16

UNO o dos días antes de Beltane, el arpista Kevin volvió a la corte de Arturo. Morgana se alegró de verlo, pues la primavera había sido larga y tediosa. Lanzarote, ya recuperado de las fiebres, había partido hacia la corte de Lothian. Morgana pensó hacer lo mismo para ver a su hijo, pero no deseaba viajar en compañía del caballero y pensaba que a él le sucedería lo mismo. «Mi hijo está bien donde está —pensó—; en otra ocasión iré a verlo».

Ginebra estaba callada y pesarosa; en aquellos años la reina había dejado de ser una joven alegre y algo infantil para convertirse en una mujer silenciosa y más devota de lo razonable. Morgana sospechaba que languidecía por Lanzarote. Y porque conocía a su primo, pensó, con algo de desprecio, que nunca la dejaría del todo en paz ni la haría caer totalmente en el pecado. Y Ginebra era como él: ni se entregaba ni renunciaba. ¿Qué pensaría Arturo?

Morgana se ocupó de recibir a Kevin, diciéndose que probablemente celebrarían juntos la fiesta de Beltane. Las mareas del sol corrían ardorosas por su sangre; si no podía tener al hombre que aún deseaba, bien podía aceptar a un amante que la hiciera sentirse deseada y apreciada. Además, a diferencia de Arturo y Lanzarote, Kevin discutía libremente con ella los asuntos de estado.

En un momento de amargo arrepentimiento se dijo que, si hubiera permanecido en Avalón, le consultarían todos los grandes asuntos de la época. Pero ya era demasiado tarde. De modo que recibió a Kevin en el salón grande y le hizo servir comida y vino, responsabilidad que Ginebra le cedió de buen grado; le gustaba escucharlo tocar el arpa, pero no soportaba verlo.

—¿Viviana está bien? —preguntó.

—Bien, y todavía resuelta a presentarse en Camelot en Pentecostés —respondió Kevin—. Mejor así, pues Arturo apenas me escucha. Al menos ha prometido no prohibir los fuego de Beltane este año.

—De poco le serviría —comentó Morgana—. Pero Arturo tiene problemas en su casa. —Señaló la ventana con un gesto—. Desde el castillo se ve el reino insular de Leodegranz ¿Estáis enterado?

—Un viajero me dijo que el rey ha muerto sin dejar hijos —respondió Kevin—. Su esposa Alienor y la menor de sus hijas murieron pocos días después. La fiebre fue cruel en esa región.

—Ginebra no quiso asistir al entierro; su padre no se hizo amar. Arturo quiere consultarla para nombrar a un regente. Dice que ahora el reino es suyo y que, si tuvieran hijos, sería para el segundo. Pero ya no parece probable que Ginebra tenga siquiera uno.

Kevin asintió lentamente.

—Sí; tuvo un aborto antes de la batalla de Monte Badon y estuvo muy enferma. Desde entonces no me ha llegado ningún rumor de que estuviera grávida. ¿Qué edad tiene?

—Al menos veinticinco —dijo Morgana, aunque no estaba segura después de haber estado tanto tiempo en el país de las hadas.

—Es mucho para un primer alumbramiento. Aunque sin duda reza pidiendo un milagro, como todas las mujeres estériles. ¿Qué le impide concebir?

—No soy partera. Parece muy sana, pero se ha despellejado las rodillas de tanto rezar y sigue sin haber señales.

—¡Que los dioses tengan piedad de esta tierra, si el gran rey muere sin dejar un hijo varón! —dijo Kevin—. Ahora no existe la amenaza sajona para impedir que los reyezuelos rivales se arrojen unos contra otros, haciéndola pedazos. Al menos ya no hay nada que temer de Lothian, a menos que Morgause se busque un amante con ambición al trono.

—Lanzarote está allí, pero regresará pronto —dijo Morgana.

El druida añadió:

—Por algún motivo Viviana también quiere ir a Lothian, aunque todos pensamos que es demasiado anciana.

«Quiere ver a mi hijo», pensó Morgana; el corazón le dio un vuelco y sintió la garganta anudada por el dolor y el llanto. Kevin no pareció percatarse.

—No me crucé con Lanzarote en el camino —dijo—. Tal vez se demoró para celebrar Beltane —añadió con una sonrisa ladina—. Eso regocijaría a todas las mujeres de Lothian. Morgause no dejaría escapar un bocado tan tierno.

—Es su tía —exclamó Morgana—. Y Lanzarote, que es tan valiente para enfrentarse a los sajones, tiene poco valor para esa otra batalla.

El arpista enarcó las cejas.

—Ah… No dudo que habláis por experiencia propia. Pero digamos, por cortesía, que se debe a la videncia. Pero Morgause se alegraría si el mejor caballero de Arturo diera motivos de escándalo; eso pondría a Gawaine más cerca del trono. Y la señora aún es hermosa. Dicen que gobierna bien su reino. ¿Tanto os disgusta, Morgana?

—No. Somos parientas y ha sido buena conmigo. —Iba a decir: «Ha criado a mi hijo», para darse la oportunidad de preguntar si tenía noticias de Gwydion, pero se contuvo. Era algo que no podía confesar siquiera a Kevin. En cambio dijo—: Pero no me gusta que mi tía esté en boca de toda Britania por su lascivia.

—No es tan grave —rió el bardo, apartando su taza de vino—. Ahora que es viuda nadie puede hacerle recriminaciones. Pero no debo hacer esperar al gran rey. Deseadme buena suerte, Morgana, pues le traigo malas noticias. Y ya sabéis qué destino esperaba antaño a los portadores de malas noticias.

—Arturo no es de ésos —aseguró Morgana—. Pero ¿qué malas nuevas traéis, si no son secretas?

—No son nuevas. Se ha dicho más de una vez que Avalón no tolerará que reine como cristiano, cualquiera que sea su credo. No debe permitir que los curas toquen los robledales ni impidan el culto de la Diosa. Y si lo permite tengo que decirle, en nombre de la Dama, que la mano que le dio la sagrada espada de los druidas puede hacer que se vuelva contra él.

—No le agradará escucharlo —reconoció Morgana—, pero tal vez le recuerde su juramento.

—Y Viviana tiene todavía otra arma.

Pero cuando preguntó cuál era, Kevin no quiso decir más.

Al retirarse el bardo, Morgana se quedó pensando en la siguiente noche. Habría cena, música y después… bueno, Kevin era un grato amante, delicado y deseoso de complacerla. Y estaba cansada de dormir sola. Aún estaba sentada en el salón cuando Cay fue a anunciarle la llegada de otro jinete.

—Pariente vuestro, señora Morgana. ¿Queréis recibirlo y servirle vino?

Se preguntó si sería Lanzarote, tan pronto, pero el jinete era Balan. Le costó reconocerlo. Estaba más corpulento, tanto que debía de necesitar un caballo descomunal. Él, en cambio, la reconoció de inmediato.

—¡Morgana! Saludos, prima —dijo.

Tomó asiento a su lado y aceptó el vino. Morgana le dijo que Arturo estaba con Kevin y Merlín, pero que podría verlo a la hora de cenar. Luego le pidió noticias.

—Sólo una: que en el norte han vuelto a ver un dragón —dijo Balan—. Y no, no es una fantasía como la del anciano Pelinor: vi la huella que había dejado y hablé con dos de las personas que lo vieron. No estaban mintiendo ni inventando cuentos para darse importancia, estaban aterrorizados. Dicen que salió del lago y se llevó a un criado; me enseñaron su zapato.

—¿Su… zapato, primo?

—Lo perdió cuando fue apresado. No me gustó tocar la… baba que lo untaba —dijo Balan—. Voy a pedir a Arturo que me dé cinco o seis caballeros para ponerle fin.

—Tenéis que invitar a Lanzarote, si regresa —sugirió Morgana, con el tono más ligero que pudo—. Tiene que practicar con dragones, si Arturo quiere casarlo con la hija de Pelinor.

Balan le clavó una mirada aguda.

—No envidio a la muchacha que se case con mi hermano. Me han dicho que su corazón es de… ¿O no tengo que decirlo?

—No tenéis que decirlo.

Balan se encogió de hombros.

—Así sea. En tal caso, Arturo no tiene especiales motivos para buscarle novia lejos de la corte. Ignoraba que hubierais vuelto, prima. Tenéis buen aspecto.

—¿Y cómo está vuestro hermano de leche?

—Balin estaba bien la última vez que nos vimos, aunque no se ha reconciliado con Viviana. Aun así, no creo que le guarde rencor por la muerte de nuestra madre. Hace un año, cuando vino por Pentecostés, no mencionó el asunto. Tal vez no sepáis que ésa es la nueva costumbre de Arturo: en Pentecostés, sus antiguos compañeros tenemos que venir desde dondequiera que estemos para cenar a su mesa. Y en esa fecha arma nuevos compañeros y recibe en audiencia a todo el que lo desee, por humilde que sea.

—Sí, estaba enterada —dijo Morgana, atravesada por una punzada de inquietud al pensar que Viviana pudiera presentarse.

Aquella noche Kevin tocó y cantó. Más tarde, Morgana se escabulló del dormitorio que compartía con las damas solteras de Ginebra, silenciosa como un fantasma o una sacerdotisa de Avalón, y fue a la alcoba donde dormía Kevin. Se retiró de allí antes de que amaneciera, muy satisfecha. Pero Kevin había dicho algo que la atribulaba:

—Arturo se niega a escucharme. Me dijo que el pueblo de Inglaterra es cristiano y que, si bien no perseguiría a nadie por adorar a otros dioses, respaldaría a los sacerdotes y a la Iglesia, tal como ellos respaldan su trono. Y mandó decir a la Dama de Avalón que, si desea recuperar su espada, puede venir a cogerla…

Aun después de haberse acostado en su cama, Morgana permaneció despierta. Arturo parecía estar más lejos que nunca de su alianza con las Tribus prerromanas y los nórdicos. Tendría que hablar con él… Pero no: no escucharía a una mujer que, además, era su hermana. Y entre ellos se interponía siempre el recuerdo de la mañana siguiente a la cacería de ciervos. Y ella no representaba la autoridad de Avalón: la había rechazado con su actitud.

Tal vez Viviana pudiera hacerle comprender la importancia de respetar su juramento. Pero por mucho que se lo repitiera, Morgana tardó mucho tiempo en poder cerrar los ojos para dormir.