URANTE varios días no se habló de otra cosa en la ciudad: Lot de Orkney se había retirado para volver al norte. Se temía que eso retrasara la elección final pero, apenas tres días después, Gorlois volvió al alojamiento diciendo que el consejo había cumplido el deseo de Ambrosio, como era su deber desde un principio: Uther Pendragón era el escogido para gobernar sobre toda Britania, como gran rey entre los reyes del país.
—Pero ¿qué pasará con el norte? —preguntó ella.
—Tendrá que llegar a un acuerdo con Lot o combatirlo —dijo Gorlois—. Aunque Uther no me gusta, es nuestro mejor guerrero. Lot no me inspira miedo y estoy seguro de que tampoco a Uther.
Igraine sintió la antigua agitación de la videncia, segura de que Lot desempeñaría un gran papel en los años venideros, pero no dijo nada; su esposo había dejado muy claro que no le gustaba oírla hablar de asuntos de hombres; además, prefería no reñir con un hombre condenado en el poco tiempo que le restaba.
—Veo que tu vestido nuevo está terminado. Si quieres, podrás lucirlo cuando Uther sea coronado en la iglesia; después dará audiencia a todos sus hombres y a sus esposas antes de volver al oeste para que lo nombren rey. Por su estandarte le han dado el nombre de Pendragón, «el mayor de los dragones»; allí tienen un rito supersticioso sobre los dragones y la corona…
—El dragón equivale a la serpiente —explicó Igraine—: es un símbolo druídico de la sabiduría.
Gorlois frunció el entrecejo, disgustado, y dijo que le irritaban esos símbolos en un país cristiano.
—La unción de un obispo tendría que ser suficiente para ellos.
—Pero no todos los pueblos están preparados para los Misterios superiores —adujo ella. Así se lo habían enseñado de niña en la isla Sagrada y, desde que soñara con la Atlántida, tenía la sensación de que todo lo aprendido sobre los Misterios, todo lo que creía olvidado, asumía otra importancia y mayor profundidad en su mente—. Los sabios saben que no hay necesidad de símbolos, pero la gente corriente del campo necesita dragones voladores en una coronación, así como necesitan de las fogatas de Beltane y del gran matrimonio que casa al rey con el país…
—Esas cosas están prohibidas a los cristianos —dijo Gorlois adusto—. Así lo ha dicho el Apóstol. No me sorprendería que el impío de Uther se enredara en esos lascivos ritos paganos, satisfaciendo la estupidez de los ignorantes. ¡Ojalá haya algún día en Britania un gran rey que se atenga sólo a los ritos cristianos!
Igraine dijo con una sonrisa:
—No creo que ninguno de nosotros llegue a ver ese día, esposo mío. Incluso ese Apóstol de tus libros sagrados escribió que la leche es para los bebés y la carne para los hombres fuertes; la gente corriente, los que sólo han nacido una vez, necesitan sus manantiales sagrados, sus guirnaldas primaverales y sus danzas rituales.
—Hasta el diablo puede citar mal las palabras divinas —dijo Gorlois, aunque sin enfado—. Tal vez el Apóstol quiso decir eso al afirmar que las mujeres tenían que guardar silencio en las iglesias, pues son propensas a caer en esos errores. Cuando seas mayor y más sabia, Igraine, lo comprenderás. Mientras tanto, puedes acicalarte tanto como desees para el oficio eclesiástico y los festejos posteriores.
Igraine se puso el vestido nuevo y se cepilló el cabello hasta que brilló como el cobre pulido. Cuando se miró en el espejo de plata que le había llevado Gorlois se preguntó, con un súbito ataque de abatimiento, si Uther repararía en ella. Era hermosa, sí, pero había otras mujeres igualmente hermosas y más jóvenes; ¿cómo iba a quererla a ella, anciana y usada?
En la iglesia observó con atención la larga ceremonia en la que el obispo tomaba juramento a Uther y le ungía. Por una vez los salmos no eran dolientes, sino gozosas alabanzas, y las campanas no tañían airadas, sino jubilosas. Después se sirvieron manjares y vino; entre grandes ceremonias, uno a uno, los jefes guerreros de Ambrosio juraron fidelidad a Uther.
Igraine estaba cansada mucho antes de que aquello terminara. Pero por fin acabó; mientras los jefes y sus esposas se congregaban en torno del vino y la comida, ella se apartó un poco, observando a la alegre concurrencia. Y allí, por fin, la encontró Uther.
—Mi señora de Cornualles.
Ella le hizo una profunda reverencia.
—Mi señor Pendragón, mi rey.
—No hay necesidad de tantas formalidades entre nosotros, señora —dijo bruscamente. Y la asió por los hombros de una manera tan parecida a la de su sueño que ella lo miró fijamente, casi esperando verle en los brazos las ajorcas de doradas serpientes.
Pero él se limitó a decir:
—No lleváis puesta la piedra lunar. Me resultó muy extraña esa piedra la primera vez que la vi… La primavera pasada enfermé de fiebres y Merlín me atendió. Entonces tuve un sueño raro; ahora sé que fue allí donde os vi por primera vez, mucho antes de haber puesto los ojos en vos. Debo de haberos parecido un patán del campo, señora Igraine, pues no dejaba de miraros intentando recordar mi sueño y la parte que desempeñabais en él, y la piedra lunar que pende de vuestro cuello.
—Me dijeron que una de las virtudes de esa piedra es despertar los verdaderos recuerdos del alma —contestó Igraine—. Yo también he soñado…
Él le apoyó una mano liviana en el brazo.
—No logro recordar. ¿Por qué creo veros con algo dorado en las muñecas, Igraine? ¿Acaso tenéis un brazalete de oro en forma de… de dragón, tal vez?
Ella negó con la cabeza.
—Ahora no —dijo, paralizada al comprender que él había compartido aquel extraño sueño o recuerdo.
—Me tomaréis por un palurdo sin la menor cortesía, señora de Cornualles. ¿Puedo ofreceros un poco de vino?
Igraine cabeceó calladamente: si trataba de coger una copa le temblarían las manos y derramaría todo el contenido.
—No sé qué me sucede —dijo Uther, violentamente—. Todo lo que ha ocurrido en estos días…, la muerte de mi padre y rey, las disputas de todos estos reyes, el hecho de que me escogieran como gran rey… todo parece irreal. Y vos, Igraine, sois lo más irreal de todo. ¿Habéis estado en el oeste, en la llanura donde se levanta el gran círculo de piedras? Se cree que en la antigüedad fue un templo druida, pero Merlín dice que fue construido mucho antes de que los druidas llegaran a estas tierras. ¿Habéis estado allí?
—En esta vida no, señor.
—Me gustaría poder mostrároslo, pues una vez soñé que estaba allí con vos. Oh, no me toméis por loco, Igraine —pidió, con su brusca sonrisa infantil—. Charlemos muy serenamente de cosas normales. Soy un pobre jefe del norte que súbitamente, al despertar, ha descubierto que es el gran rey de Britania; tal vez la tensión me haya enloquecido un poco.
—Me comportaré de forma sosegada y normal —accedió ella, con una sonrisa—. Si fuerais casado os preguntaría por vuestra esposa y vuestro hijo mayor.
Él rió entre dientes.
—Pensaréis que soy viejo para no estar casado —dijo—. Dios sabe que he tenido mujeres de sobra; demasiadas para la salud de mi alma, diría el padre Jerónimo. Pero nunca conocí a una que me interesara al abandonar el lecho. Y siempre temí que, si me casaba con una mujer antes de acostarme con ella, tras haberlo hecho, me cansaría de igual modo. Pienso, no obstante, que debe de existir una pasión que no se agote tan pronto; sólo así me casaría. —Y le preguntó bruscamente—: ¿Amáis a Gorlois?
Lo mismo le había preguntado Viviana y ella había contestado que no importaba. Entonces no sabía lo que estaba diciendo. Ahora respondió en voz baja:
—No; me entregaron a él cuando era tan joven que no me interesó conocer a aquél con quien me casaba.
Uther le volvió la espalda para pasearse furiosamente; al fin dijo:
—Y me doy cuenta de que no sois una moza de taberna con la cual revolcarse. ¿Por qué, en el nombre de todos los dioses, ha tenido que hechizarme la mujer de uno de mis partidarios más leales…?
«Así que Merlín también ha usado su entrometida magia con Uther». Aunque a Igraine ya no le molestaba. Era el destino de ambos, aunque le costara creer que el suyo fuera traicionar cruelmente a Gorlois. Era como una parte de su sueño, el de la gran llanura; toda su alma y su cuerpo parecían pedir a gritos la realidad de aquel beso soñado. Se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. Él la miró fijamente, consternado e indefenso.
—Igraine —susurró, retrocediendo un paso—. ¿Qué podemos hacer?
—No lo sé —sollozó ella—. No lo sé.
Su certidumbre se había convertido en una desgraciada confusión. ¿Acaso le habían enviado el sueño sólo para hechizarla, para instarla a traicionar a Gorlois faltando a su honor y a su palabra?
Una mano cayó sobre su hombro, pesada y desaprobadora. Gorlois la miró con suspicacia.
—¿Qué falta de decoro es ésta, señora? ¿Qué le habéis dicho a mi esposa, mi rey, que está tan angustiada? Os tengo por hombre de conducta lasciva y escasa piedad, pero aun así, la simple decencia tendría que impediros abordar a la esposa de un vasallo en vuestra coronación.
Igraine alzó la cara, enfadada.
—¡Gorlois, no merezco esto! ¿Qué he hecho para que me hagas semejante acusación en público?
Pues ciertamente, al oír aquel tono colérico, las cabezas se habían vuelto hacia ellos.
—Dime, Igraine, si no te ha dicho nada indecoroso ¿por qué lloras? —La mano que le cogía la muñeca parecía capaz de destrozarla.
—Hacéis bien en preguntar a la señora por qué llora —intervino Uther—, pues yo no lo sé. Pero soltadle el brazo si no queréis que os obligue a hacerlo. En mi casa nadie maltrata a una mujer, sea o no su marido.
Gorlois la soltó. Las marcas de sus dedos ya empezaban a convertirse en oscuras magulladuras; ella las frotó, sin dejar de llorar. Se sentía horrorizada, como si la hubieran poseído y avergonzado ante todos los que la rodeaban, y se cubrió con el velo para llorar aún más. Gorlois se la llevó a empujones. No oyó lo que le dijo a Uther; sólo cuando estuvieron en la calle, lo miró fijamente, asombrada.
—No os acusaré delante de todos, Igraine —dijo furioso—, pero pongo a Dios por testigo de que estaría justificado. Uther te miraba como un hombre mira a una mujer que ha conocido y ningún cristiano tiene derecho a conocer a la mujer de otro hombre.
Igraine comprendió que era verdad y se sintió confusa y desesperada. Aunque sólo había visto a Uther cuatro veces, sabía que se habían mirado como si fueran antiguos amantes. Amantes, compañeros, sacerdote y sacerdotisa… como fuera que lo llamaran. ¿Cómo explicar a Gorlois que había conocido a Uther sólo en un sueño? ¿Cómo explicárselo a su esposo, que no sabía ni deseaba saber nada de los Misterios?
Siguió empujándola hasta que llegaron al alojamiento. Estaba dispuesto a golpearla si hablaba, pero el silencio de Igraine lo frustró aún más.
—¿No tienes nada que decirme, esposa mía? —gritó, apretándole el brazo ya magullado con tanta fuerza que ella dejó escapar una exclamación de dolor—. ¿Acaso crees que no vi cómo mirabas a tu amor ilícito?
Ella liberó el brazo, temiendo que él llegara a arrancárselo.
—Si eso viste, también observarías que le volví la espalda cuando él sólo habría querido un beso. ¿Y no le oíste decirme que no tomaría a la esposa de su leal partidario y amigo…?
—¡Si alguna vez fui amigo suyo, ya no lo soy! —aseveró Gorlois, rojo de ira—. ¿Piensas acaso que voy a apoyar al hombre que me roba a mi esposa en público, avergonzándome ante todos los jefes reunidos?
—¡No fue así! —protestó Igraine, sollozando—. ¡Ni siquiera he rozado sus labios!
Y aquello era lo más cruel porque, realmente, ella deseaba a Uther, aunque se hubiera mantenido escrupulosamente lejos de él. «¿Por qué no hice lo que Uther quería, si iba a ser acusada aun siendo inocente?».
—¡Vi cómo lo mirabas! ¡Y me has mantenido alejado de tu lecho desde que pusiste los ojos en Uther, ramera infiel!
—¡Qué osadía! —exclamó ella, furiosa. Y le lanzó a la cabeza el espejo de plata que él le había regalado—. ¡Si no te retractas, juro arrojarme al río antes de dejarme tocar otra vez por ti! ¡Estás mintiendo a conciencia!
Gorlois agachó la cabeza y el espejo se estrelló contra la pared. Igraine se arrancó el collar de ámbar, otro reciente regalo de su marido, para lanzárselo también. Luego se quitó apresuradamente el hermoso vestido nuevo y se lo arrojó a la cabeza.
—¿Cómo te atreves a insultarme de esa manera, tú que me has llenado de regalos como si fuera una de las meretrices que siguen al ejército? Si soy una ramera, como dices, ¿dónde están los obsequios de mis clientes? Todo lo que tengo es lo que me ha dado mi esposo, un hombre malhablado y mal nacido que trata de comprar mi buena voluntad para satisfacer su lujuria, porque los curas lo han dejado medio eunuco. ¡En adelante sólo vestiré lo que tejan mis dedos! ¡Puedes guardarte tus asquerosos presentes, mal hombre! ¡Tienes la boca y la mente tan sucias como tus inmundos besos!
—¡Calla, maldita bruja! —Gorlois la golpeó con tanta fuerza que ella cayó al suelo—. Ahora ponte en pie y cúbrete como corresponde a una cristiana decente, en vez de arrancarte la ropa para que yo enloquezca viéndote así. ¿Fue así como sedujiste a mi rey para que cayera en tus brazos?
Ella se levantó trabajosamente, mandando el vestido tan lejos como pudo de una patada; luego se lanzó contra él para golpearle la cara una y otra vez. Gorlois, tratando de inmovilizarla, la estrujó entre sus brazos. Aunque Igraine era fuerte, se medía con un guerrero corpulento; al cabo de un momento cesó en sus forcejeos, sabiéndolos inútiles. Él la empujó hacia la cama, susurrando:
—¡Te enseñaré a no mirar más que a tu legítimo esposo!
Ella echó la cabeza atrás, despectiva.
—¿Crees que volveré a mirarte de otra forma que no sea con el odio que merecen las serpientes? Oh, sí: puedes llevarme a la cama y obligarme a hacer tu voluntad, porque la fe cristiana te permite ultrajar a tu esposa. No me importa lo que me digas, Gorlois, porque me sé inocente. Hasta este momento me sentía culpable, pensando que algún hechizo me había hecho amar a Uther. Ahora lamento no haber hecho lo que él me imploraba, aunque sólo sea porque tú estabas muy dispuesto a creerme capaz de traicionarte.
El desprecio de su voz hizo que Gorlois dejara caer los brazos y la mirase fijamente.
—¿Lo dices en serio, Igraine? —preguntó con voz ronca—. ¿De verdad eres inocente de todo mal?
—¿Crees que me rebajaría a mentirte? ¿A ti?
—Igraine, Igraine —dijo humildemente—, bien sé que soy demasiado viejo para ti, que te casaron conmigo sin amor y sin que lo desearas. Pero pensaba que habrías llegado a tenerme algún afecto. Y cuando te vi sollozar ante Uther… —Se le ahogó la voz—. No pude soportar que miraras así a ese hombre lujurioso y cruel, cuando a mí sólo me miras con resignación y por deber. Perdóname, perdóname, te lo ruego… si en verdad te juzgué mal…
—Me juzgaste mal —confirmó ella, con tono helado—. Y haces bien en implorar mi perdón, pero no lo tendrás hasta que se alcen los infiernos y la tierra se hunda bajo el océano del oeste. Sería mejor que fueras a hacer las paces con Uther. ¿Acaso crees que puedes enfrentarte a la ira del gran rey de Britania? ¿O terminarás comprando su favor como hiciste con el mío?
—¡Silencio! —ordenó Gorlois, furioso y enrojecido. Se había humillado ante ella. Era algo que tampoco podría perdonarse—. ¡Y cúbrete!
Igraine cayó en la cuenta de que aún estaba desnuda hasta la cintura. Se acercó a la cama, donde había dejado su vestido viejo, y se lo puso sin prisa. Él recogió el collar de ámbar y el espejo de plata del suelo; se los ofreció, pero ella apartó la mirada.
Gorlois los dejó en la cama y la miró fijamente. Luego salió.
Una vez sola, Igraine comenzó a guardar sus cosas en las alforjas. No sabía qué iba a hacer; tal vez fuera en busca de Merlín para contárselo todo, puesto que era él quien había iniciado esa cadena de acontecimientos. Una cosa era segura: no volvería a morar con complacencia bajo el techo de Gorlois. Una pena le hirió el corazón: se habían casado según la ley romana, que concedía a su marido poder absoluto sobre su hija, Morgana. Era necesario disimular hasta que pudiera poner a la niña en un lugar seguro. Tal vez la enviara a la isla Sagrada para que Viviana la criara.
Dejó en la cama los obsequios de Gorlois, guardando sólo los vestidos que había tejido con sus manos en Tintagel; en cuanto a las joyas, sólo cogió la piedra lunar de Viviana. Más tarde comprendería que aquellos instantes de demora le habían costado la huida, pues mientras separaba los regalos Gorlois entró en el cuarto. Después de echar una breve mirada a las alforjas llenas hizo una seca señal de asentimiento.
—Bien, veo que te estás preparando para viajar. Partiremos antes del anochecer.
—¿Qué quieres decir, Gorlois?
—He retirado mi juramento en presencia de Uther, diciéndole lo que tendría que haberle dicho al principio. De ahora en adelante somos enemigos. Organizaré la defensa del oeste contra los sajones y los irlandeses; le he dicho que, si trata de entrar con su ejército en mi país, lo colgaré como al felón que es del primer árbol que encuentre.
Ella lo miró fijamente. Por fin dijo:
—Estás loco, esposo. Los hombres de Cornualles no pueden por sí solos defender el país del oeste si los sajones llegan en buen número. Ambrosio lo sabía; lo sabe Merlín. ¡Hasta yo lo sé, y no soy más que un ama de casa! Aquello por lo que Ambrosio luchó en sus últimos años, ¿vas a destruirlo en un momento, sólo por una descabellada rencilla con Uther por tus insensatos celos?
—¡Rápida eres en preocuparte por Uther!
—¡Sería igualmente rápida en compadecer al jefe de los sajones si perdiera a sus mejores partidarios por una pelea sin fundamento! ¡En el nombre de Dios, Gorlois, te suplico que resuelvas esta riña con Uther y que no rompas así la alianza! Ya se ha ido Lot; si tú haces lo mismo sólo quedarán las tropas aliadas y unos cuantos reyes menores para apoyarlo en la defensa de Britania. —Igraine negó con la cabeza, desesperada—. ¡Ojalá me hubiera arrojado desde los acantilados de Tintagel antes de venir a Londínium!
Gorlois le clavó una mirada fulminante.
—Aunque Uther nunca hubiera puesto los ojos en ti, señora, no podría seguir a un hombre tan lascivo y mal cristiano. No confío en Lot, pero ahora sé que menos aún puedo confiar en Uther. Tendría que haber escuchado desde el principio la voz de mi conciencia en vez de acceder a prestarle apoyo. Pon mi ropa en la otra alforja. He mandado por los caballos y por nuestros hombres.
Al ver el aspecto implacable de su rostro comprendió que volvería a golpearla si protestaba. Obedeció en silencio, hirviendo de ira. Ahora estaba atrapada y ni siquiera podía huir a la isla Sagrada para ponerse bajo la protección de su hermana; mientras Gorlois retuviera a su hija en Tintagel, no podía.
Aún estaba guardando camisas y jubones doblados en las alforjas, cuando empezaron a sonar las campanas de alarma. Gorlois ordenó secamente:
—¡Quédate aquí! —y salió apresuradamente.
Igraine corrió tras él, enfadada, y se encontró con un corpulento soldado al que no había visto antes. El hombre cruzó su lanza frente a la puerta, impidiéndole cruzar el umbral. Hablaba un dialecto de Cornualles tan cerrado que sus palabras eran casi incomprensibles, pero ella logró entender que el duque le había ordenado mantener a su señora sana y salva dentro de la casa. Para eso estaba él allí.
Como no era digno forcejear con él, Igraine entró con un suspiro para terminar de preparar el equipaje. Desde la calle le llegaban gritos y ruidos de hombres que corrían y las campanadas de la iglesia cercana, aunque no era la hora de ningún oficio. En una ocasión, al oír un entrechocar de espadas, se preguntó si los sajones habrían entrado en la ciudad; realmente, era buen momento para un ataque ahora que los jefes de Ambrosio reñían entre sí. Bueno, eso resolvería uno de sus problemas, pero ¿qué sería de Morgana, sola en Tintagel?
Pasó el día; al anochecer, Igraine empezó a sentir miedo. ¿Estarían los sajones a las puertas de la ciudad? ¿Se habrían vuelto a pelear Uther y Gorlois? ¿Habría muerto uno de ellos? Casi le alegró ver a Gorlois cuando abrió de golpe la puerta de la habitación; llegaba ojeroso y distante, con los dientes apretados como si sintiera un gran dolor, pero sus palabras fueron breves e inflexibles.
—Partiremos al anochecer. ¿Podrás mantenerte en la silla o he de ordenar que uno de mis hombres te lleve a la grupa? No tenemos tiempo para viajar al paso de una mujer.
Igraine quería hacerle mil preguntas, pero no quiso darle la satisfacción de manifestar interés.
—Mientras tú puedas montar, esposo, yo podré mantenerme en la silla.
—Cuida de hacerlo, pues no tendrás tiempo para cambiar de idea. Ponte la capa más abrigada; por la noche hará frío y se está cerrando la niebla.
Igraine se recogió el pelo en un moño y se echó una capa gruesa sobre el traje de montar. Gorlois la izó sobre la montura. En la calle se apiñaban los soldados con largas lanzas. Él habló en voz baja con uno de sus capitanes antes de montar; les seguían diez o doce jinetes. Gorlois cogió las riendas de Igraine, diciendo con un colérico gesto de cabeza:
—Vamos.
Insegura del rumbo, siguió en silencio a Gorlois en el anochecer. En algún lugar se veía el fuego recortarse contra el cielo, pero ignoraba si sería la fogata de la guardia, una casa en llamas o, simplemente, la lumbre en la que cocinaban los buhoneros que acampaban en el mercado. La densa niebla les dificultaba el camino; pasado un rato se oyó el crujir del cabrestante con que se manejaban las pesadas balsas de la barcaza sobre la que cruzarían el río.
Uno de los soldados de Gorlois desmontó para guiar a bordo el caballo de Igraine; Gorlois iba a su lado. Algunos de los hombres vadearon el río con los animales. Debía de ser muy tarde: a esas alturas del año la claridad se prolongaba mucho y cabalgar por la noche era casi inaudito. De pronto se oyó un grito en la orilla:
—¡Se marchan! ¡Se marchan! Primero Lot y, ahora, el señor de Cornualles. ¡Estamos desprotegidos!
—¡Todos los soldados abandonan la ciudad! ¿Qué haremos cuando los sajones desembarquen en la costa sur?
—¡Cobardes! —gritó alguien desde la costa. La barcaza, con un gran crujido, empezó a alejarse—. ¡Cobardes! ¡Huís cuando el país está en llamas!
Una piedra salió zumbando de la oscuridad y golpeó a uno de los hombres de armas en el peto de cuero; cuando profirió un juramento, Gorlois lo acalló con una palabra seca. Desde la costa siguieron insultándolos y les arrojaron varias piedras más, pero pronto estuvieron fuera de su alcance. Al habituarse los ojos a la oscuridad, Igraine vio que su marido estaba pálido y firme como una estatua de mármol. No le dirigió la palabra en toda la noche, aunque continuaron hasta el amanecer. Y cuando la aurora se alzó tras ellos, enrojeciendo el horizonte, se detuvieron para dar un breve descanso a los hombres y a las cabalgaduras. Gorlois tendió una capa para que Igraine se acostara un rato y le llevó pan, queso y una taza de vino, pero sin hablarle.
Después de un corto descanso volvió a llevar los caballos. Iba a subirla a la montura cuando ella se rebeló.
—¡No daré un paso más si no me dices adónde vamos y por qué! —Mantenía la voz baja para no avergonzarlo ante sus hombres, pero se enfrentaba a él sin temor—. ¿Por qué nos escabullimos de Londínium como ladrones en la noche? Si no me dices qué está pasando tendrás que atarme a la grupa de mi caballo para llevarme a Cornualles, e iré gritando todo el camino.
—¿Crees que lo haría si no fuera necesario? —replicó él—. No trates de irritarme, pues por ti he renunciado a toda una vida de honor y juramentos respetados.
—¿Cómo osas culparme? —le espetó Igraine—. No lo hiciste por mí, sino por tus celos demenciales. Soy inocente de cualquier pecado que tu sucia mente me atribuya…
—¡Silencio, mujer! También Uther juró que eras inocente de todo mal. Pero eres mujer y supongo que le hiciste algún encantamiento. Me presenté ante Uther con la esperanza de resolver esta disputa, ¿y qué crees que me hizo ese maldito lascivo? ¡Me exigió que me divorciara para entregarte a él!
Igraine lo miró con los ojos muy abiertos.
—Si tan mal piensas de mí, si soy adúltera y bruja, ¿por qué no te regocijaste ante la perspectiva de librarte tan fácilmente de mi carga?
En su interior crecía una ira diferente: incluso Uther creía que podía darla o tomarla sin su consentimiento. ¿Acaso era un caballo para vender en la feria de primavera? Una parte de su ser se estremecía de secreto placer: Uther la deseaba tanto que estaba dispuesto a pelearse con Gorlois y a distanciar a sus aliados por una mujer. Pero la otra parte se enfurecía: ¿por qué no le había pedido que abandonara a Gorlois para unirse a él por propia voluntad?
Pero su esposo se había tomado la pregunta en serio.
—Me juraste que no eras adúltera. Y ningún cristiano puede repudiar a su esposa, salvo por adulterio.
Entre la impaciencia y una súbita contrición, Igraine guardó silencio. No podía estarle agradecida, pero al menos había escuchado sus palabras. No obstante, era sobre todo por orgullo pues, aun cuando se hubiera creído traicionado, no habría dejado que sus soldados vieran que su joven esposa prefería a otro hombre. Tal vez habría llegado a perdonar el adulterio para ocultar que no podía conservar la fidelidad de una muchacha.
—Gorlois… —dijo.
Pero él la acalló con un gesto.
—Ya es suficiente. No tengo paciencia para cambiar muchas palabras contigo. Una vez que estemos en Tintagel podrás olvidar esta tontería. En cuanto al Pendragón, tendrá mucho que hacer en las costas sajonas. No te haré más reproches; dentro de uno o dos años tendrás un hijo varón para que distraiga tu mente del hombre que ha despertado tus fantasías.
En silencio, Igraine se dejó subir a la montura. Cuando comenzaba a aceptar que su unión con Uther era voluntad de los dioses, se alejaba de Londínium con Gorlois, con la alianza deshecha y su marido obviamente decidido a que Uther no volviera a verla. En verdad, con una guerra en las costas sajonas, el rey no tendría tiempo para viajar a Tintagel; y aunque lo hiciera, no tenía modo de entrar en aquel castillo.
Nunca volvería a verlo. Todos los planes de Merlín habían fracasado. Seguiría atada a un anciano al que, ahora lo estaba segura, odiaba, aunque hasta aquel momento no se había permitido saberlo. Más tarde tendría la sensación de haber llorado durante todo el largo viaje por los páramos y valles de Cornualles.
La segunda noche levantaron las tiendas para descansar debidamente. Ella recibió de buen grado la comida caliente y la oportunidad de dormir bajo techo, aun sabiendo que ya no podría evitar el lecho de Gorlois. No podía gritar ni forcejear, rodeados de soldados como estaban. Era su esposa desde hacía cuatro años y nadie creería que se trataba de una violación. No tendría fuerzas para resistirse ni quería perder su dignidad en una sórdida lucha. Apretando los dientes, decidió permitirle hacer lo que quisiera, aunque lamentaba no conocer alguno de los encantamientos con que se protegían las doncellas de la Diosa, que entre las hogueras de Beltane sólo concebían cuando así lo deseaban. Le parecía muy amargo que él engendrara al hijo deseado humillándola de ese modo.
Merlín lo había dicho: «No darás ningún hijo varón a Gorlois». Pero ya no confiaba en esas profecías, puesto que todos sus planes habían fracasado. ¡Viejo taimado y cruel! La había utilizado como solían los hombres con sus hijas desde la llegada de los romanos: como peones que tenían que casarse según el deseo de los padres, como si fueran yeguas o cabras. Llorando en silencio, se preparó para acostarse, resignada y sin creerse capaz siquiera de ahuyentarlo con palabras coléricas; por su actitud era obvio que estaba dispuesto a borrarle el recuerdo de cualquier otro hombre imponiéndose de la única manera que podía.
Sus familiares manos sobre ella, el rostro sobre el suyo en la oscuridad, eran como los de un extraño. Pero cuando la atrajo hacia sí fue incapaz de continuar; aunque la manoseó desesperadamente tratando de excitarse, no lo consiguió. Por fin la soltó con un susurro furioso:
—¡Maldita bruja! ¿Has echado algún hechizo sobre mi virilidad?
—No —respondió con desprecio—, aunque si conociera tales encantamientos lo habría hecho con gusto, mi fuerte y gallardo esposo. ¿Esperas que llore porque no puedes poseerme por la fuerza? ¡Inténtalo y me reiré en tus barbas!
Él levantó el puño apretado.
—Golpéame, sí —dijo Igraine—. No será la primera vez. Quizás así te sientas tan hombre que tu lanza se yerga para la acción.
Con un juramento furioso, él le volvió la espalda y tornó a acostarse. Pero Igraine permaneció despierta y temblorosa, sabiendo que había logrado la venganza.
Durante todo el viaje a Cornualles, Gorlois fue incapaz de tocarla, por mucho que se esforzara, e Igraine comenzó a preguntarse si en verdad, sin que ella lo supiera, su justa ira no habría arrojado algún encantamiento sobre la virilidad de su marido. De cualquier modo supo, con la intuición segura de las sacerdotisas, que él nunca podría volver a yacer con ella como esposo.