N el mundo exterior, la luz del sol brillaba sobre el lago entre nubes caprichosas; a lo lejos resonaban las campanas. Con su tañido de fondo, Morgana no se atrevió a alzar la voz para pronunciar la poderosa palabra que convocaría a la barca; tampoco a asumir la forma de la Diosa.
Se contempló en la superficie espejada del agua. ¿Cuánto tiempo se había quedado en el país de las hadas? Parecían sólo dos o tres días, pero ahora, libre su mente de encantamientos, supo que había morado allí mucho tiempo, puesto que su buen vestido oscuro estaba raído allí donde tocaba el suelo; además, había perdido o tirado su daga. Algunas de las cosas que le habían sucedido allí, ahora le parecían sueños o locura y le encendían la cara de vergüenza. Sin embargo, con todo aquello se mezclaban recuerdos de la música más dulce que hubiera oído jamás, salvo en las fronteras de la Muerte, al nacer su hijo. Recordaba el sonido de su voz al cantar, acompañándose con la lira de las hadas; nunca había cantado ni tocado tan bien. «Me gustaría regresar allí para siempre». Y estuvo a punto de hacerlo, pero le atribulaba el despavorido grito de Cuervo.
Arturo, traicionar a Avalón, faltar al juramento por el que había recibido la espada en el sitio más sagrado para los druidas. Y Viviana, en peligro si salía de Avalón… Con lentitud, tratando de ordenar las cosas en su mente, Morgana recordó. Había partido de Caerleon pocos días antes, al parecer, al final del verano. Nunca llegó a Avalón. Y ahora cabía pensar que jamás lo haría. Contempló con tristeza la iglesia, en lo alto del Tor. Si lograba entrar furtivamente en Avalón por detrás de la isla… Pero esos caminos sólo la habían llevado al país de las hadas.
Se estremeció al recordar los huesos blanqueados de su caballo. Y al fijarse mejor notó que la iglesia del Tozal había sido ampliada, sin duda no podían haberlo hecho en un par de meses. Apretó las manos, atacada por un miedo súbito. «De algún modo tengo que averiguar cuántas lunas han pasado mientras vagaba con las doncellas de la señora… Pero no, no pudieron pasar más de dos noches; tres, a lo sumo…».
Sin que lo supiera, estaba al borde de una confusión que crecería interminablemente, sin aquietarse jamás. Y ahora, el recuerdo de aquellas noches la llenaba de temor y vergüenza; se estremecía al recordar aquellos placeres.
Pese al sol intenso había empezado a temblar. Ignoraba en qué estación del año se encontraba, pero entre los juncos había parches de nieve sin derretir. Y si Arturo había tenido tiempo de planear su traición a Avalón, su ausencia debía de haber durado más de lo que se atrevía a pensar.
Junto con su caballo había perdido cuanto llevaba consigo. Tenía los zapatos gastados, no contaba con provisiones y estaba sola en las orillas de un país hostil, lejos de cualquier sitio donde se la conociera como hermana del rey. Bien, no sería la primera vez que pasara hambre. Caminaría hasta la corte de Arturo; tal vez llegara a alguna aldea donde pudiera cambiar por pan sus servicios de partera.
Echó una última mirada anhelante a las orillas del otro lado. Si pudiera hablar con Cuervo para saber qué peligro los amenazaba… Abrió la boca para pronunciar la palabra, pero se echó atrás. No podía enfrentarse a Cuervo, que respetaba tan meticulosamente las leyes de Avalón y nunca había mancillado sus vestimentas sacerdotales. ¿Cómo presentarse ante ella con los recuerdos de lo que había hecho en el mundo exterior y en el país de las hadas?
Por fin, con la mirada borrosa por las lágrimas, volvió la espalda al lago para buscar el camino romano que llevaba hacia el sur, hacia Caerleon.
Pasó tres días en el camino antes de encontrarse con otro viajero. La primera noche durmió en una choza abandonada, sin cenar. Al día siguiente llegó a una granja donde sólo quedaba un cuidador de gansos medio lelo, que le permitió sentarse junto al fuego y que le dio un gran trozo de su pan en pago por arrancarle una espina del pie. Morgana había recorrido mayores distancias con menos alimento.
Pero ya cerca de Caerleon la horrorizó encontrar dos casas incendiadas por completo y las cosechas pudriéndose en el suelo. ¡Era como si los sajones hubieran pasado por allí! Entró en una de las viviendas, que parecía haber sido saqueada, pero en uno de los cuartos halló una vieja capa harapienta. Acentuaba su aspecto de mendiga, pero era abrigada, y era más penoso el frío que el hambre. Al atardecer oyó cloquear algunas aves en el patio abandonado: las gallinas, animales de costumbres, aún no habían aprendido que nadie les daría de comer. Morgana atrapó a una de ellas, le retorció el cuello y encendió la chimenea para asarla. Era tan vieja y dura que le costó masticarla pero estaba tan hambrienta que chupó los huesos como si fuera el más exquisito de los manjares. En uno de los cobertizos encontró unos pedazos de cuero, con los que envolvió los restos de la gallina. Si hubiera tenido un cuchillo habría podido remendar sus zapatos.
Cuando partió de la granja en ruinas, el umbral estaba cubierto de escarcha y una curva luna se demoraba en el cielo diurno. Al salir, con el zurrón lleno de carne fría y apoyándose en un grueso palo, oyó el cacareo de una gallina y buscó el nido. Se comió el huevo crudo, todavía caliente, y se sintió completamente satisfecha.
Soplaba un viento frío y fuerte; caminó a buen paso, alegrándose de tener la capa, por raída y harapienta que estuviera. Ya muy avanzada la mañana, cuando empezaba a pensar en sentarse junto al camino para comer un poco de gallina fría, oyó un ruido de cascos que se aproximaba desde atrás.
Su primer pensamiento fue continuar andando, pero al acordarse de la granja en ruinas optó por esconderse tras una mata, al borde del camino. Si el viajero parecía inofensivo le pediría noticias; si no, permanecería oculta hasta que se perdiera de vista.
Era un jinete solitario, envuelto en una capa gris, montado en un caballo alto y flaco; iba solo, sin criados ni animales de carga, pero con un gran zurrón a la espalda. No, no era zurrón, sino su cuerpo, encorvado en la silla. Y entonces supo de quién se trataba.
—¡Arpista Kevin! —llamó, saliendo de su escondrijo.
Él frenó el caballo y la miró desde arriba, ceñudo, con la boca torcida en una sonrisa burlona. ¿O tal vez era efecto de sus cicatrices?
—No tengo nada para ti, mujer… —De pronto se interrumpió—. ¡Por la Diosa, si es la señora Morgana! ¿Qué hacéis aquí, señora? El año pasado se decía que estabais en Tintagel, con vuestra madre, pero cuando la gran reina viajó para darle sepultura descubrió que no estabais allí.
Morgana se tambaleó y tuvo que apoyarse en el palo.
—¿Mi madre… ha muerto? No lo sabía.
Kevin desmontó, apoyándose en el caballo hasta que hubo echado mano de su bastón.
—Sentaos, señora. ¿No lo sabíais? ¿Dónde habéis estado?
La noticia llegó hasta la misma Viviana, aunque ya está demasiado anciana y frágil para viajar.
«Quizá, cuando vi la cara de Viviana en el estanque del bosque, me estaba dando la noticia. Y yo no comprendí», pensó Morgana. El dolor le desgarraba el corazón. Su madre y ella se habían distanciado mucho; eso ahora la llenaba de angustia, como si volviera a ser la niña de once años que había llorado al abandonar su hogar. «Oh, madre, y yo sin saber nada». Se sentó al borde del camino, con el rostro surcado de lágrimas.
—¿Cómo murió? ¿Lo sabéis?
—Creo que fue el corazón. Sucedió hace un año, en primavera. Por lo que sé, no fue más que lo natural a su edad.
Por un momento Morgana no pudo hablar. Con el pesar llegaba el pánico, pues resultaba obvio que había vivido fuera del mundo más tiempo del que creía. «Hace un año, en primavera», había dicho Kevin. Por lo tanto había pasado más de una primavera mientras habitaba en el país de las hadas, pues el verano que abandonó la corte de Arturo nada aquejaba todavía a Igraine. Ya no tenía que pensar en meses, sino en años. ¿Podría hacer que Kevin se lo dijera sin revelar dónde había estado?
—En el zurrón tengo vino, Morgana; os lo ofrezco, pero tendréis que sacarlo vos misma. Me cuesta caminar, hasta en las mejores circunstancias. Se os ve pálida y delgada. ¿Tenéis hambre? ¿Y cómo es que os encuentro en esta carretera, vestida como la más mísera mendiga?
Morgana buscó una respuesta en su mente.
—He vivido… en soledad, lejos del mundo. No sé cuánto tiempo llevo sin tratar con personas. Incluso he perdido la cuenta de las estaciones.
—Bien lo creo —aseguró Kevin—. Hasta podría creer que no habéis sabido lo de la gran batalla.
—Veo que esta región ha sido incendiada.
—Oh, eso fue tres años atrás. —Morgana dio un respingo—. Algunas de las tropas del tratado faltaron a su juramento e invadieron este país, saqueando e incendiando. En aquella batalla, Arturo recibió una gran herida y pasó seis meses en cama. —Interpretó mal la expresión afligida de Morgana—. Oh ya está muy bien, pero entonces no podía siquiera pisar el suelo. Después, Gawaine bajó desde el norte con todos los hombres de Lot y tuvimos paz durante tres años. Y este último verano tuvo lugar la gran batalla de Monte Badon, en la que murió Lot. Fue una victoria que los bardos cantarán durante cientos de años. No creo que quede un jefe sajón vivo en todo el país, salvo los que consideran a Arturo su rey. Ahora tenemos paz.
Morgana se había levantado para ir en busca del vino. Kevin dijo:
—Traed también el pan y el queso. Ya es casi mediodía; comeremos juntos.
Después de servirle, Morgana abrió el envoltorio con el resto de la gallina para ofrecérselo, pero él negó con la cabeza.
—Gracias, pero ya no como carne: he pronunciado mis votos. Me extraña que la coma una sacerdotisa de vuestro rango.
—Era esto o seguir ayunando —explicó ella—. Pero no he respetado la prohibición desde que abandoné Avalón. Como lo que se me sirve.
—Por mi parte creo que poco importa comer carne, pescado o cereales. Los antiguos cristianos de Avalón solían decir que no pervierte al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella. Pero ya sabéis que, a cierto nivel de la iniciación en los Misterios, lo que se come afecta mucho la mente. Ya no me atrevo a probar la carne, pues me emborracha más que el exceso de vino. Pero decidme: ¿adónde vais ahora?
Al recibir la respuesta la miró como si la creyera loca.
—¿A Caerleon? ¿Por qué? Ya no hay nada allí. Arturo lo cedió a un caballero y trasladó su corte a Camelot. Este verano hará un año. A Taliesin no le gustó que lo hiciera el día de Pentecostés, pero Arturo quería complacer a su reina. Le presta oídos en todo. —Hizo una leve mueca de asco—. Pero si no tenéis noticias de la batalla, seguramente ignoráis también que Arturo traicionó al pueblo de Avalón y a las Tribus.
Morgana detuvo la taza que se llevaba a los labios.
—Por eso he venido, Kevin —dijo—. Supe que Cuervo había roto su silencio para profetizar algo así.
—Fue más que una profecía —dijo el bardo estirando la pierna con desasosiego, como si le perjudicara permanecer sentado en una misma posición.
—Arturo… ¿qué hizo? ¿Supongo que no os entregó a los sajones?
—Veo que no estáis enterada. Las Tribus habían jurado seguir al estandarte del Pendragón, al igual que los del antiguo pueblo de las hadas. Y Arturo hizo retirar el estandarte del Gran Dragón, aunque le imploramos que permitiera a Gawaine o a Lanzarote llevarlo a la batalla. Pero había jurado combatir sólo bajo el estandarte de la cruz y la Virgen. Y lo hizo.
Morgana lo miraba con horror, recordando la coronación de Arturo. ¡Ni el mismo Uther se había comprometido tanto con el pueblo de Avalón! ¿Cómo había podido traicionar el juramento?
—¿Y las Tribus no lo abandonaron?
Kevin respondió con gran enfado:
—Algunos estuvieron muy cerca de hacerlo. Hubo quienes volvieron a las colinas galesas cuando se enarboló la cruz; el rey Uriens no pudo retenerlos. En cuanto al resto… Bueno, comprendimos que los sajones nos tenían entre la espada y la pared. Podíamos combatir junto a Arturo y sus caballeros o vivir por siempre bajo el imperio sajón, pues era la gran batalla que se había profetizado. Y él portaba la Escalibur de la Sagrada Regalía. Hasta la misma Diosa debió de saber que estaría peor si vencían los sajones, de modo que le dio la victoria.
Kevin ofreció el pellejo de vino a su compañera; como ella negara con la cabeza, bebió él.
—Viviana querría venir desde Avalón para acusarlo de perjurio —dijo—, pero se resiste a hacerlo delante de toda su gente. Por eso voy a Camelot, para recordarle su juramento. Si no me escucha, la Dama vendrá personalmente el día en que todos presenten sus peticiones, para reclamarle que cumpla con su palabra y recordarle lo que espera a quienes no lo hacen.
—No permita la Diosa que Viviana tenga que humillarse tanto.
—Si pudiera elegir, yo también le hablaría con ira en vez de usar palabras suaves —dijo Kevin. Y alargó una mano—. ¿Me ayudaréis a levantarme? Creo que mi caballo puede cargar con dos. Si no, buscaremos uno en cuanto lleguemos a una aldea. Tendría que ser tan galante como el gran Lanzarote y cederos el mío, pero…
Señalaba su cuerpo baldado. Morgana tiró de él para levantarlo.
—Soy fuerte y puedo caminar. Lo que necesito son zapatos y un puñal. No tengo una sola moneda, pero os pagaré en cuanto pueda.
Kevin se encogió de hombros.
—Nuestros votos nos hacen hermanos en Avalón. Lo que tengo es vuestro, según la ley.
Morgana enrojeció de vergüenza por haberlo olvidado. «En verdad he estado fuera del mundo».
—Permitid que os ayude a montar.
Kevin sonrió.
—Vamos. Me gustaría llegar mañana a Camelot.
En una población construida en las colinas consiguieron un puñal y encontraron a un zapatero que remendó el calzado de Morgana. Kevin le compró también una capa decente, pues decía que la vieja apenas servía como manta para la montura. Pero eso los demoró. Cuando volvieron al camino comenzaba a nevar densamente y pronto se hizo de noche.
—Tendríamos que habernos quedado en la aldea —dijo Kevin—. Si estuviera solo podría dormir bajo un seto o al abrigo de un muro, envuelto en mi capa, pero no con una señora de Avalón.
—¿Qué os hace pensar que nunca he dormido así? —preguntó Morgana.
El druida se echo a reír.
—¡Me miráis como si últimamente lo hicierais con mucha frecuencia! Pero por mucho que apresuremos al caballo no podremos llegar esta noche a Camelot. Es preciso buscar refugio.
Después de un rato divisaron, a través de la densa nevada, la silueta oscura de un edificio abandonado. Ni siquiera Morgana podía entrar sin agacharse. Probablemente había sido un establo para vacas, pero llevaba tanto tiempo desocupado que no quedaban rastros de olor, y el tejado de paja y barro estaba casi entero. Ataron el caballo y entraron arrastrándose. Kevin le indicó que tendiera la capa harapienta en el suelo, luego se acostaron, cada uno envuelto en su manto. Pero hacía tanto frío que a Morgana le castañeteaban los dientes, y por fin Kevin sugirió que se acostaran juntos bajo los dos mantos.
—Si no os repugna estar tan cerca de este deforme cuerpo mío —añadió.
Morgana percibió en su voz el dolor y la ira.
—De vuestra deformidad, arpista Kevin, sólo sé que vuestras manos quebradas hacen mejor música que las mías y las de Taliesin, aunque están sanas —replicó, arrimándose con gratitud a su calor. Por fin creía poder dormir, con la cabeza apoyada en el hombro de su compañero.
Había caminado durante todo el día y estaba fatigada; durmió profundamente, pero despertó en cuanto la luz comenzó a filtrarse por las rendijas del tabique roto. Se sentía entumecida por lo duro del suelo. Al recorrer con la mirada aquellas paredes de adobe se sintió horrorizada. ¿Ella, sacerdotisa de la Diosa, duquesa de Cornualles, tendida en un refugio para bestias, expulsada de Avalón? ¿Podría volver algún día?
«Igraine, mi madre, ha muerto, y jamás podré volver a Avalón». Un momento después lloraba desconsoladamente, sofocando los sollozos en el paño tosco del manto.
La voz de Kevin sonó suave y apagada en la penumbra.
—¿Lloráis por vuestra madre, Morgana?
—Por mi madre… y por Viviana… y quizá por mí misma.
Nunca sabría con certeza si en verdad pronunció las palabras en voz alta. Kevin la rodeó con sus brazos y Morgana dejó caer la cabeza contra su pecho; lloró y lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas.
Después de largo rato, sin dejar de acariciarle el pelo, Kevin dijo:
—Dijisteis la verdad, Morgana. No os repugno.
—¿Cómo podría si habéis sido tan bueno? —murmuró ella, acercándose más.
—No todas las mujeres piensan así. Aun cuando iba a los fuegos de Beltane, más de una vez las doncellas de la Diosa pedían a la sacerdotisa que las pusiera lejos de mí, para no correr el riesgo de que las viera cuando llegara el momento de alejarse de las fogatas…
Morgana se incorporó consternada.
—Si yo hubiera sido la sacerdotisa, habría separado a esas mujeres de las fogatas, por atreverse a cuestionar la forma que adoptara el Dios para presentarse a ellas. ¿Qué hacíais vos, Kevin?
Él se encogió de hombros.
—Antes de interrumpir el rito o poner a una mujer en tal situación, me retiraba sin que nadie se percatara. Ni el mismo Dios podría cambiar la impresión que les causo. Lástima que quienes me destrozaron los miembros no me castrasen también. Perdonad; no tendría que hablar de esto. Pero me preguntaba si consentisteis en acostaros a mi lado por pensar que este maltrecho cuerpo mío no era de hombre.
Morgana oía con horror la amargura de sus palabras, las heridas sufridas por su virilidad. Ella conocía la sensibilidad que habitaba sus manos, la viva emoción de su música. ¿Acaso las mujeres sólo veían su cuerpo maltrecho? Recordó su orgullo destrozado en los brazos de Lanzarote, la herida que jamás dejaba de sangrar.
Con toda deliberación se inclinó para besarlo en los labios luego le cogió la mano y besó sus cicatrices.
—No lo dudéis: para mí sois hombre. Y la Diosa me insta a hacer esto.
Se acostó otra vez junto a él, mirándolo.
Kevin la observó con atención. Morgana lo miró directamente a los ojos. Si su rostro no estuviera tan demacrado por la amargura, tan contraído por el sufrimiento, podría haber sido hermoso: las facciones eran finas; los ojos, oscuros y delicados. La fatalidad le había quebrado el cuerpo, pero no el espíritu. Ningún cobarde habría podido soportar las duras pruebas de los druidas.
«Bajo el manto de la Diosa, así como toda mujer es mi hermana, mi hija y mi madre, así todo hombre tiene que ser para mí, padre, amante e hijo. Mi padre murió antes de que pudiera guardar su recuerdo; no he visto a mi hijo desde que lo destetaron… Pero a este hombre le daré lo que la Diosa me indica».
Por primera vez, Morgana lo hacía por propia voluntad con un hombre que aceptaba el don con sencillez. Eso curó algo dentro de ella, y le pareció raro que le sucediera con alguien a quien conocía poco y que sólo le inspiraba bondad. Pese a su falta de experiencia, Kevin se mostró delicado y generoso, llenándola de una enorme e inexpresable ternura.
—Es extraño —musitó Kevin por fin—. Sabía que eras sabia, pero no te imaginaba hermosa.
Ella rió con aspereza.
—¿Hermosa, yo? —Pero la complació que él la viera así.
—Dime, Morgana, ¿dónde has estado? No te lo preguntaría si no fuera porque te pesa mucho en el corazón.
—No lo sé —barboteó ella. Nunca había pensado decírselo—. Fuera del mundo, quizá. Trataba de llegar a Avalón… y no pude; creo que el camino está cerrado para mí. He estado dos veces… en otro sitio. Otro país, un país de sueños y encantamientos, donde el tiempo se mantiene inmóvil y no existe, donde sólo hay música…
Calló, esperando que el arpista la creyera loca.
Kevin le deslizó un dedo por el lagrimal. Como hacía frío volvió a arroparla delicadamente con las capas.
—Yo también estuve una vez allí y oí la música —dijo, con voz lejana y triste—. Y en aquel lugar no estaba tan lisiado y sus mujeres no se burlaban de mí. Tal vez algún día, cuando haya perdido el miedo a la locura, vuelva allí. Me enseñaron los caminos escondidos y dijeron que podía ir por mi música.
Una vez más su voz suave cayó en un largo silencio. Morgana apartó la mirada, estremecida.
—Tendríamos que levantarnos. Si nuestro pobre caballo no se ha congelado por la noche, hoy llegaremos a Camelot.
—Y si llegamos juntos —advirtió Kevin en tono quedo—, creerán que vienes conmigo desde Avalón. Donde hayas morado no es asunto de ellos: eres sacerdotisa y nadie manda sobre tu conciencia.
Morgana lamentó no tener un vestido decente para ponerse. Llegaría a la corte con ropa de mendiga, pero no tenía remedio. Kevin alargó la mano y ella lo ayudó a levantarse sin darle importancia, pero vio otra vez la expresión amarga en sus ojos. Se refugiaba tras cien muros de desconfianza e ira. Pero cuando salían a gatas le tocó la mano.
—No te he dado las gracias, Morgana.
Morgana sonrió.
—Oh… si cabe dar las gracias tendría que ser por ambas partes, amigo. ¿Acaso no te diste cuenta?
Por un momento los dedos mutilados estrecharon los suyos… y entonces hubo como un fulgor ígneo. Morgana vio un anillo de fuego en torno de su rostro, contorsionado por un alarido. Fuego a su alrededor…, fuego… Lo miró con horror, súbitamente rígida, y le soltó la mano.
—¡Morgana! —exclamó Kevin—. ¿Qué pasa?
—Nada, nada. Un calambre en el pie —mintió ella.
No aceptó la mano que le tendía para prestarle apoyo. «¡Muerte, muerte por fuego! ¿Qué significa? Ni al peor de los traidores se le da esa muerte». ¿O acaso había visto sólo el incendio que lo dejó mutilado cuando niño?
A pesar de su brevedad, la videncia la dejó estremecida, como si ella misma hubiera pronunciado la palabra que lo entregaría a su muerte.
—Venid —dijo casi con brusquedad—. Continuemos viaje.