10

UNA vez Igraine dijo que Cornualles estaba en el fin del mundo, y ésa fue la impresión que le dio a Ginebra; era como si allí no existieran las invasiones sajonas ni los grandes reyes. Allí, en aquel lejano convento, aunque en los días soleados se veía la severa línea de Tintagel, ella e Igraine eran sólo dos señoras cristianas.

«Me alegro de haber venido», pensó. Sin embargo, había tenido miedo de abandonar las murallas de Caerleon cuando Arturo le ordenó que fuera. El viaje le pareció una larga pesadilla, a pesar del rápido y confortable trayecto por el camino romano. Cuando empezaron a viajar cruzando los páramos altos y expuestos, Ginebra se acurrucó dentro de su litera, despavorida. No habría podido determinar qué le causaba más terror: si el cielo abierto o el interminable panorama de maleza sin árboles, donde las rocas se erguían desnudas y frías como si fueran los mismos huesos de la tierra. Por un tiempo no vieron más seres vivientes que los cuervos y, muy lejos, los ponis salvajes.

No obstante, en aquel remoto convento de Cornualles todo era paz y silencio. Una delicada campana anunciaba las horas, y en el jardín amurallado crecían rosales cuyos tallos se enlazaban pegados a las grietas de los muros. En otros tiempos había sido una villa romana. En el centro del salón, las hermanas decían haber levantado el suelo porque representaba una escandalosa escena pagana que había sido sustituida por ladrillos comunes, pero alrededor aún se veían encantadores delfines y extraños peces. Por las tardes, mientras Igraine descansaba, Ginebra solía sentarse allí con las hermanas para trabajar en sus labores de costura.

Igraine agonizaba. El mensaje había llegado a Caerleon dos meses atrás, cuando Arturo tenía que viajar a Eboracum para ver las fortificaciones; Morgana no estaba. Y como no se podía pretender que Viviana hiciera aquel largo viaje a su edad. Arturo rogó a Ginebra que acudiera junto a su madre.

Ginebra no era ducha en atender a enfermos. El mal de Igraine, cualquiera que fuese, era indoloro, pero le faltaba el aliento y no podía caminar mucho sin toser y jadear. La hermana que la atendía dijo que era una congestión de los pulmones; sin embargo, no tenía fiebre ni escupía sangre. Tenía los labios pálidos y las uñas azules, y los tobillos se le hinchaban tanto que apenas podía caminar; la fatigaba hablar y pasaba casi todo el tiempo en cama. A los ojos de Ginebra no parecía tan enferma, pero la hermana dijo que no tardaría más de una semana en morir.

Era la mejor parte del verano. Aquella mañana, Ginebra cortó una rosa blanca del jardín y se la puso en la almohada. La noche anterior Igraine se había levantado trabajosamente para acudir a vísperas, pero ahora estaba tan fatigada y falta de fuerzas que no pudo levantarse. No obstante sonrió a Ginebra y le dijo, con voz susurrante:

—Gracias, querida hija. —Olfateó delicadamente los pétalos—. Siempre quise cultivar rosas en Tintagel, pero la tierra era tan pobre que no crecía casi nada. Viví allí cinco años y nunca cesé en mis intentos de plantar un jardín.

—Cuando vinisteis a casa para acompañarme a mi boda visteis nuestro jardín —recordó Ginebra, con una súbita punzada de nostalgia.

—Era muy bello; me hizo pensar en Avalón. Allí hay flores tan hermosas en los patios de la Casa de las doncellas… —Por un momento guardó silencio—. ¿Enviaron a Avalón un mensaje para Morgana?

—Se envió un mensaje, madre, pero Taliesin nos dijo que en Avalón no han visto a Morgana —respondió Ginebra—. Debe de estar en Lothian, con la reina Morgause, y en estos tiempos los mensajeros tardan una eternidad en ir y volver.

Igraine dejó escapar un fuerte suspiro y volvió a tener un acceso de tos. Su nuera la ayudó a incorporarse. Al fin la enferma murmuró:

—Sin embargo, la videncia tendría que haber indicado a Morgana que ha de venir a mí. Si supierais que vuestra madre iba a morir, ¿no iríais a ella? Claro que sí, puesto que vinisteis a mí, que no soy siquiera vuestra madre. ¿Cómo es que Morgana no ha venido?

«Nada le importa que yo esté aquí —pensó la joven—. No es mi presencia la que quiere. A nadie le importa si estoy aquí o en cualquier otra parte». Y tuvo la sensación de que le habían herido el corazón. Pero como Igraine la estaba observando con expectación, dijo:

—Puede que no haya recibido ningún mensaje. Puede que haya renunciado a la videncia para hacerse cristiana y esté en algún convento.

—Puede ser… Eso hice yo al casarme con Uther —murmuró Igraine—. Pero de vez en cuando se me presentaba sin que yo lo deseara; creo que si Morgana estuviera enferma o moribunda, yo lo sabría. —Su voz sonaba inquieta—. Cuando ibais a casaros la videncia vino a mí. Decidme, Ginebra: ¿amáis a mi hijo?

La joven retrocedió ante aquellos claros ojos grises: ¿podrían leerle el alma?

—Le amo mucho y le soy fiel, señora.

—Sí, os creo. ¿Y sois felices juntos? —Igraine le cogió las manos con una súbita sonrisa—. Vaya, creo que sí. Y seréis aún más felices, puesto que al fin estás gestando a su hijo.

Ginebra la miró fijamente, boquiabierta.

—Yo… no lo sabía.

La enferma volvió a sonreír, tierna y radiante.

—Así suele suceder, aunque en realidad no sois tan joven. Me sorprende que todavía no tengáis hijos.

—No ha sido por falta de voluntad ni de oraciones, señora —reconoció Ginebra, tan conmovida que apenas sabía lo que estaba diciendo—. ¿Cómo… qué os hace pensar que… que estoy encinta?

—Olvidaba que no tienes el don de la videncia. Yo renuncié a ella, pero como os he dicho, a veces me asalta desprevenidamente. Y nunca me ha engañado.

Ginebra rompió en sollozos. Igraine, atribulada, apoyó una mano enflaquecida sobre la suya.

—¿Os doy una buena noticia y lloráis, hija mía?

«Ahora supondrá que no quiero este hijo. Y no soporto que piense mal de mí». Con voz trémula, Ginebra explicó:

—En todos estos años de casada, sólo he estado embarazada dos veces y tan sólo pude gestar al niño durante uno o dos meses. Decidme, señora, ¿creéis…?

Se le cerró la garganta, no se atrevía a pronunciar las palabras: «¿Podré alumbrar a este hijo? ¿Me habéis visto con el heredero de Arturo en los brazos?». ¿Qué pensaría su confesor de estos tratos con la hechicería?

Igraine le dio unas palmaditas en la mano.

—Ojalá pudiera deciros más, pero la videncia va y viene a voluntad. Dios permita que llegue a buen fin, querida; si no veo más, quizá sea porque ya no estaré aquí cuando nazca vuestro hijo… No, no llores, criatura —rogó—. Estoy lista para abandonar esta vida desde que vi casado a Arturo. Me gustaría tener en brazos a mis nietos, pero Uther ya no está y mis hijos están bien. Tal vez él me espera más allá de la muerte, con los otros hijos que perdí al nacer. Y si no… —Se encogió de hombros—. Jamás lo sabré.

Cerró los ojos. «La he fatigado», pensó Ginebra. Y guardó silencio hasta que la vio dormida; luego se levantó para salir al jardín.

Se sentía aturdida; no había pensado que pudiera estar embarazada. Durante los tres primeros años de matrimonio lo había pensado cada vez que su período se retrasaba. Pero los retrasos persistían, aun en ausencia de Arturo, y al fin comprendió que sus ritmos menstruales eran inconstantes; a veces pasaban dos o tres meses sin señales.

No se le ocurrió poner en duda el anuncio de Igraine. Algo en su interior decía: «Brujerías», pero algo más exclamaba: «¿Qué pecado puede haber en decirme algo así?». Era como cuando el ángel se presentó ante la Virgen María para anunciarle el nacimiento de su hijo…

En aquel momento sonó el toque de oración de la campana del claustro, y Ginebra entró en la capilla. Pero apenas oyó el oficio, pues todo su corazón y su mente estaban dedicados a la plegaria más fervorosa de su vida:

«Ha venido, la respuesta a todas mis preces. Oh, gracias, Dios mío. ¡Gracias, Bendita Señora! Arturo se equivocó. El fallo no estaba en él. No había necesidad»… Y una vez más se llenó de la vergüenza que había experimentado cuando él le dio autorización para traicionarlo. «¡Y qué pecadora fui entonces, que incluso llegué a planteármelo!». Pero a pesar de su perversión, Dios la recompensaba inmerecidamente. Ginebra levantó la cabeza para cantar el Magnificat con el resto, con tanto fervor que la abadesa la miró sorprendida.

«No saben por qué estoy tan agradecida. No saben cuánto tengo que agradecer. Pero tampoco saben lo mala que fui, por pensar aquí, en este lugar sagrado, en aquél que amo…».

Y de pronto, aun en medio de tanto júbilo, sintió una punzada de dolor: «Cuando me vea hinchada por el hijo de Arturo me encontrará fea, grotesca, y jamás volverá a mirarme con amor y deseo».

Pese al gozo de su corazón se sentía pequeña, humillada y triste.

«Arturo me dio su consentimiento. Podríamos habernos tenido mutuamente, al menos una vez. Ahora, jamás, jamás, jamás…».

Escondió la cara entre las manos y lloró en silencio. Ya no le importaba que la abadesa la estuviera observando.

Aquella noche la respiración de Igraine se hizo tan dificultosa que ya ni siquiera podía acostarse para descansar, y era preciso mantenerla erguida, incorporada contra varios almohadones para que pudiera respirar. Jadeaba y tosía sin cesar. La abadesa le dio un bebedizo para despejarle los pulmones, pero sólo consiguió revolverle el estómago.

Ginebra dormitaba sentada junto a ella, pero estaba alerta a cualquier movimiento de la enferma, para darle un sorbo de agua o acomodarle las almohadas. En el cuarto sólo había una lámpara pequeña, pero el claro de luna era intenso. Como la noche era cálida, se mantenía abierta la puerta que daba al jardín, y por ella entraba el rumor incesante y apagado del mar, que castigaba las rocas más allá del jardín.

—Qué extraño —murmuró Igraine por fin, con voz remota—. Nunca pensé que vendría a morir aquí. Recuerdo lo sola que me sentí al llegar a Tintagel. Avalón era tan bello, tan florido…

—Aquí también hay flores —observó Ginebra.

—Pero no como las de mi isla. Esto es tan yermo, tan pedregoso… ¿Has estado en Avalón, hija?

—Me eduqué en el convento de Ynis Witrin, señora.

—También es una bella isla. Mientras viajaba hacia aquí, por los páramos, sentía miedo… —Igraine hizo un movimiento débil hacia ella. Ginebra le cogió la mano y se alarmó al sentirla tan fría—. Has sido buena al venir desde tan lejos, ya que mis hijos no podían. Recuerdo que te horrorizaba viajar. Y ahora, estando embarazada…

Ginebra le frotó las manos heladas.

—No os fatiguéis hablando, madre.

Igraine emitió algo similar a una risa, pero se perdió en un ataque de tos.

—¿Qué importancia tiene ya, Ginebra? Fui injusta contigo. El mismo día de tu boda pregunté a Taliesin si habría alguna manera de que Arturo eludiera honorablemente ese enlace.

—Yo… no lo sabía. ¿Por qué?

Igraine pareció vacilar, pero tal vez sólo se esforzaba por dominar la voz.

—No sé… Quizá pensé que no serías feliz con mi hijo.

Sobrevino otro fuerte ataque de tos. Cuando se hubo calmado un poco Ginebra le advirtió:

—No tenéis que hablar más, madre. ¿Queréis que mande por un sacerdote?

—Malditos sean todos los sacerdotes —dijo Igraine con claridad—. No quiero a ninguno junto a mí. ¡Oh, no pongas esa cara de espanto, hija! —Por un momento permaneció inmóvil—. Me creías muy piadosa por haberme retirado a un convento en mis últimos años. Pero ¿adónde habría podido ir? Viviana me habría recibido en Avalón, pero yo no podía olvidar que me obligó a casarme con Gorlois. Más allá de este jardín amurallado está Tintagel, que para mí fue como una prisión. Pero también es el único lugar que podía considerar mío. Y pensé que me lo había ganado por lo que allí soporté. —Otra larga y silenciosa lucha por respirar. Por fin continuó—: Ojalá hubiera venido Morgana. Tiene el don de la videncia. Tendría que saber que agonizo.

Ginebra, viendo que tenía lágrimas en los ojos, dijo con suavidad:

—Si lo supiera habría venido, querida madre.

—No estoy tan segura. La alejé de mí al entregarla a Viviana. Aun sabiendo lo implacable que ella podía ser, aun sabiendo que utilizaría a Morgana tal como me usó a mí, por el bienestar de esta tierra y por su ambición de poder —susurró Igraine—. La alejé de mí porque, puesta a elegir entre dos males, me pareció preferible que estuviera en Avalón y en manos de la Diosa, y no que los negros curas la convencieran de que era mala por el solo hecho de ser mujer.

Ginebra quedó profundamente consternada. Frotó entre sus manos aquellos dedos helados y renovó los ladrillos calientes de la cama; le friccionó los pies, pero Igraine dijo que no los sentía. Ginebra consideró que tenía que insistir.

—Ahora que se aproxima vuestro fin, ¿no queréis hablar con un sacerdote de Cristo, querida madre?

—Te dije que no —aseveró la enferma—. Después de callar por tantos años para tener paz en mi hogar, podría decirles lo que realmente pienso de ellos. Porque amaba a Morgana la dejé ir con Viviana: para que al menos ella se les escapara. —Volvía a jadear—. Arturo nunca fue hijo mío: era de Uther. Sólo una esperanza de sucesión. Amé mucho a Uther y le di hijos porque necesitaba un heredero. Dime, Ginebra: ¿te ha reprochado mi hijo que aún no le hayas dado un heredero?

La joven inclinó la cabeza, sintiendo en los ojos el escozor de las lágrimas.

—No, ha sido muy bueno, no me lo ha reprochado ni una sola vez. En una ocasión me dijo que había conocido a muchas mujeres sin engendrar nunca un hijo, por lo que quizá la culpa no era mía.

—Si te ama por ti misma es una joya inapreciable entre los hombres —dijo Igraine—; se merece que le hagas feliz. A Morgana la amé porque no tenía a nadie. Era joven y me sentía desdichada, sola, lejos de mi hogar, aún una niña. Temí que resultara un monstruo por el odio que sentía mientras la gestaba, pero era encantadora: sabia y solemne como las niñas hada. Sólo he amado a Uther y a ella…

»¿Dónde está, que no acude junto a su madre moribunda? Durante la coronación de Arturo vi que tenía graves problemas, pero no dije nada; me necesitaba y no dije nada, no quise saber… ¡Dime la verdad, Ginebra! ¿Tuvo un hijo, sola y lejos de quienes la amaban? ¿Te ha hablado de eso? ¿Tanto me odia que no viene cuando agonizo? ¿Sólo porque no le expresé mi temor por ella durante la coronación de Arturo? Ah, Diosa… Renuncié a la videncia para tener paz en mi hogar, porque Uther era seguidor del Cristo… Muéstrame dónde mora mi hija, Ginebra…

La joven la retuvo para que no se moviera, diciendo:

—Tenéis que estaros quieta, madre. Ha de ser la voluntad de Dios. Aquí no podéis convocar a la Diosa de los infieles.

Igraine irguió la espalda; a pesar de la cara hinchada y los labios azules, miró a su nuera de tal modo que ésta recordó de súbito: «También es gran reina de este país».

—No sabes lo que dices —le espetó la enferma, con orgullo, piedad y desprecio—. La Diosa está por encima de cualquier otro dios. Las religiones van y vienen, tal como descubrieron los romanos y, sin duda, también descubrirán los cristianos, pero Ella está por encima de todos.

Dejó que Ginebra la recostara en las almohadas, gimiendo:

—Ojalá se me calentaran los pies… Sí, ya sé que me has puesto ladrillos calientes, pero no los siento. Cierta vez leí sobre un sabio al que obligaron a beber cicuta. Taliesin dice que los pueblos siempre han matado a los sabios. Al morir dijo que el frío le trepaba desde los pies. No he bebido cicuta, pero así es… y ahora el frío me está llegando al corazón…

Se estremeció y quedó inmóvil. Por un momento Ginebra creyó que ya no respiraba. No: el corazón aún latía débilmente. Pero Igraine no volvió a hablar. Poco antes del amanecer cesaron finalmente los dificultosos jadeos.