GRAINE tenía la sensación de llevar una eternidad cabalgando bajo la lluvia. El trayecto a Londínium era como un viaje al fin del mundo.
Hasta entonces había viajado poco: sólo de Avalón a Tintagel. Comparó a la niña temerosa y desesperada de aquel primer viaje con la mujer actual. Ahora montaba junto a Gorlois, quien se tomaba el trabajo de contarle algo sobre las tierras que atravesaban; ella reía y bromeaba, y por la noche, en la tienda, iba de buena gana a su lecho. De vez en cuando echaba de menos a Morgana, preguntándose cómo estaría. Pero resultaba grato verse libre otra vez, volver a ser una muchacha, sin la torpeza de la verdadera juventud. Y lo estaba disfrutando. Ni siquiera le molestaba la incesante lluvia que oscurecía las colinas distantes, obligándolos a viajar envueltos en una leve bruma.
—¿Estás fatigada, Igraine?
La voz de Gorlois sonaba suave y atenta. ¡No era, desde luego, el ogro que parecía en aquellos primeros días de terror, cuatro años atrás! Ahora estaba envejeciendo; tenía el pelo y la barba canosos (aunque se afeitaba cuidadosamente, a la manera romana), y la piel curtida por las cicatrices de muchos años de combate, lo que hacía conmovedor su deseo de complacerla. Nunca había sido cruel con ella. Sí, sabía poco sobre el cuerpo de la mujer y cómo utilizarlo, mas eso no parecía ahora crueldad, sino sólo torpeza.
Le sonrió con alegría:
—No, en absoluto. Creo que podría seguir interminablemente. Pero con tanta bruma, ¿no es posible que nos extraviemos y no lleguemos nunca a Londínium?
—No temas —contestó con gravedad—. Mis guías son muy buenos y conocen cada palmo del camino. Y antes de que caiga la noche llegaremos a la antigua vía romana que conduce al centro mismo de la ciudad. Así que hoy dormiremos bajo techo y en una cama decente.
—Será un placer volver a dormir en una cama decente —dijo Igraine, pudorosa.
Tal como esperaba, vio el súbito rubor que encendía el rostro de su marido. Pero él apartó la mirada, casi como si le tuviera miedo. Y ella disfrutó de ese poder recién descubierto.
Mientras cabalgaba a su lado, reflexionó sobre el cariño que de repente le inspiraba Gorlois: cariño mezclado con pena, como si hubiera llegado a quererlo sólo ahora, al saber que tenía que perderlo. De un modo u otro, era consciente de que sus días junto a él estaban contados, y recordó cómo supo por primera vez que iba a morir.
Para advertirla de su llegada, él le había enviado a un mensajero, un hombre de ojos suspicaces que lo espiaban todo; obviamente, si él hubiera tenido una esposa joven habría llegado a su casa sin darle aviso, con la esperanza de sorprenderla en alguna falta o en un gasto extravagante. Igraine, que se sabía irreprochable, le dio una buena acogida, sin prestar atención a sus miradas impertinentes. Podía interrogar a los criados cuanto quisiera; le dirían que, a excepción de su hermana y Merlín, no había recibido a nadie en Tintagel.
Cuando el hombre hubo partido, ella se detuvo en el momento de cruzar el patio, afectada por un miedo sin causa: una sombra caía sobre ella en pleno sol. Y en aquel momento vio a Gorlois, sin caballo ni cortejo. Estaba más flaco, más envejecido, ojeroso y demacrado. En la mejilla tenía un corte que ella no recordaba.
—¡Esposo mío! —exclamó—. ¿Qué te trae hasta aquí de esta manera, solo y sin armas? ¿Estás enfermo? ¿Estás…?
Y entonces se interrumpió y su voz se desvaneció en el aire, pues allí no había nadie, sólo la luz caprichosa de las nubes, el mar y las sombras, y el eco de su voz.
Durante el resto de aquel día trató de tranquilizarse, diciéndose que era sólo una visión, como la que le había advertido sobre la llegada de Viviana. Pero Gorlois no poseía la videncia. Lo que había visto era su fantasma, su doble, el precursor de su muerte.
Cuando él apareció por fin, sano e indemne, ella intentó desprenderse del recuerdo. Gorlois no estaba herido ni desanimado; por el contrario, llegaba de muy buen humor, con regalos para ella y hasta un collar de cuentas de coral para Morgana. Después de revolver en los sacos del botín, le dio a Morgause una capa roja.
—Debió de pertenecer a alguna ramera sajona —comentó riendo y pellizcando a la muchacha bajo la barbilla—. Está bien que la luzca una decente doncella britana. El color te va, hermana. Cuando hayas crecido un poco, serás tan guapa como mi esposa.
Morgause, entre risitas y mohines, posó con su capa nueva. Más tarde, cuando la pareja se disponía a acostarse, Gorlois dijo ásperamente:
—Es preciso que casemos a esa niña cuanto antes, Igraine. Es un putoncete al que se le iluminan los ojos ante todo lo que tenga forma masculina. ¿Viste cómo miraba a mis soldados más jóvenes, a mí mismo? ¡No quiero que alguien así deshonre a mi familia y dé mal ejemplo a mi hija!
Igraine respondió con delicadeza. No podía olvidar que había visto la muerte de Gorlois y no quería discutir con un condenado. Además, a ella también le avergonzaba la conducta de su hermana menor.
«Así que va a morir. Bueno, no hace falta ser profeta para saber que un hombre de cuarenta y cinco años, tras haberse pasado la vida combatiendo con los sajones, no vivirá para ver crecer a sus hijos. No voy a creer por eso el resto de las tonterías que se me han dicho. Ni pretenderé que él me lleve a Londínium».
Pero al día siguiente, mientras desayunaban, él habló bruscamente.
—¿No te extraña que haya regresado tan repentinamente, Igraine?
Tras la noche pasada, ella se sentía confiada y le sonrió.
—¿Cómo cuestionar la fortuna que me devuelve a mi esposo tras un año de ausencia? Espero que se deba a que las costas están libres de sajones y nuevamente en manos britanas.
Él sonrió con aire distraído. Luego la sonrisa desapareció.
—Ambrosio Aureliano está agonizando. La vieja águila se irá pronto y no hay ningún aguilucho que vuele en su lugar. Todos los reyes britanos han sido convocados para reunirse en Londínium, a fin de elegir al gran rey y jefe guerrero; yo también he de ir. Será una gran reunión, Igraine, y muchos de los duques y reyes llevarán a sus esposas. ¿Querrías acompañarme?
—¿A Londínium?
—Sí, si te atreves a hacer un viaje tan largo y a separarte de la niña. Preferiría no volver a separarme de ti, ni siquiera durante unos días.
«Tienes que ingeniártelas para ir a Londínium con él», había dicho Viviana. Y ahora resultaba innecesario pedirlo. Igraine tuvo una súbita sensación de pánico, como si montara un caballo desbocado. Para disimular su confusión bebió un sorbo de cerveza.
—Iré, si así lo deseas.
Dos días después iban camino del este, rumbo a Londínium y al campamento de Uther Pendragón y del moribundo Ambrosio, para la elección del gran rey.
A media tarde llegaron a la vía romana, lo cual les permitió viajar con más celeridad, y aquel mismo día divisaron las afueras de Londínium. Igraine nunca había imaginado que en un mismo lugar pudieran reunirse tantas casas; por un momento se sintió sofocada.
—Pasaremos esta noche en la casa de uno de mis soldados —dijo Gorlois— y mañana nos presentaremos en la corte de Ambrosio.
Aquella noche, sentados ante el fuego, ella le preguntó:
—¿Quién crees que va a ser el próximo gran rey?
—¿Qué puede importarle a una mujer quién gobierne?
Igraine le sonrió de soslayo.
—Aunque sea mujer, Gorlois, tengo que vivir en esta tierra. Y me gustaría saber a qué tipo de hombre seguirá mi esposo, en la paz y en la guerra.
—¡Paz! ¿Qué paz puede haber, con tantos pueblos salvajes como vienen a nuestras ricas costas? Tenemos que unir todas nuestras fuerzas para defendernos. Son muchos los que querrían lucir la capa de Ambrosio. Lot de Orkney, por ejemplo; hombre rudo, pero digno de confianza, jefe enérgico y buen estratega. Pero aún está soltero y no tiene descendencia. Es joven para ser gran rey pero, de esa edad, es el hombre más ambicioso que he conocido. Y Uriens, de Gales del norte. No tiene problemas de descendencia, pues ya tiene hijos varones, pero carece de imaginación: quiere hacerlo todo como se hizo siempre; dice que, si funcionó una vez, volverá a funcionar. Y sospecho que no es buen cristiano.
—¿A cuál elegirías tu?
Él suspiró.
—A ninguno. He seguido a Ambrosio toda mi vida y seguiré a quien él haya escogido. Es una cuestión de honor, y el hombre de Ambrosio es Uther. No hay más que decir, aunque Uther no me guste. Es un libertino, con diez o doce bastardos. Ninguna mujer está segura cerca de él. Va a misa porque lo hace el ejército y porque es lo apropiado. Prefiero un pagano sincero a un cristiano que lo es sólo por el provecho que de ello puede sacar.
—Sin embargo, lo respaldarás.
—Oh, sí. Es muy buen militar y los hombres lo seguirían hasta el infierno si fuera preciso. No escatima esfuerzos para hacerse querer por el ejército. Tiene mucho talento e imaginación. Consiguió un acuerdo con las tropas del tratado y este otoño logró que combatieran junto a nosotros. Sí, lo apoyaré. Pero eso no significa que me guste.
Mientras escuchaba, Igraine se dijo que Gorlois había revelado más sobre sí mismo que sobre los otros candidatos a gran rey. Por fin dijo:
—¿Nunca has pensado…? Eres el duque de Cornualles y Ambrosio os aprecia. ¿No podrías ser el elegido?
—Creedme, Igraine: no quiero la corona. ¿Deseas ser reina?
—No lo rechazaría —respondió recordando la profecía de Merlín.
—Lo dices porque eres demasiado joven para entender lo que eso significa —aseveró Gorlois con una sonrisa—. En otros tiempos, cuando era más joven… pero no quiero pasarme el resto de la vida combatiendo. Y para el gran rey no hay paz, aun cuando los enemigos abandonen nuestras costas, porque entonces comienzan a guerrear sus amigos, aunque sólo sea por sus favores. No, no habrá corona para mí. Y cuando tengas mi edad, te alegrarás de ello.
Mientras Gorlois hablaba, Igraine notó un escozor en los ojos. Así pues, aquel duro soldado, el hombre sombrío al que ella había temido, estaba ahora tan cómodo con ella que hasta le revelaba en parte sus anhelos. Deseó con todo su corazón que pudiera pasar sus últimos años al sol, viendo jugar a sus hijos. Pero aun en aquel momento, en el parpadeo del fuego, creía ver la sombra ominosa de la fatalidad que le seguía.
Aquella noche apenas durmió, dando vueltas y vueltas en la cama extraña, oyendo la serena respiración de Gorlois. Hacia la mañana cayó en un sueño inquieto; soñó con un mundo entre brumas, con la costa de la isla Sagrada, que retrocedía más y más entre la niebla. Le parecía ir remando en una barca, exhausta, buscando la isla de Avalón. Pero aunque la costa le era familiar, en el templo de su sueño no estaba la Diosa sino que se elevaba un crucifijo, y un coro de monjas cristianas vestidas de negro cantaba uno de esos himnos dolientes. Despertó llorando con angustia. Al incorporarse, oyó por doquier el tañido de campanas de iglesia.
Gorlois también se irguió.
—Es la iglesia en la que Ambrosio oye misa. Vístete pronto Igraine, e iremos juntos.
Mientras ella se ceñía un corselete de seda, por encima de la sobreveste de lino, un servidor desconocido llamó a la puerta pidiendo hablar con la señora Igraine, esposa del duque de Cornualles. Cuando le hizo la reverencia, recordó haberlo visto años antes, guiando la barca de Viviana. Al acordarse de su sueño, notó un escalofrío.
—Vuestra hermana os envía esto de parte de Merlín —dijo—; con la recomendación de que lo uséis y recordéis vuestra promesa. Nada más. —Y le entregó un paquete pequeño, envuelto en seda.
—¿Qué es, Igraine? —preguntó Gorlois, acercándose desde atrás con el entrecejo fruncido—. ¿Quién te envía regalos? ¿Reconoces al mensajero?
—Es uno de los hombres de mi hermana, de la isla de Avalón —explicó ella.
Iba a desenvolver el regalo, pero Gorlois se lo quitó con rudeza, diciendo:
—Mi esposa no recibe regalos de mensajeros que me son desconocidos.
Igraine abrió la boca, indignada; su reciente ternura desapareció en un solo instante.
—Vaya, es la piedra azul que llevabas cuando nos casamos —comentó él, intrigado—. ¿De qué promesa se trata? ¿Cómo llegó esta piedra a manos de tu hermana, si en verdad es ella quien la envía?
La joven aguzó el ingenio para mentir deliberadamente por primera vez en su vida.
—Cuando mi hermana vino de visita, le di la piedra y la cadena para que hiciera arreglar el cierre en Avalón. Y la promesa de que hablaba es cuidar mejor de mis joyas. ¿Me devolverás ahora el collar, esposo mío?
Él le entregó la piedra lunar, ceñudo.
—Tengo artesanos que lo habrían compuesto sin sermonearte, tu hermana ya no tiene derecho a hacerte reproches. Tienes que comportarte como una mujer adulta, depender menos de tu hogar.
—Bueno, ahora he recibido dos sermones —replicó Igraine mientras se abrochaba la cadena—. Uno de mi hermana y otro de mi esposo, como si fuera una niña ignorante.
Aún creía ver, sobre la cabeza de Gorlois, la sombra de su muerte, el temido fantasma de los condenados. De pronto pidió con fervor no haber concebido un hijo suyo, no gestar el vástago de un hombre condenado. Sintió un frío glacial.
—No te enfades conmigo, Igraine —dijo Gorlois acariciándole el pelo—. Trataré de recordar que ya no eres una criatura de quince años, sino una mujer de diecinueve. Ven. Tenemos que prepararnos para la misa del rey.
La iglesia era pequeña y modesta; dentro, en el interior frío y húmedo, se habían encendido las lámparas. Igraine se alegró de haberse puesto la gruesa capa de lana.
—¿Está el rey aquí? —preguntó.
—Acaba de entrar: está en aquel asiento, delante del altar —murmuró Gorlois inclinando la cabeza.
Lo reconoció de inmediato por la oscura capa roja con la que cubría una túnica profusamente bordada y un tahalí cubierto de piedras preciosas. Ambrosio Aureliano parecía tener unos sesenta años; era alto, enjuto y se afeitaba a la manera romana, pero caminaba encorvado, como si tuviera alguna herida interna. Quizá en otros tiempos había sido apuesto; ahora tenía la cara amarilla y arrugada, el bigote caído y el pelo gris. Lo acompañaban dos o tres consejeros o reyes menores: uno que supuso que era Uriens de Gales del norte, y otro más delgado y apuesto, ricamente vestido, con el pelo oscuro y corto, a la manera romana.
Igraine se preguntó si el segundo sería Uther, el compañero y posible heredero de Ambrosio. Durante el largo oficio aquél permaneció junto al rey, siempre atento, aunque Igraine, acostumbrada a leer en las expresiones, vio que no estaba pendiente del servicio ni del sacerdote, sino de sus pensamientos; cuando el envejecido monarca tropezó, el hombre esbelto y moreno le ofreció el brazo. En una ocasión, volvió la cabeza para mirar directamente a Gorlois y sus ojos se encontraron brevemente con los de Igraine. Eran negros, bajo espesas cejas del mismo color, y la joven sintió una repentina repulsa. Si aquél era Uther, no tendría nada que ver con él; una corona era un precio demasiado bajo por estar a su lado. Debía de ser mayor de lo que parecía, pues aquel hombre no aparentaba más de veinticinco años.
Ya iniciado el oficio, se produjo un pequeño alboroto cerca de la puerta. Entró en la iglesia un hombre alto y marcial, ancho de hombros, aunque esbelto, seguido por cuatro o cinco soldados. El cura prosiguió sin alterarse, pero el diácono apartó la mirada de los Evangelios frunciendo el entrecejo. El hombre alto se descubrió la cabeza revelando un pelo claro, ya ralo en la coronilla, y avanzó por entre la congregación. «Oremos», dijo el sacerdote. Al arrodillarse, Igraine vio que el hombre alto y rubio estaba a su lado inclinando la cabeza piadosamente.
No la levantó durante toda la larga ceremonia; incluso cuando la congregación empezó a acercarse al altar para recibir el pan y el vino consagrados, él no se movió. Gorlois tocó a su esposa en el hombro y ella lo acompañó. Los cristianos sostenían que la esposa tenía que seguir en la fe a su marido; si iba mal preparada a la comunión, ese Dios que tenían podía culpar a Gorlois.
Al volver a su asiento vio que el hombre alto levantaba la cabeza. Gorlois lo saludó secamente y continuó su marcha. El hombre miró a Igraine, y por un momento fue como si se riera de ambos; ella se descubrió sonriendo. Luego, ante un ceñudo gesto de censura de Gorlois, fue a arrodillarse mansamente a su lado. Pero notó que el rubio la observaba. A juzgar por su sayo de cuadros, al estilo del norte, debía de ser Lot de Orkney, el que Gorlois consideraba joven y ambicioso. Entre los norteños los había tan rubios como los sajones.
Terminada la bendición, el sacerdote y sus diáconos se retiraron, portando el gran crucifijo y el Libro Santo. Igraine buscó al rey con la mirada. Estaba macilento y cansado y, apoyado pesadamente en el brazo del joven moreno que lo había sostenido durante toda la misa, se volvía ya para abandonar la iglesia.
—Lot de Orkney no pierde tiempo, ¿verdad, mi señor de Cornualles? —comentó el hombre rubio del sayo de cuadros—. No se separa de Ambrosio, siempre dispuesto a servirlo.
«Conque éste no es el duque de Orkney, como yo pensaba», se dijo Igraine.
Su esposo asintió con un gruñido.
—¿Es vuestra señora esposa, Gorlois?
Hosco y de mala gana, Gorlois hizo las presentaciones.
—Igraine, querida mía, he aquí a nuestro duque de guerra: Uther, a quien las Tribus llaman Pendragón, por su estandarte.
Ella le hizo una reverencia, parpadeando asombrada. ¿Aquel hombre desgarbado y rubio como los sajones era Uther Pendragón? ¿Podía ser aquél el cortesano destinado a suceder a Ambrosio? ¿Aquel torpe que entraba interrumpiendo la Santa Misa? El hombre tenía la mirada clavada, no en su cara, sino algo más abajo: en la piedra lunar que pendía sobre su pecho.
Gorlois, que también había reparado en la dirección de su mirada, dijo:
—Tengo que presentar a mi esposa al rey; buenos días os dé Dios, señor.
Y lo dejó sin aguardar más saludo. Cuando estuvieron a cierta distancia comentó:
—No me gustó la manera en que te miraba, Igraine. No es hombre al que deba tratar una mujer decente. Evítalo.
—No me observaba a mí, esposo mío —advirtió ella—, sino la joya que luzco. ¿Ambiciona riquezas?
—Ese hombre lo codicia todo —replicó Gorlois secamente.
Alcanzaron al grupo real caminando tan deprisa que el fino calzado de Igraine tropezaba con las piedras de la calle. Ambrosio, rodeado de sacerdotes y consejeros, tenía el aspecto de un anciano cualquiera que, enfermo, hubiera ido a misa en ayunas: necesitaba comida y un lugar donde sentarse. Caminaba con una mano apoyada en el costado, como para aliviar un dolor. Pero sonrió a Gorlois con sincera cordialidad. Entonces Igraine comprendió por qué toda Britania había abandonado sus rencillas para servirle y arrojar a los sajones.
—Gorlois, ¡qué pronto has vuelto de Cornualles! Tenía pocas esperanzas de verte aquí antes del consejo… o en este mundo. —Su voz sonaba débil y agitada, pero le tendió los brazos al duque de Cornualles, quien lo abrazó con cautela.
—¡Estáis enfermo, señor! ¡Tendríais que haberos quedado en cama!
Ambrosio dijo, con una pequeña sonrisa:
—Pronto tendré que quedarme allí. Y me temo que durante mucho tiempo. Ven a desayunar conmigo, Gorlois, y cuéntame cómo va todo en tu tranquila campiña.
Los dos hombres continuaron la marcha, e Igraine los siguió. Al otro lado del rey caminaba el hombre moreno y delgado, vestido de escarlata: Lot de Orkney. Una vez en su casa e instalado en una silla cómoda, Ambrosio llamó a Igraine con una seña.
—Bienvenida a mi corte, señora Igraine. Me dice tu esposo que eres hija de la isla Sagrada.
—Así es, señor —confirmó tímidamente.
—Entre mis consejeros tengo alguno de tu pueblo; a mis sacerdotes no les gusta que vuestros druidas gocen de la misma consideración que ellos, pero yo les digo que unos y otros sirven al Altísimo, cualquiera que sea el nombre que le den. Y la sabiduría es sabiduría, no importa cómo se adquiere —aseveró Ambrosio sonriéndole—. Ven, Gorlois, siéntate a mi lado.
Igraine tomó asiento en el banco acolchado, con la sensación de que Lot de Orkney rondaba el lugar como el perro apaleado que desea congraciarse con su amo. ¿Amaba a su rey o sólo quería estar cerca del trono, para recibir un reflejo de su poder? Notó que Ambrosio, aunque instaba cortésmente a sus invitados a comer el buen pan de trigo, la miel y el pescado fresco, sólo aceptaba trozos de pan remojado en leche. También reparó en el débil color amarillo que le manchaba el blanco del ojo. «Ambrosio agoniza», había dicho Gorlois; obviamente, no era más que la verdad. Y Ambrosio también lo sabía, a juzgar por sus palabras.
—Me han llegado noticias de que los sajones han hecho una especie de pacto con los del norte —dijo el monarca—. Esta vez, la lucha puede afectar a Cornualles. Uriens, tú tal vez tengas que guiar tus ejércitos por la tierra del oeste; tú y Uther, que conoce bien las colinas galesas. Es posible que la guerra llegue a tu apacible campiña, Gorlois.
—Pero estáis protegido por las costas y los acantilados —apuntó Lot de Orkney, con voz suave—. Con ese largo arrecife, Tintagel se puede defender.
—Cierto —dijo Gorlois—. Pero hay lugares donde se puede desembarcar. Y aunque no llegaran al castillo, hay granjas, sembrados y buenas tierras. Puedo defender la fortaleza, mas ¿qué será de los campesinos?
—Me parece que un señor, duque o rey, tendría que hacer algo más que la guerra —dijo Ambrosio—. Pero no sé qué. Nunca he tenido tiempo para averiguarlo. Quizá lo hagan nuestros hijos.
En la sala contigua se produjo una súbita conmoción. Luego entró el rubio y alto Uther, con un par de perros sujetos por unas enredadas correas. Se detuvo en la puerta para desenmarañarlas pacientemente y, después de entregárselas a su criado, entró.
—Os pasáis la mañana molestándonos, Uther —dijo Lot rencoroso—. Primero, al cura durante la Santa Misa; y ahora, al rey.
—¿Os he molestado, señor? Os suplico perdón —dijo Uther sonriente.
El rey alargó la mano sonriendo también, como ante el hijo favorito.
—Se te perdona, Uther; pero haz que se lleven esos perros, por favor. Ven a sentarte, muchacho.
Ambrosio se levantó con dificultad. Igraine notó que el recién llegado lo abrazaba con delicadeza y deferencia. «Realmente ama al rey —pensó—, no es sólo ambición».
Gorlois se disponía a cederle su puesto, pero el rey le indicó que no se moviera. Uther estiró sus largas piernas por encima del banco y se sentó junto a Igraine, que apartó sus faldas al verlo tambalearse. «¡Qué torpe es! Como un cachorro grande y amistoso». Se sirvió pan y pescado; luego ofreció a la joven una cucharada de miel, que ella rehusó cortésmente.
—No me gustan los dulces —dijo.
—No los necesitáis, señora.
Igraine notó que su mirada estaba otra vez fija en su pecho. ¿Acaso nunca había visto una piedra lunar? ¿O contemplaba la curva de sus senos?
Era alto y rubio, su piel se mantenía firme, sin arrugas. El olor de su transpiración era limpio y fresco como el de un niño. Sin embargo, ya no era tan joven; el pelo claro comenzaba a ralear. Ella sintió un extraño desasosiego, algo que no había experimentado antes; su muslo estaba junto al suyo en el banco y era muy consciente de esta circunstancia, como si fuera una parte separada de su cuerpo. Con la mirada gacha, dio un pequeño mordisco al pan con mantequilla mientras escuchaba a su esposo, que discutía con Lot lo que sucedería si la guerra llegaba al oeste.
—Los sajones son luchadores, sí —intervino Uther—, pero combaten de manera más o menos civilizada. En cambio, los del norte están locos; se lanzan al combate desnudos y gritando. Es importante adiestrar a las tropas para que resistan sin aterrorizarse.
—En eso las legiones romanas nos llevaban ventaja —comentó Gorlois—, pues no eran campesinos reclutados para luchar, sino soldados vocacionales, bien disciplinados. Lo que necesitamos son legiones. Tal vez si recurriéramos al emperador…
—El emperador ya tiene suficientes problemas —dijo Ambrosio, sonriendo levemente—. Si queremos legiones para Britania, Uther, tendremos que adiestrarlas nosotros mismos.
—Imposible —aseguró Lot—. Nuestros hombres combatirán para defender sus hogares y por lealtad a los jefes de su clan, pero no por un gran rey o emperador. Me cuesta persuadir a mis hombres para que me sigan al sur; si aquí no hay sajones, dicen con parte de razón, ¿por qué tenemos que combatirlos allí?
—¿No comprenden que si los detenemos ahora, quizá nunca lleguen a su tierra? —dijo Uther, acalorado.
Lot alzó una mano riendo.
—¡Calma, Uther! Yo lo sé; son mis hombres los que lo ignoran.
Gorlois apuntó con voz ronca:
—Tal vez convendría reponer las guarniciones en la gran muralla del norte, a fin de defender tus tierras de los sajones, Lot.
—No podemos desperdiciar tropas para eso —objetó Uther, impaciente—. ¡No podemos prescindir de ningún soldado adiestrado! Tal vez tengamos que permitir que los pueblos aliados defiendan las costas sajonas, mientras nosotros presentamos resistencia en el país del Estío. De ese modo, no podrán durante el invierno saquear nuestros campamentos, como hicieron hace tres años, pues no conocen el camino que rodea las islas.
Igraine escuchaba con atención; como hija del país del Estío, sabía que durante el invierno los mares inundaban la tierra. Lo que en verano era transitable, aunque pantanoso, en invierno se trocaba en lagos y mares interiores. Incluso a un ejército invasor le costaría adentrarse por allí, como no fuera durante la canícula.
—Es lo que me dijo Merlín —manifestó Ambrosio—, y nos ha ofrecido un lugar para acampar allí nuestros ejércitos.
Uriens adujo con voz ronca:
—No me gusta abandonar las costas sajonas a las tropas aliadas. Los sajones, sajones son; sólo respetan un juramento mientras les conviene. Creo que nuestra peor equivocación fue el pacto de Constantino con Vortigern…
—No —dijo el rey—. Constantino dio tierras a Vortigern y sus sajones combatieron para defenderlas, porque son agricultores.
—Pero ahora son tantos que exigen más tierras —dijo Uriens—. Y si no se las damos, amenazan con venir a cogerlas. Por si no bastara pelear contra los sajones de ultramar, ahora tenemos que combatir con los que trajo Constantino.
—Basta —pidió Ambrosio alzando una mano huesuda—. No puedo remediar los errores de quienes murieron antes de mi nacimiento.
—Me parece —dijo Lot— que lo mejor sería expulsar a los sajones de nuestros reinos y luego fortificarnos para impedir que vuelvan.
—No creo que sea posible —advirtió el rey—. Algunos viven aquí desde los tiempos de sus abuelos y no abandonarán el suelo que les pertenece por derecho. Tampoco debemos violar el tratado. Si peleamos entre nosotros dentro de Britania, ¿cómo tendremos fuerzas para combatir cuando nos invadan desde fuera? Además, entre los sajones aliados hay cristianos; ellos lucharán a nuestro lado contra los salvajes y sus dioses paganos.
Lot sonrió irónicamente:
—Creo que los obispos de Britania tenían razón cuando se negaron a enviar misioneros a los sajones de nuestras costas. Demasiados problemas nos causan ya en esta tierra para que soportemos también sus toscas bravatas en el cielo.
—Creo que tenéis una idea equivocada del cielo —dijo una voz familiar.
Igraine experimentó una sensación extraña y buscó con la mirada a quien había hablado. Vestía una simple túnica gris, de corte monacal. Aunque nunca habría reconocido a Merlín con ese atuendo, su voz era inconfundible.
—¿Creéis realmente que las disputas y las imperfecciones de la humanidad continuarán en el más allá, Lot?
—La verdad es que nunca he hablado con nadie que hubiera estado en el cielo, señor Merlín, y creo que vos tampoco. Pero habláis con la sabiduría de un sacerdote. ¿Acaso habéis tomado las órdenes a vuestra avanzada edad?
Merlín respondió, riendo:
—Tengo algo en común con vuestros sacerdotes: he dedicado mucho tiempo a separar las cosas humanas de las divinas. Y al terminar descubro que no hay tanta diferencia.
—¿Y por qué combatimos, pues? —preguntó Uther con una gran sonrisa, siguiendo la corriente al anciano—. Si en el Cielo se resolverán todas nuestras diferencias, ¿por qué no deponemos las armas y abrazamos a los sajones como a hermanos?
Merlín volvió a sonreír cordialmente.
—Así será cuando todos nos hayamos perfeccionado, señor Uther. Mientras tanto, hemos de cumplir nuestra parte en el juego de esta vida mortal. Pero este país necesita paz para que los hombres puedan pensar, no en la guerra, sino en el Cielo.
Uther se echó a reír.
—Poco me agrada sentarme a pensar en el Cielo, anciano. Soy guerrero, lo he sido toda mi vida y ruego que se me permita vivir batallando, como corresponde a todo hombre que no sea monje.
—Cuidaos de lo que pedís en vuestras oraciones —advirtió Merlín, clavándole una mirada penetrante—, pues los dioses con seguridad os lo darán.
—No quiero llegar a viejo para pensar en el Cielo y en la paz —insistió Uther—. Me parece muy aburrido. Quiero guerra, saqueo y mujeres. ¡Mujeres, sí! Y los sacerdotes no aprueban nada de eso.
Gorlois dijo:
—Pues entonces no sois mucho mejor que los sajones, ¿verdad, Uther?
—Hasta vuestros sacerdotes dicen que tenemos que amar a nuestros enemigos, Gorlois. —El interpelado alargó un brazo por detrás de Igraine para dar una palmada en la espalda de su esposa—. Y yo amo a los sajones, que me dan lo que quiero de la vida. Cuando tenemos un poco de calma, como ahora, podemos disfrutar de los festines y de las mujeres. Después, de nuevo a la lucha, como corresponde a un hombre hecho y derecho.
—Podéis pensar así porque sois joven, Uther. Cuando tengáis mi edad, vos también estaréis harto de la guerra —manifestó Gorlois con seriedad.
El Pendragón rió entre dientes.
—¿Vos también estáis harto de la guerra, mi señor Ambrosio?
El rey sonrió; parecía muy fatigado.
—Poco importa, Uther, pues Dios, en su sabiduría, ha querido enviarme guerra durante todos mis días y he de cumplir su voluntad. Puede que en tiempos de nuestros hijos tengamos paz suficiente para preguntarnos por qué combatimos.
Lot de Orkney intervino, con su voz suave y equívoca:
—Vaya, nos hemos puesto filosóficos, el señor Merlín, mi rey; incluso vos, Uther, os metéis en filosofías. Pero seguimos sin decidir qué haremos con los salvajes que nos atacan desde el este y el oeste, y con los sajones de nuestras costas. Ya sabemos que no habrá ayuda de Roma; si queremos legiones, tenemos que adiestrarlas. Y creo que necesitamos también a un César propio.
Un hombre al que Igraine había oído llamar Héctor intervino:
—Los césares gobernaron bien Britania en nuestros tiempos, pero ya vemos cuál es el peor defecto de los imperios: cuando hay problemas en su territorio de origen, retiran las legiones y nos dejan en manos de los bárbaros. Magno Máximo…
—Él no era emperador —corrigió Ambrosio, sonriendo—. Marchó con sus legiones hacia Roma porque deseaba que se le proclamara, pero sus ambiciones quedaron en nada, salvo algunas bonitas leyendas. En vuestras colinas galesas, Uther, ¿no se habla aún de Magno el grande, que volverá con su gran espada, a la cabeza de sus legiones, para rescatarnos de los invasores?
—En efecto —rió Uther—. Le achacan la antigua leyenda del rey que fue y el rey que volverá, para salvar a su pueblo en el peor momento.
—Tal vez sea eso lo que necesitamos —propuso Héctor, sombrío—: un rey de leyenda.
Merlín habló serenamente.
—Vuestro sacerdote diría que el único rey que fue y será es Cristo Celestial.
El otro rió con aspereza.
—Cristo no puede conducirnos a la batalla. Sin intención de blasfemar, mi señor, los soldados tampoco seguirían el estandarte de un Príncipe de la paz.
—Quizá tendríamos que buscar a un rey que les haga pensar en las leyendas —insinuó Uther.
En el salón se hizo el silencio. Igraine, que oía por primera vez las discusiones de los hombres, pudo leer en sus pensamientos lo que todos percibían en la pausa: la seguridad de que el monarca allí sentado no llegaría al verano. ¿Cuál de ellos ocuparía su alto sitial el año próximo?
Ambrosio apoyó la cabeza en el respaldo. Fue la señal para que Lot dijera, con su celo acostumbrado:
—Estáis fatigado, señor; os hemos cansado. Permitid que llame a vuestro chambelán.
El rey le sonrió con suavidad.
—Pronto tendré mucho descanso, primo.
Pero hasta el esfuerzo de hablar fue excesivo. Lanzando un suspiro largo y trémulo, permitió que Lot le ayudara a levantarse. Los hombres se dividieron en grupos para discutir en voz baja.
El hombre llamado Héctor se acercó a Gorlois.
—El señor de Orkney no pierde oportunidad de fortalecer su posición fingiendo solicitud hacia el rey.
—Lot no quiere que Ambrosio pueda expresar sus preferencias, que muchos respetarían. Yo entre ellos, Héctor.
—¿Cómo no? Ambrosio no tiene hijos varones ni puede nombrar un heredero, pero sabe que tiene que guiarnos con su deseo. Uther no me satisface, tiene demasiadas ganas de vestir la púrpura de los césares, pero aun así es mejor que Lot. Si se tratara de elegir entre dos males…
Gorlois asintió lentamente.
—Nuestros hombres seguirán a Uther. Pero las Tribus no querrán a nadie tan romanizado. Obedecerían a Orkney.
—Lot no tiene madera de gran rey —aseguró Héctor—. Es preferible perder el apoyo de las Tribus que el de todo el país. Lo dividiría en facciones enfrentadas para ser el único que contara con la confianza de todos. —Escupió—. Ese hombre es una víbora.
—Pero sabe persuadir. Tiene talento, valor e imaginación.
—También Uther. Y es el preferido de Ambrosio.
Gorlois apretó los dientes.
—Cierto, cierto. El honor me obliga a cumplir su voluntad. Pero preferiría que hubiera elegido a un hombre cuya moral estuviera a la altura de su valor. No confío en Uther, pero… —negó con la cabeza, mirando a Igraine—. Pequeña, esto no puede interesarte en absoluto. Haré que mi escudero te escolte hasta casa.
Ella se dejó conducir sin protestas. Tenía mucho en que pensar. Los ojos de Uther, fijos en ella, llenaban sus pensamientos. ¡Cuánto la había mirado! No, a ella no: a la piedra lunar. ¿Acaso Merlín la había encantado?
«¿Debo hacer la voluntad de Merlín y de Viviana? ¿Debo entregarme a Uther sin resistencia, como antes a Gorlois?». La idea le disgustaba. Sin embargo… aún sentía el contacto de Uther en la mano, la intensidad de sus ojos grises.
Al llegar a su alojamiento guardó la piedra en la limosnera que llevaba atada a la cintura y se sentó a hilar. «Qué tontería —pensó—; no creo en esas viejas leyendas de encantamientos y filtros de amor». Ya era una mujer de diecinueve años y tenía esposo; hasta era posible que estuviera gestando el hijo varón que él deseaba. Y si tuviera el capricho de comportarse lascivamente, había hombres más atractivos que aquel gran patán, desaliñado como los sajones y con modales de norteño.
¿Sería posible que lo eligieran gran rey?
Igraine dejó caer el huso en el regazo, pensando en la profecía de Viviana: que el hijo engendrado en ella por Uther salvaría el país, imponiendo la paz entre los pueblos en guerra. Por lo que había oído aquella mañana en la mesa del rey, estaba convencida de que tal monarca sería difícil de hallar.
Recogió el huso, exasperada. No era posible esperar a que un niño aún no concebido llegara a la edad adulta. Lo necesitaban ahora. Merlín estaba obsesionado por las antiguas leyendas. Era absurdo pensar que un hijo de Uther podía ser otro Magno el grande.
Más tarde, aquel mismo día, oyó doblar una campana y, al poco rato, entró Gorlois, triste y desalentado.
—Acaba de morir Ambrosio —dijo—. La campana dobla por él.
Igraine, al ver el dolor en su rostro, intentó consolarle.
—Era anciano —dijo— y recibió mucho amor. Aunque lo acababa de conocer, pude ver que era la clase de hombre a quien todos aman y siguen.
Su marido suspiró pesadamente.
—Es cierto. Y no tenemos a nadie como él para que lo reemplace; nos ha dejado sin guía. ¿Qué será ahora de nosotros?
Poco después le indicó que le preparara su mejor ropa.
—Al atardecer se oficiará una Misa de réquiem y yo tengo que asistir. Tú también, Igraine.
La joven se puso el otro vestido y trenzó su cabellera con una cinta de seda. Luego comió un poco de pan y queso. Gorlois no quiso probar bocado, diciendo que prefería rezar y ayunar hasta que su rey fuera sepultado.
Igraine no lo entendía. En la isla Sagrada le habían enseñado que la muerte era tan sólo la puerta a otro nacimiento; ¿por qué los cristianos temblaban de miedo ante la idea de partir hacia su paz eterna? Recordó al padre Columba con sus salmos luctuosos. Sí: su Dios era también un Dios de miedo y de castigo.
Siguió con estas cavilaciones cuando acompañó a Gorlois a misa y mientras oía el cántico lastimero del sacerdote sobre el juicio de Dios y el día de la ira, en que el alma se enfrentaría a la condena eterna. A medio himno vio que Uther Pendragón, arrodillado al fondo de la iglesia, alzaba las manos para cubrirse la cara pálida y disimular los sollozos; poco después salía de la iglesia. Se dio cuenta de que Gorlois la estaba mirando con dureza y bajó la mirada para seguir oyendo piadosamente aquellos himnos interminables.
Pero al terminar la misa, cuando los hombres se agruparon frente a la iglesia, su marido la presentó a la esposa del rey Uriens de Gales del norte, una matrona rolliza y solemne, y a la de Héctor, que se llamaba Flavila y era una mujer sonriente, no mucho mayor que la misma Igraine. Dedicó un momento a charlar con ellas, pero su mente divagaba por otros derroteros; la cháchara de las mujeres le interesaba poco y su actitud piadosa la aburría. Le preguntaron por su hija y comentaron la eficacia de los amuletos de bronce contra las fiebres de invierno y las ventajas de poner en la cuna un misal para evitar el raquitismo.
—Lo que causa el raquitismo es la mala alimentación —dijo Igraine—. Mi hermana, que es sacerdotisa y curandera, me ha dicho que ninguna criatura sufre de raquitismo si su madre está sana y lo amamanta durante dos años completos.
—Yo digo que eso son estúpidas supersticiones —aseguró Gwyneth, le esposa de Uriens—. El misal es sagrado y eficaz contra todas las enfermedades, pero sobre todo contra las de los pequeños, que han sido bautizados contra los pecados de sus padres y no han cometido ninguno.
Igraine hizo un gesto de impaciencia y no quiso discutir semejantes tonterías. Las mujeres continuaron hablando de los encantamientos contra las enfermedades infantiles, mientras ella miraba a un lado y a otro, buscando la oportunidad de abandonarlas. Pasado un rato se les unió otra señora, y las mujeres la incluyeron inmediatamente en su conversación, sin hacer caso a Igraine. Ésta aprovechó para escabullirse discretamente, y tras decir (sin que nadie la oyera) que iba en busca de Gorlois, caminó hacia la parte trasera de la iglesia.
Allí había un pequeño cementerio y, más atrás, un manzanar de ramas blanqueadas por las flores, pálidas a la luz crepuscular. Igraine agradeció el perfume fresco de los manzanos, pues los olores de la ciudad le resultaban molestos, ya que al igual que los perros, los hombres orinaban en las calles adoquinadas. Detrás de cada puerta había un muladar maloliente donde se arrojaba de todo, desde sucios juncos malolientes y carne podrida hasta el contenido de los orinales. En Tintagel también había restos de comida y excrementos, pero ella los hacía enterrar cada pocas semanas y el olor limpio del mar lo borraba todo.
Caminó lentamente por el manzanar. Algunos árboles eran muy viejos, de troncos retorcidos y ramas inclinadas hacia el suelo. De pronto oyó un leve ruido; había un hombre sentado en una rama. No la vio, pues tenía la cabeza gacha y la cara escondida entre las manos; a juzgar por su pelo claro, era Uther Pendragón. Cuando Igraine estaba a punto de alejarse discretamente, sabiendo que no querría testigos de su dolor, el hombre oyó su paso ligero y levantó la cabeza.
—¿Sois vos, la señora de Cornualles? —Torció la cara con ironía—. Ahora podéis correr a contar al bravo Gorlois que el duque de guerra de Britania se ha escondido para llorar como una mujer.
Ella se le acercó inmediatamente, preocupada por su expresión enfadada y a la defensiva.
—¿Creéis acaso que Gorlois no sufre, señor? Frío y sin corazón habría de ser un hombre para no llorar por el rey que ha amado toda su vida. Si yo fuera hombre no seguiría a la batalla a ningún jefe que no llorara por sus muertos queridos, por los camaradas caídos y hasta por los enemigos valientes.
Uther aspiró profundamente, limpiándose la cara con la manga bordada de la túnica. Luego dijo:
—Vaya, es verdad. Cuando era joven maté en combate al jefe sajón Horsa, después de muchas batallas en que me había desafiado y había conseguido escapar, y lloré su muerte, pues era un valiente. Pero en los años transcurridos he llegado a sentirme demasiado viejo para llorar por lo que no tiene remedio. Y no obstante…, cuando oí a ese santo padre hablar del juicio y la condenación eterna ante el trono de Dios, recordé lo bueno y piadoso que era Ambrosio, y casi lamenté no poder escuchar sin condenarme a los sabios druidas, que no hablan de castigo sino de lo que cada uno atrae hacia sí por su manera de vivir.
Ella le alargó la mano, diciendo:
—No creo que los sacerdotes de Cristo sepan más que cualquier otro mortal sobre lo que hay después de la muerte. Solamente los dioses lo saben. En la isla Sagrada, donde me crié, nos dicen que la muerte es siempre la puerta de una vida nueva y de mayor sabiduría. Aunque no conocí bien a Ambrosio, me gusta pensar que ahora está aprendiendo, a los pies de su Dios, la verdadera sabiduría.
Sintió que la mano de Uther tocaba la suya y que éste decía en la oscuridad:
—Así ha de ser. Dicen que Cristo nos fue enviado para que nos enseñara, no la justicia de Dios, sino su amor.
Guardaron silencio largo rato. Luego Uther dijo:
—¿Dónde aprendisteis tanta sabiduría, Igraine? En nuestra iglesia tenemos mujeres santas, pero no están casadas ni se mueven entre nosotros, los pecadores.
—Nací en la isla de Avalón; mi madre era sacerdotisa del Gran Templo.
—Avalón —repitió él—. Se encuentra en el mar del Estío, ¿verdad? Esta mañana estuvisteis en el consejo, así que ya sabéis que tenemos que ir allí. Merlín ha prometido llevarme ante el rey Leodegranz para presentarme a su corte, aunque si Lot de Orkney se sale con la suya, Uriens y yo volveremos a Gales con el rabo entre las piernas. O tendremos que combatir con él y rendirle homenaje, cosa que haré cuando el sol salga sobre la costa occidental de Irlanda.
—Gorlois está seguro de que vos seréis el próximo gran rey —dijo Igraine.
De pronto cayó en la cuenta, sorprendida, de que estaba sentada en la rama de un árbol con el futuro gran rey de Britania. En el tono de voz de Uther percibió que él también lo pensaba, cuando dijo:
—Nunca imaginé que discutiría estos asuntos con la esposa del duque de Cornualles.
—¿Creéis, en verdad, que las mujeres no sabemos nada de asuntos de estado? Mi hermana Viviana es la Dama de Avalón, como antes lo fue mi madre. El rey Leodegranz y otros monarcas iban a menudo a consultarla sobre el destino de Britania…
Uther sonrió.
—Tal vez tendría que consultarla sobre el mejor modo de conseguir la lealtad de Leodegranz y la de Ban de la baja Britania. Si ellos oyen su consejo, entonces tengo que ganarme su confianza. Decidme: ¿Está casada, la Dama? ¿Es hermosa?
Igraine se rió de manera infantil.
—Es sacerdotisa. Las sacerdotisas de la Gran Madre no pueden casarse ni establecer alianzas con ningún mortal. Pertenecen sólo a los dioses.
De repente se puso rígida, asustada por lo que hacía: al sentarse a charlar con aquel hombre, ¿no estaba cayendo en la trampa que Viviana y Merlín le habían tendido?
—¿Qué pasa, Igraine? ¿Tenéis frío? ¿Os asusta la guerra? —preguntó Uther.
Ella echó mano de lo primero que se le ocurrió.
—He estado charlando con las esposas de Uriens y de Héctor; no parecen interesarse mucho por las cuestiones de estado. Tal vez por eso Gorlois cree que yo tampoco entiendo nada del tema.
Uther se echó a reír, diciendo:
—Conozco a las señoras Flavila y Gwyneth. Es cierto que dejan todo en manos de sus maridos, salvo lo referente a la rueca, los partos y otros asuntos de mujeres. ¿Vos no sentís interés por esas cosas o acaso sois tan joven como parecéis, casi demasiado para estar casada, por no hablar de tener hijos en quienes pensar?
—Llevo cuatro años casada —dijo Igraine— y tengo una hija de tres.
—Eso es algo que podría envidiar a Gorlois; todos los hombres queremos hijos que nos sucedan. Ahora bien… —Uther suspiró—. La gente dice que ambiciono llegar a ser gran rey, pero yo renunciaría a todas mis ambiciones por tener a Ambrosio sentado en esta rama con nosotros, o al menos a un hijo suyo al que coronar esta noche en esa iglesia.
—¿No tuvo hijos varones?
—Oh, sí, tuvo dos. Uno murió a manos de un sajón; se llamaba Constantino, como el rey que convirtió a esta isla. El otro murió de una fiebre devastadora cuando sólo tenía doce años. Él decía a menudo que yo había llegado a ser ese hijo deseado. —Volvió a esconder la cara entre las manos, sollozando—. También deseaba nombrarme heredero, pero los otros reyes no lo hubieran consentido. Algunos envidiaban mi influencia; Lot, maldito sea, era el peor. No creo que Ambrosio pueda ser feliz, ni siquiera en el Paraíso, si mira hacia abajo y ve la confusión y el dolor que imperan aquí: los reyes ya están conspirando, todos intentan adueñarse del poder. ¿Acaso habría sido su voluntad que yo matara a Lot para evitar complicaciones? Una vez nos hizo pronunciar el juramento de los hermanos de sangre; no puedo violarlo —dijo Uther.
Su cara estaba humedecida por las lágrimas. Igraine, como habría hecho con su hija, usó para secarlas el ligero velo que rodeaba su rostro.
—Sé que actuaréis como el honor os lo indique, Uther. El hombre en quien Ambrosio confiaba tanto no podría actuar de otro modo.
De pronto, el fulgor de una antorcha les hirió los ojos; ella quedó petrificada en la rama, con el velo aún tocando el rostro de Uther. Gorlois preguntó ásperamente:
—¿Sois vos, señor Pendragón? ¿Habéis visto…? Ah, señora, ¿estás aquí?
Igraine, sintiéndose avergonzada y súbitamente culpable por la dureza de aquel tono, abandonó la rama del manzano. Su falda quedó enganchada en un saliente y se le subió por encima de la rodilla, descubriendo las enaguas de hilo. Se apresuró a bajarla y oyó el ruido de la tela al desgarrarse.
—Os creía perdida. No estabais en nuestro alojamiento —acusó su marido—. ¿Qué hacéis aquí, en nombre del cielo?
Uther bajó de la rama. El hombre a quien Igraine había visto sollozar por su rey y padre adoptivo, consternado por la carga depositada sobre él, había desaparecido; su voz sonaba potente y cordial.
—Ya veis, Gorlois, estaba harto de la cháchara del cura y salí en busca de aire fresco. Y aquí me halló vuestra esposa, que no encontró de su agrado el parloteo de las dignas señoras. Señora, os doy las gracias —añadió con una fría reverencia.
Y se alejó a grandes pasos. Ella notó que evitaba la luz de la antorcha.
Gorlois, a solas con Igraine, la miró con furiosa suspicacia.
—Señora —dijo, indicándole con un ademán que caminara ante él—, has de ser más prudente para evitar los chismes. Te advertí que te mantuvieras lejos de Uther; su reputación es tal que ninguna mujer casta tendría que dejarse ver charlando en privado con él.
Igraine se volvió con furia.
—¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Me crees capaz de escabullirme para copular con cualquier desconocido, como un animal salvaje? ¿Te gustaría inspeccionar mi ropa para ver si me la he arrugado retozando con él en el suelo?
Gorlois le dio un ligero golpe en la boca.
—¡Déjate de impertinencias, mujer! Te dije que lo evitaras: ¡obedéceme! Te creo honesta y casta, pero no te confiaría a ese hombre ni quiero que estés en boca de las mujeres.
—Seguramente no hay mente más perversa que la de una buena mujer… salvo quizá la de un cura —replicó Igraine, iracunda, frotándose el labio que el golpe de Gorlois le había magullado—. ¿Cómo te atreves a levantarme la mano? Cuando te traicione podrás despellejarme a golpes, pero no voy a permitir que me castigues por hablar. En nombre de todos los dioses, ¿acaso crees que estábamos hablando de amor?
—¿Y de qué estabas hablando con ese hombre a estas horas, dime?
—De muchas cosas —respondió Igraine—. Sobre todo, de Ambrosio, del Paraíso y de lo que cabría esperar en la otra vida.
Su marido le clavó una mirada escéptica.
—Eso sí que me resulta improbable; ni siquiera es capaz de expresar respeto por los muertos quedándose hasta el final de la misa.
—Estaba tan asqueado como yo por esos salmos quejumbrosos. ¡Parecía que estaban llorando al peor entre los hombres y no al mejor rey!
—Ante Dios todos somos pobres pecadores, Igraine. Y a los ojos de Cristo, un rey no es mejor que los demás mortales.
—Sí, sí —protestó ella impaciente—, así lo he oído de vuestros sacerdotes. También insisten en decirnos que Dios es amor y que nuestro santo Padre está en el Cielo, pero se cuidan mucho de no caer en sus manos y lloran por quienes van a su paz eterna, como quienes van a ser sacrificados ante el altar del Gran Cuervo. Te digo que Uther y yo hablábamos de lo que esos curas saben del Paraíso, y no parece ser mucho.
—¡Uther hablando de religión! Debe de ser la primera vez que ese sanguinario lo ha hecho —gruñó Gorlois.
Igraine contestó, ya enfadada:
—Estaba llorando, Gorlois: lloraba por el rey, que fue para él como un padre. Y si sentarse a oír los plañidos de un cura es señal de respeto por los muertos, líbreme Dios de tal respeto. Envidié a Uther por ser hombre y poder ir y venir a voluntad. De haber sido hombre, tampoco me habría quedado en la iglesia a oír apaciblemente tales tonterías. Pero no tenía la libertad de salir, pues me arrastra la voluntad de un hombre que piensa más en curas y en salmos que en los muertos.
Habían llegado a la puerta de su alojamiento; Gorlois, lívido de ira, la empujó dentro con furia.
—No te dirijas a mí en ese tono, señora, si no quieres que te castigue de verdad.
Igraine se dio cuenta de que le estaba enseñando los dientes como una gata salvaje.
—Atrévete a tocarme, Gorlois, y te demostraré que una hija de la isla Sagrada no es esclava ni criada de nadie.
Él abrió la boca para una réplica furiosa. Por un momento Igraine pensó que volvería a golpearla, pero Gorlois se dominó con esfuerzo y le volvió la espalda.
—No es correcto que permanezca aquí discutiendo cuando mi rey y señor aún no ha recibido sepultura. Puedes dormir aquí si no te asusta estar sola. Mis hombres y yo rezaremos y ayunaremos hasta que llegue el momento de enterrar a Ambrosio, mañana al amanecer.
Igraine lo miró con sorpresa y un curioso desprecio. Así pues, por miedo al fantasma del muerto (aunque él le diera otro nombre más respetuoso), Gorlois no comería, ni bebería ni se acostaría con ninguna mujer hasta que su rey estuviera sepultado. Los cristianos decían estar libres de las supersticiones de los druidas, pero tenían las propias, que ella percibía más inquietantes por estar apartadas de la naturaleza. De pronto se alegró de no tener que pasar aquella noche junto a él.
—No —dijo—. No me asusta estar sola.