UY al norte, donde reinaba Lot, la nieve se amontonaba en las montañas, e incluso a mediodía era frecuente una neblina de apariencia crepuscular. En los raros días en que brillaba el sol, los hombres podían salir a cazar, pero las mujeres seguían encerradas en el castillo. Morgause, que movía perezosamente el huso (hilar le resultaba tan detestable como siempre, pero en la habitación había demasiada oscuridad para labores más finas), levantó la mirada al sentir la corriente helada de la puerta.
—Hace mucho frío, Morgana —dijo en tono de leve reproche—. Te has quejado de frío todo el día, ¿y ahora quieres convertirnos en carámbanos?
—No me quejaba —dijo la joven—. ¿Acaso he dicho una palabra? Pero el ambiente está más viciado que el de una letrina y el humo apesta. Quiero respirar, ¡nada más! —Cerró la puerta de un empellón y volvió al fuego, temblando y frotándose las manos—. Desde principios de verano no he dejado de tener frío.
—No lo dudo —dijo Morgause—. Ese pequeño pasajero que llevas te roba todo el calor de los huesos. Él está cómodo y abrigado mientras su madre tiembla. Siempre sucede lo mismo.
—Al menos ya ha pasado la Navidad; ahora amanece más temprano y oscurece más tarde —dijo una de las damas—. Dentro de un par de semanas tendrás a tu recién nacido en los brazos.
Morgana, sin responder, se plantó junto al fuego, estremecida y frotándose las manos como si le dolieran. Parecía su fantasma: la cara se le había afilado adquiriendo una delgadez cadavérica; las manos esqueléticas contrastaban con el abultado vientre. Tenía grandes ojeras y los párpados enrojecidos, como llagados de tanto llorar; sin embargo, en todas las lunas que llevaba en la casa, Morgause no la había visto derramar una sola lágrima.
«Me gustaría consolarla, pero ¿cómo, si no llora?».
Llevaba un vestido viejo de su tía y una sobreveste azul oscuro, raída y grotescamente larga. Su aspecto era desgarbado, casi harapiento, y a Morgause la exasperaba que no se hubiera tomado siquiera el trabajo de acortarla un poco. Tenía los tobillos tan hinchados que sobresalían de los zapatos, como consecuencia de comer sólo hortalizas secas y carnes saladas, lo único que había en aquella época del año. Todos necesitaban comer caliente. Tal vez los hombres tuvieran suerte en la cacería; entonces tendrían carne fresca y quizás algunas hierbas del arroyo; eso era lo que deseaba cualquier embarazada, sobre todo en las postrimerías del invierno.
Su hermosa cabellera también estaba enmarañada en una trenza floja; parecía llevar semanas sin rehacerla. Por fin cogió un peine que tenían siempre a mano y, volviendo la espalda al fuego, alzó uno de los perritos falderos de Morgause para peinarlo. «Harías mejor en peinarte tú misma», pensó su tía; pero no dijo nada. En los últimos tiempos la joven estaba tan irritable que no había modo de hablar con ella. Era natural, tan cerca de la fecha. Al sentir los tirones del peine en el pelo apelmazado, el perrillo lanzó un chillido; Morgana lo acalló con una voz mucho más suave de la que ningún ser humano le había oído en aquellos días.
—Ya no puede faltar mucho, Morgana —dijo la reina delicadamente—. Cuando comience febrero ya habrá pasado, sin duda.
—No veo la hora. —Morgana dio una última palmada al perro y lo puso en el suelo—. Bueno, ahora estás decente, cachorro. ¡Qué bonito estás con ese pelo tan suave!
—Voy a avivar el fuego —dijo una de las mujeres, llamada Beth, arrimando la rueca a un cesto de lana—. Los hombres ya han de estar en casa; ha oscurecido. —Mientras caminaba hacia el hogar tropezó con un palo suelto y estuvo a punto de caer—. Gareth, diablillo, ¿quieres recoger estas basuras?
Arrojó el palo al fuego y Gareth, de cinco años, lanzó un aullido de indignación: ¡aquella astilla era uno de sus soldados!
—Bueno, hijo, es de noche y tus soldados tienen que volver al campamento —intervino Morgause enérgica.
El niño, mohíno, llevó su ejército a un rincón, pero apartó uno o dos soldados para guardarlos cuidadosamente en un pliegue de su túnica. Eran mayores que los otros y Morgana, semanas antes, los había tallado en una tosca representación de hombres con yelmo y armadura, teñidas las capas de carmesí con jugo de bayas.
—¿Me haces otro caballero romano, Morgana?
—Ahora no, Gareth —contestó—. Me duelen las manos por el frío. Quizá mañana.
Él se apoyó en su rodilla, ceñudo y exigente:
—¿Cuándo tendré edad para ir de caza con padre y Agravaín?
—Faltan unos cuantos años, supongo. —Morgana sonrío—. Será cuando tengas la estatura suficiente para no perderte en los ventisqueros.
—¡Ya soy alto! —dijo el niño estirándose—. ¡Mira: cuando estás sentada soy más alto que tú, Morgana! —Le dio una patada a una silla, inquieto—. ¡Aquí no hay nada que hacer!
—Bueno, puedo enseñarte a hilar para que no te aburras —dijo Morgana.
Pero el niño hizo una mueca y se apartó.
—¡Voy a ser caballero! ¡Los caballeros no hilan!
—Es una pena —observó Beth, agria—. Si supieran lo que cuesta hilar no gastarían tanto las capas y las túnicas.
—Pero hubo un caballero que hilaba, según cuenta la leyenda. —Morgana alargó los brazos hacia el niño—. Ven aquí. No, siéntate en el banco. Ya pesas mucho para que te tenga en el regazo. Hace mucho tiempo, antes de que vinieran los romanos, había un caballero llamado Aquiles sobre el que pesaba una maldición. Una anciana hechicera dijo a su madre que moriría en combate, y ésta le puso faldas y lo escondió entre las mujeres, donde aprendió a hilar, a tejer y hacer todo lo que hacen las doncellas.
—¿Y murió en combate?
—Por supuesto que sí: cuando pusieron sitio a la ciudad de Troya, Aquiles acudió con todos los guerreros y resultó el mejor de todos.
—Cuando esté en la corte y sea uno de los caballeros de Arturo —aseveró Gareth, con los ojos redondos como platos—, seré el mejor guerrero y en las justas ganaré todos los premios. ¿Qué fue de Aquiles?
—No lo recuerdo. Hace mucho tiempo que oí ese cuento —respondió Morgana, llevándose las manos a la espalda, como si le doliera.
—Háblame de los caballeros de Arturo, Morgana. Conoces a Lanzarote, ¿verdad?
—No la molestes, Gareth, no se encuentra bien —advirtió Morgause—. Corre a las cocinas, a ver si pueden darte una torta de avena.
El niño, aunque ceñudo, sacó su caballero de madera y se fue hablándole por lo bajo:
—Bueno, señor Lanzarote, saldremos a matar a todos los dragones del lago…
—No habla más que de guerras y de su preciado Lanzarote —comentó Morgause impaciente—. ¡Como si no bastara con tener a Gawaine lejos, combatiendo con Arturo! Cuando Gareth sea mayor, espero que haya paz en este país.
—Habrá paz —dijo Morgana distraída—, pero no servirá de nada, pues él morirá a manos de su mejor amigo…
—¿Qué? —gritó su tía mirándola fijamente.
Pero la joven tenía los ojos perdidos, vacuos. Morgause la sacudió delicadamente, inquiriendo:
—Hija, ¿te encuentras mal?
Morgana parpadeó. Luego negó con la cabeza.
—Perdona. ¿Qué me decías?
—¿Qué te decía? Más bien, ¿qué me decías tú a mí? —Pero la expresión inquieta de su sobrina le erizó la piel. Entonces le acarició la mano, desechando aquellas lúgubres palabras como producto de un delirio. Prefería no pensar que la muchacha había tenido un momento de videncia—. Supongo que estabas soñando con los ojos abiertos. Tienes que cuidarte más, Morgana. Casi no comes, no duermes…
—La comida me repugna —suspiró la joven—. Ojalá fuera verano para comer fruta… Anoche soñé que comía las manzanas de Avalón…
Le tembló la voz; bajó la cabeza para que Morgause no viera las lágrimas que le pendían de las pestañas, pero apretó los puños para no llorar.
—Todos estamos hartos del pescado salado y el tocino ahumado —dijo su tía—. Pero si Lot ha tenido buena caza podrás comer carne fresca. Tu preparación de sacerdotisa te ha habituado a ayunar, pero tu hijo no puede soportar el hambre y la sed. Y estás demasiado delgada.
—¡No te burles! —se enfadó Morgana, señalando su abultado vientre.
—Pero tus manos y tu cara son puro hueso. No puedes dejar de comer. Tienes que pensar en tu hijo.
—Pensaré en su bienestar cuando él piense en el mío —dijo Morgana— levantándose bruscamente.
Pero su tía la cogió de las manos para obligarla a sentarse otra vez.
—Hija querida, sé lo que estás pasando. He tenido cuatro hijos, ¿recuerdas? Estos últimos días son peores que todos los meses anteriores.
—¡Debí tener el buen tino de deshacerme de él a tiempo!
Morgause abrió la boca para replicar con aspereza, pero suspiró.
—Es demasiado tarde para pensar así; en diez días más terminará todo.
Sacó un peine de entre los pliegues de su ropa y comenzó a desenmarañar la enredada trenza de Morgana.
—Déjalo —protestó la muchacha, apartando la cabeza—. Lo haré yo misma. ¡Dame ese peine!
—Quédate quieta, pequeña —la instó Morgause—. ¿Recuerdas que, cuando eras niña, solías pedir que te peinara yo, porque tu niñera te daba tirones? —Fue desenredando un mechón tras otro, entre caricias afectuosas—. Tienes un pelo precioso.
—Oscuro y áspero como las crines en invierno.
—No: fino como lana de oveja negra, y brillante como la seda —corrigió su tía—. Espera. Te lo trenzaré. Siempre he deseado tener una hija, para poder vestirla y trenzarle el pelo así… —Atrajo la cabeza oscura hacia su pecho y Morgana se dejó llevar, trémula de lágrimas que no podía derramar—. Ah, bueno, bueno, pequeña mía, no llores. Ya falta poco.
—Es que… esto es tan oscuro… Siento nostalgia del sol…
—En verano tenemos sol de sobra; hay luz incluso a medianoche. Por eso en invierno recibimos tan poca.
Morgana seguía temblando en sollozos incontrolables. Morgause la estrechó contra sí, meciéndola con suavidad.
—Bueno, pequeña, bueno, te comprendo. Yo tuve a Gawaine en lo peor del invierno. El día era oscuro y tormentoso como éste; tenía sólo dieciséis años y mucho miedo. Lot estaba lejos, en la guerra; me horrorizaba verme tan gorda, estaba siempre descompuesta y me dolía la espalda. Y me encontraba completamente sola entre mujeres desconocidas. ¿Puedes creer que tenía mi vieja muñeca escondida en la cama y por la noche me abrazaba a ella, llorando? Era tan niña… Al menos tú ya eres una mujer adulta. Y ahora, aquel niño está combatiendo contra los sajones. ¡Ah, sí! Ahora recuerdo que tenía una noticia para darte: Marged, la esposa del cocinero, ya ha dado a luz; supongo que por eso las gachas estaban tan llenas de grumos esta mañana. Así que tendrás una nodriza a mano. Aunque cuando veas a tu hijo querrás amamantarlo tú misma, sin duda.
Morgana hizo un gesto de repugnancia. Su tía sonrió.
—Así pensaba yo antes de que naciera cada uno de mis hijos. Pero en cuanto les veía la cara ya no quería que abandonaran mis brazos. —Al ver que su sobrina hacía un gesto de dolor preguntó—: ¿Qué te pasa, Morgana?
—Me duele la espalda. He estado mucho tiempo sentada. Eso es todo.
Se levantó para pasearse por la habitación, inquieta, con las manos apretadas en la parte posterior de la cintura. Morgause entornó los ojos, pensativa. Sí: en los últimos días el vientre le había bajado; ya no podía faltar mucho. Haría llevar paja fresca al salón de las mujeres. Y tenía que hablar con las parteras para que estuvieran preparadas.
Los hombres de Lot habían cazado un ciervo en las colinas; el olor a carne asada llenaba todo el castillo. La misma Morgana no pudo rechazar un trozo de hígado crudo, chorreando sangre; la costumbre indicaba que se reservara esa porción para las embarazadas.
Morgause vio su mueca de asco, la misma que ella había hecho en su momento. Pero también Morgana lo chupó con avidez; su cuerpo exigía el alimento, aunque a su mente le repugnara. Más tarde, cuando le ofrecieron un trozo de carne asada, la rechazó con un gesto. Su tía cogió una lonja y se la puso en el plato.
—Come —ordenó—. Obedece. No puedes negarte la comida y perjudicar a tu hijo.
—No puedo —musitó la joven—. Vomitaría. Guárdalo, más tarde trataré de comerlo.
—¿Qué pasa?
Morgana bajó la cabeza.
—No puedo probar… carne de ciervo. La comí en Beltane cuando… y ahora hasta su olor me asquea…
«Y este niño fue concebido entre los fuegos rituales de Beltane. ¿Qué es lo que tanto la atribula? El recuerdo tendría que serle placentero», pensó Morgause, sonriendo al recordar aquellas fiestas licenciosas. Acaso algún hombre brutal había sometido a la muchacha a una especie de violación; eso explicaría la ira y la desesperación que le inspiraba su embarazo. Cogió una torta de avena y la mojó en el jugo de la carne.
—Come esto, al menos; así recibirás el alimento de la carne. Te preparé una tisana de rosas; te sabrá bien. Recuerdo cuánto me gustaban las cosas agrias cuando estaba embarazada.
Morgana comió, obediente, y sus mejillas parecieron recobrar algo de color. La acritud de la bebida le arrancó una mueca, pero aun así la tragó con avidez.
—No me gusta —comentó—, pero no puedo dejar de bebería. ¡Qué extraño!
—Es tu hijo el que la desea —explicó Morgause muy seria—. En el vientre, el recién nacido sabe lo que le conviene y nos lo exige.
Lot, sentado cómodamente entre dos de sus cazadores, sonrió amistosamente a su cuñada.
—Era un animal viejo y flaco, pero buena comida para el final del invierno —comentó—. Y me alegra que no cazáramos ninguna hembra preñada. Vimos dos o tres, pero ordené a mis hombres que las dejaran en paz. —Con un bostezo, se sentó en el regazo al pequeño Gareth, que tenía la cara brillante de grasa—. Pronto tendrás edad para salir de cacería con nosotros —dijo—. Tú y el pequeño duque de Cornualles.
—¿Quién es el duque de Cornualles, padre? —preguntó el niño.
—¡Cómo! El hijo de Morgana —explicó Lot, sonriente.
Gareth miró fijamente a su prima.
—¿Cómo puede un recién nacido ser duque?
Morgana rió entre dientes, intranquila.
—Mi padre era el duque de Cornualles. Yo soy su única hija legítima. Igraine me dejará el ducado a mí y yo a mis hijos.
Morgause, que la observaba, pensó: «Su hijo está más cerca del trono que mi Gawaine: será sobrino de Arturo. No sé si se ha percatado».
—Ciertamente, Morgana, tu hijo es el duque de Cornualles.
—O la duquesa —recordó ella, sonriendo otra vez.
—No. Por el modo en que lo llevas puedo decirte que es un varón —aseguró su tía—. He tenido cuatro y he observado los embarazos de mis criadas. —Dedicó una sonrisa maliciosa a Lot, agregando—: Mi esposo toma muy en serio ese viejo dicho de que un rey tiene que ser un padre para su pueblo.
—Creo que es de derecho que los hijos legítimos que me ha dado la reina tengan muchos hermanos; dicen que no tener hermanos es como ir sin montura… Vamos, sobrina: ¿por qué no coges la lira y cantas para nosotros?
Morgana hizo a un lado el resto de la torta remojada.
—He comido demasiado para cantar —dijo ceñuda.
Y empezó a pasearse otra vez, con las manos apretadas a la cintura. Gareth fue a tirarle de la falda.
—Cántame aquello del dragón, Morgana.
—Es demasiado largo, y tienes que acostarte.
Pero fue en busca de la lira y le arrancó algunas notas. De pronto interpretó una atrevida canción de soldados. Lot se unió al coro; también sus hombres. Las voces roncas resonaron entre las vigas ahumadas.
Vinieron los sajones en medio de la noche
cuando todos dormían como almejas,
y mataron a todas las mujeres, pues…
¡preferían violar a las ovejas!
—Eso no lo aprendiste en Avalón, sobrina —comentó Lot, muy sonriente, mientras Morgana ponía la lira en su sitio.
—Canta otra vez —pidió Gareth.
—Me falta aliento para cantar —contestó. Cogió su rueca, pero un momento después la dejaba para pasearse nuevamente por el salón.
—¿Qué te pasa, muchacha? —inquirió el rey—. ¡Estás inquieta como un oso enjaulado!
—Me duele la espalda de tanto estar sentada y la carne me ha causado dolores de vientre.
De pronto se dobló, como afectada por un calambre, y dejó escapar una exclamación de sorpresa. Morgause, que la observaba, vio que la sobreveste se oscurecía, empapada hasta las rodillas.
—Oh, Morgana, te has orinado —clamó Gareth—. ¡Ya eres muy mayor para orinarte encima! ¡Te darán una zurra!
—¡Calla, niño! —ordenó su madre con aspereza. Y corrió hacia Morgana, que estaba aún inclinada, con la cara encendida de estupefacción y vergüenza—. No pasa nada, hija. ¿Te duele aquí… y aquí? Ya me parecía. Te has puesto de parto; eso es todo.
Luego llamó a Beth:
—Lleva a la duquesa de Cornualles al salón de las mujeres, llama a Megania y a Branwen. Y soltadle el pelo; no tiene que llevar nada anudado ni ceñido, ni en el cuerpo ni en la ropa.
Mientras la muchacha salía, apoyándose pesadamente en el brazo de la niñera, Morgause dijo a su esposo:
—Tengo que acompañarla. Es su primera vez y debe de estar asustada, pobre niña.
—No hay prisa —apuntó el rey, despreocupado—. Si es el primero, pasará así toda la noche. Tienes tiempo de sobra para sostenerle la mano. —Luego dedicó a su esposa una sonrisa—. ¡Qué prisa tienes por traer al mundo al rival de Gawaine!
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella en voz baja.
—Sólo que Arturo y Morgana nacieron de un mismo vientre. Su hijo está más cerca del trono que el nuestro.
—Arturo es joven —afirmó fríamente Morgana—. Tiene tiempo de sobra para engendrar diez o doce varones. ¿Qué te hace pensar que necesita un heredero?
Lot se encogió de hombros.
—El destino es caprichoso. En combate, Arturo parece protegido por un encantamiento… y no dudo que la Dama del Lago tiene algo que ver con eso, maldita sea. En cuanto a Gawaine, es demasiado leal a su rey. Pero los hados podrían volver la espalda a Arturo. Y si llega ese día, prefiero saber que Gawaine es el más cercano al trono. Piénsalo bien, Morgause: la vida de un recién nacido es tan incierta… Harías bien en implorar a tu Diosa que el pequeño duque de Cornualles no tenga un segundo aliento.
—¿Cómo podría hacer algo así a Morgana, que es como mi hija?
Lot le dio un golpecito afectuoso en el mentón.
—Eres una madre amorosa, Morgause, y me gusta. Pero dudo que Morgana esté deseosa de tener a un recién nacido en los brazos. La he oído arrepentirse de no haberse deshecho de esa criatura.
—Cuando estaba fatigada y descompuesta —aclaró Morgause enfadada—. ¿Crees que yo no decía lo mismo cuando me hartaba de arrastrar mi panza por aquí? Trata muy bien a Gareth; le hace juguetes y le cuenta cuentos. Estoy segura de que será muy buena madre con el suyo.
Él la rodeó con un brazo.
—Oye, tesoro, tú y yo tenemos cuatro hijos varones. Cuando sean hombres se arrancarán los ojos entre ellos, porque nuestro reino no es gran cosa. Pero si Gawaine fuera gran rey entonces cada uno podría tener una corona.
Morgause asintió lentamente. Lot no quería a Arturo, así como no había querido a Uther. Pero nunca lo había creído tan implacable.
—¿Me estás diciendo que mate a ese niño en cuanto nazca?
—Morgana es tu sobrina y mi huésped —dijo Lot—; y eso es sagrado. Jamás me condenaría matando a un pariente. Sólo he dicho que los recién nacidos son frágiles, a menos que se los cuide mucho. Y si Morgana se encontrara en dificultades, bien pudiera ser que nadie tuviera tiempo para ocuparse del niño.
Morgause apretó los dientes y le volvió la espalda.
—Tengo que atender a mi sobrina.
Detrás de ella Lot sonrió.
—Piensa bien en lo que te dicho, esposa mía.
Abajo, en la sala pequeña, se había encendido el fuego; en el hogar hervía una olla de gachas, pues la noche sería larga. Habían extendido paja limpia. Como todas las mujeres felices con sus hijos, Morgause había olvidado los horrores del parto, pero al ver la paja fresca sintió un escalofrío. Morgana, vestida con una túnica holgada y con el pelo suelto, caminaba de un lado a otro, apoyada en el brazo de Megania. Todo tenía aire de fiesta, y para las otras mujeres lo sería. Morgause se acercó a su sobrina para cogerla del brazo.
—Ven, puedes caminar un rato conmigo, mientras Megania prepara los pañales para tu hijo.
Morgana la miró con los ojos de animal salvaje en una trampa, a la espera de la mano que le cortará el cuello.
—¿Será largo, tía?
—Bueno, bueno, no pienses en lo que vendrá —aconsejó Morgause tiernamente—. Puedes pensar que has estado de parto casi todo el día, de modo que ahora todo será más rápido.
Pero estaba pensando: «No le será fácil. Es menuda y se resiste a alumbrar a este hijo. Le espera, sin duda, una noche larga y difícil».
Entonces recordó que Morgana tenía el don de la videncia; mentirle sería inútil. Le dio unas palmaditas en la mejilla pálida.
—No importa, hija, te cuidaremos bien. La primera vez siempre es larga; es como si no quisieran abandonar ese nido tan cómodo. Pero haremos lo que se pueda. ¿Alguien ha traído una gata?
—¿Una gata? Sí, allí hay una. ¿Por qué, tía?
—Porque si has visto parir a una gata, pequeña, sabes que aúllan de dolor, sino que ronronean; puede que su placer te ayude a sufrir menos. —Morgause acarició a la peluda bestezuela—. Puede que en Avalón no conozcan este tipo de magia. Sí, ahora puedes sentarte a descansar un poco y tener a la gata en el regazo.
Morgana aprovechó un momento de respiro para acariciar al animal, pero luego volvió a doblarse por un calambre agudo. Su tía la instó a continuar caminando.
—Mientras puedas… Caminar lo acelera.
—Estoy tan cansada, tan cansada… —gimió la joven.
—Apóyate en mí, hija.
—Te pareces tanto a mi madre… —comentó Morgana, aferrándose a ella con la cara contraída—. Ojalá estuviera aquí.
Luego se mordió los labios, como arrepentida de aquella momentánea debilidad, y empezó a caminar lentamente de un lado a otro.
Las horas pasaron muy despacio. Algunas de las mujeres dormían, pero siempre había más de una para ayudarla a andar. La palidez y el miedo de Morgana crecían con el correr de las horas. Salió el sol sin que las parteras la hubieran autorizado a tenderse en la paja, aunque estaba tan fatigada que apenas podía adelantar los pies. Ya se quejaba de frío, ciñéndose la capa de pieles, ya la arrojaba lejos, diciendo que estaba ardiendo. Vomitó varias veces, hasta que no pudo escupir más que bilis, pero las arcadas continuaron, pese a las tisanas calientes que le obligaban a beber y que ella tragaba con sed.
Morgause, que la observaba pensando en lo que había dicho Lot, se preguntaba si todo aquello serviría de algo. Bien podía ser que su sobrina no sobreviviera al parto.
Cuando ya no pudo caminar más le permitieron acostarse, jadeando y mordiéndose los labios para resistir los continuos dolores; Morgause, arrodillada a su lado, le estrechaba la mano. Mucho después de mediodía le preguntó en voz baja:
—El padre del niño… ¿era mucho más corpulento que tú? A veces, cuando el niño tarda tanto en nacer, es porque ha salido a su padre y es demasiado grande para la madre.
Se preguntó una vez más quién sería ese padre. En la coronación de Arturo había visto que Morgana miraba a Lanzarote. En todos aquellos meses no había explicado sus motivos para abandonar el templo, pero si el niño era de Lanzarote, Viviana bien podía haberse enfurecido al punto de causar su huida.
Pero Morgana sólo dijo:
—No vi su rostro. Vino a mí como el Astado.
Con su leve rastro de videncia. Morgause supo que mentía ¿Por qué?
Las horas parecían arrastrarse. En una ocasión Morgause fue al salón principal, donde los hombres jugaban a los dados. Lot los observaba, con una de las damas más jóvenes sentada en el regazo y jugando distraídamente con sus pechos. Al entrar la reina, la mujer hizo ademán de levantarse, inquieta, pero Morgause se encogió de hombros.
—Puedes quedarte donde estás; no te necesito junto a las parteras y, como voy a pasar la noche con mi sobrina, no tengo tiempo de pelear contigo por un sitio en el lecho de mi esposo. Mañana será otra cuestión.
La joven inclinó la cabeza, arrebolada. Lot preguntó:
—¿Cómo está Morgana, tesoro?
—Nada bien. A mí nunca me resultó tan difícil. —De pronto gritó iracunda—: ¿Le echaste el mal de ojo a mi sobrina para que no pueda sobrevivir al parto?
Lot negó con la cabeza.
—En este reino eres tú la que maneja esos hechizos, señora. No le deseo ningún mal a Morgana, a pesar de su lengua afilada.
—¿Dónde está Morgana, madre? —preguntó el niño—. Dijo que hoy me tallaría otro caballero.
—Está enferma, hijo. —Morgause aspiró hondo. El peso de la preocupación volvía a cargarla.
—Se repondrá pronto —aseguró Lot—. Entonces tendrás un primo para jugar. Será como un hermano adoptivo. Se dice que los lazos de parentesco duran tres generaciones y los de esa clase, siete. Así que será casi más que un hermano.
—Qué bien, tener un amigo —comentó Gareth—. Agravaín se burla de mí y se ríe de mis caballeros de madera.
—Bueno —dijo Morgause—, el hijo de Morgana será tu amigo, cuando haya crecido un poco. Pero tienes que rezar a la Diosa para que dé a tu tía un hijo fuerte y saludable.
De pronto rompió en llanto. Su hijo la miró con estupefacción, mientras Lot preguntaba:
—¿Tan mal están las cosas, tesoro?
Ella asintió con la cabeza. Pero se secó los ojos con la sobreveste, por no asustar al niño. Gareth miró al techo, diciendo:
—Por favor, querida Diosa, trae a mi prima Morgana un hijo fuerte, para que crezcamos juntos y seamos caballeros.
Morgause rió contra su voluntad, acariciando la mejilla de su hijo. Pero al salir sentía los ojos de su marido fijos en ella. El día anterior le había dicho que tal vez fuera mejor para todos si el hijo de Morgana no sobrevivía.
«Me conformaré con que salga con vida de esto», pensó. Y casi por primera vez lamentó haber aprendido tan poco de la gran magia de Avalón. Ahora necesitaba algún hechizo que aliviara el trance a su sobrina.
Las parteras la tenían arrodillada en la paja, para facilitar la salida del niño, pero tenían que sostenerla como a un objeto inanimado. Ahora lanzaba gritos jadeantes y de inmediato se mordía los labios, tratando de ser valiente. Morgause se arrodilló junto a ella, en la paja salpicada de sangre, y le ofreció las manos. La muchacha se aferró a ellas.
—¡Madre! —gritó—. Sabía que vendrías, madre.
Luego contrajo la cara otra vez y echó la cabeza atrás, con la boca abierta en un alarido sin voz.
—Sostenedla, señora —dijo Megania—. No, desde atrás, sostenedla erguida.
Al aferrarla por debajo de los brazos, Morgause la sintió temblar y sollozar entre arcadas, forcejando ciegamente por liberarse. Ya no podía ayudarlas, pero tampoco podía permanecer pasiva, y cuando la tocaban gritaba a pleno pulmón. Su tía cerró los ojos para no ver más, sin dejar de sujetar con toda su fuerza el frágil cuerpo convulsionado.
—¡Madre, madre! —gritó otra vez. Pero no sabía si llamaba a Igraine o a la Diosa. Luego cayó hacia atrás, casi inconsciente.
El cuarto se llenó de un fuerte olor a sangre. Megania levantó algo oscuro y arrugado.
—Mirad, señora Morgana —dijo—: tenéis un hermoso hijo varón.
Luego se inclinó sobre él para soplarle en el interior de la boca. Se oyó un chillido agudo e indignado: el grito furioso del recién nacido ante el mundo frío al que llega.
Pero Morgana yacía en brazos de su tía, completamente exhausta, y no pudo siquiera abrir los ojos para mirarlo.
• • •
El recién nacido estaba lavado y vestido; Morgana había bebido una taza de leche caliente con miel y algunas hierbas contra las hemorragias. Ahora dormitaba: ni siquiera se movió con el beso leve que Morgause le dio en la frente.
Se repondría, aunque nunca había visto que una mujer luchara tanto y sobreviviera con un niño sano. La partera había dicho que, después de tantas dificultades, era difícil que tuviera otro. «Mejor así», se dijo la reina.
Levantó al niño para observar sus pequeñas facciones. Parecía respirar muy bien, aunque a veces, cuando al nacer no lloraban espontáneamente, más adelante les fallaba la respiración y morían. Pero tenía un saludable color rosa, hasta en las diminutas uñas. El pelo oscuro, completamente lacio, con vello oscuro en las pequeñas extremidades… Sí, era del pueblo de las hadas, como Morgana. Pero también podía ser hijo de Lanzarote y, por lo tanto, doblemente cercano al trono.
Habría que entregarlo de inmediato a una nodriza… Pero Morgause vaciló. Sin duda, después de reposar un poco. Morgana querría amamantarlo, como todas. Y entonces, contra su voluntad, recordó las palabras de Lot. «Si quiero ver a Gawaine en el trono, este niño es un obstáculo». No había querido escuchar a su esposo, pero ahora no pudo dejar de pensar en el beneficio que obtendría si el niño no tuviera fuerzas para mamar o la nodriza lo aplastara mientras dormían. Y si Morgana nunca lo había tenido en brazos sentiría menos dolor. Si era voluntad de la Diosa que no viviera…
«Sólo quiero ahorrarle un dolor…».
El hijo de Morgana y, probablemente, de Lanzarote, ambos de la estirpe real de Avalón. Si algo le pasaba a Arturo, el pueblo aceptaría a ese niño en el trono.
Pero no era seguro que fuera hijo de Lanzarote.
Y aunque Morgause tuviera cuatro hijos varones, su sobrina era la niña que había llevado en brazos. ¿Podía hacer algo así contra su recién nacido? Por otra parte, ¿quién le aseguraba que Arturo no tuviera diez o doce hijos varones con su reina, quienquiera que fuese?
Pero el hijo de Lanzarote… Sí, al hijo de Lanzarote podía abandonarlo a la muerte sin ningún reparo. Así como ella siempre había estado a la sombra de Viviana y de Igraine, la gran reina, así también el fiel Gawaine quedaría a la sombra del más brillante Lanzarote. Y si éste había jugado sucio con Morgana y la había deshonrado, razón de más para odiarlo.
Sin embargo, no había motivos para que un hijo bastardo de Lanzarote naciera con pesar y en secreto. ¿Acaso Viviana pensaba que su precioso hijo era demasiado para Morgana? Sin duda la muchacha había llorado a escondidas durante esos largos meses. ¿Estaba enferma de amor y abandono?
«Esa maldita Viviana usa las vidas como dados para jugar. Arrojó a Igraine en brazos de Uther sin pensar en Gorlois; reclamó a Morgana para Avalón. ¿Será capaz también de destrozarle la vida?».
¡Si pudiera estar segura de que el niño era de Lanzarote!
Volvió a arrepentirse de saber tan poco de magia. Durante sus años en Avalón no había tenido interés ni voluntad para estudiar la tradición druídica. Aun así, la sacerdotisa que la mimaba le había enseñado ciertos hechizos sencillos. Bueno, ahora los pondría en práctica.
Cerró las puertas de la alcoba y encendió nuevamente el fuego; luego, le cortó tres pelos al niño y otros tantos a Morgana, que aún dormía. Después pinchó al niño en un dedo con una aguja, meciéndolo para acallar sus gritos, y arrojó la sangre al fuego, junto con los cabellos y ciertas hierbas. Con la mirada clavada en las llamas, susurró una palabra que le habían enseñado.
Y contuvo el aliento, en tanto las lenguas se arremolinaban y morían. Por un instante un rostro miró hacia ella: una cara joven, coronada de pelo rubio y sombreada por una cornamenta que arrojaba sombras hacia los ojos azules, tan parecidos a los de Uther…
Morgana había dicho la verdad al explicar que él había llegado bajo la figura del dios astado. Cabía imaginarlo: habían organizado el Gran matrimonio para Arturo antes de la coronación. ¿Aquello también había sido un plan de Viviana? ¿Una criatura nacida de las dos estirpes reales?
Al oír un pequeño ruido a su espalda levantó la mirada. Morgana se había puesto de pie y estaba allí, aferrada a la cabecera de la cama, blanca como la muerte. Sus labios apenas se movieron; sólo sus ojos oscuros, muy hundidos en las órbitas por el sufrimiento, pasaron del fuego a los elementos de hechicería abandonados frente al hogar.
—Morgause —dijo—, júramelo. Si me amas, júrame… que no dirás nada de esto a Lot ni a nadie. ¡Júralo, si no quieres que eche sobre ti todas las maldiciones que conozco!
Morgause acostó al niño en la cuna para conducirla de nuevo a la cama.
—Ven, acuéstate y descansa, pequeña. Tenemos que hablar. ¡Arturo! ¿Por qué? ¿Fue otra de las ideas de Viviana?
—¡Jura que no dirás nada! —repitió la joven aún más agitada—. ¡Jura que no volverás a mencionarlo! ¡Júralo!
Sus ojos refulgían salvajemente. Su tía, al mirarla, temió que le subiera la fiebre.
—Morgana, hija…
—¡Jura! O te maldeciré por el viento y por el fuego, el mar y la piedra…
—¡No! —la interrumpió Morgause, sujetándole las manos en un intento de calmarla—. Mira… lo juro, lo juro.
No quería jurar. «Debí negarme —pensó—. Tenía que discutirlo con Lot». Pero ya era demasiado tarde. Había jurado. Y lo último que deseaba era que una sacerdotisa de Avalón le arrojara una maldición.
—Ahora acuéstate. Tienes que dormir, Morgana.
La joven cerró los ojos. Su tía le acarició la mano, mientras pensaba: «Gawaine es un hombre de Arturo, pase lo que pase. De nada le serviría a Lot ponerlo en el trono. Este niño… aunque Arturo tenga muchos hijos varones, éste es el primogénito. Con su educación cristiana se avergonzaría de este vástago incestuoso. Es conveniente conocer los más sucios secretos de un rey. Incluso me he ocupado de averiguar detalles sobre las correrías de Lot, aunque le amo».
El niño despertó en la cuna, llorando. Morgana, como toda madre, abrió de inmediato los ojos. Aunque estaba demasiado débil para moverse, susurró:
—Mi hijo, ¿ése es mi hijo? Quiero abrazarlo, Morgause.
Su tía iba a ponerle el envoltorio de pañales en los brazos, pero vaciló. Si Morgana llegaba a verlo, querría amamantarlo, y lo amaría. Pero si se lo entregaba a una nodriza sin que ella lo hubiera visto… Bueno, así no se encariñaría mucho y el niño sería, en verdad, hijo de quienes lo criaran. Era muy conveniente que el primogénito de Arturo, ese hijo que él no se atrevería a reconocer, fuera leal a Lot y a Morgause.
Por la cara de Morgana se deslizaban débilmente las lágrimas.
—Dame a mi hijo, Morgause —imploró—. Deja que lo tenga en brazos. Quiero verlo.
Su tía decidió, implacable en su ternura:
—No, hija. No tienes fuerzas para sostenerlo y darle el pecho. —Buscó apresuradamente una mentira que la muchacha, ignorante de aquellas cosas, pudiera creer—. Además, si lo abrazas ahora no querrá mamar de su nodriza. Tengo que entregárselo ahora mismo. Te lo traeré cuando estés un poco más fuerte y él esté mamando bien.
Y aunque Morgana se echó a llorar y alargó los brazos, sollozando, salió de la habitación llevando a la criatura. «Éste será hijo adoptivo de Lot —pensó—. Y tendremos siempre un arma contra el gran rey. Ahora tengo que asegurarme de que Morgana, cuando esté repuesta, se interese poco por él y no tenga inconvenientes en dejarlo conmigo».