4

AMBROSIO fue sepultado al amanecer. Igraine, acompañada por Gorlois, presenció la ceremonia con extraña indiferencia. Llevaba cuatro años tratando de comprometerse con la religión de su esposo. Ahora sabía que, aunque en público la respetara y fingiera seguirla, nunca rezaría a un dios todopoderoso y vengativo como el suyo.

Durante la ceremonia vio a Uther; estaba demacrado y exhausto, con los ojos enrojecidos, y, por algún motivo, la conmovió. El pobre no tenía quién le dijera que ayunar era una tontería, como si los muertos rondaran a los vivos para ver cómo actuaban y pudieran tener celos de verlos comer y beber.

Después del entierro, Gorlois la llevó al alojamiento y allí desayunó con ella. Pero continuaba callado y ceñudo, y en cuanto terminó se excusó diciendo:

—Tengo que asistir al consejo. Lot y Uther estarán disputando, y de algún modo tengo que ayudarles a recordar lo que Ambrosio deseaba. Lamento dejarte sola aquí, pero si deseas recorrer la ciudad ordenaré a un hombre que te escolte.

Y le dio una moneda, sugiriéndole que hiciera alguna compra en el mercado.

—Puesto que has venido de tan lejos, no hay razón para que te prives de comprar lo que quieras. No soy un hombre pobre; puedes comprar sin consultarme lo que necesites para mantener decorosamente la casa. Recuerda que confío en ti, Igraine —dijo poniéndole las manos en las mejillas para besarla.

Comprendió que era su modo de disculparse, a regañadientes, por sus sospechas y la bofetada, y eso le ablandó el corazón, haciendo que le devolviera el beso con auténtica ternura.

Era apasionante caminar por los grandes mercados de Londínium; por sucia y maloliente que fuera la ciudad, era como cuatro o cinco ferias de la cosecha en una. El estandarte de Gorlois, que su escudero llevaba en alto, impedía que la empujaran de un lado a otro. Aun así, le intimidó un poco cruzar la gran plaza del mercado, donde cien vendedores voceaban sus mercancías. Todo lo que estaba a la vista parecía nuevo y hermoso. Compró especias y una medida de fino paño de lana de las islas, pequeñas madejas de sedas teñidas, cintas de colores y hebillas de plata para su calzado. Tenía mucha sed y le tentaba ver la sidra y los pasteles calientes en los puestos, pero decidió regresar al alojamiento para servirse allí un poco de pan, queso y cerveza. Como su acompañante parecía contrariado, le dio una moneda pequeña de las que le habían sobrado para que se comprara lo que le apeteciera, un jarro de sidra o de cerveza ligera.

Ya en su alojamiento, se sentó a contemplar sus compras. Le habría gustado comenzar a trabajar de inmediato con el telar y la rueca, pero estaba demasiado fatigada. Por fin entró Gorlois con aspecto cansado.

Trató de mostrar interés por sus adquisiciones y encomió su frugalidad, pero era evidente que estaba pensando en otra cosa.

—Tendrías que comprar también un peine de plata y otro espejo. Puedes dar el de bronce a Morgause, que ya está crecida. Sal mañana a elegir uno, si quieres.

—¿Habrá otra reunión del consejo?

—Me temo que sí, y varias más, probablemente, hasta que podamos persuadir a Lot y a los otros de que cumplan la voluntad de Ambrosio y coronen a Uther —gruñó Gorlois—. Pero Lot ambiciona ser gran rey y en el norte hay quienes lo respaldan porque prefieren a uno de los suyos. La verdad, creo que si finalmente escogemos a Uther, todos los reyes del norte se retirarán para no prestarle juramento de fidelidad, salvo, quizá, Uriens. —Se encogió de hombros—. Es un tema aburrido para los oídos de una mujer, Igraine. Prepárame un poco de pan y carne fría, por favor. Anoche no dormí y estoy tan cansado como si me hubiera pasado el día de campaña; discutir es un trabajo agotador.

Estuvo despierta hasta muy tarde, preguntándose si realmente Merlín la habría hechizado, pues no podía dejar de pensar en Uther. Al fin cayó en el país de los sueños, y allí se encontró en el huerto donde le había secado las lágrimas, y él cogía el extremo del velo para acercarla hacia sí y apoyaba los labios en su boca. Hubo en el beso una dulzura que ella no había conocido en todos sus años de matrimonio con Gorlois; notó que su cuerpo se disolvía en él. Cuando Uther la acercó más y la cubrió con su cuerpo, Igraine le buscó nuevamente los labios. Y despertó, sobresaltada por el asombro, para descubrir que Gorlois la había envuelto en sus brazos mientras dormía. Con el cuerpo todavía colmado por la dulzura del sueño, ella se abrazó a su cuello en soñolienta docilidad, pero no tardó en impacientarse, aguardando a que él hiciera lo debido. Al terminar, él cayó nuevamente en un sueño pesado y quejumbroso. Igraine, trémula, siguió despierta hasta el amanecer, preguntándose qué le había sucedido.

El consejo se prolongó toda la semana. Noche tras noche, Gorlois volvía pálido e iracundo, cansado de las negociaciones. Hasta los placeres del mercado habían perdido color. Como durante la semana llovió mucho, Igraine se sentó a remendar la ropa de Gorlois y la propia, lamentando no tener su telar para hacer alguna bonita labor.

En la segunda semana le llegó el flujo lunar y se sintió abatida y traicionada: Gorlois no había sembrado en ella el varón que deseaba. Aún no había cumplido veinte años; si era estéril, pensó con resentimiento, la culpa debía de ser de Gorlois, que era anciano y tenía la sangre aguada por años de guerras y campañas. Luego pensó en su sueño, entre la culpa y la consternación. Merlín y Viviana lo habían dicho: le daría un hijo varón al gran rey. Si coronaban a Uther, sería realmente necesario que tuviera un heredero de inmediato.

«Y soy joven y estoy sana; si fuera su reina podría darle un hijo».

Al llegar a aquel punto sollozó con una súbita desesperación. «Mi esposo es un anciano y mi vida ha terminado antes de los veinte años. Es como si fuera una mujer viejísima, a la que ya no le importa vivir o morir, apta sólo para sentarse junto al fuego a pensar en la muerte». Se fue a la cama e hizo que dijeran a Gorlois que estaba enferma.

Durante aquella semana, Merlín le hizo una visita mientras Gorlois estaba en el consejo. Habría querido descargar contra él su ira y su angustia, pero a nadie se le ocurría ser grosero con Merlín de Britania, aunque fuera su padre.

—Me ha dicho Gorlois que estás enferma, Igraine; ¿puedo hacer algo para ayudarte con mis artes curativas?

Lo miró con desesperación.

—Sólo si pudierais hacerme joven. ¡Me siento tan vieja, padre, tan vieja!

Él le acarició los relucientes rizos cobrizos.

—Estás cansada y enferma. Cuando la luna vuelva a cambiar te encontrarás mejor, sin duda. Es mejor así, Igraine.

La miraba con ojos penetrantes. Comprendió que le había leído el pensamiento; era como si Merlín hablara dentro de su mente, repitiendo lo que le había dicho en Tintagel: «No darás un hijo varón a Gorlois».

—Me siento… atrapada —dijo. Y bajó la cabeza, llorando, sin volver a hablar.

Merlín le acarició el cabello desaliñado.

—Por ahora, Igraine, dormir es la mejor medicina para tus males. Y los sueños son el verdadero remedio para lo que te aqueja. Yo, el maestro de sueños, te enviaré uno que te cure.

Alargó una mano sobre ella, en el gesto de la bendición, y se fue. Igraine se preguntó si no habría concebido un hijo de Gorlois y había abortado por algún hechizo de Merlín o de Viviana; a veces sucedían esas cosas. Luego se dijo que tal vez era mejor así. Había visto sobre Gorlois la sombra de la muerte; ¿acaso quería criar a un hijo varón sin padre? Aquella noche, cuando su marido volvió al alojamiento, creyó volver a ver suspendida tras él, la sombra del temido fantasma, la muerte al acecho, el corte de espada sobre el ojo, el rostro demacrado de dolor y desesperación. Apartó la cara y cuando él la tocó notó como si la abrazara un muerto, un cadáver.

—Vamos, querida mía, no estés tan abatida —dijo para tranquilizarla sentándose a su lado en la cama—. Sé que te encuentras mal, y que echas de menos tu casa y a nuestra hija. Pero ya falta poco. Traigo noticias.

—¿El consejo está más propicio a elegir un rey?

—Puede ser —confirmó Gorlois—. ¿Has oído, esta tarde, el bullicio en las calles? Bueno: Lot de Orkney y los reyes del norte, ya convencidos de que no escogeremos a Lot, se han ido anticipadamente permitiendo que los demás cumplamos con la voluntad de Ambrosio. Si estuviera en el pellejo de Uther no me atrevería a salir solo después de oscurecer, y así se lo dije.

Ella susurró:

—¿Crees que Lot intentará matarlo?

—Bueno, no podría medirse en combate con él. Un puñal por la espalda: ése es su estilo.

Ya en la cama, Gorlois quiso abrazarla, pero Igraine negó con la cabeza, empujándolo.

—Hoy tampoco —dijo.

Él se volvió suspirando; casi de inmediato se quedó profundamente dormido.

No podría rechazarlo muchas más veces, pero el horror se había apoderado de ella al ver nuevamente el fantasma de la muerte suspendido sobre Gorlois. Se dijo que, a pesar de todo, tenía que seguir cumpliendo sus deberes conyugales con aquel honorable hombre que la había tratado bien. Y eso le hizo pensar otra vez en el cuarto donde Viviana y Merlín habían hecho pedazos su seguridad y toda su paz. Sintió cómo las lágrimas brotaban desde muy dentro, pero trató de acallar sus sollozos para no despertar a su esposo.

Merlín había dicho que le enviaría un sueño para curar su angustia; sin embargo, todo aquello se había iniciado con un sueño. «No dormiré para no soñar…».

Si continuaba agitándose así en la cama despertaría a Gorlois. Y si la veía llorar, querría saber la causa. ¿Qué le diría entonces? Calladamente, Igraine abandonó la cama y, después de envolverse el cuerpo desnudo en una larga capa, fue a sentarse junto a los rescoldos de la fogata. Mientras los contemplaba, se preguntó por qué Merlín de Britania, sacerdote druida, consejero de reyes, mensajero de los dioses, tenía que entrometerse en la vida de una joven esposa. Más aún: ¿qué hacía un sacerdote druida como consejero real en una corte presuntamente cristiana?

«Si tan sabio creo a Merlín, ¿por qué no estoy dispuesta a cumplir su voluntad?».

Después de largo rato, con los ojos ya cansados de mirar el fuego, se preguntó si tenía que volver a la cama o ponerse a andar para no caer en el sueño que le había prometido Merlín.

Caminó sin hacer ruido hasta la puerta de la casa. Dado su estado de ánimo, no le sorprendió en absoluto ver que su cuerpo se había quedado junto al fuego, envuelto en la capa; tampoco se molestó en quitar el cerrojo de la habitación, ni el de la gran puerta principal: pasó a través de ellas como un espectro.

El patio de la casa había desaparecido, Igraine se encontró en un gran prado en cuyo centro se elevaba un círculo de grandes piedras, ligeramente iluminadas por la luz creciente del amanecer… No, no era la luz del sol, sino un gran incendio al oeste; todo el cielo parecía en llamas.

Al oeste, donde se encontraban las tierras perdidas de Lyonnesse e Ys y la gran isla de Atlas-Alamesios, o Atlántida, el olvidado reino del mar. En verdad había existido un gran incendio en el que las montañas estallaron, partiéndose; en una sola noche perecieron cien mil hombres, mujeres y niños.

—Pero los sacerdotes lo sabían —dijo una voz a su lado—. Durante los últimos cien años han estado construyendo el templo estelar aquí, en las llanuras, para no perder la cuenta de las estaciones o la llegada de los eclipses de sol y de luna. Los pueblos de aquí nada saben de esas cosas, pero nos reconocen sabios, sacerdotes y sacerdotisas del otro lado del mar, y construirán para nosotros, como ya hicieron antes…

Igraine, sin sorprenderse, levantó la mirada hacia la silueta vestida de azul que estaba a su lado. Aunque el rostro era muy diferente, aunque usaba un extraño tocado, alto y coronado de serpientes, y más serpientes de oro ciñéndole los brazos, sus ojos eran los de Uther Pendragón.

El viento se tornó frío en la alta planicie, donde el círculo de piedra aguardaba el sol. Igraine nunca había visto con sus ojos físicos el templo del Sol de Salisbury, pues los druidas no se acercaban a él. ¿Quién podía venerar a los dioses Mayores, objetaban, en un templo construido por manos humanas? Por eso celebraban sus ritos en bosquecillos plantados por la mano de los dioses. Pero Viviana le había hablado de aquel templo, calculado con tanta exactitud, por medio de artes hoy perdidas, que aun quienes no conocieran el secreto de los sacerdotes podían determinar cuándo se producirían los eclipses y seguir los movimientos de estrellas y estaciones.

Igraine supo que, a su lado, Uther (¿era realmente Uther aquel hombre alto, con vestimenta sacerdotal, ahogado siglos atrás en una tierra que ya era leyenda?) miraba hacia el oeste, hacia el firmamento en llamas.

—Así que al fin ha sucedido como nos lo anunciaron —dijo, poniéndole un brazo en los hombros—. Hasta ahora no lo creía del todo, Morgana.

Por un momento Igraine, esposa de Gorlois, se preguntó por qué aquel hombre la llamaba con el nombre de su hija, pero mientras se formulaba mentalmente la pregunta supo que Morgana no era un nombre, sino el título de una sacerdotisa; significaba simplemente «mujer llegada del mar», en una religión que incluso Merlín de Britania habría considerado legendaria, casi la sombra de una leyenda.

Se oyó a sí misma decir, sin voluntad de hacerlo:

—A mí también me parecía imposible que Lyonnesse, Ahtarrath y Ruta cayeran y desaparecieran como si nunca hubiesen existido. ¿Crees posible que los dioses estén castigando a la tierra de los atlantes por sus pecados?

—No creo que los dioses obren así —dijo el hombre a su lado—. Más allá del océano que conocemos, la tierra también tiembla. Aunque los pueblos de la Atlántida hablaban de las tierras perdidas de Mu e Hy-Brasil, sé que en el mayor de los océanos, más allá del crepúsculo, la tierra tiembla y las islas surgen y desaparecen, aunque sus habitantes no saben de pecados. Y si los dioses de la Tierra desatan su venganza contra pecadores e inocentes por igual, entonces esta destrucción no puede ser castigo por los pecados, sino que está dentro de la naturaleza. No sé si esta destrucción tiene un propósito o si la tierra aún no está asentada en su forma definitiva, así como los hombres y las mujeres aún no somos perfectos. Quizá la tierra también se esfuerza por evolucionar y perfeccionarse. No lo sé, Morgana. Estos asuntos corresponden a los más Iniciados. Sólo sé que hemos traído de allí los secretos de los templos, aunque se nos hizo jurar que no lo haríamos. Eso nos hace perjuros.

Ella se estremeció.

—¡Pero si los sacerdotes nos indicaron que lo hiciéramos!

—Ningún sacerdote puede absolvernos por haber faltado a nuestro juramento, pues la palabra dada a los dioses resuena hasta el fin de los tiempos. Y pagaremos por ello. Porque no era justo que todo el conocimiento de nuestros templos se perdiera bajo el mar, se nos encomendó llevarlo lejos, con plena conciencia de que sufriríamos, vida tras vida, por haber faltado a nuestro voto. Así tenía que ser, hermana mía.

—¿Por qué tenemos que ser castigados más allá de esta vida por lo que se nos encomendó hacer? —protestó ella, resentida—. ¿Acaso los sacerdotes consideraron justo que sufriéramos por haber obedecido?

—No, pero recuerda el juramento que pronunciamos. Lo que juramos en un templo ahora sepultado por el mar donde el gran Orión no volverá a gobernar. —Al hombre se le quebró la voz—. Juramos compartir su sino, el sino de quien robó el fuego a los dioses para que el hombre no viviera en la oscuridad. De ese don surgió un gran bien, pero también grandes males, pues el hombre aprendió el mal uso y la perversidad. Y así, quien robó el fuego, reverenciado en todos los templos por llevar la luz a la humanidad, sufre encadenado para siempre, con un buitre devorándole las entrañas. Son misterios. El hombre sólo puede obedecer ciegamente a los sacerdotes y sus leyes, viviendo en la ignorancia, o desobedecer a conciencia y soportar los sufrimientos de la Rueda de las reencarnaciones. Y mira… —Señaló hacia arriba, donde se mecía la figura del Mayor de los dioses, con las tres estrellas de la pureza, la rectitud y el albedrío en el cinturón—. Continúa allí, aunque su templo haya desaparecido. Y nosotros le hemos construido aquí un templo nuevo, para que su sabiduría no perezca.

La rodeó con un brazo; ella estaba sollozando. Le alzó bruscamente la cara para besarla; también sus labios tenían el gusto salado de las lágrimas.

—No me arrepiento —continuó él—. En el templo nos dicen que el verdadero gozo se encuentra sólo al liberarse de la Rueda, que es muerte y renacimiento. No obstante, amo la vida en esta tierra, Morgana. Y a ti, con un amor más poderoso que la muerte. Si el pecado es el precio de nuestra unión, vida tras vida a lo largo de los siglos, pecaré gozosamente y sin arrepentirme, para regresar a ti, amada mía.

En toda su vida Igraine no había conocido un beso como aquél; aunque apasionado, parecía que cierta esencia superior a la simple lascivia los ataba el uno al otro. En aquel momento la invadió el recuerdo de la primera vez que había visto a aquel hombre, el recuerdo de la ciudad de la Serpiente, de las grandes columnas de mármol y de las escaleras doradas del gran templo de Orión, donde ambos habían morado desde pequeños y donde se les había unido en el fuego sagrado, para no separarse mientras vivieran. Pero lo que acababan de hacer los uniría también más allá de la muerte.

—Amo esta tierra —repitió él con violencia—. Henos aquí, donde los templos no se hacen con plata, oro y oricalco, sino con toscas piedras. Sin embargo, amo esta tierra hasta tal punto que de buena gana daría la vida para mantenerla fuera de peligro, esta fría tierra donde el sol no brilla nunca…

Y se estremeció bajo el manto. Pero Igraine le hizo dar la espalda a los fuegos moribundos de la Atlántida.

—Mira hacia el este —le dijo—. Cuando la luz se apaga en el oeste, en Oriente siempre hay una promesa de renacimiento.

Y se abrazaron ante el fulgor del sol, que se alzaba tras la silueta de la gran piedra. El hombre susurró.

—Éste es, en verdad, el gran ciclo de la vida y la muerte. —Y mientras hablaba la estrechó contra sí—. Llegará un día en que la gente olvidará; entonces esto será sólo un círculo de piedras. Pero yo recordaré y volveré a ti, amada mía. Lo juro.

Entonces se oyó la voz de Merlín que decía en tono lúgubre: «Ten cuidado con lo que pides al rezar, pues ciertamente te será concedido».

Y volvió el silencio. Igraine se encontró desnuda, envuelta sólo en la capa, acurrucada frente a las cenizas frías del hogar, en su alojamiento. Y Gorlois roncaba delicadamente en la cama.

Estremecida y helada hasta los huesos, se arrebujó en la capa y volvió a la cama, buscando algunos restos de calor. Morgana. Morgana. ¿Habría dado ese nombre a su hija porque ella misma lo llevó en otro tiempo? ¿Era sólo un absurdo sueño enviado por Merlín para persuadirla de que había conocido a Uther Pendragón en una vida anterior?

Pero no podía ser un sueño; los sueños eran confusos y extraños, un mundo donde todo es absurdo e ilusorio. De algún modo había llegado al país de la Verdad, adonde va el alma cuando el cuerpo está en otra parte; de algún modo se había llevado de allí, no un sueño, sino un recuerdo.

Una cosa, al menos, era obvia: si Uther y ella se habían conocido y amado en otro tiempo, ahora se explicaba por qué le inspiraba tal sensación de familiaridad. Recordó la ternura con que le había secado las lágrimas con su velo, pensando: «Sí, siempre fue así: impulsivo, juvenil, precipitándose para ir tras lo que desea, sin sopesar el coste».

¿Sería posible que, generaciones atrás, hubieran llevado a esta tierra los secretos de una sabiduría recientemente desaparecida, incurriendo juntos en un castigo por haber faltado al juramento?

«¿Castigo?». Supuestamente, la reencarnación era el castigo, la vida en un cuerpo humano antes de la paz infinita. Curvó los labios en una sonrisa, pensando: «Vivir en este cuerpo, ¿es castigo o recompensa?». Pues el súbito despertar de su cuerpo en brazos del hombre que era, o sería, o fue una vez, Uther Pendragón, le hacía pensar que, dijeran los sacerdotes lo que dijesen, vivir, naciendo o renaciendo, en su cuerpo, era recompensa suficiente.

Se acurrucó bajo las mantas, ya sin sueño, y sonrió en la oscuridad. Así que Viviana y Merlín sabían que estaba ligada a Uther por un vínculo tan poderoso que hacía de su atadura a Gorlois algo superficial y momentáneo. Que ambos se habían entregado al destino de esta tierra muchas vidas atrás, al hundirse el templo antiguo. Y ahora, porque los Misterios estaban nuevamente amenazados, esta vez por hordas de bárbaros y hombres salvajes del norte, volvían a unirse.

«En esta vida no soy sacerdotisa. Pero sigo siendo una hija obediente de mi destino, como tienen que serlo todos los seres humanos. Y para sacerdotes y sacerdotisas no hay vínculos matrimoniales. Se dan a sí mismos como deben, según la voluntad de los dioses, para engendrar a los que son cruciales para el futuro de la humanidad».

Pensó en la Rueda, a la que los campesinos llaman el Carro o la Osa mayor, la gran constelación que simbolizaba, en su ir y venir la interminable Rueda del nacimiento, la muerte y el renacer. Y el Gigante que recorre el cielo a grandes pasos, con la espada al cinto… Por un momento, Igraine creyó ver al héroe que llegaría, con una gran espada de conquistador en la mano. Los sacerdotes de la isla Sagrada se asegurarían de que tuviera una espada legendaria.

Gorlois, a su lado, se removió buscándola, y ella acudió a sus brazos como buena esposa. Su repugnancia se había convertido en piedad y ternura; ya no temía concebir ese hijo suyo no deseado. No era su destino. ¡Pobre hombre condenado, sin ningún papel en aquel misterio! Era uno de los que sólo nace una vez o, en todo caso, no recordaba. Igraine se alegró de que tuviera el consuelo de su sencilla religión.

Más tarde, cuando se levantaron, se descubrió cantando. Gorlois la observaba con curiosidad.

—Pareces repuesta —comentó.

—Claro que sí —confirmó ella, sonriendo—. Nunca me he encontrado mejor.

—Veo que el remedio de Merlín te hizo bien.

Y ella sonrió sin responder.