8

EN la víspera del día señalado, el tiempo volvió a mejorar. Durante todo el día goteó la nieve fundida; los caminos se llenaron de lodo y la niebla cubrió delicadamente el mar y el patio; las voces y los susurros parecían despertar infinitos ecos cuando alguien hablaba. En las primeras horas de la tarde salió el sol e Igraine pudo salir al patio, por primera vez desde su enfermedad. Ya se encontraba muy repuesta, pero la inquietaba, como a todos, la falta de noticias.

Uther había jurado que llegaría la noche de mitad del invierno. ¿Cómo se las arreglaría si el ejército de Gorlois estaba entre los dos? Pasó el día entero callada y abstraída; incluso habló con dureza a Morgana, que correteaba como un animalillo salvaje, feliz de verse libre tras el confinamiento y el frío del clima invernal.

«No tengo que ser brusca con mi hija sólo porque estoy preocupada por mi amante», pensó enfadada consigo misma, y llamó a Morgana para darle un beso. Al posar los labios en la suave mejilla notó un escalofrío: al transgredir la prohibición para advertir a su amado sobre la emboscada de Gorlois, podía haber condenado a muerte al padre de la criatura. Pero no: Gorlois estaba señalado por la muerte y la merecía por su traición al gran rey.

El padre Columba fue a pedirle que prohibiera a sus damas y a sus criados encender las fogatas típicas de la fecha.

—Y vos misma tendríais que darles buen ejemplo asistiendo esta noche a misa —insistió—. Hace mucho tiempo que no recibís los sacramentos, señora.

—He estado enferma —dijo ella, indiferente—. En cuanto a los sacramentos, creo recordar que me disteis la extremaunción cuando estaba enferma. Aunque puedo haberlo soñado. Sueño tantas cosas…

—Y muchas son cosas que ninguna cristiana tendría que soñar. Señora, os administré los últimos sacramentos por el bien de mi señor, cuando no teníais oportunidad de confesar y recibirlos dignamente.

—Sí, bien sé que no fue por mi —dijo Igraine, torciendo levemente la boca.

—No oso poner límites a la misericordia de Dios —aseguró el sacerdote.

Y ella adivinó la parte inexpresada de su pensamiento: en caso necesario, prefería errar por exceso de misericordia y dejar que Dios fuera duro con ella.

Pero al fin aceptó ir a misa. Por poco que le gustara aquella nueva religión, Ambrosio había sido cristiano, el cristianismo era la religión de la gente civilizada de Britania y lo sería cada vez más; Uther la practicaría en público, cualesquiera que fuesen sus creencias privadas. Bajó la mirada y trató de prestar atención a la misa.

Tras la puesta de sol, mientras Igraine charlaba en la cocina con sus mujeres, oyó un alboroto al final del acantilado, ruido de jinetes y un grito en el patio. Se echó la capa en los hombros para salir a la carrera, seguida por Morgause. En la puerta había hombres abrigados con mantos romanos, como los que usaba Gorlois, pero los guardias les cerraban el paso con sus largas lanzas.

—Mi señor Gorlois dejó órdenes de no dar entrada a nadie durante su ausencia.

En el centro del grupo se irguió un hombre increíblemente alto.

—Soy Merlín de Britania —dijo, haciendo resonar la voz en la oscuridad y la neblina—. Apártate, hombre. ¿Me negarías el paso?

El guardia se echó atrás con instintivo respeto, pero el padre Columba se interpuso con un gesto de rechazo.

—Yo os lo negaré. Señor, el duque de Cornualles ordenó que particularmente vos, anciano hechicero, no entraseis aquí en ningún momento. —Y alzó la gran cruz de madera que le colgaba del cinturón—. En el nombre de Cristo, ¡os ordeno desaparecer! Regresad a los reinos tenebrosos de donde venís.

La risa de Merlín resonó en las murallas.

—Buen hermano en Cristo —le dijo—, tu Dios y mi Dios son uno y el mismo. ¿Crees realmente que me desvaneceré con tu exorcismo? ¿O me tomas por algún diabólico enemigo procedente de las tinieblas? No, a menos que llames tinieblas a la noche de Dios. Vengo de una tierra no más tenebrosa que el país del Estío. Y mira: estos hombres que me acompañan portan el anillo de su señor, el duque de Cornualles. Mira.

La antorcha centelleó sobre la mano que extendía uno de los hombres encapuchados. En el índice refulgía el anillo de Gorlois.

—Ahora déjanos entrar, padre, pues no somos enemigos, sino mortales ateridos y cansados; hemos hecho un largo viraje. ¿O tenemos que santiguarnos y decir una oración para demostrarlo?

Igraine se adelantó, humedeciéndose los labios con nerviosismo. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Cómo era posible que tuvieran el anillo de su esposo, a menos que fueran mensajeros suyos? Ninguno le resultaba conocido. Y Gorlois nunca habría escogido a Merlín como mensajero. ¿Acaso había muerto y así le llevaban la noticia de su fallecimiento? Dijo bruscamente, con voz áspera:

—Dejadme ver ese anillo. ¿Es en verdad el suyo o una falsificación?

—Es el suyo, señora Igraine —dijo una voz familiar.

Igraine, forzando la vista para observar el anillo a la luz de la antorcha, vio una mano conocida, grande, ancha y encallecida; y sobre ella, lo que sólo había visto en una visión: en los brazos velludos de Uther, tatuadas en color azul, se enroscaban dos serpientes, una en cada muñeca. Temió que le fallaran las rodillas, dejándola caer en las losas del patio.

Él lo había jurado: «Vendré por ti el día de mitad del invierno». Y allí estaba, llevando el anillo de Gorlois.

—¡Mi señor duque! —exclamó impulsivamente el padre Columba, dando un paso adelante.

Pero Merlín alzó una mano para acallar esas palabras.

—¡Silencio! El mensajero es secreto —dijo—. No digáis nada.

Obediente a pesar del desconcierto, el cura retrocedió, pensando que el encapuchado era Gorlois.

Igraine le hizo una reverencia, luchando todavía con la incredulidad y la consternación.

—Entra, señor —invitó.

Y Uther, con el rostro siempre oculto bajo la capucha, alargo la mano enjoyada para estrecharle los dedos. Los de ella parecían de hielo; los de él, en cambio, estaban tibios y firmes. Igraine se refugió en una charla trivial.

—¿Te traigo un poco de vino, señor, o mando traer comida?

Él le murmuró al oído:

—Por Dios, Igraine, busca el modo de que podamos estar solos. Ese cura tiene una vista aguda, aun en la oscuridad, y quiero dar la impresión de que es realmente Gorlois quien ha venido.

Igraine se volvió hacia Isolda.

—Sirve comida y cerveza aquí, en el salón, para los soldados y el señor Merlín. Tráeles agua para que se laven y todo cuanto deseen. Yo voy a hablar con el señor en nuestras habitaciones. Haz que nos suban inmediatamente comida y vino.

Los criados corrieron hacia todos lados para obedecerle. Merlín dejó que un hombre se hiciera cargo de su capa y depositó cuidadosamente su arpa en uno de los bancos. Morgause apareció en el umbral de la puerta, espiando con audacia a los soldados. Cuando sus ojos cayeron sobre la alta silueta de Uther, hizo una reverencia.

—¡Mi señor Gorlois! ¡Bienvenido, querido hermano! —dijo, echando a andar hacia él.

Uther hizo un leve gesto e Igraine se apresuró a interponerse, con el entrecejo arrugado, pensando: «Esto es ridículo; aun encapuchado, se parece a Gorlois tanto como yo».

—El señor llega fatigado, Morgause —dijo con brusquedad—; no está de humor para la cháchara de los niños. Lleva a Morgana a tu alcoba; esta noche dormirá contigo.

Ceñuda y mohína, Morgause recogió a la pequeña y se la llevó escaleras arriba. A prudente distancia de ellas, Igraine subió de la mano de Uther. ¿Qué treta era ésa y qué objetivo tenía? Con el corazón acelerado, temiendo desmayarse antes de llegar, lo llevó a la alcoba conyugal y cerró la puerta.

Ya dentro, él se quitó la capucha, dejando al descubierto el pelo y la barba húmedos de niebla, y alargó los brazos. Ella no dio un solo paso.

—¡Mi señor rey! ¿Qué significa esto? ¿Por qué te confunden con Gorlois?

—Un poco de magia de Merlín —dijo él—. Es, sobre todo, obra de la capa y el anillo, pero también hay algo de magia; nada que pueda mantenerse si me ven a plena luz o desembozado. Veo que a ti no te engañé; tampoco lo esperaba. Te juré que vendría a ti en este día y he cumplido mi promesa. ¿No vas a darme siquiera un beso por todos mis desvelos?

Ella se adelantó para cogerle el manto, pero evitó tocarlo.

—¿Cómo lograste el anillo de Gorlois, señor?

Las facciones de Uther se endurecieron.

—¿Esto? Se lo arranqué de la mano en combate, pero el traidor volvió grupas y huyó. No te equivoques, Igraine: no he venido como ladrón en la noche, sino ejerciendo mi derecho. El encantamiento es sólo para proteger tu reputación a los ojos del mundo. No quiero que mi futura esposa sea considerada adúltera. Pero vengo con todo derecho; Gorlois recibió Tintagel por jurar vasallaje a Ambrosio Aureliano; después renovó ese juramento ante mí, pero ha faltado a su palabra. ¿Lo comprendes, señora Igraine? Ningún rey puede mantenerse si sus hombres rompen impunemente sus juramentos y se alzan en armas contra él.

Ella inclinó la cabeza en señal de aceptación.

—Esto ya ha costado un año de trabajo en la lucha contra los sajones. No pude impedirle que abandonara Londínium con sus hombres; fue menester que me hiciera a un lado y les permitiera saquear la ciudad, cuando había jurado defender a mi pueblo. —Su voz sonaba amarga—. A Lot puedo perdonarlo, porque se negó a prestar juramento. En cambio, confiaba en Gorlois y me traicionó. He venido a recuperar Tintagel. Y me cobraré también con su vida. Él lo sabe.

Su rostro parecía de piedra. Igraine tragó saliva con dificultad.

—Y te cobrarás también con su esposa, ¿por conquista y por derecho, como en el caso de Tintagel?

—Ah, Igraine —exclamó él, atrayéndola hacia sí—, bien sé por quién te decidiste; lo supe cuando te vi, la noche de la tempestad. Si no me hubieras puesto sobre aviso habría perdido a mis mejores hombres y, sin duda, también la vida. Gracias a ti, Gorlois me encontró preparado. Fue entonces cuando le arranqué el anillo del dedo; le habría arrancado también la mano y la cabeza, pero se me escapó.

—Sé que en eso no tenías alternativa, señor —dijo ella.

En aquel momento alguien llamó a la puerta. Una de las criadas entró con una jarra de vino y comida.

—Mi señora —murmuró, haciendo una reverencia.

Mecánicamente, Igraine se liberó de las manos de Uther, cogió la bandeja y cerró la puerta tras la mujer. Luego colgó la capa en uno de los pilares de la cama para que se secara y le ayudó a quitarse el cinturón y las botas. «Como una esposa abnegada», comentó una voz en su mente. Su decisión estaba tomada. Tal como Uther decía, Tintagel pertenecía al gran rey de Britania, al igual que su señora. Y era su voluntad.

Les habían llevado carne seca hervida con lentejas, una hogaza de pan recién horneado, un poco de queso fresco y vino. Uther comió como si estuviera famélico mientras decía:

—He pasado estas dos últimas lunas a cielo abierto, gracias a ese maldito traidor al que llamas esposo; ésta es la primera vez que como bajo techo desde el día Samhain… aunque el buen padre que está ahí abajo me recordaría que no se llama así sino «Todos los Santos».

—Esto es lo que teníamos para cenar los criados y yo, señor, nada adecuado para…

—Pues a mí me parece un banquete navideño después de lo que he estado comiendo a la intemperie. —Masticaba ruidosamente, desgarrando el pan con fuertes dedos y cortando trozos de queso con su cuchillo—. ¿Piensas seguir llamándome «señor»? He soñado tanto con este momento, Igraine… —Dejó el queso para mirarla. Luego la abrazó por la cintura para acercarla a su silla—. ¿No hay una palabra cariñosa para mí? ¿Es posible que sigas siendo leal a Gorlois?

—He tomado una decisión —contestó ella dejándose atraer.

—He esperado tanto… —susurró el rey sentándola sobre sus rodillas. Luego siguió con la mano el contorno de su cara—. Empezaba a temer que este momento no llegaría jamás. Y ahora no me dedicas una sola palabra de amor o de ternura. Igraine, Igraine, ¿ha sido un sueño, después de todo, pensar que me amabas y me deseabas? ¿Tendría que haberte dejado en paz?

Ella tuvo frío; temblaba de pies a cabeza.

—No, no —musitó—. Si era un sueño, yo también lo soñé.

Lo miró sin saber qué más decir o hacer. No tenía miedo, como con Gorlois, pero ante la inminencia del momento se preguntó, con un súbito ataque de pánico, por qué había llegado tan lejos. Él la mantenía rodeada con el brazo, sentada en sus rodillas y con la cabeza apoyada en su pecho. Con la mano le abarcó toda la cintura.

—No me había percatado de lo esbelta que eres. Eres alta; te tomé por una mujer corpulenta y majestuosa, pero eres frágil, algo que podría quebrar con mis manos como los huesos de un pajarillo. Y tan joven…

—No soy tan joven —corrigió ella, riendo repentinamente—. Llevo cinco años de casada y tengo una hija.

—Pareces demasiado joven para eso. ¿Era la pequeña que vi abajo?

—Mi hija. Morgana. —Y de pronto Igraine comprendió que él también retrasaba el momento de la verdad, intranquilo. Supo por instinto que, pese a sus treinta y tantos años, sólo tenía experiencia con mujeres de la vida; una mujer decente, de su clase, era algo nuevo. Y lamentó no saber qué hacer ni qué decir.

Por ganar algo de tiempo, acarició las serpientes tatuadas en sus muñecas.

—No te las había visto antes.

—No —dijo él—. Me las hicieron en la isla del Dragón, al coronarme. Ojalá hubieras estado allí conmigo, mi reina. —Y le cogió la cara entre las manos inclinándola hacia atrás para besarla en los labios—. No quiero asustarte, pero he soñado tanto con este momento…

Ella se dejó besar, trémula, sintiendo que algo se agitaba extrañamente en su interior. Con Gorlois nunca había sido así… Y, de pronto, volvió a tener miedo. Con Gorlois no tomaba parte, era algo que él hacía y que ella se limitaba a observar a distancia. Ahora, bajo los labios de Uther, supo que ya no podría permanecer ajena; no volvería a ser la de siempre. La idea la aterrorizó. Pero saber que él la deseaba tanto le aceleraba la sangre en las venas. Apretó las serpientes azules.

—Las vi en un sueño… pero pensé que era sólo un sueño.

Él asintió gravemente.

—Yo soñé con ellas antes de tenerlas. Y tú también llevabas algo parecido en los brazos, sólo que eran doradas.

Ella sintió que se le erizaba el vello de la nuca. No había sido un sueño, sino una visión del país de la Verdad.

—No recuerdo todo el sueño —dijo Uther, mirando por encima de su hombro—. Sólo que estábamos juntos en una gran llanura, ante algo parecido a un círculo de piedras. ¿Qué significa que compartamos los sueños, Igraine?

A ella se le quebró la voz como si estuviera a punto de echarse a llorar:

—Tal vez sólo signifique que estamos destinados el uno a la otra, mi rey… mi señor… y mi amor.

—Mi reina y amada. —De súbito la miró a los ojos; fue una larga mirada y una larga pregunta—. El tiempo de soñar ha terminado, Igraine.

Y se puso en pie, reteniéndola entre sus brazos. Cruzó la habitación en dos zancadas para depositarla en la cama y, arrodillándose a su lado, la besó otra vez.

—Mi reina —murmuró—. Ojalá te hubieran coronado junto a mí. Allí celebran ritos que ningún cristiano tendría que conocer. Pero sin ellos yo no sería reconocido como rey por el pueblo antiguo, el cual estaba aquí mucho antes de que los romanos llegaran a estas islas. Recorrí un largo camino para llegar aquí; parte de él, sin duda, no existe en el mundo que conozco.

—¿Te pidieron que celebraras el Gran Matrimonio con la tierra, como antaño? —La atravesó una súbita punzada de celos al pensar que una sacerdotisa podía haber simbolizado para él la tierra que juraba defender.

—No —dijo él—. No sé si lo habría hecho, pero no me lo pidieron. Merlín dijo que era él quien tenía que prestar juramento de sacrificarse por su pueblo, en caso necesario. —Se interrumpió—. Pero esto no ha de tener sentido para ti.

—No olvides que me crié en Avalón —observó ella—. Mi madre era sacerdotisa; mi hermana mayor es ahora la Dama del Lago.

—¿Tú también eres sacerdotisa, Igraine?

Negó con la cabeza. Iba a pronunciar un simple «no», pero dijo:

—En esta vida no.

—Acaso… —Uther volvió a trazar con el dedo las serpientes imaginarias, mientras se tocaba las suyas con la otra mano—. Siempre he sabido que tuve otras existencias; me parece que la vida es algo demasiado grande para vivirla de una sola vez y apagarla luego, como una lámpara al viento. ¿Y por qué, al verte por primera vez, tuve la sensación de conocerte desde siempre? De estos misterios tal vez sepas más que yo. Dices que no eres sacerdotisa, pero supiste venir a prevenirme… Tal vez no tengo que preguntar más, para no oír de ti lo que ningún cristiano tendría que saber. En cuanto a éstas —volvió a acariciar las serpientes con la yema del dedo—, quizá las usé antes de esta existencia y por eso el hombre que me las tatuó dijo que eran mías por derecho. Las uso como símbolo de que extenderé mi protección sobre esta tierra igual que el dragón despliega las alas.

—En ese caso —susurró ella—, serás sin duda el más grande de los reyes, mi señor…

—¡No me llames así! —la interrumpió él con fiereza, inclinándose para cubrirle la boca con la suya.

—Uther —susurró ella, como en un sueño.

La besó en el hombro desnudo pero, cuando quiso quitarle el vestido, ella se apartó con un gesto de temor; tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía hablar. Uther le puso las manos en los hombros y la miró a los ojos, diciendo delicadamente:

—¿Tan mal te han tratado, amada mía? Que Dios me castigue si alguna vez tienes algo que temer de mí, ahora o siempre. —A la luz vacilante de la lámpara, las lágrimas oscurecían sus ojos aunque eran azules—. Igraine, te juro por mi corona y por mi hombría que serás mi reina y que nunca preferiré a otra mujer ni te apartaré de mi lado. ¿Crees acaso que te trato como a una cualquiera?

Su voz temblaba; Igraine comprendió que era porque tenía miedo de perderla. Y al saber que él también era vulnerable al miedo, el suyo desapareció. Le rodeó el cuello con los brazos, diciendo con claridad:

—Eres mi amor, mi señor y mi rey. Te amaré mientras viva y, después, hasta que Dios disponga.

Entonces se dejó desvestir y se refugió desnuda en sus brazos. Nunca había imaginado que pudiera ser así. Hasta aquel momento, pese a cinco años de matrimonio y el nacimiento de una hija, había sido una inocente e ignorante muchacha. Ahora cuerpo, mente y corazón se fundían, y se unía a Uther como nunca se había unido a Gorlois. Pensó fugazmente que no había intimidad como ésa, ni siquiera para un niño en el vientre de su madre…

Él se recostó en su hombro, fatigado, haciéndole cosquillas en los pechos con el pelo áspero.

—Te amo, Igraine —murmuró—. Surja de esto lo que surja, te amo. Y si viene Gorlois, lo mataré antes de que pueda volver a tocarte.

Ella no quería pensar en Gorlois. Le apartó de la frente el pelo claro, susurrando:

—Duerme, amor mío, duerme.

Igraine no quería dormir. Aun cuando la respiración de Uther se hizo pesada y lenta, siguió despierta, acariciándolo con suavidad. Su torso era casi tan suave como el de ella, cubierto por un vello ralo y rubio. Su olor era dulce pese al sudor. Nunca se cansaría de tocarlo. Al mismo tiempo que custodiaba celosamente su descanso, deseaba que despertara para tomarla nuevamente en sus brazos. Ya no sentía miedo ni culpa; lo que con Gorlois había sido deber y resignación se convertía en un deleite casi insoportable, como si se hubiera reencontrado con alguna parte perdida de su cuerpo y de su alma.

Por fin se quedó dormida, inquieta, acurrucada en la curva de su cuerpo. Apenas una hora después la despertó de repente una conmoción en el patio. Se incorporó mientras se apartaba el pelo del rostro. Uther la atrajo hacia el colchón, soñoliento.

—Duerme, amor mío. El alba aún está lejos.

—No —dijo ella, con seguro instinto—, no tenemos que retrasarnos más.

Después de echarse encima un vestido y una sobreveste, se recogió el pelo con manos trémulas. La lámpara se había extinguido y en la oscuridad no encontraba las horquillas, así que finalmente se cubrió con un velo y se calzó para correr abajo. Aún estaba demasiado oscuro para ver con claridad. En el gran salón sólo brillaba el pequeño resplandor del fuego cubierto. De pronto se detuvo en seco ante una ligera corriente de aire.

Allí estaba Gorlois, con un gran tajo de espada en el rostro, mirándola con indecible dolor, reproche y consternación. Era la visión que tuvo meses atrás, el espectro de la muerte. Cuando levantó la mano, Igraine notó que le faltaban tres dedos, uno de ellos el del anillo. Su palidez era fantasmagórica, pero la miraba con pena y amor, y sus labios se movieron formando su nombre. En aquel momento comprendió que Gorlois también la había amado a su manera. Por ese amor había traicionado a Uther, acabando con el honor y el ducado, sólo para que ella le respondiera con odio e impaciencia. Con la garganta atenazada por la angustia, quiso gritar su nombre, pero él desapareció en un movimiento del aire, como si nunca hubiera estado allí. Y en aquel momento el pétreo silencio que la rodeaba se convirtió en voces masculinas que gritaban en el patio:

—¡Abrid paso! ¡Abrid paso! ¡Luces aquí, luces!

El padre Columba entró en el salón y metió una antorcha entre las ascuas para encenderla. Luego corrió a abrir la puerta de par en par.

—¿A qué viene ese alboroto?

—Han matado a vuestro duque, hombres de Cornualles —gritó alguien—. ¡Traemos el cadáver del duque! ¡Abrid paso! ¡Gorlois de Cornualles ha muerto y traemos su cuerpo para sepultarlo!

Igraine sintió que los brazos de Uther la sostenían por detrás; de lo contrario se habría caído. El padre Columba protestó en voz alta:

—¡No, no puede ser! El duque llegó anoche con algunos de sus hombres. En este momento duerme arriba, en la alcoba de su señora…

—No. —La voz de Merlín, aunque suave, resonó hasta en los últimos rincones del patio. Cogió una de las antorchas, la acercó a la del sacerdote para encenderla y se la entregó a uno de los soldados—. El duque traidor nunca llegó a Tintagel como ser viviente. Vuestra señora está aquí, con vuestro rey y señor Uther Pendragón. Hoy mismo los casaréis, padre.

Hubo gritos y murmullos entre los soldados; los criados, que habían acudido a la carrera, miraban estupefactos la tosca litera de cuero cosido que introducían en el salón. Igraine rehuyó aquel cuerpo cubierto. El padre Columba descubrió la cara, hizo la señal de la cruz y se apartó, dolorido y furioso.

—Esto es brujería —escupió, blandiendo la cruz entre ellos—. Esta sucia ilusión fue obra tuya, anciano hechicero.

Igraine intervino:

—¡Cuidado, cura, con lo que le dices a mi padre!

Merlín alzó una mano.

—No necesito la protección de ninguna mujer… ni de ningún hombre, señor Uther —dijo—. Y esto no ha sido hechicería. Visteis lo que deseabais ver: el regreso de vuestro señor. Sólo que vuestro señor no era el traidor Gorlois, que había perdido todo derecho sobre Tintagel, sino el verdadero gran rey y señor, que venía a coger lo que era suyo. Limitaos a vuestro sacerdocio, padre; tenéis que oficiar un entierro y celebrar una misa nupcial entre vuestro rey y mi señora, a la que ha escogido como esposa.

Igraine, desde los brazos de Uther, devolvió la mirada resentida del cura; sin duda se habría vuelto contra ella, tratándola de bruja y puta, pero el miedo a Uther lo mantuvo callado. El padre Columba le volvió la espalda y se arrodilló junto al cadáver de Gorlois para rezar. Pasado un momento, Uther también se arrodilló; su pelo rubio relucía a la luz de las antorchas. Hizo lo propio a su lado. ¡Pobre Gorlois! «Había recibido la muerte del traidor y la tenía bien merecida, pero la había amado».

Igraine se disponía a arrodillarse junto a Uther cuando una mano en su hombro se lo le impidió. Merlín la miró a los ojos.

—Así que ha sucedido, Grainné. Tu destino, tal como estaba predicho. Procura afrontarlo con todo tu valor.

Arrodillada junto a Gorlois, rezó por el difunto; después, sollozando, rezó por sí misma y por el destino desconocido que tenían ante ellos. Al contemplar el rostro de Uther, ya tan amado, comprendió que pronto tendría que tomar las riendas de su reino; nunca volvería a ser tan completamente suyo como la noche pasada. Así, arrodillada entre el cadáver de su esposo y el nombre al que amaría durante toda su vida, luchó contra la tentación de aprovecharse de su amor para alejarlo de los deberes de estado, obligándolo a pensar sólo en ella. Pero Merlín no los había unido para su placer; si trataba de conservarlo no haría más que destruirlo. Cuando el padre Columba se levantó para indicar a los soldados que llevaran el cuerpo a la capilla, ella le tocó el brazo. El cura se volvió, impaciente.

—¿Sí, señora?

—Tengo mucho que confesaros, padre, antes de que el duque vaya a su último descanso… y antes de casarme. ¿Querréis oír mi confesión?

Él la miró con el entrecejo fruncido. Por fin dijo:

—Cuando amanezca, señora.

Y se alejó.

Igraine se acercó a Merlín y le miró a los ojos.

—Eres testigo, padre mío, de que a partir de este momento renuncio para siempre a la hechicería. Hágase la voluntad de Dios.

Merlín contempló con ternura su expresión desolada. Su voz sonó más suave que nunca.

—¿Crees que nuestra hechicería puede conseguir algo que no sea voluntad divina, hija mía?

Ella se aferró a algún resto de aplomo, sin el cual se habría echado a llorar como una criatura ante todos aquellos hombres.

—Iré a vestirme, padre, y a ponerme presentable.

—Tienes que recibir este día como corresponde a una reina, hija mía.

Reina. La palabra le causó escalofríos. No obstante, a eso le conducía todo lo que había hecho, para eso había nacido. Subió lentamente la escalera. Tenía que despertar a Morgana y decirle que su padre había muerto; por suerte, la niña era demasiado pequeña para recordarlo o llorar su pérdida.

Mientras llamaba a sus mujeres para que la peinaran y le pusieran los mejores vestidos y joyas, se apoyó una mano inquisitiva en el vientre. De algún modo supo, con el último resto de la magia a la que acababa de renunciar, que de esa única noche en que habían sido sólo amantes, no todavía rey y consorte, nacería el hijo de Uther. Y se preguntó si Merlín lo sabía.

HABLA MORGANA…

Creo que mi primer recuerdo claro es la boda de mi madre con Uther Pendragón. Apenas recuerdo a mi padre. De pequeña, cuando era desdichada, creo recordarlo corpulento, de barba y pelo oscuros; me acuerdo de haber jugado con una cadena que llevaba en torno al cuello. Cuando mi madre o mis maestros me regañaban, o en las raras ocasiones en que Uther reparaba en mí con reprobación, solía consolarme imaginando que mi padre vivía y me sentaba en sus rodillas. Ahora, ya mayor y sabiendo cómo era, sé que probablemente me habría metido en un convento en cuanto hubiera nacido un hermano varón, para no volver a pensar en mí. No puedo decir que Uther me tratara mal; simplemente, las niñas no le interesaban mucho. Era mi madre quien ocupaba el centro de su corazón, como él el corazón de ella. Eso me molestaba: haber perdido a mi madre por aquel torpe oso rubio. Cuando Uther estaba lejos, haciendo la guerra (y había mucha guerra en mis tiempos de doncella), mi madre se dedicaba a mí; me enseñaba personalmente a hilar y a tejer con colores. Pero en cuanto los hombres de Uther estaban a la vista, yo volvía a mis habitaciones, olvidada hasta su próxima ausencia. No es extraño que le odiara, que detestara con toda el alma la llegada a Tintagel de un jinete con el estandarte del dragón. Cuando nació mi hermano aún fue peor. Allí estaba aquel niño llorón, rosado y blanco, cogido al pecho de mi madre. Y para colmo de males, ella pretendía que lo amara. «Es tu hermano —decía—; cuídalo bien, Morgana, y ámalo». ¿Amarlo? Le odiaba con todo mi corazón, pues ahora, si me acercaba a mi madre, ella se apartaba diciendo que ya era demasiado mayor para sentarme en su regazo, demasiado mayor para pedirle que me atara las trenzas, demasiado mayor para apoyar la cabeza en sus rodillas. Me habría gustado pellizcarlo, a no ser porque eso me hubiera ganado el odio de mi madre. De cualquier modo, a veces parecía odiarme. Y Uther se desvivía por mi hermano, aunque creo que siempre quiso tener otro hijo varón. Nunca me lo dijeron, pero yo lo sabía; tal vez oí comentarios entre las mujeres o quizá tenía el don de la videncia más desarrollado de lo que imaginaba. Sabía que había poseído a mi madre cuando aún era la esposa de Gorlois y algunos pensaban que ese hijo no era suyo, sino del duque de Cornualles. Nunca comprendí cómo podían pensar tal cosa, pues dicen que Gorlois era moreno y aquilino, mientras que mi hermano era como Uther, rubio y de ojos grises. Aun en vida de mi hermano, que fue coronado con el nombre de Arturo, oí todo tipo de leyendas sobre cómo recibió ese nombre. Se dice que provenía de Arth-Uther, «el oso de Uther», pero no es cierto. Cuando era niño lo llamaban Gwydion, el brillante, por su pelo refulgente. El mismo nombre llevaría su hijo más tarde… pero ésa es otra historia. Los hechos son simples: cuando Gwydion tenía seis años lo enviaron al país del norte para que lo educara Héctor, uno de los vasallos de mi padrastro, y Uther quiso que recibiera el bautismo cristiano. Y en el bautismo le dieron el nombre de Arturo. Pero desde que nació hasta los seis años vivió pegado a mis talones; en cuanto lo destetó, mi madre lo puso en mis manos, diciendo: «Éste es tu hermano; tienes que amarlo y cuidar de él». Yo habría querido matar a aquel pequeño llorón y arrojarlo desde los acantilados, para correr luego tras mi madre implorándole que volviera a ser mía. Pero a ella le importaba mucho la suerte del niño. Cierta vez, cuando llegó Uther, ella se acicaló como siempre y nos dio a ambos un rápido beso, lista para correr a reunirse con su esposo, radiantes las mejillas. Yo quedé en lo alto de la escalera, llorando, odiando tanto a Uther como a mi hermano. Mientras esperábamos al aya, él echó a andar tras Igraine, diciendo: «¡Madre, madre!», aunque por entonces apenas sabía hablar, pero cayó y se hizo un corte en la barbilla. Llamé a gritos a mi madre, pero ella iba a reunirse con el rey y me regañó con irritación, sin detenerse: «Te dije que cuidaras del pequeño, Morgana». Alcé al niño que aullaba y le limpié la barbilla con mi velo. Se había herido el labio con los dientes (creo que sólo tenía ocho o diez, por entonces) y seguía llamando a mi madre. Como ella no vendría, me senté en el peldaño, con él en la falda; el pequeño me echó los bracitos al cuello y escondió la cara en mi pecho. Después de sollozar un rato, se quedó dormido. Me pesaba en el regazo. Tenía el pelo suave y mojado; también tenía mojada otra parte, pero eso no me molestó mucho. Y por su modo de aferrarse a mí comprendí que, en su sueño, había olvidado que no estaba en brazos de su madre. «Igraine nos ha olvidado a los dos —pensé—. Ahora tendré que servirle de madre». Lo sacudí un poco. Al despertar se abrazó a mi cuello para que lo llevara en brazos y yo lo apoyé en la cadera, como hacía el aya. —No llores —le dije—. Te llevaré con el aya. —Madre —gimoteó. —Madre se ha ido; está con el rey —dije—. Pero yo cuidaré de ti, hermano. Y con su manita regordeta en la mía comprendí lo que Igraine había querido decir: yo era demasiado mayor para llorar y llamar a mi madre, pues ahora tenía a un pequeño que cuidar. Creo que por entonces tenía siete años cumplidos.

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Cuando Morgause, la hermana de mi madre, se casó con el rey Lot de Orkney, sólo recuerdo que estrenaba mi primer vestido de mujer y un collar de ámbar y plata. Quería mucho a Morgause, que a menudo tenía tiempo para dedicarme cuando mi madre no lo tenía. Además, me contaba cosas de mi padre (creo que después de su muerte, Igraine no volvió a pronunciar su nombre). Pero también temía a Morgause, pues a veces me pellizcaba y me llamaba «mocosa malcriada». Fue la primera que me hizo llorar con una frase de la que ahora me enorgullezco: «Naciste del pueblo de las hadas. ¿Por qué no te pintas la cara de azul y vistes pieles de ciervo, Morgana de las Hadas?». Yo sabía poco de los motivos de esa boda tan temprana: sólo que mi madre se alegraba de verla casada y lejos, pues imaginaba que Morgause miraba con lascivia a Uther; probablemente ignoraba que Morgause miraba con lujuria a cuantos hombres se le cruzaban. Durante la boda oí comentar que era gran suerte que Uther se hubiera apresurado a resolver sus diferencias con Lot de Orkney, hasta el punto de entregarle la mano de su cuñada. Lot me parecía encantador; creo que sólo Uther era inmune a ese encanto. Morgause parecía amarlo… o tal vez sólo le parecía conveniente actuar como si lo amara. Creo que fue allí donde conocí a la Dama de Avalón. También era hermana de mi madre, y descendiente del pueblo antiguo: menuda, morena y radiante, con cintas carmesíes trenzadas en el pelo oscuro. Ya no era joven, pero siempre la vi bella; su voz era grave y sonora. Lo que más me gustaba de ella era que me hablaba como si yo fuera una persona de su edad, sin el tono fingido que usa la mayoría de los adultos para dirigirse a un niño. Entré en el salón un poco tarde, pues mi aya no pudo trenzarme el pelo con cintas y al final tuve que hacerlo yo misma. Estaba muy ufana con mi vestido color azafrán y mi collar de ámbar; la edad de los corales había quedado atrás. Pero en la mesa principal no había asientos libres; la rodeé, desilusionada, sabiendo que, si en Cornualles era toda una princesa, en la corte real de Caerleon sólo era la hija de la reina y de un hombre que había traicionado a su rey. De pronto, sentada en un taburete bordado, vi a una mujer morena y menuda (tanto que al principio la tomé por una niña algo mayor que yo). Me alargó los brazos, diciendo: —Ven aquí, Morgana. ¿Te acuerdas de mí? No la recordaba, pero observé su cara morena y radiante con la sensación de que la conocía desde el principio de los tiempos. Se sentó sonriendo en un extremo del taburete para hacerme sitio. Entonces me di cuenta de que no era una niña, sino una señora. —Ninguna de las dos es muy grande —dijo—. Creo que aquí cabemos las dos. Desde aquel momento la amé, tanto que a veces me sentía culpable, pues el padre Columba me había dicho que había que honrar a padre y madre por encima de todos los demás. Durante todo el banquete de bodas estuve sentada junto a Viviana; descubrí que había criado a Morgause: la madre de ambas había muerto en ese parto y Viviana la amamantó como a su hija. Eso me fascinó, pues me había enfurecido que Igraine alimentara a mi hermano de su pecho en vez de entregarlo a una nodriza. Uther decía que era indigno de una reina y yo estaba de acuerdo. Supongo que estaba celosa, aunque me habría avergonzado reconocerlo. —Tu madre, mi abuela, ¿era reina? —le pregunté, pues vestía tan lujosamente como Igraine y las demás reinas del norte. —No, Morgana, no era reina sino una gran sacerdotisa, la Dama del Lago. Ahora yo soy la Dama de Avalón en su lugar. Puede que algún día tú también seas sacerdotisa. Llevas la sangre antigua y es posible que tengas también el don de la videncia. —¿Qué es la videncia? Ella arrugó el entrecejo. —¿Igraine no te lo ha explicado? Dime, Morgana, ¿sueles ver cosas que los demás no ven? —Constantemente —dije, comprendiendo que aquella mujer me conocía muy bien—. Pero el padre Columba dice que es obra del diablo. Y madre me ha dicho que tengo que guardar silencio, pues esas cosas no son correctas en una corte cristiana, y que si Uther se entera me enviará a un convento. No quiero entrar en un convento, vestirme de negro y no reír nunca más. Viviana dijo una palabra que de ser pronunciada por mí, mi aya me habría lavado la boca con el cepillo de los suelos. —Escucha, Morgana: tu madre tiene razón en cuanto a que no tienes que mencionar estas cosas al padre Columba. Pero cree siempre en lo que te revele la videncia, pues viene a ti directamente desde la Diosa. —¿La Diosa es lo mismo que la Virgen María, madre de Dios? Ella frunció el entrecejo. —Todos los dioses son un mismo Dios y todas las diosas una misma Diosa. La Gran Diosa no se ofenderá si le das el nombre de María, que era buena y amaba a la humanidad. Escucha, querida mía: ésta no es conversación para una fiesta. Pero te juro que, mientras haya un soplo de vida en mi cuerpo, no ingresarás en un convento, diga Uther lo que diga. Ahora que sé de tu videncia moveré cielo y tierra, si es necesario, para llevarte a Avalón. ¿Guardaremos este secreto entre las dos, Morgana? ¿Me lo prometes? —Te lo prometo —dije. Ella se inclinó para besarme en la mejilla. —Escucha: los arpistas comienzan a tocar para que se baile. ¿Verdad que Morgause está hermosa con su vestido azul?