciarte de quienes honran a la Diosa en los sembrados.

Ginebra se ruborizó; nunca sabía si Morgana bromeaba o no.

—Quizá Dios ha ordenado que la gente celebre la llegada del verano. No sé qué pensar. ¿Crees que la Diosa da vida a los campos y a los vientres de hembras y mujeres?

—Así me lo enseñaron en Avalón, Ginebra. ¿Por qué lo preguntas?

Morgana se quitó el pañuelo que le cubría la cabeza y, súbitamente, Ginebra la vio bella. Aunque ya debía de haber pasado los treinta años, estaba igual que cuando la conoció. ¡Estaba justificado que todos la creyeran bruja! Vestía un sayo muy simple, de lana azul oscuro, y cintas de colores en las trenzas recogidas en torno a las orejas. A su lado Ginebra se sintió tan falta de gracia como una gallina, aunque ella era la gran reina de Britania y Morgana, sólo una duquesa pagana.

Morgana sabía tantas cosas… Era hábil en todas las artes de la escritura y en las domésticas y, además, dominaba la ciencia de las hierbas y la magia. Ella, en cambio, apenas había aprendido a escribir su nombre y a leer un poco el Evangelio. Por fin tartamudeó:

—Lo decía en broma, hermana. Pero ¿es cierto que conoces encantamientos para la fertilidad? Ya no puedo seguir viviendo así, con todas las damas de la corte pendientes de mi cintura. Si de verdad conoces esos hechizos, hermana, te lo ruego, ¿los utilizarías en mí?

Morgana, conmovida y preocupada, le apoyó una mano en el brazo.

—En Avalón se dice que determinadas cosas pueden ayudar si una mujer no concibe, pero… —Vacilaba. Ginebra sintió que se le encendía la cara de vergüenza. Por fin continuó—; no soy la Diosa. Quizá sea su voluntad que Arturo y tú no tengáis hijos. ¿Te atreverías a torcer la voluntad de Dios con hechizos y encantamientos?

La reina dijo con violencia:

—Dios no puede querer que el reino se desgarre en el caos a la muerte de Arturo. —Y oyó su voz que se elevaba, aguda y furiosa—. Durante todos estos años me he mantenido fiel. Sí, ya sé que no lo crees. Probablemente piensas, como todas las señoras de la corte, que he traicionado a mi señor por el amor de Lanzarote. Pero no es así, Morgana, te lo juro.

—¡Ginebra, Ginebra, no soy tu confesor! ¡No te he acusado!

—Pero si pudieras, lo harías. Y creo que estás celosa. —De inmediato exclamó contrita—: ¡Oh, no! No quiero reñir contigo, hermana. Oh, no, vine a rogarte que me ayudes. No he hecho ningún mal; he sido una esposa honesta, he luchado por honrar esta corte, he rezado por mi señor y he tratado siempre de obrar según la voluntad de Dios. Nunca falté a mis deberes, y no obstante… pese a tanta abnegación… ni siquiera he recibido mi parte del trato. Cualquier puta callejera, cualquier vivandera se enorgullecería de su vientre lleno y de su fertilidad, mientras que yo no tengo nada…, nada…

Sollozaba desesperadamente, con la cara oculta entre las manos. Morgana respondió con desconcertada ternura, estrechándola contra sí.

—No llores, no llores, Ginebra. Mírame. ¿Tanto te apena no tener hijos?

Ginebra se esforzó por dominar el llanto.

—No puedo pensar en otra cosa, día y noche…

Después de un largo rato la sacerdotisa reconoció:

—Sí, ya veo que es penoso. —Casi podía oír los pensamientos de su cuñada: «Si tuviera un hijo no pensaría día y noche en este amor que me tienta a la deshonra, pues toda mi mente estaría concentrada en el heredero de Arturo».

—Me gustaría poder ayudarte, hermana, pero no me gusta usar encantamientos y magia. En Avalón se nos enseña que es de sabios aceptar lo que han dispuesto los dioses.

Pero al decirlo se sentía hipócrita; recordaba aquella mañana que había salido en busca de raíces y hierbas para una pócima con que abortar al hijo de Arturo. ¡Aquello no había sido rendirse a la voluntad de la Diosa! Pero al final tampoco lo había hecho. Y de pronto se dijo, con súbito cansancio: «Yo, que no quería ese hijo, lo tuve; Ginebra, que languidece por uno, sigue con los brazos vacíos. ¿Es ésta la bondad de los dioses?».

Pero se sintió obligada a decir:

—Tienes que tener esto en cuenta: los encantamientos suelen obrar al revés de lo que deseas. ¿Por qué piensas que mi Diosa puede enviarte un hijo si no lo hace tu Dios, al que supones más poderoso que ninguno?

Sonaba a blasfemia y Ginebra se sintió avergonzada. Pero dijo en voz sofocada:

—Creo que a Dios no le interesan las mujeres. Todos sus sacerdotes son hombres y las Escrituras dicen que somos la tentación y el mal. Por eso recurro a la Diosa. —Y de pronto volvió a estallar en sollozos—. Si no puedes ayudarme, Morgana, te juro que esta noche iré a la isla del Dragón, cuando se enciendan los fuegos, para rogar a la Diosa que me ofrezca el don de un niño. Te lo juro, Morgana.

Y se vio a la luz de las fogatas, alejándose en brazos de un desconocido sin rostro. La idea le tensó todo el cuerpo de dolor mezclado con un placer medio vergonzoso.

Morgana escuchaba con creciente horror. «No podría; en el último instante perdería el valor». Pero al percibir la desesperación de su cuñada se dijo: «Pero podría. Y si lo hiciera se odiaría el resto de su vida».

No había más ruido en el cuarto que los sollozos de Ginebra. Morgana esperó a que se aquietaran un poco.

—Haré lo que pueda, hermana. No necesitas ir a los fuegos de Beltane ni buscar en otro sitio: Arturo puede darte un hijo. Prométeme que no repetirás lo que voy a decirte ni me harás preguntas. Pero Arturo ha engendrado un hijo.

Ginebra la miró fijamente.

—Me dijo que no tenía ninguno.

—Tal vez porque no lo sabe. Pero yo he visto al niño. Está bajo tutela en la corte de Morgause.

—Vaya… Si ya tiene un hijo y yo no le doy ninguno…

—¡No! —dijo Morgana con voz áspera—. Te he dicho que no tienes que hablar de esto. Él no podría reconocer a ese hijo. Si no le das un heredero, el trono tiene que ser para Gawaine. No me preguntes más, Ginebra. Sólo te diré esto: si no tienes hijos no es por culpa de Arturo.

—No he concebido desde la última cosecha… y en todos estos años, sólo tres veces. —Ginebra tragó saliva y se limpió la cara con el velo—. Si me ofreciera a la Diosa…

Morgana suspiró.

—No tienes que ir a la isla del Dragón. Tal vez un encantamiento te ayude a retener al niño hasta el nacimiento. Pero te lo advierto: los hechizos tienen sus leyes. No me culpes si no actúa del modo que tú esperas.

—Si me ofrece alguna posibilidad de dar un hijo a mi señor…

—Eso sí.

Ginebra siguió a la sacerdotisa como una criatura a su madre, dispuesta a aceptar lo que fuera si podía otorgarle lo que más deseaba.

Una hora después, cuando sonaron las trompetas, ambas estaban sentadas al borde del patio. Elaine se inclinó hacia ellas diciendo:

—¡Mirad quién entra junto a Gawaine!

—Es Lanzarote —susurró la reina—. Ha regresado.

Estaba más apuesto que nunca. Llevaba una cicatriz roja en la mejilla que, en vez de afearlo, le daba la fiera belleza de los gatos monteses. Cabalgaba como si fuera parte del animal. Ginebra, sin oír el parloteo de Elaine, mantenía los ojos clavados en él.

«¡Qué amarga ironía! ¿Por qué ahora, cuando he jurado no pensar más en él para dar un hijo a mi rey y señor?». Sentía en el cuello el peso del hechizo que le había dado Morgana: un saquito colgado entre sus pechos. No sabía ni quería saber qué contenía. «¿Por qué ahora y no en Pentecostés, que estaría ya embarazada de mi señor?».

Pero recordó, contra su voluntad, las palabras de Arturo: «Si me dieras un hijo, no te preguntaría». Un hijo de Lanzarote, que podía heredar el reino. ¿Acaso se le presentaba otra vez la tentación por haber pecado comerciando con hechicerías?

—Mirad, Gawaine ha caído. Ni siquiera él pudo resistir la embestida de Lanzarote —comentó Elaine, nerviosa—. ¡Y también Cay! ¿Cómo pudo Lanzarote derribar a un cojo?

—No seáis necia, Elaine —dijo Morgana—. Cay no le agradecería que lo protegiera.

El resultado estaba decidido desde el momento en que Lanzarote salió al campo. Hubo algunas protestas amables entre los compañeros.

—De nada sirve participar en las justas cuando Lanzarote esta aquí —rió Gawaine—. ¿No podrías haberte demorado un par de días, Lanzarote?

Él también reía, con el rostro encendido.

—Tu madre también me pidió que pasara Beltane en su corte. Pero no vine para quitaros el premio, no necesito copas de oro. Ginebra, mi señora —exclamó—: aceptad esta copa y dadme a cambio la cinta que lleváis al cuello.

La reina, azorada, se llevó la mano al cuello, de donde colgaba la cinta con el encantamiento.

—No puedo dárosla, amigo. —Pero le alargó el pañuelo que había bordado con pequeñas perlas—. Tomad esto como prenda de gratitud a mi campeón.

Arturo se levantó, mientras Lanzarote besaba la seda bordada y la ataba a su yelmo.

—Bien hecho. Pero el más valiente de mis luchadores merece una distinción. Cenarás con nosotros en la mesa principal, Lanzarote, y nos contarás todo lo que te ha sucedido desde que partiste.

Ginebra se retiró con sus damas para preparar el festín. Elaine y Meleas charlaban sobre la gallardía del caballero del lago, pero ella sólo podía pensar en la mirada que le había dedicado al pedirle la cinta. Cuando levantó la mirada tropezó con la sonrisa tenebrosa y enigmática de Morgana. «Ni siquiera puedo rezar pidiendo paz interior. He perdido el derecho a rezar».

Cuando empezó el festín anduvo de un lado a otro, cuidando de que todos los huéspedes estuvieran debidamente sentados y atendidos. Cuando ocupó su asiento a la mesa principal, la mayoría estaba ebria y afuera había oscurecido. Los criados llevaron lámparas y antorchas. Arturo comentó, jovial:

—Mira, mi señora: estamos encendiendo nuestros fuegos de Beltane bajo techo.

Morgana se había sentado cerca de Lanzarote. Ginebra les volvió la espalda para no verlos, con la cara palpitante de calor y vino. Él dijo, con un gran bostezo:

—Es Beltane. Lo había olvidado.

—Y Ginebra preparó este festín para que los nuestros no tengan la tentación de escabullirse a celebrar los antiguos ritos —explicó Arturo—. Si prohibiera los fuegos sería un tirano.

—Y traidor a Avalón, hermano —completó Morgana, en voz baja.

—Pero de este modo logramos nuestro objetivo de un todo más sencillo.

Morgana se encogió de hombros. Ginebra tuvo la impresión de que todo aquello le resultaba secretamente divertido. Había bebido poco; probablemente era la única persona completamente sobria de cuantas compartían la mesa del rey.

—Habéis estado en Lothian, Lanzarote. ¿Aún celebran los ritos de Beltane?

—Así dice la reina —respondió—, pero a lo mejor bromeaba; por lo que he visto, la reina Morgause parece muy cristiana.

Ginebra notó que miraba a Gawaine con desasosiego pero sólo le respondió un suave ronquido. Morgana rió secamente.

—Ved, aquí yace Gawaine, dormido en la mesa. No creo que alguien criado en Avalón pueda olvidar los fuegos de Beltane, Lanzarote. Las mareas del sol corren por nuestra sangre: la mía, la de la reina Morgause… ¿Recuerdas tu consagración en la isla, hace nueve o diez años?

Arturo pareció disgustado, pero respondió con suavidad.

—Son muchos años, hermana, y el mundo cambia en cada estación. Creo que los ancianos ritos no tienen valor para quienes hemos oído la palabra de Cristo. —Vació su copa de vino y continuó hablando con el énfasis de los beodos—. Dios nos dará todo lo que deseemos…, lo que sea justo… sin necesidad de convocar a las viejas divinidades, ¿verdad, Lanzarote?

Ginebra sintió los ojos de su campeón fijos en ella.

—¿Quién de nosotros tiene todo lo que desea, señor? No hay rey ni Dios que pueda otorgarlo.

—Pero yo quiero que mis… mis súbditos tengan todo lo necesario —repitió Arturo, gangoso—. Y por eso mi reina nos está of… ofreciendo aquí los fuegos de Bel… Beltane.

—Estáis ebrio, Arturo —observó Morgana, delicadamente.

—¿Y por qué no? —contestó él belicosamente—. Es mi festín y son mis… mis fuegos. ¿Para qué combatí tantos años contra los sajones? Para que en mi mesa redonda haya paz… cerveza y buen vino… y buena música. ¿Dónde está Kevin, el arpista? ¿Por qué no hay música en mi fiesta?

Lanzarote respondió, entre risas:

—Sin duda ha ido a la isla del Dragón, para adorar a la Diosa y tocar su arpa allí.

—¡Pero eso es traición! —protestó el rey—. Otro motivo para pro… prohibir los fuegos de Beltane, que me dejan sin música.

Morgana advirtió alegremente:

—No podéis mandar sobre la conciencia ajena, hermano. Kevin es druida y tiene derecho a ofrecer su música a sus dioses. —Apoyo el mentón en las manos. Ginebra se dijo que parecía un gato lamiéndose la crema de los bigotes—. Pero creo que ya ha celebrado Beltane a su modo. Sin duda ha ido a acostarse, pues este público está tan borracho que no sabría diferenciar entre sus arpegios, los míos y los aullidos de la gaita de Gawaine. ¡Hasta cuando duerme toca la música de Lothian!

Un ronquido especialmente ruidoso acababa de romper el silencio. Morgana hizo una seña a uno de los chambelanes, que se acercó para ayudarlo a levantarse. Gawaine hizo una alcohólica reverencia al rey y se retiró a trompicones.

Lanzarote vació su copa hasta el fondo.

—Para mí también es suficiente. He montado a caballo desde la madrugada y pronto voy a pedirte autorización para ir a acostarme, Arturo.

Ginebra calibró su ebriedad por ese tuteo despreocupado en público. Pero ya quedaban pocos comensales lo bastante sobrios como para percatarse. No hubo siquiera respuesta: Arturo había resbalado ligeramente hacia abajo en su sitial y tenía los ojos entornados.

Y después de todo, si aquella noche estaba demasiado alcoholizado para recibirla en su lecho… Entre los pechos sentía el peso caliente del sortilegio. «Es Beltane. ¿No podía mantenerse sobrio para celebrarlo? —pensó, y se le encendieron las mejillas por la impudicia de la ocurrencia—. ¡Me he emborrachado yo también!». Miró con furia a Morgana, que jugaba con las cintas de su arpa, fresca y sobria. ¿Por qué sonreía así?

Lanzarote se inclinó hacia ella.

—Creo que nuestro rey y señor ya ha disfrutado de la comida y el vino, mi reina. ¿Queréis despedir a los criados y a los compañeros, mientras yo busco a su chambelán para que lo ayude a acostarse?

Se levantó. Aunque también estaba borracho lo disimulaba bien, y sólo se movía con más cautela que de ordinario. Ginebra se paseó entre los invitados para desearles buenas noches. Sus pasos vacilaban y la cabeza le daba vueltas. Al ver la enigmática sonrisa de Morgana volvió a oír las palabras de aquella condenada hechicera: «No me culpes si el hechizo no actúa como tú esperas…».

Lanzarote regresó entre el torrente de huéspedes que salía del salón.

—No encuentro al chambelán del señor; dicen que todos han ido a la isla del Dragón. ¿Está aquí Gawaine? ¿O Balan? Sólo ellos tienen fuerza suficiente para llevarlo a la cama.

—Gawaine no podía llevarse a sí mismo —recordó Ginebra—. Y a Balan no lo he visto. Vos no podréis llevarlo, sin duda, puesto que es más alto y más pesado que vos.

—Aun así haré el intento. —Y Lanzarote, riendo, se inclinó hacia Arturo—. Ven, primo… ¡Gwydion! Apóyate en mi brazo. Así, así, mi valiente amigo.

Parecía hablar con un niño. Arturo abrió los ojos y se puso dificultosamente de pie. Los pasos de Lanzarote tampoco eran muy seguros, pensó Ginebra, que los seguía. Bonito espectáculo para los criados, si quedaba alguno: el gran rey, la gran reina y el capitán de caballería, tambaleándose por los pasillos en vísperas de Beltane.

Pero Arturo se despejó un poco al cruzar el umbral de su alcoba y fue a mojarse la cara con el agua de la jofaina.

—Gracias, primo —dijo, con voz aún baja y gangosa—. Mi señora y yo tenemos mucho que agradecerte. Y sé que nos amas a los dos.

—Bien lo sabe Dios —dijo Lanzarote. Pero miró a Ginebra con algo parecido a la desesperación—. ¿Quieres que busque a tus criados, primo?

—No, quédate un momento. Hay algo que deseo decirte. Y si no hallo valor estando beodo, sobrio no lo diré jamás. ¿Puedes prescindir de tus damas, Ginebra? No quiero que esto salga de esta alcoba en lenguas ociosas. Ven, siéntate a mi lado, Lanzarote.

Y se dejó caer en el borde del lecho, alargando una mano hacia su amigo.

—Tú también, dulce mía. Ahora escuchadme ambos. Ginebra no tiene hijos. ¿Y creéis que no he visto cómo os miráis? Una vez hablé de esto con Ginebra, pero es tan pudorosa y devota que no quiso escucharme. Pero ahora, en Beltane, cuando toda la vida de la tierra parece gritar de fertilidad… ¿Cómo puedo expresarlo? Entre los sajones hay un antiguo dicho: «Amigo es aquél a quien puedes prestarle tu espada y tu esposa favorita».

Ginebra, con la cara ardiente, no podía mirarlos. Arturo continuó lentamente:

—Un hijo tuyo, Lanzarote, sería heredero de mi reino. Prefiero eso a que lo reciban los hijos de Lot. Oh, sí, el obispo Patricio diría que es un grave pecado, sin duda. Peor pecado sería dejar mi reino sin un hijo que lo herede, para que caiga en el caos que lo amenazó antes de que Uther ocupara el trono. ¿Qué dices, primo, amigo mío?

Ginebra vio que Lanzarote se humedecía los labios con la lengua y se dio cuenta de lo seca que tenía la boca.

Por fin dijo:

—No sé qué decir, mi rey…, amigo, primo. Dios sabe que no hay otra mujer en esta tierra…

Y se le quebró la voz. Cuando miró a Ginebra, ella temió poder soportar el desnudo anhelo de sus ojos. Por un momento estuvo a punto de desmayarse; para sostenerse apoyó una mano en el poste de la cama.

«Todavía estoy borracha —pensó—; es un sueño. No puede haber dicho lo que creo haber oído». Y sintió un torturador sentimiento de vergüenza. No podía permitirles hablar así de ella.

Los ojos de Lanzarote no se habían apartado de los suyos.

—Quien debe decidir es mi… mi señora.

Arturo le abrió los brazos. Se había quitado las botas y las ricas vestiduras del festín; en camisa se parecía mucho al mozo con quien ella se casara años atrás.

—Ven aquí, Ginebra —dijo, sentándosela en la rodilla—. Sabes que te amo. Creo que a nadie en el mundo amo tanto como a ti y a Lanzarote… salvo a…

Tragó saliva. Ginebra pensó de pronto: «Nunca pensé que, así como yo amo a Lanzarote, bien puede haber alguien a quien Arturo ame sin poder tener. Tal vez por eso Morgana se burla de mí: porque conoce el amor secreto de Arturo… o sus pecados».

Pero Arturo continuó decidido:

—Creo que no habría tenido valor para decir esto si no fuera Beltane. Durante cientos de años nuestros antepasados lo hicieron sin bochorno, ante sus dioses y por su voluntad. Y escucha esto, queridísima: si estoy contigo, si de esto surgiera un hijo, podrás jurar sin faltar a la verdad que el niño fue concebido en tu lecho conyugal. Y ninguno de nosotros sabría jamás con certeza… Amor mío, ¿consentirás?

Ginebra no podía respirar. Lenta, muy lentamente, alargó una mano para posarla en la de Lanzarote. Él se inclinó para besarla en la boca. Ella recordó entonces las palabras de Morgana, al colgarle el sortilegio del cuello: «Ten cuidado con lo que pides, Ginebra, pues la Diosa puede otorgártelo». Entonces había pensado que Morgana se refería a un hijo durante cuyo alumbramiento podía morir. Ahora comprendía que era algo más sutil… y en un destello de clarividencia dijo: «Esto era lo que deseaba, después de todo. Sé que no tendré hijos, pero al menos me quedará esto».

Se desvistió con manos trémulas. Era como si el mundo entero se hubiera reducido a aquello: la perfecta conciencia de sí misma, de su cuerpo penando por deseo. Lanzarote tenía la piel tan suave como un niño; no como la de Arturo, velluda y quemada por el sol. Ah, pero los amaba a ambos; a Arturo más por la generosidad que le permitía ofrecerle aquello. Ahora los dos la abrazaban. Con los ojos cerrados, se dejó besar, sin saber con certeza de quién eran los labios que se acercaban a los suyos pero fue la mano de Lanzarote la que le acarició la mejilla y bajó hasta la cinta.

—¿Qué es esto, Ginebra? —preguntó contra su boca.

—Nada —dijo ella—. Una tontería que me dio Morgana.

Y la desató para arrojarla a un rincón. Luego, se hundió en los brazos de su esposo y en los de su amante.