N el salón reinaba el silencio, salvo por el leve crepitar del fuego. Por fin Igraine suspiró profundamente, como si acabara de despertar.
—¿Qué me estáis diciendo? ¿Que Gorlois será el padre de ese gran rey?
Vio que su hermana y el mago intercambiaban una mirada. También vio el leve gesto con que la sacerdotisa acallaba al anciano.
—No, señor Merlín: esto ha de ser dicho de mujer a mujer… Gorlois es romano, Igraine. Las Tribus no seguirían al hijo de un romano; sólo a un vástago de la isla Sagrada, verdadero hijo de la Diosa. Pero necesitamos el apoyo de romanos, celtas y cimbrios, y éstos sólo seguirán a su Pendragón, hijo de un hombre en el que confían. Ha de ser hijo tuyo, Igraine… pero el padre será Uther Pendragón.
Igraine los miró fijamente, comprendiendo, y la ira se abrió paso lentamente a través del aturdimiento. Entonces estalló:
—¡No! Ya tengo un esposo y le he dado una hija. No permitiré que sigáis jugando con mi vida. Me casé como me ordenasteis… y nunca sabréis…
Las palabras se le atascaron en la garganta. No había manera de contarles aquel primer año. Ni siquiera Viviana llegaría a saberlo. Y aunque lo comprendiera no cambiaría de idea, no exigiría menos de ella. Demasiadas veces le había oído decir: «Si tratas de evitar tu destino o retrasar el sufrimiento, sólo te condenas a sufrirlo doblemente en otra vida». Por eso no dijo nada; se limitó a mirar a Viviana con el sofocado resentimiento de esos últimos cuatro años. Pero negó tercamente con la cabeza.
—Escúchame, Igraine —dijo Merlín—. Yo te engendré, aunque eso no me da ningún derecho; es la sangre de la Dama la que confiere realeza, y tú eres de la sangre real más antigua de la isla Sagrada. Está escrito en las estrellas, hija mía, que sólo un nacido de dos realezas, la de las Tribus y la de Roma, librará nuestra tierra de toda esta contienda. Ha de haber una paz que permita a estos dos pueblos morar juntos. De lo contrario, nuestro mundo se esfumará en las brumas; puede que, durante milenios la Diosa y los misterios sagrados sean olvidados por la humanidad, salvo por los pocos capaces de ir y venir entre los mundos. ¿Lo permitirías, Igraine? ¿Tú, que naciste de la Dama de la isla Sagrada y de Merlín de Britania?
Igraine inclinó la cabeza, protegiendo la mente contra la ternura de esa voz. Sabía desde siempre, sin que nadie se lo hubiera dicho, que Taliesin, el Merlín de Britania, había compartido con su madre la chispa de vida que la creó, pero una hija de la isla Sagrada no mencionaba tales cosas. Una hija de la Dama pertenecía sólo a la diosa y nadie piadoso podía reclamar su paternidad. El hecho de que Taliesin utilizara este argumento la impresionó profundamente.
Aun así dijo con terquedad, negándose a mirarlo:
—Si os era preciso, ¿no podríais haber utilizado vuestros hechizos para que Gorlois fuera proclamado Gran Dragón? De ese modo, cuando nuestro hijo naciera tendríais a vuestro gran rey.
El anciano negó con la cabeza, pero fue Viviana quien habló delicadamente:
—No darás ningún hijo varón a Gorlois, Igraine.
—¿Qué? ¿Acaso eres la Diosa para decidir la fertilidad de las mujeres? —acusó la joven con violencia, aun sabiendo que sus palabras eran infantiles—. Gorlois ha engendrado varones en otras mujeres. ¿Qué me impide darle uno nacido dentro del matrimonio, como él desea?
Viviana no respondió. Sólo dijo, con voz muy suave:
—¿Amas a Gorlois?
Igraine clavó la vista en el suelo.
—Eso no tiene nada que ver. Es una cuestión de honor. Él ha sido amable conmigo. Me permitió conservar a Morgana cuando ella era lo único que tenía en mi soledad. Ha sido paciente, lo cual no ha de ser fácil para un hombre de su edad. Quiere un hijo varón; lo considera importantísimo para su vida y su honor, y no voy a negárselo. Si acaso alumbro un hijo, será el hijo del duque Gorlois y de ningún otro hombre viviente. Lo juro por…
—¡Silencio! —La voz de la sacerdotisa acalló las palabras de su hermana como el fuerte tañido de una gran campana—. Te lo ordeno. Igraine: no jures, si no quieres ser perjura por siempre.
—¿Y por qué piensas que no voy a cumplir mi palabra? ¡Se me enseñó a ser fiel! ¡Yo también soy hija de la isla Sagrada, Viviana! No me trates como si fuera una criatura balbuciente, como a Morgana, que no entiende ni una palabra…
La niña, al oír su nombre, se incorporó bruscamente. La Dama del Lago, sonriendo, le acarició el pelo oscuro.
—No creas que esta pequeña no comprende. Los niños saben más de lo que suponemos. En cuanto a ésta… bueno, eso pertenece al futuro y no tengo que mencionarlo delante de ella, pero quién sabe si un día no será también una gran sacerdotisa.
—¡Nunca! Aunque tenga que hacerme cristiana para impedirlo —estalló Igraine—. ¿Creéis que os voy a permitir conspirar contra la vida de mi hija como habéis conspirado contra la mía?
—Paz, Igraine —dijo Merlín—. Eres libre, como lo es todo hijo de los dioses. No hemos venido a ordenar, sino a suplicarte. No, Viviana —dijo levantando la mano para impedir que la Dama lo interrumpiera—. Igraine no es un indefenso juguete del destino. Creo que, cuando lo sepa todo, decidirá lo correcto.
Morgana había empezado a revolverse en el regazo de su tía. Ésta la aquietó arrullándola con suavidad, pero Igraine se levantó para hacerse cargo de la niña, airada y furiosa. Notaba los ojos ardientes de lágrimas. No tenía más que a Morgana, y ahora también ella estaba cayendo víctima del encanto de Viviana, como todos los demás.
—Levántate de inmediato, Morgause —dijo ásperamente a la muchacha, que aún tenía la cabeza en el regazo de la Dama—. Sube a tu cuarto. Ya eres casi una mujer y no puedes comportarte como una niña malcriada.
Morgause levantó la cabeza, apartándose el pelo rojo de la cara mohína.
—¿Por qué escogiste a Igraine para tus planes, Viviana? —preguntó—. No quiere tomar parte. Pero yo soy mujer y también soy hija de la isla Sagrada. ¿Por qué no me escogiste a mí para Uther, el Pendragón? ¿Por qué no puedo ser la madre del gran rey?
Merlín sonrió.
—¿Te lanzarías tan implacablemente a los brazos del destino, Morgause?
—¿Por qué Igraine sí y yo no? No tengo esposo.
—Hay un rey en tu futuro y muchos hijos varones. Pero tienes que conformarte con eso, muchacha.
Nadie puede vivir el destino ajeno. Tu destino y el de tus hijos dependen de ese gran rey. Más que eso no puedo decir —aseveró el anciano—. Ya es suficiente, Morgause.
Igraine, con la pequeña en brazos, se sintió más dueña de sí.
—Estoy faltando a la hospitalidad, hermana, mi señor Merlín —dijo con voz inexpresiva—. Permitid que mis criados os acompañen a las alcobas que hemos preparado para vosotros. Se os llevará vino y agua para lavaros; al caer el sol se preparará una comida.
Viviana se levantó. Su voz era formal y correcta. Por un momento, Igraine se sintió aliviada; volvía a ser la señora de su casa, no ya una criatura pasiva, sino la esposa de Gorlois, duque de Cornualles.
—Hasta el anochecer, pues, hermana mía.
Los servidores se llevaron a los huéspedes. Igraine, en su alcoba, acostó a Morgana en la cama y dio en pasearse, nerviosa por lo que había oído.
Uther Pendragón. No lo había visto nunca, pero Gorlois encomiaba con frecuencia su valor. Era sobrino de Ambrosio Aureliano, gran rey de Britania, pero, a diferencia de éste, era britano de pura cepa, sin rastros de sangre romana, de modo que los cimbrios y las Tribus no vacilaban en seguirlo. Había pocas dudas de que algún día Uther sería escogido gran rey. Como Ambrosio no era joven, ese día no podía estar muy lejos.
«Y yo sería reina… ¿En qué estoy pensando? ¿Sería capaz de traicionar a Gorlois y mi honor?».
Al levantar el espejo de bronce vio a su hermana detrás, en el umbral de la puerta. Viviana se había quitado los pantalones que usaba para montar y vestía una túnica suelta de lana sin teñir. Se le acercó, alzando la mano para tocarle el pelo.
—Pequeña Igraine. No tan pequeña, ahora —dijo con ternura—. ¿Sabías, pequeña, que yo te di ese nombre? Grainné, como la diosa de los fuegos de Beltane… ¿Cuánto hace que no prestas servicio a la Diosa en Beltane?
Igraine esbozó una leve sonrisa.
—Gorlois es romano y cristiano. ¿Crees que en su casa pueden celebrarse los ritos de Beltane?
—No, supongo que no —reconoció Viviana con sentido el humor—. Pero en tu lugar no creería imposible que tus criados escapen en el solsticio de verano para encender fogatas y holgar bajo la luna llena. Claro que el señor y la señora de una casa cristiana no pueden hacerlo, a la vista de sus sacerdotes y de su adusto Dios.
—No hables así del Dios de mi esposo, es un Dios de amor —dijo Igraine secamente.
—¿Eso crees? Sin embargo, ha hecho la guerra a todos los demás dioses y mata a quienes no lo adoran. Guárdeme yo de semejante amor. En virtud de los votos que una vez pronunciaste, podría reclamarte que hicieras lo que te he indicado en nombre de la Diosa y la isla Sagrada…
—Oh, magnífico —exclamó la joven con sarcasmo—. Ahora mi Diosa me exige que haga de puta, mientras Merlín de Britania y la Dama del Lago me hacen de alcahuetes.
Los ojos de Viviana lanzaban chispas. Dio un paso hacia delante y, por un momento, pareció que iba a abofetearla.
—¡Cómo te atreves! —dijo. Aunque su voz era queda, pareció levantar ecos en toda la habitación. Morgana, medio dormida bajo la manta de lana, se incorporó con un grito, súbitamente asustada.
—Ahora has despertado a la niña —protestó Igraine, sentándose en el borde de la cama para tranquilizarla.
Poco a poco, la cara de Viviana fue perdiendo el arrebol. Por fin se sentó junto a su hermana.
—No me has comprendido, Grainné. ¿Crees que Gorlois es inmortal? Te digo, hija, que he procurado leer en las estrellas los destinos de quienes serán vitales para Britania en los años venideros, y el nombre de Gorlois no está escrito en ellas.
La joven notó que le temblaban las rodillas.
—¿Uther lo matará?
—Uther no tomará parte en su muerte, te lo juro. Pero piensa, hija. Tintagel es una gran fortaleza. Cuando Gorlois ya no pueda retenerlo, ¿cuánto tardará Uther Pendragón en ordenar a uno de sus duques que se apodere del castillo y la mujer que lo habita? Antes Uther que uno de sus hombres.
—¿No puedo regresar a la isla Sagrada y pasar el resto de mi vida en Avalón, como sacerdotisa?
—No es ése tu destino, pequeña. —La voz de Viviana era otra vez tierna—. No puedes huir de tu destino. Tienes un papel asignado en la salvación de esta tierra, pero el camino de Avalón está definitivamente cerrado para ti. ¿Caminarás hacia tu destino o será preciso que los dioses te arrastren hacia él?
Y añadió sin aguardar respuesta:
—No falta mucho. Ambrosio Aureliano agoniza. Ahora sus duques se reunirán para escoger a un gran rey. Y no hay nadie, salvo Uther, en quien puedan confiar. Conque él será Pendragón y gran rey a la vez. Y necesitará un hijo.
Igraine tenía la sensación de estar dentro de una trampa que cerraba sobre ella.
—Si tanta importancia le das, ¿por qué no lo haces tu misma? ¿Por qué no procuras atraer a Uther con tus hechizos y concibes a ese rey predestinado?
Para sorpresa suya, Viviana vaciló largo rato antes de decir:
—¿Crees que no lo he pensado? Pero olvidas lo vieja que soy Igraine. Tengo treinta y nueve años; ya dejé atrás la edad de la procreación.
En el espejo de bronce que aún tenía en la mano, Igraine vio el reflejo de su hermana, distorsionado y deforme, fluido como el agua; de pronto la imagen se aclaró, para luego empañarse y desaparecer.
—¿Eso crees? —dijo—. Sin embargo, te predigo que tendrás otro hijo.
—Espero que no. Tengo más edad que nuestra madre cuando murió al nacer Morgause. Ya no podría escapar de ese destino. Este año participaré por última vez en los ritos de Beltane; después entregaré mi puesto a una mujer más joven y pasaré a ser la anciana, la hechicera. Soñaba con entregar a Morgause el lugar de la Diosa…
—¿Por qué, pues, no la retuviste en Avalón para que fuera sacerdotisa?
La Dama se mostró muy triste.
—No es apta. Bajo la capa de la Diosa no ve el incesante sacrificio, el sufrimiento, sino sólo poder. Ese camino no es para ella.
—No creo que tú hayas sufrido —objetó Igraine.
—No sabes nada. Tú tampoco elegiste ese camino. Yo, que le he entregado mi vida, afirmo que sería más sencillo vivir como simple campesina, bestia de carga y hembra de cría. Agradece a la Diosa que tu destino sea otro.
Igraine pensó, en silencio: «¿Crees que ignoro el sufrimiento, el soportar en silencio, después de estos cuatro años?». Pero no dijo nada. Viviana se había inclinado tiernamente hacia Morgana para acariciarle el pelo sedoso.
—Ah, Igraine, no sabes cuánto te envidio. Toda la vida he deseado tanto una hija… Pero sólo tuve una niña, la que murió, y mis hijos varones están lejos. —Se estremeció—. Bueno, es mi destino y trataré de obedecerlo, como tú intentarás obedecer al tuyo. Sólo te pediré una cosa, Igraine, dejo el resto en manos de quien es dueña de todos nosotros. Gorlois, a su regreso, tendrá que ir a Londínium para la elección del gran rey. Y tú tienes que ingeniártelas para acompañarlo.
Su hermana se echó a reír.
—¡Qué poco me pides, pero es más difícil que cualquier otra cosa! ¿Crees que Gorlois cargaría a sus hombres con la tarea de acompañar a una joven esposa hasta Londínium? Me gustaría ir, de verdad, pero él me llevará cuando crezcan higos y naranjas en la huerta de Tintagel.
—Aun así tienes que ingeniártelas para acompañarlo y buscar a Uther Pendragón.
La joven volvió a reír.
—¿Y me harás un bebedizo para enamorarlo irresistiblemente?
Viviana le acarició los rizos rojos.
—Eres joven, hermana. No creo que tengas conciencia de tu belleza. Dudo que Uther necesite de un encantamiento.
Igraine sintió que su cuerpo se contraía en un extraño espasmo de miedo.
—Quizá fuera mejor que me dieras el bebedizo a mí, para que no lo rechace.
Su hermana, con un suspiro, tocó la piedra lunar que le pendía del cuello, y dijo:
—Esto no es un regalo de Gorlois.
—No; me lo regalaste en mi boda, ¿recuerdas? Dijiste que fue de mi madre.
—Dámela —Viviana buscó bajo la cabellera rizada para desabrochar la cadena—. Cuando esta piedra te sea devuelta, Igraine, recuerda lo que he dicho y haz lo que la Diosa te indique.
La joven contempló la piedra en manos de la sacerdotisa. Luego suspiró, pero sin protestar. «No le he prometido nada, nada», se dijo fieramente.
—¿Irás a Londínium para la elección de ese gran rey, Viviana?
La sacerdotisa negó con la cabeza.
—Voy a la tierra de otro monarca que tiene que combatir al lado de Uther pero que aún no lo sabe. Ban de Armórica, en la Britania menor, ha sido nombrado gran rey de su país; sus druidas le han dicho que tiene que cumplir con el gran rito y se me envía para oficiar el sagrado matrimonio.
—Creía que Britania era tierra cristiana.
—Oh, así es —confirmó Viviana, indiferente—, y sus sacerdotes tocarán las campanas. Pero el pueblo no aceptará a un rey que no se haya comprometido al gran sacrificio.
Igraine aspiró profundamente.
—Es tan poco lo que sé…
—Antaño —explicó la Dama—, el gran rey juraba que, si el país sufría un desastre o corrían tiempos peligrosos, él moriría para que la tierra pudiera vivir. Y si se negaba al sacrificio, la tierra perecería. Una parte de Britania menor también se ha encerrado en las brumas y ya es imposible hallar el gran altar de piedra. El camino que conduce al templo ya no se puede encontrar, a menos que se conozca el sendero a Karkan. Pero el rey Ban ha jurado impedir que los mundos sigan apartándose y mantener abiertas las puertas de los Misterios. Por eso se someterá al matrimonio sagrado con la tierra. Resulta adecuado que mi último servicio a la Madre, antes de ocupar mi lugar entre las hechiceras, sea ligar su tierra a Avalón. Por eso he de ser la Diosa ante él, en este misterio.
Guardó silencio, pero el cuarto parecía colmado con el eco de su voz. Luego se inclinó para alzar a la niña dormida, abrazándola con gran ternura.
—Aún no es doncella, ni yo hechicera —dijo—. Pero somos las Tres, Igraine. Juntas componemos a la Diosa, que está aquí, presente entre nosotros.
La joven se preguntó por qué no había incluido a su hermana Morgause. Estaban tan abiertas la una a la otra que Viviana oyó esas palabras como si las hubiera pronunciado en voz alta. Dijo en un susurro (e Igraine la vio estremecerse):
—La Diosa tiene un cuarto rostro que es secreto. Tendrías que rogarle, como yo le ruego, que Morgause nunca utilice ese rostro.