INEBRA nunca había querido verse mezclada con la videncia. No obstante, aunque casi no había pensado en Morgana desde que la corte se trasladó a Camelot, aquella mañana había soñado que ella la cogía de la mano para conducirla a los fuegos de Beltane, pidiéndole que se acostara con Lanzarote. Una vez despierta se rió de tanta locura. Era el diablo quien enviaba aquellos sueños. De no ser por ellos habría podido ser feliz, ahora que Arturo había renunciado a sus costumbres paganas. Mientras bordaba un mantel de altar para la iglesia, el recuerdo la persiguió hasta el punto de dejar la hebra de oro para murmurar una plegaria.
Pero sus pensamientos continuaban, implacables. En Navidad, Arturo le había prometido apagar los fuegos de Beltane en el campo, cosa que, hasta entonces, Merlín le había prohibido. Era difícil no amar a ese anciano bueno y delicado; de ser cristiano habría sido el mejor entre los curas. Pero Taliesin decía que no era justo para los campesinos quitarles la idea de una diosa que cuidaba de la fertilidad de sus sembrados, sus bestias y los vientres de sus mujeres. Era tan poco lo que podían pecar, trabajando tan esforzadamente para ganarse el pan, que el diablo no se interesaría por ellos, si acaso existía. Ginebra le dijo:
—¿Os parece poco pecado ir a los fuegos de Beltane y yacer con cualquiera en ritos paganos?
—Dios sabe que tienen pocas alegrías —respondió Merlín tranquilamente—. No es tan malo que, en cada cambio de estación, se diviertan y hagan lo que les plazca. ¿Os parecen malvados, mi reina?
En efecto, así era; bailar desnudos, yacer con el primero que pasara… era impúdico, vergonzoso y perverso. Taliesin negó con la cabeza con un suspiro.
—Aun así, nadie puede mandar sobre la conciencia ajena. Ni siquiera los sabios lo saben todo. Y tal vez Dios tiene propósitos que no podemos ver.
—Puesto que yo sé distinguir el bien del mal, ¿no tengo que temer el castigo de Dios por no impedir que mi pueblo peque? —inquirió Ginebra—. Si fuera el rey ya lo habría hecho.
—En ese caso, señora, agradezco que no lo seáis. Un rey tiene que proteger a su pueblo de invasores extranjeros, no dictarles lo que tiene que sentir su corazón.
Pero Ginebra había debatido acaloradamente.
—El rey es protector de su pueblo, ¿y de qué sirve proteger el cuerpo si se permite que el alma caiga en malos procederes? Recordad, señor Merlín, que las madres de esta tierra me envían a sus hijos para que aprendan a comportarse en la corte. ¿Qué clase de reina sería yo si permitiera que esas niñas se comportaran impúdicamente y concibieran bastardos?
—Eso es diferente. Se os confía a doncellas demasiado jóvenes para manejarse solas y, como madre, tenéis que educarlas correctamente —reconoció Taliesin—. Pero el rey manda sobre hombres adultos.
—¡Dios no ha dicho que haya una ley para la corte y otra para los campesinos! Todos tienen que respetar sus mandamientos. ¿Qué pasaría si mis damas y yo saliéramos a los campos para comportarnos tan desvergonzadamente?
Taliesin replicó sonriendo:
—No creo que lo hicierais, señora. He notado que no os gusta mucho salir al aire libre.
—He recibido una buena educación cristiana y prefiero no hacerlo —repuso Ginebra con voz áspera.
Los descoloridos ojos azules la miraron por entre una red de arrugas y manchas.
—Pensad, querida señora: hace apenas doscientos años, en este país del Estío estaba estrictamente prohibido adorar a Cristo, para no privar a los dioses de Roma de lo que les correspondía por justicia. Y hubo cristianos que prefirieron morir a quemar una pizca de incienso delante de los ídolos. ¿Querríais hacer de vuestro Dios un tirano tan grande como cualquier emperador romano?
—Pero Dios es real y vos habláis sólo de ídolos —adujo Ginebra.
—No más que la imagen de la Virgen María que Arturo llevó a la batalla: una imagen para dar consuelo a los fieles. Yo como druida, puedo pensar en mi Dios y él estará conmigo, pero los que han nacido una sola vez necesitan sus imágenes.
Ginebra sospechó que el argumento tenía algún defecto, pero no podía debatir con Merlín, que era viejo y pagano.
Ginebra recordó aquella conversación meses después al despertar de su sueño. Sin duda Morgana le habría aconsejado ir con Lanzarote a las fogatas, y Arturo casi le había dado su autorización… Apartó de sí el mantel de altar. Continuaría trabajando cuando estuviera más tranquila.
Se oyó acercarse a la puerta el paso desigual de Cay.
—Señora —dijo—, el rey me manda preguntaros si podéis bajar al patio de armas. Hay algo que desea enseñaros.
Ginebra hizo un gesto a sus damas:
—Elaine, Meleas, acompañadme —dijo—. Las otras podéis venir o quedaros a trabajar, como gustéis.
Sólo una de las mujeres, ya entrada en años y algo corta de vista, prefirió continuar hilando: las otras siguieron a Ginebra.
Por la noche había nevado, pero el invierno iba perdiendo fuerzas y la nieve se estaba fundiendo rápidamente al sol. Por entre la hierba asomaban las hojas de algunos bulbos; dentro de un mes aquello sería un campo florido. Ginebra había hecho trasplantar todas las plantas a la huerta, respetando los parches de flores silvestres, y Arturo había hecho su patio de armas algo más arriba.
Mientras cruzaban el prado levantó una mirada tímida. Aquel lugar era muy abierto y estaba muy cerca del cielo. Cuando llovía era como estar en una isla de niebla; en días de sol, en cambio, desde lo alto de la colina se veía un amplio panorama de bosques y cerros, como si se estuviera muy cerca del cielo. Sin duda no era correcto que los simples mortales pudieran ver tan a lo lejos.
No fue Arturo quien le salió al encuentro, sino Lanzarote. Estaba más hermoso que nunca. Ahora que ya no tenía que ponerse el casco de guerra, se había dejado crecer el pelo, que se rizaba sobre sus hombros, y una barba corta. A Ginebra le gustaba, aunque el rey lo provocaba, tratándolo de vanidoso.
—El rey os está esperando, señora —dijo Lanzarote cogiéndola del brazo para acompañarla hasta los asientos que Arturo había hecho instalar cerca de la barandilla de madera del campo de ejercicios.
Arturo se inclinó ante ella y la cogió de la mano.
—Siéntate junto a mí, Ginebra. Te he hecho venir para enseñarte algo especial. Mira.
Un grupo de caballeros jóvenes y algunos de los muchachos que servían en la casa real, divididos en dos grupos, se entrenaban en el combate con palos de madera y grandes escudos.
—Mira al más alto, el de la camisa raída color azafrán. ¿No te recuerda a alguien?
Ginebra observó al joven, que utilizaba diestramente la espada y el escudo. Se apartó de los otros para atacar con furia, y uno retrocedió tambaleándose y otro quedó inconsciente. Era casi un niño de barba incipiente, con rosado rostro de querube, pero ya medía casi dos varas de estatura y tenía espaldas de buey.
—Pelea como un demonio —comentó Ginebra—, pero ¿quién es? Me parece haberlo visto en la corte.
—Es aquel muchacho que no quiso dar su nombre cuando vino a la corte —explicó Lanzarote—. Lo entregasteis a Cay para que ayudara en las cocinas. Lo llaman «el Hermoso», por sus manos blancas y elegantes. Cay bromea mucho sobre estropearlas mondando hortalizas.
—Pero el muchacho nunca le contesta —gruñó Gawaine, al otro lado de Arturo—. Podría destrozarlo sólo con las manos, pero se limita a decir que no estaría bien golpear a quien quedó inválido al servicio del rey.
Lanzarote comentó con ironía:
—Para Cay eso es peor que desmayarlo de un golpe; teme servir tan sólo para la cocina. Un día de éstos, Arturo, tendríais que buscarle una gesta, aunque sólo sea ir tras el dragón del anciano Pelinor.
Elaine y Meleas ocultaron una risita tras la mano. Arturo dijo:
—Bueno, así será. Cay es demasiado bueno y leal para agriarse así. Como sabéis, quise darle Caerleon, pero no aceptó para poder servirme. Pero este niño, este Hermoso, ¿no te recuerda a alguien, mi señora?
Ginebra estudió al joven, que cargaba contra el resto del grupo adversario, con el cabello rubio suelto al viento. Tenía la frente amplia y la nariz grande. Más allá de Arturo había una nariz idéntica y los mismos ojos azules, aunque escondidos tras un mechón rojo.
—Vaya, se parece a Gawaine —exclamó.
—Por Dios, sí —rió Lanzarote—. Y yo, que lo veo con tanta frecuencia, no me percaté. No tenía una sola camisa. Yo le di la que lleva.
—Y otras cosas —intervino Gawaine—. Me habló de tu regalos. Fuiste muy noble al ayudarlo, Lanzarote.
Arturo se volvió hacia él, sorprendido.
—¿Es de tu familia, Gawaine? Ignoraba que tuvieras un hijo.
—No, mi rey. Es Gareth, mi hermano menor. Pero me rogó que no lo dijera. Asegura que me habéis favorecido por ser primo vuestro, mientras que él quiere ganar por sus obras el favor de la corte y del gran Lanzarote.
—Qué tontería —dijo Ginebra.
Pero el caballero del lago sonrió.
—No: ha sido honorable. A menudo he lamentado no haber tenido el coraje de hacer lo mismo, en vez de permitir que se me tolere por ser el bastardo de Ban.
Arturo le apoyó una mano en la muñeca.
—No temas eso, amigo; todos saben que eres el mejor de mis caballeros y el más cercano a mi trono. —Luego se volvió hacia el pelirrojo—. Tampoco a ti, Gawaine, te favorecí por ser mi pariente y mi heredero, sino por leal y por haberme salvado diez veces la vida. Conque éste es tu hermano y yo no lo sabía.
—Tampoco yo cuando vino a la corte. Cuando lo vi por última vez, en vuestra coronación, no llegaba a la empuñadura de mi espada. Ahora… ya veis. —Lo señaló con un gesto—. Pero al verlo en las cocinas pensé que sería algún bastardo de mi padre; fue entonces cuando lo reconocí y me rogó que no revelara su identidad.
—Bueno, un año bajo las duras enseñanzas de Cay convierten en hombre a cualquier niño faldero —comentó Lanzarote—. Se ha comportado de forma muy viril, por cierto.
—Me extraña que no lo reconocieras, Lanzarote —observó Gawaine cordialmente—. En las bodas de Arturo estuvo a punto de conseguir que os matarais. ¿No recordáis que lo entregasteis a mi madre para que le diera una paliza?
—Después de lo cual estuve a punto de partirme la cabeza. Lo recuerdo, sí —rió el caballero—. Pero ha superado holgadamente a los otros muchachos y tiene que practicar con hombres. Podría llegar a ser el mejor. ¿Me autorizáis, señor?
—Haz lo que te plazca, amigo mío.
Lanzarote se quitó la espada y se la entregó a Ginebra, diciendo:
—Guardadme esto, señora.
Luego saltó la cerca y, cogiendo uno de los bastones de madera para las prácticas, corrió hacia el muchachote rubio.
—Ya eres demasiado grande para estos niños; ven a medirte con alguien de tu tamaño.
Ginebra pensó, súbitamente atemorizada: «¿De su tamaño? ¡Pero si Lanzarote no es mucho más alto que yo! ¡El joven Hermoso le lleva casi una cabeza!». Por un momento el niño vaciló, pero un gesto alentador de Arturo le encendió la cara de feroz alegría. Cargó contra Lanzarote, con su fingida arma en alto, pero al descargar el golpe se llevó una sorpresa: Lanzarote lo había esquivado, girando en redondo, y le asestó un golpe en el hombro. Aunque frenó el bastón para que tan sólo lo tocara, le desgarró la camisa. Gareth se recuperó a tiempo para frenar el segundo golpe. Por un momento Lanzarote resbaló en el césped húmedo y quedó de rodillas ante el muchacho.
El Hermoso dio un paso atrás. El capitán se puso de pie, gritando:
—¡Idiota! ¡Supón que hubiera sido un gran guerrero sajón!
Y le asestó un golpe en la espalda; el niño quedó tendido en medio del patio, aturdido. Lanzarote corrió a inclinarse hacia él.
—No quería hacerte daño, hijo, pero tienes que mantener mejor la guardia. —Le ofreció el brazo—. Anda, apóyate en mí.
—Me honráis, señor —dijo el muchacho enrojeciendo—. Y me hizo bien sentir vuestra fuerza.
El caballero le dio una palmada en el hombro.
—Ojalá luchemos siempre en un mismo bando, Hermoso —dijo.
Mientras iba a reunirse con el rey, el joven recogió su espada; sus compañeros de juego se apiñaron a su alrededor, bromeando.
—Bien hecho, Lanzarote —sonrió Arturo—. Será un gran caballero, como su hermano. —Y le dijo a Gawaine—: No le digas que conozco su nombre, primo. Dile sólo que le he visto y que en Pentecostés lo haré caballero, si viene a pedirme una espada digna de su rango.
—Gracias, rey y señor mío —dijo Gawaine radiante—. Ojalá os sirva tanto como yo.
Arturo comentó, afectuoso:
—Difícilmente. He tenido suerte con mis amigos y compañeros.
Ginebra pensó que, ciertamente, su esposo inspiraba amor y devoción en todos. Ése era el secreto de su reinado, pues aunque era muy diestro en la batalla, no era un gran combatiente y más de una vez resultaba derribado en las justas. En vez de enfadarse, comentaba de buen humor que se alegraba de tener tan buenos amigos para custodiarlo.
Poco después, los muchachos recogieron las armas de prácticas y se retiraron. Arturo llevó entonces a Ginebra a su sitio favorito de la muralla, desde donde se dominaba todo el ancho valle. Ella, mareada, se aferró a la pared. Desde allí se veía la isla donde había nacido, el país del rey Leodegranz y algo más al norte, la isla que se enroscaba como un dragón dormido.
—Tu padre envejece y no tiene hijos varones —dijo Arturo—. ¿Quién lo reemplazará?
—No lo sé. Probablemente espera que designes a un regente para que gobierne en mi nombre —dijo Ginebra, mirando más allá—. Tu padre, Uther, ¿también fue coronado rey en la isla del Dragón?
—Eso me dijo la Dama del Lago. Y por eso juró proteger siempre la religión antigua y Avalón, al igual que yo —respondió Arturo, reflexivo.
Ginebra se preguntó qué tonterías paganas le estarían llenando la cabeza.
—Pero cuando te volviste hacia el único Dios verdadero, Él te concedió aquella gran victoria, para que expulsaras a los sajones de esta isla de una vez para siempre. Y te ha dado todo este país para que gobiernes como rey cristiano.
—Mis ejércitos expulsaron a los sajones, pero en adelante podría ser castigado por faltar a mi juramento —observó Arturo.
Ginebra detestaba verle en la cara las arrugas de pesadumbre y temor. Se apartó un poco hacia el sur. Aguzando la vista se llegaba a ver el extremo de la iglesia de San Miguel, que se elevaba en el Tozal. Pero a veces se desdibujaba ante sus ojos, y entonces creía ver la colina coronada por un círculo de piedras. Las monjas de Glastonbury decían que así había sido en los malos tiempos del paganismo. Probablemente eran sus pecados los que le hacían ver el reino pagano. Cierta vez había soñado que estaba tendida con Lanzarote entre las piedras, ofreciéndole lo que nunca le había dado…
Lanzarote. Era tan bueno que nunca le pedía sino lo que una esposa cristiana pudiera dar sin deshonor. Sin embargo, el mismo Cristo lo había dicho: «Quien mira a una mujer con lascivia ya ha cometido adulterio con ella en su corazón». Había pecado con Lanzarote y ambos estaban condenados. Estremecida, apartó los ojos del Tozal, temiendo que Arturo le hubiera leído los pensamientos, pues acababa de mencionar al caballero del lago.
—¿No te parece, Ginebra, que ya es hora de que Lanzarote se case?
Ella se obligó a mantener la voz calma.
—El día en que te pida esposa, rey y señor mío, tendrás que dársela.
—Pero no me la pedirá. No quiere abandonarme. La hija de Pelinor, que es tu prima, ¿crees que le convendría?
—Tienes razón, sin duda —reconoció—. Elaine lo sigue con los ojos, deseosa de recibir una palabra amable o una simple mirada. —Aunque le destrozara el corazón, quizá fuera mejor casarlo. Lanzarote era demasiado buena persona para estar atado a una mujer que no podía darle nada. Y cuando ya no estuviera cerca, ella podría hacer la firme promesa de no pecar más.
—Bueno, volveré a discutir el tema con él. Dice que no quiere casarse, pero le haré entender que eso no significa abandonar mi corte. ¿No sería bueno que nuestros hijos pudieran contar con el apoyo de los suyos, algún día?
—Dios así lo quiera —murmuró Ginebra persignándose.
—Viene un jinete por el camino —dijo Arturo señalando el camino que conducía hacia el castillo—: Es Kevin, el arpista, que regresa desde Avalón. Y al menos esta vez ha tenido el buen tino de hacerse acompañar por un criado.
—No es un criado —corrigió Ginebra con la mirada clavada en la esbelta silueta que iba a la grupa—. Es una mujer. Me sorprende… Pensaba que los druidas, como los sacerdotes, no tocaban a las mujeres.
—Sólo los de los rangos más elevados, querida. Quizá Kevin ha tomado esposa. O tal vez sólo viaja con alguien que venía hacia aquí. Haz que una de tus damas avise a Taliesin. Y que otra vaya a las cocinas. Ya que esta noche habrá música, corresponde organizar un festín para celebrarlo. Bajemos por aquí para darle la bienvenida. ¡Un arpista como él merece ser recibido por el rey en persona!
Cuando llegaron a las grandes puertas, el mismo Cay se había adelantado para dar entrada a Camelot al gran músico. Kevin se inclinó ante Arturo, pero los ojos de Ginebra se fijaron en la delgada silueta mal vestida.
Morgana hizo una reverencia.
—Ya veis que he vuelto a vuestra corte, hermano.
Arturo se acercó para abrazarla.
—Bienvenida, hermana. Ha pasado mucho tiempo —dijo pegando su mejilla a la de Morgana—. Y tenemos que estar juntos, ahora que hemos perdido a nuestra madre. No vuelvas a abandonarme, hermana.
—No pensaba hacerlo —aseguró Morgana.
Ginebra también se acercó para abrazarla; el cuerpo de su cuñada parecía huesudo y flaco entre sus brazos.
—Se diría que has pasado mucho tiempo en los caminos hermana —comentó.
—Es cierto; vengo desde muy lejos —dijo Morgana.
Ginebra le retuvo la mano para llevarla adentro.
—¿Dónde has estado? Faltaste tanto tiempo; ya pensaba que no volverías jamás.
—Yo también estuve a punto de creerlo.
Ginebra notó que no respondía a su pregunta.
—Las cosas que dejaste se quedaron en Caerleon. Mañana mandaré por ellas. —La llevó al cuarto donde dormían sus damas—. Mientras tanto te prestaré un vestido. Parece que hayas dormido en un establo. ¿Te robaron el equipaje?
—La verdad es que tuve mala suerte en el camino —dijo Morgana—. Os bendeciría si me permitierais bañarme y vestirme con ropa limpia. También necesito un peine, una camisa y horquillas para el pelo.
Ginebra llamó a una de sus doncellas y dio las órdenes necesarias.
Cuando Morgana se presentó ante la mesa del rey lucía un vestido rojo que le sentaba bien. Cuando le rogaron que cantara, se negó diciendo que, en presencia de Kevin, escucharla sería como oír el piar de un petirrojo habiendo un ruiseñor cerca.
Al día siguiente, el arpista pidió audiencia privada a Arturo y se encerró muchas horas con él y Taliesin. Ginebra nunca supo de qué habían hablado, pues su esposo poco le decía de las cuestiones de estado. Sin duda estaban enfadados con él por no haber cumplido con el juramento hecho a Avalón. Pero tarde o temprano tendrían que aceptarlo: era un rey cristiano. En cuanto a ella, tenía otras cosas en que pensar.
Aquella primavera hubo fiebre en la corte y algunas de las damas cayeron enfermas. Hasta pasada la Pascua no tuvo tiempo de pensar en otra cosa. Nunca había imaginado que pudiera alegrarse de tener allí a Morgana, pero su cuñada sabía mucho de hierbas y remedios; probablemente gracias a su sabiduría no hubo fallecimientos en la corte, mientras que en el campo morían tantos, sobre todo los pequeños y los ancianos. Isolda, su medio hermana, contrajo las fiebres y su madre quiso que regresara a la isla; ese mismo mes Ginebra supo con pesar que había muerto.
También Lanzarote enfermó. Arturo lo hizo instalar en el castillo y mandó que lo atendieran las damas de la reina. Mientras hubo peligro de contagio Ginebra no se le acercó, pues tenía la esperanza de estar nuevamente grávida, pero resultó una mera ilusión. Cuando empezó a recuperarse, fue a menudo a sentarse junto a su lecho.
Morgana también iba con su lira. Un día, mientras los oía hablar de Avalón, Ginebra sorprendió la expresión de su cuñada y se dijo: «¡Pero si aún lo ama!». Sabiendo que Arturo conservaba la esperanza de casarlos, enfermó de celos al ver cómo escuchaba Lanzarote la lira de Morgana.
«Su voz es tan dulce… No es hermosa, pero sí sabia e instruida. Mujeres hermosas hay muchas, pero ¿cómo podrían interesar a Lanzarote?». Y notó la suavidad con que lo incorporaba para darle las tisanas y las bebidas refrescantes. Ella no tenía la menor habilidad para tratar con enfermos. No hacía sino permanecer allí, muda, mientras Morgana charlaba y lo entretenía.
Estaba oscureciendo y por fin Morgana dijo:
—Ya no veo las cuerdas de la lira y estoy ronca como un cuervo. Tenéis que beber vuestro remedio, Lanzarote. Luego diré a vuestro criado que os prepare para dormir.
Lanzarote aceptó la taza con una sonrisa irónica.
—Vuestras bebidas son refrescantes, prima, pero ¡qué mal saben!
—Bebed —rió ella—. Arturo os ha puesto bajo mi autoridad mientras dure la enfermedad.
—Y no dudo que, si me niego, me enviaréis a la cama sin cenar. En cambio, si tomo mis remedios como un niño bueno, recibiré un beso y una torta de miel.
Morgana rió entre dientes.
—Todavía no podéis comer tortas de miel, sólo unas ricas gachas. Pero si os bebéis la poción, os daré un beso de buenas noches y tendréis vuestra torta en cuanto podáis comerla.
—Sí, madre —respondió Lanzarote arrugando la nariz.
Ginebra notó que a Morgana no le gustaba la broma, pero cuando la taza estuvo vacía se acercó para darle un beso en la frente. Luego lo arropó como a un recién nacido.
—Así, como un niño bueno. ¡A dormir! —Pero su risa sonaba amarga.
Cuando Morgana se retiró, Ginebra, junto a la cama, dijo:
—Tiene razón, querido. Tenéis que dormir.
—Estoy harto de que siempre tenga razón —protestó Lanzarote—. Sentaos por un momento a mi lado, amor mío.
Rara vez osaba hablarle así, pero Ginebra se sentó en el lecho y permitió que le cogiera la mano. Enseguida él la atrajo hacia el colchón para besarla; Ginebra, recostada en el borde del lecho, se dejó besar una y otra vez. Después de un largo rato Lanzarote lanzó un suspiro cansado. No protestó al ver que ella se incorporaba.
—No podemos continuar así, amadísima. Dadme vuestra licencia para abandonar la corte.
—¿Para qué? ¿Para perseguir al dragón de Pelinor? —bromeó Ginebra, aunque sentía dolor en el pecho.
Lanzarote la sujetó por los brazos para atraerla hacia sí.
—No, no bromeéis, Ginebra. Os amo desde que os vi en casa de vuestro padre. Vos lo sabéis, yo lo sé y, que Dios nos ampare, creo que lo sabe hasta el mismo Arturo. Si quiero permanecer fiel a mi rey y amigo, tengo que alejarme de esta corte para no veros nunca más.
Ginebra dijo:
—No voy a reteneros, si creéis necesario partir.
—Como en tantas otras ocasiones —exclamó Lanzarote con violencia—. Cada vez que partía a la guerra, una parte de mí deseaba sucumbir a manos de los sajones para no regresar nunca más a este amor sin esperanzas. Pero ya no hay guerras; ahora tengo que veros junto a mi rey día tras día, imaginaros en su lecho, contenta…
—¿Por qué me creéis más contenta que vos? —inquirió Ginebra con voz temblorosa—. Al menos vos estáis en libertad de ausentaros o permanecer aquí, según lo que os haga más feliz; yo tengo que hacer lo que se espera de mí.
—¿Creéis que algo puede hacerme feliz, cerca o lejos? —acusó Lanzarote. Por un momento Ginebra temió que rompiera a llorar, pero se dominó—. ¿Qué puedo hacer, amor mío? No permita Dios que os cause más desdicha. Si me alejo, vuestra obligación está clara: ser una buena esposa para Arturo. Si me quedo… —se interrumpió.
—Id, si os parece lo mejor —dijo ella. Y las lágrimas le emborronaban la mirada.
Con voz tensa, como si hubiera recibido una herida mortal, Lanzarote dijo:
—Ginebra, ¿por qué lloráis?
Y ahora tendría que mentir, pues no podía decirle la verdad.
—Porque… Porque no sé cómo viviré sin vos aquí.
Él le cogió las manos, tragando saliva con dificultad.
—Pues entonces, amor mío… No soy rey, pero mi padre me ha dado una pequeña propiedad en la Britania. ¿Iríais allá conmigo lejos de esta corte? No sé; quizá fuera más honorable que seguir aquí, en la corte de Arturo, haciendo el amor con su esposa.
«Me ama —pensó Ginebra—, me quiere y ésta es la salida honorable». Pero la invadió el pánico. Viajar sola tan lejos, aun con Lanzarote… Y luego pensó en lo que todos dirían, en el deshonor.
Lanzarote le retenía la mano.
—No podríamos regresar jamás, bien lo sabéis. Y es probable que nos excomulgaran a ambos. Eso no tendría importancia para mí, que no soy buen cristiano. Pero para vos, Ginebra…
Ella se cubrió la cara con el velo, llorando su cobardía.
—Ginebra, no quiero llevaros al pecado.
—Ya hemos pecado, vos y yo —respondió ella, amargamente.
—Y si los curas tienen razón, estamos condenados. Sin embargo, nunca he recibido más que estos besos. Hemos caído en el pecado y la culpa sin disfrutar del placer. Y no estoy seguro de creer en los curas. ¿Qué clase de Dios iría espiando los lechos, como una chismosa de aldea?
—Algo así dijo Merlín —reconoció Ginebra, en voz baja—. A veces me parece sensato, pero luego me pregunto si no es obra del diablo para inducirme al mal.
—Oh, no me hables del diablo. —Lanzarote la acostó nuevamente a su lado—. Dulce mía, corazón, me iré lejos o me quedaré, como tú lo desees, pero no soporto verte tan desdichada.
—No sé lo que deseo —sollozó Ginebra. Y se dejó abrazar. Por fin murmuró—: Ya hemos pagado por pecar…
La boca de Lanzarote cubrió la suya, y ella se permitió entregarse al beso, trémula. Casi esperaba que esta vez él no se contentara con eso. Pero un ruido en el pasillo hizo que se incorporara con súbito pánico. Cuando el escudero de Lanzarote entro en la habitación, ella estaba sentada en el borde del colchón.
—¿Señor? —carraspeó el muchacho—. La señora Morgana me dijo que ya estabais listo para dormir. Con vuestro permiso, mi señora…
«¡Morgana otra vez, maldita sea!».
Lanzarote, riendo, soltó la mano de la reina.
—Sí, y no dudo que mi señora está fatigada. ¿Me prometéis volver mañana, mi reina?
Ginebra sintió gratitud y enfado a la vez por su serena voz. Apartó la cara de la luz que llevaba el escudero, sabiendo que tenía el vestido arrugado, el cabello despeinado y la cara mojada de llanto.
—Buenas noches, señor Lanzarote —dijo, cubriéndose la cara con el velo—. Cuidad bien del gran amigo de mi rey, Kerval.
Y salió, con la desolada esperanza de poder llegar a su cuarto antes de volver a romper en llanto. «Ah, Señor, ¿qué osadía es ésta de rogar a Dios que me permita pecar aún más? ¡Tendría que rezar por verme libre de tentaciones, y no puedo!».