13

CUANDO Morgana abandonó la corte de Caerleon para visitar a su madre adoptiva en Avalón, procuró pensar sólo en Viviana, para no recordar lo que le había sucedido con Lanzarote. Revivirlo era como una quemadura de vergüenza: se le había ofrecido a la manera antigua, con toda franqueza, sólo para que él convirtiera su femineidad en una burla con esos juegos infantiles.

Una y otra vez lamentaba haberlo ofendido. Lanzarote era como la Diosa lo había hecho, ni mejor ni peor. Pero otras veces se sentía culpable; le escocía en la mente la vieja frase de Ginebra: «Pequeña y fea como el pueblo de las hadas». Si hubiera tenido más para ofrecer, si hubiera sido hermosa como la reina… Y luego volvía a sentirse ofendida. Entre tales tormentos cruzó la verde región de las colinas. Y al fin sus pensamientos empezaron a concentrarse en lo que le esperaba en Avalón.

Había abandonado sin permiso la isla Sagrada, renunciando a su condición de sacerdotisa. Desde entonces se peinaba siempre con el pelo caído sobre la frente, para que nadie viera la pequeña media luna azul tatuada allí. Pero se detuvo en una aldea para cambiar un pequeño anillo por un poco de pintura azul, con la que realzó la marca desteñida.

«Todo esto me ha sucedido por faltar a mis votos a la Diosa». Y entonces recordó lo que Lanzarote había dicho en su desesperación: que no había dioses ni diosas, pues éstos eran formas que la humanidad, en su terror, daba a lo que no podía explicar.

Pero aquello no disminuía su culpa. Había abandonado el modo de vivir y de pensar con el que estaba comprometida, olvidando las grandes corrientes y ritmos de la tierra. Había comido alimentos prohibidos a las sacerdotisas y quitado la vida a animales y plantas sin dar gracias a la Diosa por sacrificar una parte de sí por su bien. Se había entregado a un hombre sin tratar de conocer la voluntad de la Diosa en las mareas del sol por simple libertinaje. No, no era posible volver como si nada hubiera sucedido. Y mientras cabalgaba por las colinas, entre cereales maduros y lluvia fertilizante, su dolor iba en aumento, pues comprendía lo mucho que se había alejado de las enseñanzas de Viviana y Avalón.

«La diferencia es más profunda de lo que yo pensaba. Hasta quienes labran la tierra, si son cristianos, adoptan un modo de vida que se aleja de Ella; creen que su Dios les ha dado el dominio sobre todo lo que brota y sobre todas las bestias del campo. Nosotros, en cambio, los habitantes de las colinas y los bosques, sabemos que es la naturaleza quien manda sobre nosotros. Todos estamos bajo el dominio de la Diosa, sin cuya misericordia seríamos estériles y moriríamos. Y aun cuando llega el momento de la esterilidad y la muerte, para que otros ocupen nuestro lugar, eso también es obra suya. No es sólo la Dama Verde de la tierra fructífera, sino también la Dama Oscura de la semilla que yace escondida bajo la nieve, del cuervo y el halcón que dan muerte, y hasta de los gusanos, que trabajan secretamente para destruir lo que ya ha cumplido su tiempo. E incluso es, al final, Nuestra Señora de la podredumbre, la destrucción y la muerte»…

Al recordar todas estas cosas Morgana pudo ver, por fin, que lo sucedido con Lanzarote era una pequeñez; el mayor pecado no estaba en él, sino en su corazón, que se había apartado de la Diosa. La herida sufrida por su orgullo era sólo una saludable purificación.

«La Diosa ajustará cuentas con Lanzarote a su modo y cuando corresponda. No soy yo quien debe decidir». En aquel momento le pareció que no ver más a su primo era lo mejor que podía sucederle.

No, no podía volver a su papel de sacerdotisa elegida. Pero tal vez Viviana se apiadara de ella y le permitiera enmendar sus pecados. Se contentaría con vivir en Avalón, aun como criada o humilde campesina. Mandaría por su hijo, para que se criara en Avalón, entre los druidas, y jamás volvería a apartarse de las enseñanzas recibidas.

Por eso, al divisar el Tozal que se erguía, verde e inconfundible, sobre las colinas interpuestas, las lágrimas surgieron a torrentes. Volvía a su hogar y a Viviana; en el círculo de piedras rogaría a la Diosa que sus faltas fueran perdonadas, que se le permitiera volver a ese lugar del que había sido expulsada por su orgullo.

Por fin llegó a las orillas del lago. Las aguas grises, a la luz del sol poniente, estaban desiertas. Los juncales parecían sombríos y yermos contra la luz roja del cielo. La isla de los Sacerdotes se elevaba en la neblina crepuscular, apenas visible. Pero nada se movía en el agua, aunque proyectó totalmente la mente y el corazón, en un apasionado esfuerzo por llegar a la isla Sagrada, por convocar la barca… Pasó allí una hora, inmóvil, hasta que cayó la oscuridad; entonces comprendió que había fallado.

No, la barca no iría por ella nunca más. Iría a por una sacerdotisa, por la elegida de Viviana, pero no por una fugitiva que había vivido a su antojo durante cuatro años. En la época de su iniciación la habían llevado fuera de Avalón; la prueba de que merecía llamarse sacerdotisa era, simplemente, que pudiera regresar sin ayuda.

No podía llamar a la barca; su alma temía pronunciar la palabra de poder que la haría llegar entre las brumas. Mientras el agua perdía el color y los últimos rayos de luz se esfumaban en la niebla, contempló luctuosamente la costa lejana. No, no se atrevía a llamar a los remeros, pero había otra manera de llegar a Avalón: bordeando el lago para cruzar por el sendero oculto, a través del pantano, para buscar desde allí la entrada al mundo escondido. Echó a caminar por la orilla, afligida por la soledad, llevando a su caballo de la brida. La presencia del animal, sus resoplidos, eran un vago consuelo. Si todo fallaba podría pasar la noche en la orilla del lago; no sería la primera vez que durmiera sola y a la intemperie. Y por la mañana buscaría el camino. Recordó el viaje solitario que había hecho años atrás, disfrazada, a la lejana corte de Lot. Aunque la buena vida y los lujos de la corte la hubieran ablandado, si era preciso volvería a hacerlo.

Pero todo estaba tan callado… No se oían las campanas de la isla de los Sacerdotes, ni los cánticos del convento, ni el piar de aves; era como avanzar a través de un país encantado. Morgana halló el sitio que estaba buscando. La oscuridad se acentuaba; cada mata, cada árbol parecía tomar formas siniestras, cosas extrañas, monstruos, dragones. Pero empezaba a recobrar los hábitos mentales de Avalón: allí no había nada que pudiera hacerle daño, si ella no lo hacía.

Inició la caminata por el sendero escondido. A medio camino tendría que cruzar las brumas: de lo contrario, la senda la llevaría hacia la huerta de los monjes, detrás del claustro. Con firmeza, obligó a su mente silencio meditativo, fijándola en el sitio al que deseaba ir. Avanzaba sin hacer ruido, con los ojos entornados, pisando con cautela. Ya sentía el frío de la niebla alrededor.

A Viviana no le había parecido mal que concibiera un hijo de su medio hermano… un niño con la antigua estirpe real de Avalón, más rey que el mismo Arturo. ¿Qué sería ahora de su hijo? ¿Por qué había dejado a Gwydion en manos de Morgause? Por no mirar a Arturo a los ojos y revelarle su existencia. Para que los curas y las señoras de la corte no dijeran de ella: «Ésta es la mujer que dio un hijo al Astado, a la manera pagana»… El niño estaba bien donde estaba.

Pero a veces pensaba en él; recordaba noches en que lo había tenido en brazos, arrullándolo sin pensar en nada, con todo el cuerpo lleno de felicidad. ¿En qué otro momento había sido tan feliz? «Sólo una vez, en brazos de Lanzarote, tendidos al sol en el Tozal, y mientras cazábamos patos en las orillas del lago…».

Y entonces, parpadeando, cayó en la cuenta de que las brumas ya tendrían que haber quedado atrás, ya tendría que estar pisando la tierra sólida de Avalón.

Ciertamente ya no estaba en los pantanos, a su alrededor había árboles y el sendero era firme bajo los pies; tampoco había llegado a la huerta de los curas. Debía de estar detrás de la Casa de las doncellas, cerca del huerto. Ahora tenía que pensar lo que diría cuando la descubrieran allí. Ya no estaba tan oscuro, tal vez había salido la luna, que aún estaba casi llena; pronto habría luz suficiente para hallar el rumbo. No podía esperar que todo estuviera como cuando vivía allí. Morgana se aferró a la brida de su caballo; de pronto sentía miedo de perderse en aquellos caminos, antes familiares.

No: realmente la luz aumentaba, ya podía ver las matas y los árboles con mucha claridad. Si era la luna, ¿por qué no se la veía por encima de los árboles? ¿Acaso había invertido el rumbo mientras caminaba con los ojos medio cerrados, recorriendo el sendero que atravesaba las brumas entre los dos mundos? Si al menos encontrara algún detalle conocido… Ya no había nubes; se podía ver el cielo y hasta la niebla había desaparecido, pero no había ninguna estrella a la vista. Y no hallaba señales de la luna.

De pronto fue como si un chorro de agua fría le corriera por la espalda. El día que salió en busca de raíces y hierbas para expulsar al hijo de su vientre… ¿Se habría internado otra vez en aquel país encantado, que no era la tierra de Britania ni el mundo secreto al que la magia druídica había llevado a Avalón, sino aquel lugar más antiguo, más penumbroso, donde no había estrellas ni soles?

Ordenó a su corazón palpitante que se calmara. Sujetando la brida del caballo, se recostó contra el flanco sudoroso y caliente, palpando la solidez de músculos y huesos, oyendo los suaves resoplidos, reales y nítidos. Si se detenía a reflexionar un rato hallaría el rumbo… Pero el miedo iba en aumento.

«No puedo volver. No puedo volver a Avalón, no soy digna, no puedo orientarme entre la bruma». Durante la dura prueba de su iniciación había sentido lo mismo, sólo por un momento. «Pero entonces era más joven e inocente. No había traicionado a la Diosa ni las enseñanzas secretas; no había traicionado a la vida».

Morgana se esforzó por dominar las crecientes oleadas de pánico. Lo peor era el miedo, pues hasta las bestias salvajes atacan al olfatearlo. No había allí nada que pudiera hacerle daño, aun si se encontraba en el país de las hadas. Sus habitantes eran aún más antiguos que los druidas, pero también vivían según las normas de la Diosa. Quizás alguno pudiera orientarla hacia el camino correcto. En el peor de los casos, no encontraría a nadie y tendría que pasar la noche a solas, entre los árboles.

Ahora veía una luz; ¿sería una de las que ardían en el patio de la Casa de las doncellas? De ser así, pronto estaría en casa. Si había llegado a la isla de los Sacerdotes y se encontraba con algún cura, tal vez la tomara por un hada. Se preguntó si aquellas mujeres llegarían a tentarlos de vez en cuando. «Si yo fuera la Dama de Avalón, en noches de luna nueva mandaría a las doncellas que fueran al claustro de los curas, para enseñarles que no es posible burlarse de la Diosa negando la vida, que son hombres, que las mujeres no son inventos malignos del supuesto diablo…».

Por un momento creyó oír la voz de Merlín: «Que cada hombre tenga libertad para servir al Dios que prefiera».

Por fin distinguió claramente, entre los árboles, la forma de una antorcha que llameaba en amarillo y azul. Su fulgor la cegó por un momento. Luego vio al hombre que la sostenía; era pequeño y moreno, ni cura ni druida. Usaba un taparrabos de piel de ciervo y una especie de capa oscura sobre los hombros desnudos. Era como los hombrecillos de las Tribus, sólo que más alto. Una guirnalda de coloridas hojas le adornaba el pelo largo y oscuro; eran hojas de otoño, aunque el follaje aún estaba verde. Y de algún modo aquello asustó a Morgana. Pero su voz sonó suave y melodiosa; hablaba en un dialecto antiguo.

—Bienvenida, hermana. ¿Te ha sorprendido la noche? Ven por aquí. Deja que lleve a tu caballo. Conozco los caminos.

Cualquiera habría dicho que la esperaban.

Y como si hubiera caído en un sueño, Morgana lo siguió. El camino se tornó más firme, más fácil de seguir; la luz de la antorcha emborronaba la neblinosa penumbra. El hombre conducía al caballo, pero de vez en cuando se volvía hacia ella con una sonrisa. Luego le cogió de la mano, como para guiar a un niño. Tenía dientes muy blancos y alegres ojos marrones.

Aparecieron más luces. En algún momento, sin que supiera cuándo, el hombrecillo había entregado el caballo a otro. La condujo dentro de un círculo de luces. Morgana no recordaba haber entrado a sitio alguno, pero estaba en un gran salón, entre hombres y mujeres sentados a un festín, con guirnaldas en la cabeza. Algunas estaban hechas con hojas otoñales, pero varias mujeres iban coronadas con las primeras flores de primavera. Se oía la música de una lira.

Su guía la llevó hacia la mesa principal, donde reconoció sin sorpresa a la mujer que había visto la vez anterior, con una guirnalda de junco. Sus ojos grises, sabios, parecían no tener edad, como si fuera capaz de verlo y leerlo todo.

El hombre instaló a Morgana en un banco y le puso una jarra en la mano. Estaba hecha de un metal que no conocía y contenía un licor dulce y suave, con sabor a turba y brezo. Bebió con sed, demasiado deprisa, y se encontró mareada. Luego recordó el antiguo dicho: «Si te encuentras en el país de las hadas no tienes que beber ni probar su comida». Pero era sólo una vieja leyenda; allí no le harían daño.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

Y la mujer dijo:

—En el castillo de Chariot. Sé bienvenida, Morgana, reina de Britania.

Morgana negó con la cabeza.

—No, no soy reina. Mi madre fue gran reina y yo soy duquesa de Cornualles, pero nada más.

La mujer sonrió.

—Todo es lo mismo. Estás cansada y has viajado mucho. Come y bebe, hermana. Mañana alguien te guiará a donde quieras ir. Ahora es tiempo de festín.

En su plato había frutas y un pan oscuro y blando, hecho de un cereal desconocido que creía haber probado anteriormente… Vio que su guía llevaba brazaletes de oro en las muñecas enroscados como serpientes vivas… Se frotó los ojos y miró de nuevo: era solo un brazalete, o quizás un tatuaje como el de Arturo. A veces las antorchas llameaban de modo tal que parecían ponerle en la frente la sombra de una cornamenta, y la Dama estaba coronada de oro, pero una y otra vez volvía a ser sólo mimbre. Y en algún lugar sonaba un arpa, haciendo una música aún más dulce que la de Avalón…

Ya no estaba fatigada. La bebida la había librado del cansancio y la pesadumbre. Más tarde le pusieron una lira en la mano y también tocó y cantó; su voz nunca había sonado tan dulce y clara. Mientras tocaba cayó en un sueño: todas las caras se parecían a alguien que había conocido en otro lugar… Creía caminar por las costas de una isla soleada, tocando una lira de curva extraña, y hubo un momento en que se vio sentada en un gran patio de piedra, mientras un sabio druida de vestiduras largas le enseñaba con raros instrumentos, y había cantos y sonidos que podían abrir una puerta clausurada o levantar un círculo de piedras, y ella los aprendió todos y fue coronada con una serpiente dorada sobre la frente…

Aquella noche durmió en un cuarto fresco, adornado con hojas… ¿o eran tapices que parecían retorcerse y cambiar, explicando la historia de todo lo que hubiera existido? También se vio a sí misma tejida en el tapiz, con su lira en la mano y Gwydion en el regazo, y con Lanzarote, que jugaba con su pelo, y había algo que habría debido recordar, un motivo por el que tenía que estar enfadada con él, pero no lo recordaba.

Cuando la señora dijo que aquella noche habría festividades y que tenía que quedarse uno o dos días más para bailar con ellos, aceptó; hacía tanto tiempo que no bailaba y se divertía… Pero cuando se preguntó qué fecha se celebraba no pudo recordarlo. Sin duda no era todavía el equinoccio, aunque no veía sol ni luna que le permitieran calcularlo como se le había enseñado.

Le pusieron en el pelo una guirnalda de flores: coloridas flores de verano, pues, según dijo la señora, no eres una doncella intacta. Era una noche sin estrellas y le preocupaba no ver la luna, así como no había visto el sol durante el día. ¿Había sido un solo día, dos, tres? El tiempo parecía no tener importancia: comía cuando tenía hambre y dormía donde la encontrara el cansancio, sola o con una de las doncellas de la señora, en un lecho blando como el césped. Un día, para sorpresa suya, descubrió que la doncella (se parecía un poco a Cuervo, sí) le echaba los brazos al cuello para besarla; le devolvió los besos sin asombro ni vergüenza. Todo era como un sueño donde las cosas extrañas parecían totalmente posibles; eso la sorprendió sólo un poco. A veces se preguntaba qué habría sido de su caballo, pero cuando pensó en montarlo para partir, la señora dijo que no tenía que pensar aún en eso; querían tenerla con ellos… Cierta vez, años después, al tratar de rememorar lo que le había sucedido dentro del castillo de Chariot, se recordó en el regazo de la señora, mamando de su pecho, sin que le pareciera raro estar, ya adulta, en la falda de su madre, mimada como un recién nacido. Pero sin duda eso había sido tan sólo un sueño, mientras estaba mareada por el vino fuerte y dulce.

Y a veces le parecía que la Dama era Viviana; entonces se preguntaba: «¿Acaso estoy enferma, febril y soñando estas cosas extrañas?». Salió con las doncellas a buscar raíces y hierbas sin que la estación pareciera importar. Y durante la fiesta (¿fue esa misma noche u otra?) bailó al compás de las arpas y tocó para que bailaran otros, y su música sonaba al mismo tiempo melancólica y alegre.

Cierta vez, mientras buscaba flores y bayas para guirnaldas, tropezó con algo: los huesos blanqueados de un animal. En torno de lo que había sido el cuello quedaba un fragmento de cuero y, sobre él, un jirón de tela roja; se parecía a la alforja en la que había puesto su equipaje al partir de Caerleon. ¿Qué habría sido de su caballo? ¿Estaría a salvo en las cuadras? Nunca había visto cuadras en el castillo de las hadas, pero debían de existir. Por ahora bastaba con cantar, bailar y dejar pasar el tiempo, encantada.

En una ocasión, el hombre que la había llevado allí la apartó de entre los bailarines. Nunca sabría su nombre. Si no podía ver astro alguno, ¿cómo era posible que las mareas del sol y la luna palpitaran en ella con tanta fiereza?

—Llevas una daga —le dijo—; tienes que apartarla de ti; no soporto tenerla cerca.

Morgana desató las correas con que la sujetaba a su cintura y la arrojó lejos, sin saber dónde caía. El hombre se le acercó; su pelo oscuro cayó contra el de ella; su boca sabía dulce, a bayas y al fuerte licor de brezo. Le abrió la ropa. Morgana se había habituado al frío, no le importaba estar tendida en el césped helado, desnuda bajo su cuerpo. Lo tocó; su carne era caliente, caliente y fuerte el miembro viril, fuertes e impacientes las manos que le separaban los muslos. Ella lo recibió con el anhelo de una virgen; se movió con él, sintiendo el ritmo de las mareas palpitantes de la tierra.

Luego tuvo miedo de quedar embarazada; había enfermado tanto al nacer Gwydion que otro niño la mataría, sin duda. Pero antes de que pudiera hablar, él le apoyó delicadamente una mano en los labios. Morgana comprendió que le estaba leyendo el pensamiento.

—No temas, dulce señora; las mareas no son las adecuadas. Éste no es tiempo de maduración, sino de placer —dijo. Y ella se entregó y sí, había una cornamenta sombreándole la frente; yacía otra vez con el Astado y era como si estuvieran cayendo estrellas en el bosque, a su alrededor, ¿o serían luciérnagas?

Una vez, mientras caminaba por el bosque con las doncellas, encontró un estanque y se inclinó sobre él; en el fondo vio la cara de Viviana que la miraba desde las aguas. Ya tenía el pelo gris, con vetas blancas, y arrugas que ella no le había visto nunca. Abrió los labios como si llamara, y Morgana se preguntó: «¿Cuánto tiempo llevo aquí? Cuatro o cinco días, sin duda; quizás una semana. Tengo que irme. La señora dijo que alguien me guiaría…».

Fue en su busca y se lo dijo. Pero estaba cayendo la noche; ya habría tiempo al día siguiente.

Otra vez creyó ver a Arturo en el agua, congregando a sus ejércitos. Ginebra parecía cansada y mayor; tenía a Lanzarote de la mano, que se despedía con un beso en los labios. «Sí —pensó con amargura—, es el tipo de juego que le gusta. Ginebra lo preferiría así: tener todo su amor y su devoción sin poner su honor en peligro». Pero también fue fácil apartar aquello de sí.

Hasta que una noche despertó con sobresalto. En algún lugar se oyó un fuerte grito. Por un momento creyó estar en el Tozal, en el centro del cerco de piedras, oyendo el alarido aterrorizador que resonaba entre los mundos: la voz que había oído una sola vez, esa voz enmohecida, ronca por la falta de uso. La voz de Cuervo, que rompía su silencio tan sólo cuando los dioses tenían un mensaje que no se atrevían a entregar por medio de otra persona.

«Ah, el Pendragón ha traicionado a Avalón, el dragón ha volado…, el estandarte del dragón ya no flamea contra los guerreros sajones… Llorad, llorad… si la Dama pusiera un pie fuera de Avalón, pues sin duda ya no regresaría…».

Y un sonido de sollozos en la repentina oscuridad. Y el silencio.

Morgana se incorporó en la luz grisácea; por primera vez desde su llegada a aquella tierra, su mente estaba despejada.

«He estado aquí demasiado tiempo —pensó—; ha llegado el invierno. Debo partir ahora, ahora mismo, antes de que acabe este día… No, ni siquiera puedo decir eso, aquí el sol ni sale ni se pone. Debo irme ahora, de inmediato». Tenía que buscar su caballo. Y entonces, al recordar, comprendió que el animal había muerto mucho tiempo atrás en aquellos bosques.

Al buscar su daga recordó que se la había quitado de encima. Se arregló el vestido; parecía desteñido. No recordaba haberlo lavado, ni tampoco la ropa interior, pero no parecían muy sucios. De pronto se preguntó si estaría loca.

«Si hablo con la señora volverá a rogarme que no me vaya…».

Morgana se trenzó el pelo. ¿Por qué lo había dejado suelto si ya era una mujer adulta? Y partió por el sendero que la llevaría a Avalón.

HABLA MORGANA…

Hasta el día de hoy no he sabido cuántos días con sus noches pasé en el país de las hadas. Incluso ahora me confundo cuando trato de calcularlos y, por mucho que me esfuerce, sólo sé que no fueron menos de cinco ni más de trece. Tampoco sé con certeza cuánto tiempo pasó mientras tanto en el mundo exterior, ni en Avalón, pero como la humanidad percibe mejor el tiempo que las hadas, calculo que fueron unos cinco años. Tal vez (y según envejezco me convenzo más y más) lo que llamamos tiempo transcurre sólo porque hemos convertido en costumbre el contar las cosas: los dedos del recién nacido, la desaparición y el regreso del sol. Dentro del país de las hadas nada sabía del paso del tiempo, y por eso para mí no transcurría. Pues cuando salí de aquel lugar descubrí que ya había más arrugas en la cara de Ginebra y que la exquisita juventud de Elaine empezaba a desaparecer; en cambio, mis manos no estaban más delgadas, mi rostro seguía libre de arrugas y, aunque en nuestra familia el pelo encanece temprano, el mío continuaba negro como el ala de un cuervo. Empiezo a pensar que, cuando los druidas apartaron Avalón del mundo de las cuentas y los cálculos, allí también comenzó a suceder esto. En Avalón el tiempo no fluye sin medida como en los sueños y en el país de las hadas, pero en verdad ha empezado a ralentizarse un poco. Allí vemos la luna y el sol de la Diosa y calculamos los ritos con las piedras del círculo, de modo que el tiempo nunca nos abandona por completo. Pero no transcurre a la par del resto del mundo: aunque cabría pensar que, conociendo los movimientos del sol y de la luna, avanzaría igual que en el mundo exterior, no es así. En estos últimos años, cuando me refugiaba un mes en Avalón, al salir descubría que afuera había transcurrido toda una estación. Y hacia el final de aquellos años lo hacía con frecuencia, pues no tenía paciencia para presenciar lo que sucedía fuera. Y cuando la gente notó que me mantenía siempre joven se me creyó, más que nunca, hada o bruja. Pero eso fue mucho, mucho después. Pues cuando oí el terrorífico grito de Cuervo, que corrió en el espacio abierto entre los mundos hasta llegar a mi mente, en aquel sueño intemporal del mundo de las hadas, me puse en marcha… pero no hacia Avalón.