12

CUANDO Ginebra entró en el salón grande, que parecía desnudo y vacío sin la mesa redonda y el esplendor de sus tapices, Arturo estaba sentado a una mesa de caballetes, cerca del fuego; lo rodeaban cinco o seis de sus compañeros y otros se arracimaban a poca distancia. ¡No podía darle la noticia ante toda la corte! Esperaría hasta que estuvieran solos en la cama, por la noche, era el único momento en que lo tenía sólo para sí. Pero en cuanto la vio se levantó para abrazarla.

—¡Ginebra, queridísima! Esperaba que el mensaje de Gawaine te retuviera en Tintagel, sana y salva.

—¿Te disgusta que haya regresado?

—No, por supuesto. Todavía no hay peligro en las carreteras y tuvisteis suerte. Pero esto significa que mi madre…

—Murió hace dos días; la sepultamos dentro de los muros del convento —dijo Ginebra—. Partí de inmediato para traerte la noticia. ¡Y ahora me reprochas que no me haya quedado en Tintagel!

—No es un reproche, querida esposa, sino preocupación por ti —dijo Arturo con suavidad—. Pero ya veo que el señor Griflet te cuidó bien. Ven a sentarte conmigo.

La condujo hasta un banco para sentarla a su lado. La vajilla de plata y loza había desaparecido, probablemente enviada a Camelot. Las paredes estaban desnudas; la comida se sirvió en toscos cuencos de madera, de los que se tallan en los mercados.

—¡Esto ya parece asolado por una batalla! —comentó Ginebra, hundiendo un trozo de pan en el cuenco.

—Me pareció mejor enviar todo anticipadamente a Camelot —explicó el rey—. Ha venido tu padre. Sin duda querrás saludarlo.

Leodegranz estaba sentado a poca distancia, aunque fuera del círculo más íntimo. Al darle un beso, Ginebra sintió sus hombros huesudos bajo las manos; siempre había sido corpulento e imponente y ahora, de pronto, lo encontraba viejo y cansado.

—Mi señor Arturo hizo mal en hacerte viajar por el campo en esta época —dijo Leodegranz—. Igraine tiene una hija soltera que tendría que haber estado junto a su lecho de muerte. ¿Dónde está la duquesa de Cornualles?

—No lo sé —dijo Arturo—. Mi hermana es una mujer adulta y no necesita pedirme permiso para ir de un lado a otro.

—Sí, así sucede con los reyes —comentó Leodegranz quejumbroso—. Mandamos sobre todo, menos sobre nuestras mujeres. Alienor es igual. Y mis tres hijas, que aún no son siquiera casaderas y ya quieren gobernar la casa. Las verás en Camelot, Ginebra; las envié allí para que estuvieran protegidas. Isolda, la mayor, ya está en edad de ser una de tus damas.

Ginebra cabeceó, asombrada al pensar que su media hermana ya tenía edad para ir a la corte. Sin duda Arturo la casaría con uno de sus mejores caballeros, quizá con uno de sus primos.

—Arturo y yo le buscaremos marido —dijo.

—Lanzarote sigue soltero —sugirió su padre—. Y también el duque Marco de Cornualles. Aunque sería mejor que Marco se casara con la señora Morgana, para defender sus tierras. Sé que es una doncella de Avalón, pero no dudo que él podría domarla.

Ginebra sonrió al pensar en Morgana, mansamente casada con el candidato que ellos consideraran conveniente. Y de inmediato se enfadó. A ninguna mujer se le permitía hacer su voluntad, ¿por qué a Morgana sí? ¡Arturo tenía que imponer su autoridad y casarla antes de que los avergonzara a todos! Olvidaba convenientemente que, cuando Arturo quiso unirla a Lanzarote, ella se había opuesto. «Ah, fui egoísta. Como no puedo tenerlo para mí le niego una esposa». Pero no: se alegraría de verlo casado, siempre que fuera con una muchacha virtuosa.

—¿No estaba la duquesa de Cornualles entre tus damas? —preguntó Leodegranz.

—Sí, pero hace algunos años nos dejó para reunirse con su tía y aún no ha vuelto.

¿Dónde estaba realmente Morgana? Aquello no podía continuar. Arturo tenía derecho a conocer el paradero de su parienta más cercana, ahora que su madre había muerto, pero sin duda Morgana habría acudido junto a Igraine, si hubiera sabido…

Volvió a ocupar su sitio junto a Arturo. Lanzarote y el rey estaban dibujando con la punta de la daga en las tablas de madera, mientras comían distraídamente del mismo plato. Ginebra se mordió el labio; en realidad, para la atención que su esposo le prestaba, bien habría podido quedarse en Tintagel. Cuando iba a retirarse a otro banco con sus damas, Arturo levantó la mirada con una sonrisa y le alargó el brazo.

—No, querida, no quería alejarte. Tengo que discutir algo con mi capitán de caballería, pero también hay aquí lugar para ti. —Hizo una seña a uno de los criados—. Traed otro plato de carne para mi señora. También hay pan recién horneado.

—Ya he comido suficiente —dijo Ginebra, reclinándose un poco contra el hombro de Arturo mientras él le daba unas palmaditas distraídas. Lanzarote estaba al otro lado, cálido y sólido; entre los dos se sentía segura y protegida.

—Mira, ¿no podemos subir los caballos por aquí? Mientras las carretas de intendencia dan un rodeo por la planicie, los jinetes pueden ir a campo traviesa, ligeros y veloces. Lo más probable es que desembarquen aquí… —Señaló un punto en el tosco mapa que había dibujado—. Leodegranz, Uriens, venid a ver…

El padre de Ginebra se acercó en compañía de otro hombre, delgado, moreno y apuesto, aunque encanecido y arrugado.

—Os saludo, rey Uriens —dijo Arturo—. ¿Conocéis a mi señora Ginebra?

—Es un placer, señora. Cuando el país esté en paz os presentaré a mi esposa. Pero no será este verano. Tenemos un trabajo pendiente. —Y se inclinó sobre el mapa de Arturo—. Cuando se viaja al sur del país del Estío es preciso mantenerse lejos de los pantanos.

—Esperaba no tener que subir las colinas —dijo Lanzarote.

Uriens negó con la cabeza.

—Con un cuerpo de caballería tan grande es preferible.

—Los caballos pueden resbalar en las piedras y fracturarse las patas.

—Es preferible eso que acabar engullidos por el pantano, hombres, caballos y carretas. Mirad: aquí está la antigua muralla romana…

—Hemos hecho tantos garabatos que ya no veo —se impacientó Lanzarote. Sacó del hogar un palo largo y, después de apagar el extremo, usó la punta de carbón para dibujar en el suelo—. Aquí está el país del Estío; aquí, los lagos y la muralla romana. Tenemos trescientos jinetes aquí… y doscientos más aquí.

—¿Tantos? —exclamó Uriens incrédulo—. ¡Tantos como las legiones del César!

—Hemos tenido siete años para adiestrarlos.

—Hay soldados que aún no saben combatir a caballo —observó Uriens—. Por mi parte, peleaba bien a pie con mis hombres.

—Me alegro —replicó Arturo de buen humor—. No tenemos caballos ni arneses para todos. —Rió entre dientes, dando una palmada a Ginebra en la espalda—. ¡En todo este tiempo apenas he tenido oro para comprar sedas a mi reina! Todo se ha ido en caballos, herreros y sillas de montar. —De pronto desapareció su alegría, dejándolo casi ceñudo—. Y ahora se avecina la gran prueba. Esta vez los sajones vienen en aluvión, amigos míos, y nos doblan en número. Si no logramos detenerlos sólo comerán en este país los cuervos y los lobos.

—Es la ventaja de la caballería —apuntó Lanzarote muy serio—. Un jinete armado puede combatir contra cinco o diez soldados. Si hemos acertado en nuestros cálculos detendremos a esos sajones de una vez por todas. Y si no…, bueno, moriremos defendiendo nuestra tierra y nuestro hogar.

Arturo le dedicó una de sus raras y dulces sonrisas. Ginebra pensó, con una punzada de dolor: «A mí nunca me sonríe así. Pero cuando le dé la noticia…».

Por un momento Lanzarote le devolvió la sonrisa, pero luego suspiró.

—He recibido un despacho de mi hermanastro Lionel, el primogénito de Ban, diciendo que se haría a la mar en tres días. Ya debe de estar navegando. Tiene cuarenta naves y espera empujar a los barcos sajones hacia las rocas o hacia la costa de Cornualles, donde no les será fácil desembarcar. Luego marchará con sus hombres a reunirse con nosotros. Tengo que enviarle un mensajero para que sepa dónde nos congregaremos.

En aquel momento se oyeron voces en la puerta de la habitación. Un hombre alto, delgado y canoso entró a grandes pasos por entre bancos y mesas. Ginebra no había visto a Lot desde antes de la batalla del bosque de Celidon.

—¡Vaya, no esperaba ver el salón de Arturo sin su mesa redonda!

—La mesa ya está en Camelot, tío —dijo el rey levantándose—. Lo que ves aquí es un campamento armado que espera el alba para enviar allí al resto de las mujeres. La mayoría ya han partido, con todos los niños.

Lot hizo una reverencia a Ginebra, objetando:

—¿Y no es peligroso que las mujeres y los niños viajen por un país que se prepara para guerrear?

—Los sajones aún no han penetrado tanto; si parten enseguida, no hay peligro.

—Pero ¿por qué a Camelot, mi señor Arturo?

—Es fácil de defender. Bastan cincuenta hombres. Si dejara a las mujeres en Caerleon tendría que dejar a doscientos o más. Esperaba poder establecer la corte en Camelot antes de que llegaran los sajones; así tendrían que cruzar toda Britania para encontrarnos y podríamos enfrentarnos a ellos en el lugar que escogiéramos. Si los lleváramos hacia los pantanos del país del Estío, el cieno haría parte del trabajo y las pequeñas gentes de Avalón los diezmarían con sus flechas duende.

—A pesar de todo, lo harán —dijo Lanzarote—. Avalón ya ha enviado a trescientos hombres y hay más en camino. Y Merlín me ha dicho que también enviaron jinetes a vuestro país, mi señor Uriens, para convocar a todos los del pueblo antiguo que moran en vuestras colinas. Tenemos jinetes para combatir en la planicie, multitud de arqueros y espadachines de infantería en las colinas y los valles, y hombres de las Tribus, armados de lanzas y hachas, más el pueblo antiguo para las emboscadas. ¡Creo que podemos enfrentarnos a todos los sajones de la Galia y las costas del continente!

—Y tendremos que hacerlo —dijo Lot—. He combatido contra los sajones desde los tiempos de Ambrosio, al igual que Uriens, pero nunca tuvimos que enfrentarnos a nada como el ejército que viene ahora hacia nosotros.

—Esperaba este día desde mi coronación. La Dama del Lago me lo anunció al darme a Escalibur. Y ahora envía a todos los hombres de Avalón para que combatan bajo el estandarte del Pendragón.

—Todos estaremos allí —prometió Lot.

Pero Ginebra se estremeció. Arturo se mostró solícito:

—Has cabalgado durante dos días, querida, y tendrás que partir de nuevo al amanecer. ¿Puedo llamar a tus damas para que te lleven a la cama?

Ginebra negó con la cabeza, retorciendo las manos en el regazo.

—No, no estoy cansada… No me parece bueno que los paganos de Avalón combatan junto a un rey cristiano, Arturo. Y cuando los reúnas bajo ese estandarte pagano…

Lanzarote intervino delicadamente:

—¿Preferiríais que las gentes de Avalón se quedaran cruzadas de brazos mientras sus hogares caen en manos de los sajones mi reina? Britania también es suya y el Pendragón es el rey al que han jurado fidelidad.

—Eso es lo que no me gusta —explicó Ginebra, tratando de afirmar la voz para no parecer una niña entre hombres—. No me gusta que combatamos en el mismo bando que el pueblo de Avalón. Esta batalla tendría que ser el enfrentamiento de los hombres civilizados, seguidores de Cristo y descendientes de Roma, contra quienes no conocen a nuestro Dios. El pueblo antiguo tan enemigo como los sajones; no tendremos un país cristiano hasta que esas gentes hayan desaparecido junto con sus dioses demoníacos. Y tampoco me gusta que enarboles un estandarte pagano, Arturo. Tendrías que luchar bajo la cruz de Cristo, como Uriens, para que podamos distinguir al amigo del enemigo.

Lanzarote parecía horrorizado.

—¿También soy vuestro enemigo, Ginebra?

Ella negó con la cabeza.

—Sois cristiano, Lanzarote.

—Mi madre es esa perversa Dama del Lago a la que condenáis por brujería. Me crié en Avalón y el pueblo antiguo es mi pueblo. Mi padre, un rey cristiano, celebró el Gran Matrimonio con la Diosa por su tierra.

Su expresión era dura y colérica. Arturo apoyó la mano en la empuñadura de Escalibur. Al ver sus dedos apoyados en los mágicos símbolos de la vaina y las serpientes tatuadas en sus muñecas, Ginebra apartó la mirada, diciendo:

—¿Cómo puede Dios darnos la victoria si no alejamos de nosotros los símbolos de la hechicería, si no combatimos bajo su cruz?

Leodegranz propuso:

—Os ofrezco el estandarte de la cruz, mi señor Arturo. Enarboladlo por vuestra reina.

Arturo negó con la cabeza. Sólo en el rubor de sus pómulos se notaba que estaba enfadado.

—Juré combatir bajo el estandarte real del Pendragón y eso es lo que haré. No soy ningún tirano. Quien quiera llevar la cruz en su escudo puede hacerlo, pero el estandarte del Pendragón es el símbolo de que todos los pueblos de Britania lucharán juntos: cristianos, druidas y antiguos.

—Y las águilas de Uriens y el gran cuervo de Lothian irán junto al dragón —concluyó Lot, levantándose—. ¿No está Gawaine aquí, Arturo?

—Lo echo de menos tanto como tú, tío, pero tuve que enviarlo a Tintagel con un mensaje.

—Oh, tenéis caballeros de sobra para custodiaros —observó Lot, agrio—. Veo que Lanzarote no se aparta un paso de vuestro lado, listo para llenar el vacío.

Aunque rojo de ira, Lanzarote contestó delicadamente:

—Siempre es así, tío: todos los compañeros de Arturo competimos por el honor de estar cerca del rey, pero cuando Gawaine está aquí todos pasamos a un segundo plano.

Arturo se volvió hacia Ginebra, diciendo:

—Ahora, mi reina, tienes que ir a descansar. Es preciso que estés lista para partir al amanecer.

Ginebra apretó los puños. «Por esta vez, por esta única vez, dame valor para hablar». Y dijo claramente:

—No. No, señor, no partiré al amanecer, ni hacia Camelot ni hacia ningún rincón de la tierra.

Las mejillas del rey adquirieron otra vez el color encendido que señalaba su enfado.

—¿Por qué, señora? Cuando el país está en guerra no es posible demorarse. Me gustaría permitirte descansar uno o dos días, pero tenemos que darnos prisa para que estéis todas en lugar seguro antes de que lleguen los sajones. Cuando llegue la mañana, Ginebra, tu caballo estará listo. Si no puedes cabalgar, viajarás en una litera o en una silla, pero tendrás que viajar.

—¡No lo haré! —exclamó Ginebra con fiereza—. Y no podrás obligarme, como no sea atándome a la montura.

—Dios no lo permita —dijo Arturo—. Pero ¿qué pasa, señora? —Pese a su preocupación, trataba de mantener un tono alegre—. Tengo legiones dispuestas a obedecer mis órdenes, ¿tendré que enfrentarme a un motín en mi hogar?

—Tus hombres pueden obedecerte porque no tienen mis motivos para permanecer aquí —dijo Ginebra desesperadamente—. No iré siquiera hasta la orilla del río, señor… ¡antes de que nazca nuestro hijo!

«Ya está dicho. Aquí, delante de todos estos hombres».

Y Arturo comprendió. Pero en vez de expresar júbilo, pareció consternado.

—Ginebra… —dijo. Y se interrumpió.

Lot rió entre dientes.

—¿Conque estáis embarazada, señora? ¡Vaya, mis felicitaciones! Pero eso no os impide viajar. Morgause montaba hasta que el caballo ya no podía cargarla. Nuestras parteras dicen que el aire fresco y el ejercicio son saludables para las embarazadas. Y cuando mi yegua favorita está preñada la monto hasta seis semanas antes del parto.

—Yo no soy una yegua —respondió fríamente Ginebra—. He abortado dos veces. ¿Querrías exponerme otra vez a eso, Arturo?

—Pero tampoco puedes quedarte aquí. Es imposible defender debidamente este lugar —advirtió Arturo preocupado—. ¡Y en cualquier momento marcharemos con el ejército! Tampoco es justo retener a tus damas y arriesgarlas a caer en manos de los sajones.

Ginebra miró a las señoras.

—¿Ninguna de vosotras se quedará con su reina?

—Yo me quedaré, prima, si Arturo lo permite —dijo Elaine.

Y Meleas añadió:

—También yo, si a mi señor no le molesta, aunque nuestro hijo ya está en Camelot.

—No, Meleas, vos tenéis que estar con vuestro hijo —aseveró Elaine—. Yo soy su prima y puedo soportar lo que ella soporte, incluso vivir en un campamento militar. —Se acercó a la reina para cogerle la mano—. Pero ¿no podríais viajar en una litera? Camelot es mucho más seguro.

Lanzarote se inclinó ante ella, diciendo en voz baja:

—Os ruego que vayáis con las otras señoras, mi señora. En pocos días, cuando lleguen los sajones, esta región puede quedar en ruinas. En Camelot estaréis cerca de vuestra casa paterna. Y en Avalón, a un día de viaje, está mi madre, que es notable como curandera y partera. Si mando por mi madre, ¿iréis?

Ginebra inclinó la cabeza, tratando de no llorar. Incluso Lanzarote trataba de instarla a obedecer. Recordó lo horrible del viaje; ahora estaba a salvo, entre muros, y no quería salir jamás. Quizá cuando estuviera más fuerte, cuanto tuviera a su hijo sano y salvo en los brazos… entonces quizá se atreviera a viajar. Pero ahora no. ¡Y Lanzarote le ofrecía la compañía de aquella bruja maligna! ¿Cómo podía permitir su presencia cerca de su hijo?

—Sois muy amable, Lanzarote —dijo tercamente—, pero no iré a ninguna parte hasta que haya nacido mi hijo.

—¿Tampoco a Avalón? —propuso Arturo—. Nuestro hijo y tú estaríais allí más seguros que en ningún otro lugar.

Ginebra se persignó estremecida.

—¡Dios y la Virgen me libren! —susurró.

—Escúchame, Ginebra… —Pero el rey suspiró, derrotado—. Que así sea. Si el peligro del viaje te parece mayor que el permanecer aquí, no seré yo quien te obligue a partir.

Gaheris se mostró iracundo:

—¿Vais a permitirle actuar así, Arturo? ¡Tendríais que subirla al caballo y ponerla en marcha, lo quiera o no!

Arturo negó con la cabeza con aire fatigado.

—Calma, primo. Se nota que no eres hombre casado. Haz lo que te plazca, Ginebra. Elaine puede quedarse contigo, y también una criada, una partera y tu sacerdote. Nadie más. El resto tiene que partir al amanecer. Y ahora ve a tu alcoba, Ginebra. ¡No tengo tiempo para esto!

Ginebra le presentó la mejilla para el obligado beso; no tenía la sensación de haber obtenido una victoria.

Las demás mujeres partieron al amanecer. Meleas quería quedarse junto a la reina, pero Griflet no lo permitió.

—Elaine no tiene esposo ni hijos. Vos, mi señora, os iréis.

Y Ginebra creyó detectar desprecio en la mirada que le dedicó.

Arturo dejó claro que la mayor parte del castillo era ahora un campamento militar; Ginebra tendría que permanecer en sus habitaciones vacías, con Elaine y la criada, compartiendo con su prima la cama que llevaron de otra habitación. Arturo pasaba las noches con sus hombres y mandaba preguntar por ella una vez al día; por lo demás, casi no lo veía.

Al principio esperaba todos los días verlos salir al encuentro de los sajones, pero los días y las semanas se sucedieron sin noticias. Llegaban mensajeros solitarios y más ejércitos, pero Ginebra, reducida a su alcoba y al pequeño jardín trasero, sólo recibía las noticias dispersas que le llevaban la criada y la partera. El tiempo se le hacía pesado; por la mañana tenía náuseas; más tarde paseaba sin sosiego por el jardín, imaginando a los sajones frente a la costa y pensando en su hijo. Le habría gustado coserle ropa, pero no tenía lana para hilar y se habían llevado el telar grande.

Pero aún tenía el telar pequeño que había llevado a Tintagel, con sedas, lana hilada y elementos para bordar, y comenzó a tejer una bandera. Cierta vez, Arturo le había prometido que, cuando le diera un hijo varón, podría pedirle cualquier cosa que estuviera a su alcance. Pensaba pedirle que cambiara el estandarte pagano del Pendragón para izar la cruz de Cristo. Así todo el país sería tierra cristiana y la legión de Arturo, un ejército protegido por la Virgen María.

Pensó un dibujo muy hermoso: azul, con hebras de oro y sus valiosas sedas carmesíes para la capa de la virgen. Como no tenía otra ocupación, se dedicaba a él de la mañana a la noche. Con la ayuda de Elaine aparecía velozmente entre sus dedos. Y en cada puntada de este estandarte pondré una oración para que Arturo vuelva indemne y para que éste sea un país cristiano, desde Tintagel hasta Lothian…

Una tarde recibió la visita del venerable Taliesin. Vaciló antes de permitir que el anciano pagano se acercara a ella mientras gestaba al hijo de Arturo, pero al ver sus ojos bondadosos recordó que, por ser padre de Igraine, sería bisabuelo del recién nacido.

—Que el Eterno os bendiga, Ginebra —dijo Taliesin extendiendo los brazos en el gesto de la bendición.

Ginebra hizo la señal de la cruz; luego se preguntó si no lo habría ofendido, pero Merlín pareció tomarlo como un simple intercambio de bendiciones.

—¿Cómo sobrelleváis el encierro, señora? —preguntó observando la habitación—. ¡Vaya, si esto parece una mazmorra! Habríais estado mejor en Camelot, en Avalón o en la isla de Ynis Witrin, donde al menos tendríais aire fresco y podríais hacer ejercicio.

—Tomo suficiente aire en el jardín —respondió Ginebra, mientras resolvía hacer ventilar la habitación y la cama aquel mismo día.

—No dejéis de caminar al aire libre todos los días, hija mía, aunque esté lloviendo; el aire cura todos los males —y añadió con gentileza—: Arturo me dio la buena nueva y me regocijo con vos. No son muchos los que viven tanto como para conocer a sus bisnietos. —La cara vieja y arrugada parecía refulgir de benevolencia—. Si algo puedo hacer por vos, ordenádmelo, señora. ¿Tenéis alimentos recientes o sólo raciones militares?

Ginebra le aseguró que recibía diariamente un cesto de buenas provisiones, pero no dijo que le apetecía muy poco. Luego le contó que el último acto de Igraine había sido revelarle lo de su hijo.

—Señor —preguntó mirándolo con ojos atribulados—, ¿sabéis dónde mora Morgana, que no acudió siquiera al lecho de su madre moribunda?

Él negó lentamente con la cabeza.

—Lo siento; no lo sé.

—¡Pero es escandaloso que Morgana no diga a sus parientes adónde ha ido!

—Como es sacerdotisa de Avalón, es posible que haya iniciado algún viaje mágico o que se haya recluido en busca de la videncia —aventuró Taliesin, también preocupado—. Morgana es una mujer adulta y no necesita la autorización de nadie para ir y venir.

Se lo tendría bien merecido si terminaba mal por la terquedad con que obraba a su antojo, pensó Ginebra. Pero bajó la mirada para que el druida no viera su enfado, a fin de que no cambiara la buena opinión que tenía de ella. Merlín no se percató, pues Elaine le estaba enseñando el estandarte.

—Ved cómo pasamos nuestros días de prisión, buen padre.

—Crece con celeridad —comentó Merlín, sonriente—. Ya se puede ver el bello dibujo.

—Y mientras lo tejo, rezo —aclaró Ginebra desafiante—. Con cada puntada tejo una plegaria para que Arturo y la cruz de Cristo triunfen sobre los sajones y sus dioses paganos. ¿No me regañaréis por ello, señor Merlín, aunque comprometisteis a Arturo a combatir bajo un estandarte pagano?

Taliesin respondió mansamente:

—Las plegarias nunca sobran, Ginebra. La vaina de Escalibur fue hecha por una sacerdotisa que incluyó en ella oraciones y hechizos para su protección. Habréis notado, sin duda, que aun cuando lo hieren sangra poco.

—Preferiría que estuviera protegido por Dios, no por brujerías —se acaloró la reina.

El anciano sonrió.

—Dios es uno; lo demás es sólo la expresión que le dan los ignorantes para poder entenderlo, como esta imagen de vuestra Virgen, señora. Nada sucede en el mundo sin la bendición del Uno, que nos dará la victoria o la derrota, según Él lo ordene. El dragón y la Virgen son, por igual, símbolos de nuestra súplica a lo que nos supera.

—Pero ¿no os enfadaría que se reemplazara el estandarte del Pendragón por el de la Virgen? —preguntó Ginebra desdeñosa.

Merlín alargó una mano arrugada para acariciar las sedas brillantes.

—¿Cómo podría condenar algo tan bello y hecho con tanto amor? Pero hay quienes aman ese estandarte tanto como vos la cruz. La gente pequeña necesita de su dragón como símbolo de la protección del rey. ¿La privaríais de sus cosas sagradas, señora?

Ginebra pensó en las hadas de Avalón y de las lejanas colinas de Gales que habían llegado con sus hachas de bronce, incluso con pequeños dardos de pedernal, y con el cuerpo embadurnado de pintura. Le estremecía de horror que gente tan salvaje combatiera junto a un rey cristiano. Merlín, al ver que temblaba, equivocó el motivo.

—Aquí hace un frío húmedo —dijo—. Tenéis que tomar más el sol. —Pero de inmediato comprendió—. Querida hija, recordad que este país es para todos los hombres, cualesquiera que sean sus dioses. Si combatimos contra los sajones no es porque no adoren a la misma divinidad que nosotros, sino porque quieren incendiar nuestras tierras y llevarse todo lo que nos pertenece. Peleamos por defender la paz de este suelo, señora, cristianos y paganos por igual.

Pero Ginebra seguía temblando. Taliesin se despidió, diciéndole que le mandara aviso si necesitaba algo.

—Kevin, el bardo, ¿está en el castillo, señor Merlín? —preguntó Elaine.

—Creo que sí. Haré que venga a tocar para vosotras.

—Nos gustaría —dijo la muchacha—, pero en realidad pensaba pedirle prestada su arpa… o la vuestra, señor druida.

El anciano vaciló.

—Kevin no presta su arpa: dice que «su señora» es una amante celosa. —Sonrió—. En cuanto a la mía, está consagrada a los dioses y no puedo permitir que otros la toquen. Pero la señora Morgana dejó la suya en su habitación. ¿Queréis que os la envíe, Elaine? ¿Sabéis tocar?

—Poco, pero así mantendremos las manos ocupadas cuando estemos cansadas de bordar.

—Tocarás tú —dijo Ginebra—. A mí siempre me ha parecido indecoroso que las mujeres toquen el arpa.

—Por indecoroso que sea —insistió su prima—, no quiero enloquecer encerrada aquí. Además, no hay nadie que me vea, aunque baile desnuda como Salomé.

Ginebra soltó una risita aniñada; luego puso cara de escándalo: ¿qué pensaría Merlín? Pero el anciano rió de buena gana.

—Os enviaré la lira de Morgana, señora. ¡Y en verdad no veo nada indecoroso en la música!

Aquella noche Ginebra soñó que las serpientes tatuadas de Arturo cobraban vida y reptaban por su estandarte, dejándolo sucio y viscoso… Despertó jadeando y con arcadas; durante todo aquel día no tuvo fuerzas para abandonar el lecho. Por la tarde llegó Arturo, preocupado.

—Creo que este encierro no te hace ningún bien, señora —dijo—. ¡Ojalá estuvieras sana y salva en Camelot! He recibido noticias de la baja Britania, donde los reyes han hecho naufragar a treinta barcos sajones. Dentro de diez días nos pondremos en marcha. —Se mordió el labio—. Reza, Ginebra, para que podamos llegar sanos y salvos.

Se sentó en la cama para cogerle la mano, pero ella rozó con un dedo las serpientes de su muñeca y se apartó con una exclamación horrorizada.

—¿Qué pasa, Ginebra? —susurró Arturo envolviéndola en sus brazos—. ¡Pobre! Este encierro te ha enfermado. ¡Ya lo temía!

Ginebra se esforzó por dominar el llanto.

—Soñé… soñé… ¡Oh, Arturo! —suplicó arrojando a un lado las mantas—. No soporto que ese horrible dragón lo cubra todo, como en mi sueño. ¡Mira lo que he hecho para ti! —Lo llevó hasta el telar, caminando descalza—. Está casi terminado; dentro de tres días estará listo.

Arturo la estrechó contra sí.

—Lamento que tenga tanta importancia para ti, Ginebra. Lo llevaré a la batalla bajo el estandarte del Pendragón, si quieres, pero no puedo faltar al juramento que hice.

—Dios te castigará por respetar un voto hecho a los paganos antes que a Él. Nos castigará a ambos.

Arturo apartó las manos que se aferraban a él.

—Estás descompuesta y angustiada. No me extraña, en este lugar. Y ya es demasiado tarde para enviarte a Camelot, aunque quisieras ir. Trata de mantener la calma.

Marchó hacia la puerta. Ginebra corrió a sujetarlo por el brazo.

—¿No estás enfadado?

—¿Enfadado? ¿Viéndote enferma y abrumada? —Le dio un beso en la frente—. Pero no hablemos más de esto, Ginebra. Y ahora tengo que irme. Te enviaré a Kevin; su música te animará.

Le dio otro beso y se fue. Ginebra se sentó frente al estandarte y empezó a trabajar frenéticamente.

Al día siguiente, ya tarde, se presentó Kevin, arrastrando su cuerpo contrahecho con ayuda de un bastón. El arpa, colgada de un hombro, acentuaba su aspecto de jorobado monstruoso. Ginebra creyó ver que arrugaba la nariz en un gesto de asco: súbitamente vio la habitación a través de sus ojos, atestada de enseres y con el aire viciado. Cuando levantó una mano en el gesto de la bendición druídica, Ginebra se apartó con temor: podía aceptarlo del venerable Taliesin, pero de Kevin no. Temiendo que pudiera embrujarlos, a ella y a su recién nacido, se persignó secretamente.

Elaine se ofreció cortésmente:

—Permitid que os ayude con el instrumento, maestro arpista.

Kevin se aparto, aunque su voz de cantante sonó muy amable:

—Os lo agradezco, pero nadie puede tocar a mi señora. Si la llevo a cuestas cuando apenas puedo caminar, ¿no creéis que es por algún motivo?

La muchacha inclinó la cabeza como un niño reprendido.

—No quise ofenderos, señor.

—Por supuesto. No podíais saberlo. —Y se retorció penosamente hasta depositar el arpa en el suelo—. Sois la hija del rey Pelinor, ¿verdad, señora? ¿Estáis tejiendo un estandarte para vuestro padre?

Ginebra se apresuró a intervenir.

—El estandarte es para Arturo.

Kevin lo admiró como si fuera la primera labor de una criatura.

—Es bello y quedará muy bonito en algún muro de Camelot, señora, pero no dudo que Arturo llevará el estandarte del Pendragón, como su padre antes. Pero a las señoras no les gusta hablar de batallas. ¿Queréis que toque para vosotras?

Acercó las manos a las cuerdas y comenzó a tocar. Tocó largo rato en la penumbra, y Ginebra se sintió transportada a un mundo donde no había diferencias entre lo pagano y lo cristiano, entre la guerra y la paz, donde el espíritu humano refulgía en la oscuridad como una llama votiva. Cuando se apagaron las últimas notas no pudo hablar; Elaine lloraba quedamente. Al fin dijo:

—Es imposible expresar en palabras lo que nos habéis dado, maestro arpista. No lo olvidaré jamás.

La sonrisa torcida de Kevin pareció burlarse por un momento de sus emociones.

—Veo que tenéis la lira de la señora Morgana —comentó dirigiéndose a Elaine.

—Soy la peor entre las principiantes —dijo la muchacha—. Me gusta tocar, pero a nadie le daría placer escucharme.

—Eso no es cierto —dijo Ginebra—; sabéis que nos gusta.

Kevin sonrió.

—El arpa es el único instrumento que nunca suena mal, por torpe que sea el músico. Tal vez por eso ha sido consagrada a los dioses.

Ginebra apretó los labios: ¿tenía que malograr el placer de aquella hora mencionando a sus infernales dioses? Al fin y al cabo, ese hombre era un sapo deforme que, sin su música, jamás habría podido sentarse a una mesa respetable. Que Elaine charlara con él si quería.

—Aquí hace más calor que en el infierno —dijo abriendo la puerta con irritación.

A través del cielo, ya oscurecido, flameaban lanzas de luz que parecían disparadas desde el norte. Su grito atrajo a Elaine y a la criada. Incluso Kevin, que estaba enfundando su instrumento, se arrastró hasta la puerta.

—¡Oh, qué es esto! —exclamó Ginebra—. ¿Qué presagia?

Kevin respondió en voz baja:

—Los hombres del norte dicen que son los destellos de las lanzas en el país de los gigantes. Cuando se ven en la tierra presagian una gran batalla. Y a eso nos enfrentamos, sin duda: una batalla en la que las legiones de Arturo pueden triunfar o caer para siempre en la oscuridad. Tendríais que haber ido a Camelot, señora Ginebra. No es bueno que el gran rey se preocupe ahora por mujeres y recién nacidos.

Ginebra se volvió, iracunda:

—¿Qué sabéis vos de mujeres, de recién nacidos… o de batallas, druida?

—Éste no sería mi primer combate, mi reina —dijo Kevin impasible—. Ya veis que no me he ido con las doncellas y los afeminados sacerdotes. Ni siquiera Taliesin, anciano como está, rehuirá el combate.

Se hizo el silencio. El cielo seguía cruzado por dardos luminosos.

—Con vuestro permiso, mi reina, tengo que hablar con mi señor Arturo y Merlín sobre lo que presagian estas luces para la batalla que se avecina.

Ginebra tuvo la sensación de que un cuchillo le atravesaba el vientre. Incluso ese pagano deforme podía reunirse con Arturo, mientras ella, su esposa, permanecía fuera de la vista, aunque estaba gestando la esperanza del reino. ¡Y hasta rechazaban su hermoso estandarte!

Kevin se mostró inmediatamente preocupado:

—¿Os encontráis mal, mi reina? ¡Ayudadla, señora Elaine!

Alargó hacia Ginebra una mano deformada, con la muñeca torcida. Y ella vio la serpiente azul tatuada allí. Retrocedió bruscamente, empujándolo sin saber lo que hacía. Kevin, que no se mantenía muy firme sobre los pies, cayó pesadamente al suelo.

—¡No os acerquéis! —gritó Ginebra sofocada—. ¡No me toquéis con esas malvadas serpientes! ¡Pagano del demonio, no pongáis esas sucias serpientes sobre mi recién nacido!

—¡Ginebra! —Elaine corrió hacia ella, pero en vez de apoyarla se inclinó solícitamente hacia Kevin, para ayudarlo a levantarse—. No la maldigáis, señor druida. Está enferma y no sabe lo que hace.

—¿Qué no? —chilló Ginebra—. ¿Creéis que no sé cómo me miráis todos? ¡Como si fuera necia, sorda, ciega y muda! ¡Y queréis calmarme con palabras amables, mientras a espaldas de los curas pedís a Arturo maldades paganas! ¡Salid de aquí! ¡No vaya mi recién nacido a nacer deforme por haber visto yo vuestra vil cara!

Kevin cerró los ojos, con los puños apretados, pero cargó trabajosamente el arpa al hombro. Elaine le entregó el bastón. Ginebra la oyó susurrar:

—Perdonadla, señor druida. Está enferma y no sabe…

La voz musical del arpista sonó dura:

—Bien lo sé, señora. ¿Creéis acaso que nunca he oído de otras mujeres esas dulces palabras? Lo siento. Sólo quería ofreceros placer.

Ginebra, con la cara escondida entre las manos, percibió el golpeteo del bastón que se alejaba. Aun entonces permaneció acurrucada, con los brazos sobre la cabeza. ¡Ah, la había maldecido con aquellas viles serpientes! Las sentía apuñalándola, mordiéndole el cuerpo. Las lanzas de luz la estaban atravesando, refulgían en su cerebro… Lanzó un alarido, con la cara escondida entre las manos, y cayó retorciéndose, atravesada por las lanzas.

El grito de Elaine la hizo reaccionar un poco.

—¡Ginebra! ¡Miradme, prima, decid algo! Ah, que la Santa Virgen nos proteja… ¡Traed a la partera! ¡Mirad, sangre!

—Kevin —aulló Ginebra—. Kevin ha maldecido a mi hijo. —Y se levantó frenéticamente, golpeando con los puños el muro de piedra—. ¡Que Dios me ampare! Mandad por el cura, el cura. Tal vez él pueda librarme de la maldición.

Sin prestar atención al torrente de agua y sangre que le empapaba los muslos, se arrastró hasta su estandarte, haciendo una y otra vez la señal de la cruz, frenéticamente, hasta que todo se esfumó en oscuridad y pesadillas.

• • •

Días más tarde comprendió que había estado peligrosamente enferma, a punto de desangrarse al perder el feto de cuatro meses.

«Arturo. Ahora debe de odiarme. No pude siquiera alumbrar a su hijo… Kevin, fue Kevin quien me maldijo con sus serpientes». Vagaba entre horribles sueños de serpientes y lanzas. Cierta vez, cuando Arturo trató de sostenerle la cabeza, dio un respingo de terror al ver las serpientes que parecían retorcerse en sus muñecas.

Aun cuando estuvo fuera de peligro no recobró las fuerzas. Yacía en una melancólica apatía, sin moverse, con lágrimas en las mejillas. Ni siquiera tenía fuerzas para enjugarlas. Era una locura pensar que Kevin la había maldecido. No era su primer aborto.

El cura estaba de acuerdo con eso. Dios no usaría las manos de un sacerdote pagano para castigarla.

—Si hay alguna falta debe de ser vuestra —le dijo severamente—. ¿Tenéis algún pecado inconfeso en la conciencia, señora Ginebra?

¿Inconfeso? No: hacía tiempo que había sido absuelta por amar a Lanzarote. Sin embargo… había fallado.

—No pude persuadir a Arturo de que abandonara sus serpientes paganas —dijo débilmente—. ¿Es posible que Dios haya castigado a mi hijo por eso?

—No habléis de castigar al niño. Él está en el seno de Cristo. Si hay castigo, es contra vos y contra Arturo —respondió el sacerdote.

—¿Qué puedo hacer como penitencia para que Dios envíe un hijo de Arturo a Britania?

—¿Realmente habéis hecho todo lo posible para que Britania tenga un rey cristiano? ¿O acallasteis vuestras palabras por complacer a vuestro esposo? —inquirió el sacerdote.

Ya sola, Ginebra contempló largamente el estandarte. Noche a noche ardían en el cielo las luces del norte. Un emperador romano había cambiado el destino de Britania al ver en el cielo el signo de la cruz. Si ella lograse dar un signo así a Arturo…

—Ven, ayúdame a levantarme —ordenó a su criada—. Tengo que terminar el estandarte.

Aquella noche Arturo llegó precisamente cuando Ginebra daba las últimas puntadas. Las mujeres estaban encendiendo las lámparas.

—¿Cómo estás, querida? Me alegra verte levantada y trabajando. —Le dio un beso—. No tienes que sufrir tanto. Todavía somos jóvenes. Es posible que Dios nos envíe muchos hijos.

Pero ella vio su expresión vulnerable y comprendió que Arturo compartía su dolor. Lo asió por la mano para obligarlo a sentarse a su lado, frente al estandarte.

—¿Verdad que es bonito? —preguntó, como una criatura en busca de alabanzas.

—Muy bello. Creía no haber visto obra tan hermosa como la vaina de mi Escalibur, pero ésta es aún mejor.

—Y en cada puntada he tejido oraciones para ti y para tus compañeros. Escúchame, Arturo. ¿No crees que Dios nos ha castigado porque no somos dignos de dar otro rey a este país? Todas las fuerzas del mal pagano se han aliado contra nosotros. Tenemos que combatirlas con la cruz, a través de Cristo.

Arturo le cubrió una mano con la suya.

—Es una locura, amor mío. Bien sabes que sirvo a Cristo lo mejor posible.

—¡Pero despliegas esa bandera de serpientes sobre tus hombres!

—No puedo faltar a la Dama de Avalón.

—¡Ah, Arturo! —exclamó Ginebra, severa—. Si me amas, si quieres que Dios nos envíe otro heredero, hazlo. ¿No ves que nos ha quitado a nuestro hijo para castigarnos?

—No debes hablar así —dijo Arturo con firmeza—. Es una tontería supersticiosa. He venido a decirte que los sajones se están reuniendo. Avanzaremos para presentar batalla en el Monte Badon. Ojalá estuvieras en condiciones de ir a Camelot, pero no podrá ser…

—¡Ah, bien sé que soy un estorbo! —repuso Ginebra amargamente—. Es una pena que no muriera con mi recién nacido.

—No, no digas eso —protestó él con ternura—. Sé que triunfaremos. Tienes que rezar por nosotros día y noche, Ginebra. —Y se levantó, agregando—: No partiremos hasta el alba. Trataré de venir esta noche a despedirme, junto con tu padre, Gawaine y Lanzarote. ¿Podrás recibirlos?

Ginebra inclinó la cabeza.

—Haré lo que mi rey y señor mande. Pero ¿por qué te molestas en pedirme que rece, si no he podido convencerte de que cambies ese estandarte pagano por la cruz de Cristo? Dios no permitirá que un hijo tuyo reine sobre este país, porque no te decides a hacer de él un país cristiano.

Arturo le soltó la mano. Por fin dijo en voz queda:

—Mi querida señora, en el nombre de Dios, ¿eso crees?

Ella asintió con la cabeza, sin poder hablar, y se limpió la nariz con la manga, como los niños.

—No creo, señora, que Dios obre así ni que le importe tanto cuál sea nuestra bandera. Pero si para ti es tan importante… —Tragó saliva—. No soporto verte tan afligida, Ginebra. Si enarbolo el estandarte de Cristo y la Virgen, ¿dejarás de llorar y rezarás por mí con toda el alma?

Ella levantó la cabeza transformada por una loca alegría.

—¡Oh, Arturo, he rezado tanto…!

—Así sea —suspiró el rey—. Te lo juro, Ginebra: sólo llevaré a la batalla tu estandarte de Cristo y la Virgen. Sobre mis legiones no flameará otro símbolo. Amén.

Le dio un beso, pero Ginebra creyó verlo muy triste. Le estrechó las manos y se las besó; por primera vez las serpientes tatuadas no eran sino imágenes descoloridas; en verdad había sido una locura pensar que podían dañarla, a ella o a su hijo.

Arturo llamó a su escudero, que permanecía a la puerta, y le ordenó que llevara el estandarte para enarbolarlo sobre el campamento.

—Marchamos mañana al amanecer —dijo— y todos tienen que ver el estandarte con la Virgen y la cruz flameando sobre la legión de Arturo.

El escudero pareció sobresaltarse.

—Señor… Señor… ¿qué tengo que hacer con la enseña del Pendragón?

—Entregádsela al mayordomo para que la guarde donde sea. Marcharemos bajo la bandera de Dios.

Arturo dedicó a Ginebra una sonrisa sin alegría.

—Vendré a verte al atardecer, con tu padre y algunos parientes. Haré que mis mayordomos traigan comida para que cenemos aquí. Hasta entonces, querida esposa.

Y se fue.

Finalmente la pequeña cena se celebró en uno de los salones, pues la alcoba de Ginebra no habría podido albergar cómodamente a tantos. Las señoras se pusieron los mejores vestidos de que disponían y se peinaron con cintas; tras el lúgubre encierro de esas semanas, cualquier tipo de festejo era estimulante. El festín (aunque poco mejor que el rancho de los soldados) se sirvió en mesas de caballete. Casi todos los consejeros de Arturo estaban en Camelot, incluido el obispo Patricio, pero entre los invitados se contaban Taliesin, los reyes Lot y Uriens y el duque Marco de Cornualles, además de Lionel, el heredero de Ban de la baja Britania. Lanzarote encontró tiempo para sentarse junto a Ginebra y mirarla a los ojos con desesperanzada ternura.

—¿Estáis repuesta, mi señora? Estuve preocupado por vos. —Y aprovechó las sombras para besarla: apenas un roce de suaves labios contra la sien.

También el rey Leodegranz, ceñudo y nervioso, fue a besarla en la frente.

—Lamento tu enfermedad, querida, y que hayas perdido a tu hijo. Pero Arturo tendría que haberte despachado hacia Camelot en una litera. ¡Ya ves que no has ganado nada quedándote!

—No tenéis que regañarla —intervino Taliesin, delicadamente—: Ya ha sufrido mucho, señor.

Elaine cambió de tema con tacto.

—¿Quién es el duque Marco?

—Un primo de Gorlois de Cornualles —respondió Lanzarote—. Ha pedido a Arturo que, si triunfamos en Monte Badon, le entregue Cornualles por casamiento con nuestra prima Morgana.

—¿Ese anciano? —exclamó Ginebra, espantada.

—Sería conveniente casar a Morgana con un hombre mayor, pues no tiene el tipo de hermosura que atrae a los más jóvenes —opinó Lanzarote—. Pero el duque Marco no la quiere para sí, sino para su hijo Tristán, uno de los mejores caballeros de Cornualles. —Y rió entre dientes—. Chismorreos de bodas cortesanas… ¿no hay otro tema de conversación?

—Bueno —dijo Elaine, audaz—, ¿cuándo nos hablaréis de vuestra boda, señor Lanzarote?

Él inclinó la cabeza con galantería, diciendo.

—El día que vuestro padre me ofrezca vuestra mano, señora Elaine. Pero es probable que quiera casaros con un hombre más rico. Y como mi señora ya tiene esposo… —Se inclinó ante Ginebra, pero ella vio tristeza en sus ojos.

Elaine, ruborizada, bajó la mirada. Arturo comentó:

—Invité a Pelinor, pero prefirió quedarse en el campamento con sus hombres, organizando la marcha. Mirad… —señalaba la ventana—. ¡Otra vez se encienden las lanzas boreales!

Lanzarote preguntó:

—Kevin, el arpista, ¿no cena con nosotros?

—Se lo pedí —respondió Taliesin—, pero dijo que no quería ofender a la reina con su presencia. ¿Habéis reñido, Ginebra?

Ella bajó la mirada.

—Cuando estaba enferma y dolorida le dije palabras duras. Si lo veis, señor druida, ¿le diréis que le ruego me perdone?

—Creo que ya lo sabe —dijo delicadamente Merlín.

Y Ginebra se preguntó qué le habría dicho el arpista.

De pronto la puerta se abrió de par en par; Lot y Gawaine entraron a zancadas.

—¿Qué significa esto, mi señor Arturo? —inquirió el anciano—. El estandarte del Pendragón, que nos comprometimos a seguir, ya no flamea sobre el campamento. Entre las Tribus hay gran desasosiego. Decidme, ¿qué habéis hecho?

Arturo palideció a la luz de las antorchas.

—Sólo eso, primo: somos un pueblo cristiano y combatimos bajo el estandarte de Cristo y la Virgen.

Lot lo miró con gesto ceñudo.

—Los arqueros de Avalón hablan de abandonaros. Enarbolad vuestra bandera cristiana, si vuestra conciencia así lo exige, pero poned a su lado el estandarte del Pendragón, con las serpientes de la sabiduría, si no queréis que vuestros hombres se dispersen después de haber permanecido unidos durante esta horrible espera. ¿Queréis acaso perder tanta buena voluntad?

Arturo sonrió con nerviosismo.

—Haremos como el emperador que vio la señal en el cielo y dijo: «Con este signo conquistaremos». Tú, Uriens, que enarbolas las águilas de Roma, tienes que conocer la leyenda.

—En efecto, mi rey —confirmó Uriens—. Pero ¿os parece prudente negar al pueblo de Avalón? Los dos llevamos las serpientes en las muñecas, como símbolo de una tierra más antigua que la cruz.

—Pero si logramos la victoria será una tierra nueva —intervino Ginebra—. Y si no, ya no importará.

Lot se volvió a mirarla con odio.

—Tenía que haberme imaginado que esto era obra vuestra, mi reina.

Gawaine, inquieto, se acercó a la ventana para observar el campamento.

—Veo a la gente pequeña deambulando entre sus fogatas: los de Avalón y los de vuestro país, rey Uriens. —Se acercó al rey—. Arturo, primo, oíd lo que os ruega el más antiguo de vuestros compañeros: enarbolad el estandarte del Pendragón para quienes deseen seguirlo.

Arturo vacilaba, pero le bastó echar una vistazo a los ojos refulgentes de Ginebra.

—Lo he jurado. Si sobrevivimos a la batalla nuestro hijo reinará sobre un país unido bajo el símbolo de la cruz. No he de prevalecer sobre la conciencia de nadie, pero como dicen las Sagradas Escrituras: «En cuanto a mí y a mi casa, serviremos al Señor».

Lanzarote aspiró hondo y se apartó de Ginebra.

—Rey y señor mío: os recuerdo que soy Lanzarote del Lago y que honro a la Dama de Avalón. En su nombre, que fue amiga y benefactora vuestra, os ruego este favor: permitidme portar yo mismo a la batalla el estandarte del Pendragón. Así respetaréis vuestro juramento sin faltar al que hicisteis a Avalón.

Ginebra, viendo que Arturo dudaba, negó imperceptiblemente con la cabeza. Lanzarote consultó con la mirada a Taliesin. Tomando ese silencio como consentimiento, se encaminó hacia la salida a grandes pasos, pero Lot dijo:

—¡No, Arturo! Demasiado se habla ya de que Lanzarote es vuestro heredero y favorito. Si él lleva al Pendragón a la batalla, todos pensarán que lo habéis designado portador de vuestro estandarte. Y entonces habrá división en el reino: vuestra facción bajo la cruz y la de Lanzarote bajo el Pendragón.

El caballero se volvió hacia él con violencia.

—Vos portáis vuestro estandarte. También Leodegranz, y Uriens, y el duque Marco. ¿Por qué no puedo yo portar un estandarte por Avalón?

—Porque el Pendragón es el estandarte de toda Britania unida —explicó Lot.

Arturo suspiró.

—Tenemos que combatir bajo un solo estandarte y ése ha de ser la cruz. Lamento negarte algo, primo —dijo alargando una mano hacia él—, pero no puedo permitir esto.

Lanzarote apretó los labios, conteniendo visiblemente su enfado, y fue hacia la ventana. Detrás de él Lot dijo:

—Los hombres del norte dicen que son las lanzas sajonas a las que vamos a enfrentarnos, y que los cisnes salvajes están llorando, y que a todos nos esperan los cuervos…

Ginebra retenía firmemente la mano de su esposo.

—«Con este signo conquistaréis»… —murmuró.

Y Arturo le estrechó la mano.

—Aunque contra nosotros se congregaran, no solamente los sajones, sino todas las fuerzas del infierno, con mis compañeros no puedo fracasar, señora. Y con vos a mi lado, Lanzarote.

Por un momento el caballero permaneció inmóvil, aún colérica su expresión. Luego lanzó un profundo suspiro.

—Así sea, rey Arturo. Sin embargo… —Dudaba. Ginebra que estaba muy cerca de él percibió el estremecimiento que le recorría los miembros—. No sé qué dirán en Avalón cuando se enteren de esto, rey y señor mío.

Por un momento hubo en el salón un silencio absoluto. Las luces, las lanzas flamígeras del norte, centelleaban sobre ellos. Luego, Elaine corrió bruscamente las cortinas, dejando afuera el augurio, y exclamó alegremente:

—¡Venid a cenar, señores! Si marcháis al combate al romper el día no lo haréis sin un buen festín. ¡Y hemos hecho lo posible por ofrecéroslo!

Pero una y otra vez, mientras comían, mientras Lot, Uriens y Marco hablaban de estrategia con Arturo, Ginebra sorprendió los ojos oscuros de Lanzarote. Estaban colmados de pesadumbre y temor.