OCOS días después, Morgana y otras personas de Avalón fueron a la coronación de Arturo. En todos los años que llevaba allí, salvo en la ocasión en que abrió las brumas para que Ginebra hallara su convento, nunca había pisado el suelo de la isla de los Sacerdotes: Ynis Witrin, «isla de vidrio». El sol parecía refulgir allí con extraña aspereza, diferente de la luz tenue y neblinosa de Avalón. Pero tenía que recordar que, para casi todos los habitantes de Britania, aquél era el mundo real y la tierra de Avalón, sólo un sueño encantado.
Del suelo, frente a la iglesia, parecían haber brotado tiendas y pabellones multicolores, como extrañas setas. Morgana tuvo la sensación de que las campanas de las iglesias tañían día y noche, hora tras hora, excitándole los nervios. Arturo le presentó a Héctor, el buen caballero que lo había criado, y a su esposa Flavila.
Para aquella salida al mundo exterior, por consejo de Viviana, Morgana había descartado las túnicas azules y la manchada sobreveste de ciervo, cambiándolas por un sencillo vestido de lana negra, sobre otro de hilo blanco, con un velo también blanco cubriéndole la cabellera trenzada. Pronto cayó en la cuenta de que así parecía una matrona: entre los britanos, las doncellas jóvenes llevaban el pelo suelto y vestidos de colores intensos. Todos la tomaron por una de las monjas de Ynis Witrin y Morgana no hizo nada por desengañarlos. Tampoco Arturo, aunque enarcó las cejas con una gran sonrisa. Luego dijo a Flavila:
—¿Queréis llevar a mi hermana a donde está nuestra madre?
«Nuestra madre —pensó Morgana—. Pero ahora es una extraña para nosotros». Buscó en su mente alguna ilusión por el reencuentro y no encontró ninguna. Igraine se había conformado con perder a sus dos hijos: ¿qué clase de mujer era? Se sorprendió endureciendo la mente y el corazón contra ella. «Ni siquiera recuerdo su rostro», pensó.
Sin embargo, la habría reconocido en cualquier parte.
—¡Morgana! —Había olvidado lo rico y cálido de su voz—. ¡Mi querida niña! Vaya, pero si ya eres toda una mujer. En mi corazón siempre te veo pequeña… Qué cansada pareces… ¿Te ha fatigado esta ceremonia?
Besó a su madre con un regusto de lágrimas en la garganta. Igraine era hermosa, mientras que ella… Otra vez le invadieron la mente las palabras de un recuerdo difuso: «Pequeña y fea como el pueblo de las hadas». ¿Su madre también la vería fea?
—Pero ¿qué es esto? —Igraine rozó la media luna que tenía en la frente—. Pintada como el pueblo de las hadas… ¿Te parece decente, Morgana?
Ésta respondió con voz tensa:
—Soy sacerdotisa de Avalón y luzco con orgullo la marca de la Diosa.
—Bueno, cúbretela con el velo, hija, para no ofender a la abadesa. Te alojarás conmigo en el convento.
Morgana apretó los labios. «Si la abadesa viniera a Avalón, ¿escondería su crucifijo para no ofendernos a mí o a la Dama?».
—No deseo ofenderos a vos, madre, pero no sería adecuado que me alojara en un convento; a la abadesa no le gustaría y tampoco a la Dama del Lago, bajo cuyas leyes vivo.
La idea de pasar siquiera tres noches entre esos muros, bajo el infernal tañido de aquellas campanas, le enfriaba la sangre.
—Bueno, será como tú quieras —dijo Igraine, atribulada—. Tal vez puedas alojarte con mi hermana, la reina de Orkney. ¿Te acuerdas de Morgause?
—Será un gusto tener conmigo a mi sobrina Morgana —dijo una voz suave.
Al levantar la vista, la joven se encontró con la viva imagen de su madre, tal como la recordaba: majestuosa, ricamente vestida y enjoyada, con el cabello trenzado en una brillante diadema sobre la frente.
—¡Vaya, la pequeña ha crecido y es sacerdotisa! —La envolvió en un cálido y perfumado abrazo—. Bienvenida, sobrina. Ven a sentarte a mi lado. ¿Cómo está mi hermana Viviana? Se dice que es la fuerza impulsora de todos los grandes acontecimientos que han puesto en el trono al hijo de Igraine. El mismo Lot no pudo contra el apoyo de Merlín, el pueblo de las hadas, todas las Tribus y todos los romanos. ¡Así que tu hermano va a ser rey! ¿Vendrás a la corte para asesorarlo, Morgana? Uther habría hecho bien en contar con la Dama de Avalón.
La joven se echó a reír, relajándose en el abrazo de Morgause.
—Un rey ha de hacer lo que le parezca oportuno; ésa es la primera lección que tienen que aprender cuantos se le acerquen. Supongo que Arturo, tan parecido a Uther, lo aprenderá sin mucha dificultad.
—Sí, ya no cabe duda de quién fue su padre, pese a todo lo que se murmuró en aquellos tiempos —dijo su tía. De inmediato hizo un gesto de arrepentimiento—. No, Igraine, no vuelvas a llorar. Tendrías que alegrarte de que tu hijo se parezca tanto a su padre y sea aceptado por todo Britania.
Igraine parpadeó: al parecer había llorado excesivamente en los últimos días.
—Me alegro por Arturo —dijo. Pero se le ahogó la voz y no pudo seguir hablando.
Morgana le acarició el brazo, pero se sentía impaciente; desde que tenía memoria, su madre no había pensado nunca en sus hijos: sólo en Uther. Aun ahora que él estaba enterrado, Arturo y ella desaparecían ante el recuerdo del hombre que había amado tanto. Fue un alivio volverse nuevamente hacia Morgause.
—Viviana me dijo que tenías hijos varones.
—Cierto, aunque casi todos son todavía pequeños. Pero el mayor ha venido a jurar lealtad al rey. Si Arturo muriera en combate (y ni el mismo Uther fue inmune a ese destino), mi Gawaine es su pariente más próximo… A menos que tú tengas un hijo varón, Morgana. ¿Verdad? ¿Acaso las sacerdotisas de Avalón también han adoptado la castidad? ¿O has perdido a tus hijos al nacer, como tu madre? Perdona, Igraine; no era mi intención recordártelo.
Igraine parpadeó para alejar las lágrimas.
—No tendría que llorar por la voluntad de Dios. Tengo más que muchas mujeres: una hija que sirve a la Diosa y un hijo que va a heredar la corona de su padre. Mis otros hijos están en el seno de Cristo.
«¡Qué manera de pensar en un Dios —pensó Morgana—, con todas las generaciones de muertos aferradas a él!». Entonces recordó que Morgause le había hecho una pregunta.
—No, no he tenido hijos. Hasta Beltane de este año se me conservó virgen para la Diosa.
Se interrumpió abruptamente; no debía decir más. Igraine era ahora más cristiana de lo que ella pensaba y se habría horrorizado al pensar en el rito.
Y de inmediato la invadió un segundo horror, al que siguió un acceso de náuseas. Aquello había sucedido en la luna llena, la luna había menguado ya dos veces sin que ella sangrara durante el novilunio.
Un rito para la renovación y la fertilidad de los sembrados, de la tierra y de los vientres de las mujeres de la tribu. Había visto a otras sacerdotisas jóvenes enfermar y palidecer después de las hogueras de Beltane, hasta que empezaba a madurar su fruto; había visto nacer a los niños, ayudando con sus manos adiestradas. Y ni una sola vez, en su estúpida ceguera, se le había pasado por la mente que ella también podía salir del rito con el vientre grávido.
Viendo que Morgause le clavaba una mirada penetrante, bostezó largamente para disimular el silencio.
—He estado viajando desde el amanecer y no he desayunado —dijo—. Tengo hambre.
Igraine, tras disculparse, mandó por pan y cerveza de cebada que Morgana se obligó a comer, aunque la comida no le sentaba bien; ahora sabía por qué.
«¡Diosa! ¡Madre Diosa! ¡Viviana sabía que podía suceder esto, pero no me protegió!». Sabía lo que era preciso hacer. Aunque la acobardaran la violencia y la enfermedad, tenía que hacerlo sin demora; de lo contrario, hacia Navidad tendría un hijo de su hermano. Además, Igraine no tenía que enterarse; para ella sería un pecado inimaginable. Morgana se obligó a comer, a hablar de naderías, a chismorrear como todas las mujeres.
Pero mientras parloteaba su mente no descansaba. Sí, el fino hilo que lucía había sido tejido en Avalón; no había otro igual. Y en el fondo pensaba: «Que Arturo no lo sepa; demasiado tiene ya con esta coronación: si puedo soportar esta carga en silencio para darle calma, lo haré». Sí, le habían enseñado a tocar la lira… Oh, qué tontería, madre, creer impropio de una mujer hacer música, aunque alguna de las Escrituras les ordene guardar silencio en la iglesia. ¿Acaso la Madre de Dios no había elevado su voz para cantar alabanzas al saber que iba a tener un hijo del Espíritu Santo? Morgana cogió la lira y cantó para su madre, pero tras el estribillo había desesperación; sería la siguiente Dama de Avalón y tenía que dar a la Diosa al menos una hija. Era impío deshacerse de un hijo concebido en el Gran Matrimonio. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Estaba habituada a vivir en dos planos al mismo tiempo, pero aun así el esfuerzo la hizo palidecer. Se alegró de que Morgause la interrumpiera.
—Tienes una voz encantadora, Morgana, y me gustaría oírla en mi corte. También a ti, Igraine, espero verte muchas veces antes de que terminen estas festividades. Pero ahora tengo que ir a ver si están atendiendo bien a mi hijo. Y Morgana parece cansada por el viaje. Creo que la llevaré a mi campamento para que se acueste. Así por la mañana estará descansada para presenciar la coronación.
Igraine no se molestó en disimular su alivio.
—Sí. Yo tendría que estar ya en el oficio de mediodía —dijo—. Como sabéis, después de la coronación viviré en el monasterio de Tintagel. Arturo me ha pedido que me quede a su lado, pero espero que pronto tenga su reina y ya no me necesite.
Sí, todos insistirían en casar a Arturo cuanto antes. Morgana se preguntó cuál de aquellos reyezuelos obtendría el honor de ser el suegro del rey. «Y mi hijo podría ser el heredero de la corona… No, no, no quiero siquiera pensar en eso».
Una vez más la invadió un amargo enfado; ¿por qué Viviana le había hecho aquello?
Igraine besó y abrazó a ambas, prometiendo verlas más tarde. Mientras se alejaban hacia el colorido grupo de pabellones, Morgause comentó:
—Tu madre está tan cambiada que me cuesta reconocerla. ¿Quién habría pensado que se tornaría tan piadosa? Seguramente acabará siendo el terror de toda una hermandad de monjas. Aunque me duela decirlo, me alegra no ser una de ellas. No tengo vocación para el convento.
Morgana se obligó a sonreír.
—No, supongo que no. El matrimonio y la maternidad parecen haberte sentado bien. Floreces como las rosas silvestres, tía.
La otra sonrió perezosamente.
—Mi esposo me trata bien y me gusta ser reina —dijo—. Es nórdico; por eso no le parece incorrecto aceptar el consejo de una mujer, como a esos necios de los romanos. Espero que esa familia romana no haya echado a perder a Arturo; aunque hayan hecho de él un gran guerrero, si desprecia a las Tribus no podrá gobernar. Incluso Uther tuvo la prudencia de hacerse coronar en la isla del Dragón.
—También Arturo —aseguró Morgana. No podía decir nada más.
—Cierto. Oí algo de eso y me parece que hizo bien. Por mi parte, soy ambiciosa. Lot me pide consejo y en nuestro territorio todo marcha bien. Los curas me critican mucho, diciendo que no sé guardar mi lugar de mujer. Sin duda me creen bruja o hechicera, porque no me dedico pudorosamente a la rueca y el telar. Pero Lot no da ninguna importancia a los curas, aunque su pueblo es muy cristiano. A decir verdad, a la mayoría le importa muy poco quién sea el Dios de esta tierra, siempre que haya cosechas abundantes y panzas llenas. Mejor así: un país gobernado por sacerdotes es un país de tiranos en la Tierra y en el Cielo. Creo que en los últimos años Uther se había inclinado mucho en esa dirección. Quiera la Diosa que Arturo tenga más tino.
—Juró tratar con justicia a los Dioses de Avalón, antes de que Viviana le diera la espada de los druidas.
—¿Se la dio? —se extrañó Morgause—. ¿De dónde sacó esa idea? Pero basta ya de dioses, reyes y todo eso, Morgana. Cuéntame tu problema. —Como la joven no respondiera, continuó—: ¿Crees que no sé reconocer un embarazo? Igraine no se dio cuenta porque sólo tiene ojos para su dolor.
Morgana se obligó a decir con liviandad:
—Bueno, podría ser. En Beltane participé de los ritos.
Su tía rió entre dientes.
—Si ésa fue la primera vez, quizá no lo sepas durante una o dos lunas. Pero te deseo buena suerte. Ya has dejado atrás los mejores años para dar a luz; a tu edad yo tenía tres hijos. No te aconsejo que se lo digas a Igraine; se ha vuelto demasiado cristiana para aceptar a un hijo de la Diosa. Oh, bueno, supongo que todas envejecemos, tarde o temprano. También Viviana debe de estar entrada en años. No la he visto desde que nació Gawaine.
—Yo la veo más o menos como siempre —dijo Morgana.
—Y no ha venido a la coronación de Arturo. Bueno, podemos arreglarnos sin ella. Pero no creo que se conforme con permanecer en segundo plano. No dudo que algún día impondrá su voluntad y veremos el caldero de la Diosa reemplazar al cáliz del amor cristiano en el altar de la corte. Y no lamentaré que llegue ese día.
Morgana sintió un escalofrío profético. En su mente vio a un sacerdote con sotana elevando el cáliz de los Misterios ante el altar del Cristo. Y luego visualizó claramente a Lanzarote arrodillado, con la cara iluminada como nunca… Negó con la cabeza para borrar la videncia no deseada.
• • •
El día de la coronación de Arturo amaneció luminoso y despejado. Durante toda la noche habían estado llegando gentes de todos los rincones de Britania para ver la entronización del gran rey en la isla de los Sacerdotes. Menudos y morenos: pelirrojo del norte, altos y barbados: romanos de las tierras civilizadas: rubios y corpulentos, anglos y sajones de las tribus del tratado, establecidas en Kent, que llegaban para renovar la alianza truncada. Las laderas estaban a rebosar. Morgana, que no había visto tanta gente reunida ni aun en las fiestas de Beltane, sintió miedo.
Estaba en un sitio privilegiado, con Igraine, la familia de Morgause y la de Héctor. El rey Lot, esbelto, moreno y encantador, le besó la mano, la abrazó y se esmeró en llamarla «parienta» o «sobrina», pero bajo la sonrisa superficial había amargura. Lot había conspirado e intrigado para impedir la llegada de aquel día. Ahora su hijo Gawaine sería el heredero más cercano de Arturo: ¿satisfacería aquello su ambición? Morgana lo miró con ojos entornados y descubrió que él no le gustaba en absoluto.
Sonaron las campanas de la iglesia y un grito se elevó desde todas las laderas; del templo salió un joven esbelto, con el pelo refulgente de sol. El sacerdote le puso en la cabeza la delgada diadema de oro.
Arturo alzó la espada y dijo algo que ella no pudo oír. Pero le llegó repetido de boca en boca, inspirándole la misma emoción que había sentido al verlo regresar triunfalmente, tras vencer al Macho rey.
«Para todos los pueblos de Britania —había dicho—, mi espada para vuestra protección y mi mano para la justicia».
Merlín se adelantó, vestido con túnicas blancas, reposado y cordial junto al venerable obispo de Glastonbury. Arturo les hizo una breve reverencia y los cogió de la mano. «Eso te lo inspiró la Diosa», pensó Morgana. Y un momento después Lot dijo algo muy parecido.
—Muy astuto, poner a Merlín y al obispo juntos, como señal de que pedirá consejo a ambos.
Morgause comentó:
—No sé quién se encargó de educarlo, pero el hijo de Uther no es estúpido, creedme.
—Nos toca a nosotros —dijo Lot. Y se puso de pie, ofreciendo una mano a su esposa—. Venid, señora, y que no os preocupe ese montón de ancianos barbudos. No me avergüenza reconocer que os considero mi igual en todo. No como el necio de Uther, que no hizo lo mismo con vuestra hermana.
Morgause esbozó una sonrisa irónica.
—Y quizá fue una suerte para nosotros que Igraine no tuviera fuerza de voluntad para insistir.
Morgana se puso de pie para acompañarlos llevada por un súbito impulso. La pareja le hizo una cortés indicación para que les precediera. Ella no se arrodilló, pero inclinó levemente la cabeza.
—Os traigo el homenaje de Avalón, mi señor Arturo, y de quienes servimos a la Diosa.
Detrás de ella se oyó el murmullo de los sacerdotes. Igraine, entre las monjas del convento, dijo: «Audaz, temeraria y terca como cuando era niña». Se obligó a no escuchar. No era una de esas gallinas encerradas, sino una sacerdotisa de Avalón.
—Os doy la bienvenida, a vos y a Avalón. Morgana. —Arturo le cogió la mano y la hizo sentar a poca distancia—. Os honro por ser mi única hermana por parte de madre y duquesa de Cornualles por derecho propio.
Cuando le soltó la mano, Morgana inclinó la cabeza para no desmayarse, pues se le había empañado la vista. «¿Por qué tengo que sentirme así en este momento? Es obra de Arturo. No, de él no: de la Diosa. Es su voluntad».
Lot se adelantó para arrodillarse ante Arturo y éste lo hizo levantar.
—Bienvenido, querido tío.
«Si no me equivoco —pensó Morgana—, ese querido tío se habría alegrado de verle morir cuando era pequeño».
—Lot de Orkney, ¿defenderéis vuestras costas contra los nórdicos y acudiréis en mi ayuda si algo amenaza las costas de Britania?
—Lo haré, señor, lo juro.
—En ese caso, os ordeno que conservéis en paz el trono de Orkney y Lothian; jamás lo reclamaré ni combatiré contra vos por él. —Arturo se inclinó para besarle en la mejilla—. Que vos y vuestra señora gobernéis por mucho tiempo en el norte, tío.
Lot se levantó.
—Os pido autorización para ofreceros a un caballero a vuestro servicio. Tened a bien hacer de él uno de vuestros compañeros, señor Arturo. Mi hijo Gawaine.
Gawaine era alto, corpulento y de complexión fuerte, casi la versión masculina de Igraine y la misma Morgause. Tenía la cabeza coronada de rizos rojos y, aunque algo menor que Arturo, era ya un joven gigante de dos varas de estatura. Se arrodilló ante su primo, que lo hizo levantar para abrazarlo.
—Bienvenido, primo. Con gusto haré de ti el primero de mis compañeros. Espero que seas bien acogido por mis queridísimos amigos. —Y se volvió hacia los tres jóvenes que tenía a su lado—. Gawaine es primo nuestro, Lanzarote. Cay y Bedwyr, mis hermanos adoptivos. Ahora tengo compañeros, como Alejandro, el griego.
Durante todo el día los reyes de Britania se acercaron a Arturo para jurar fidelidad al trono del gran rey, comprometiéndose a defender sus costas. El rubio rey Pelinor, señor del país de los lagos, dobló la rodilla ante Arturo y pidió autorización para partir antes de que terminara el festín.
—¿Tú, Pelinor, en quien esperaba hallar al más incondicional de mis partidarios? ¿Tan pronto me abandonas?
—He recibido noticias de que un dragón está asolando mi patria, señor, y tengo que perseguirlo hasta matarlo.
Arturo, después de abrazarlo, le entregó un anillo de oro.
—No puedo alejar a un rey del pueblo que lo necesita. Ve a matar a ese dragón y tráeme su cabeza.
Anochecía ya cuando juró el último de los nobles. Aunque Arturo no era sino un muchacho, siempre era cortés y hablaba con cada uno como si fuera el primero. Sólo Morgana adivinaba las señales del cansancio. Pero al fin aquello terminó y los criados empezaron a servir el festín.
Pese a haber atendido sus deberes durante todo el día con tanta concentración, Arturo no se sentó a comer entre sus jóvenes compañeros, sino con los obispos y los reyes ancianos que formaban el consejo de su padre. Morgana se alegró de que Merlín estuviera entre ellos; al fin y al cabo era el abuelo del rey, aunque no estaba segura de que Arturo lo supiera. Después de comer (y engulló como un hambriento mozo en pleno desarrollo), se levantó para pasearse entre los invitados.
Con su sencilla túnica blanca, adornado sólo con la fina corona de oro, se destacaba entre esos nobles enjoyados como un ciervo blanco en la oscura selva. Lo rodeaban sus compañeros: el corpulento Gawaine; Cay, el moreno romano de facciones aguileñas y sonrisa sardónica, que tenía una cicatriz en la comisura de la boca, aún roja y fea, sin la cual habría sido apuesto; Lanzarote, a su lado, parecía hermoso y masculino como un gato salvaje. Morgause lo contempló con ojos codiciosos.
—¿Quién es ese apuesto joven, Morgana? El que está junto a Cay y Gawaine, vestido de carmesí.
Ella se echó a reír.
—Tu sobrino, tía; Galahad, el hijo de Viviana. Ahora lo llaman Lanzarote.
—¡Quién habría pensado que Viviana, tan poco atractiva, pudiera tener un hijo tan gallardo! Balan, el mayor, no es así: es recio, fuerte y de confianza como un perro viejo, pero se parece a Viviana. ¡Y nadie diría que es hermosa!
Esas palabras hirieron a Morgana profundamente. «Dicen que me parezco a Viviana. ¿Acaso todo el mundo me ve fea?».
—Yo la encuentro muy bella —adujo fríamente.
Morgause lanzó una risita burlona.
—Se nota que te has criado en Avalón, un lugar más aislado que los mismos conventos. No pareces saber qué buscan los hombres en una mujer.
—Bueno, bueno —intervino Igraine, pacificadora—, hay otras virtudes aparte de la belleza. Lanzarote tiene los ojos de su madre, y nadie puede negar que Viviana los tiene muy bellos. Su encanto es tal que a nadie le importa si es hermosa o no, pues a todos seduce con sus ojos y su bonita voz. La belleza no es sólo cuestión de estatura, cutis claro y rizos dorados, Morgause.
—Ah, no conoces el mundo, hermana. Eres reina; una reina es hermosa para todos. Y te casaste con el hombre al que amabas. La mayoría no tiene esa suerte; es un consuelo saber que otros hombres te admiran por tu hermosura. Si te hubieras pasado la vida con el anciano Gorlois, también tú te alegrarías de tener buen cutis y pelo bonito. Los hombres son como los recién nacidos: lo único que ven es lo que desean y eso suele ser un pecho henchido.
—¡Hermana! —protestó Igraine.
Y Morgause añadió con una sonrisa irónica:
—Ah, a ti no te ha costado ser virtuosa, hermana, pues el hombre al que amabas era rey. No todas tenemos esa suerte.
—¿No amas a Lot, después de tantos años?
Morgause se encogió de hombros.
—El amor es una diversión para los días de invierno. Lot me pide consejo en todo, me permite administrar la casa y elegir lo mejor del botín. Y como le estoy agradecida, no le he dado ningún motivo para temer que está criando al hijo de otro hombre. Pero eso no me obliga a cerrar los ojos ante un joven de buenas facciones y hombros de toro.
«Sin duda se cree virtuosa por ello», pensó Morgana con aversión. Por primera vez en muchos años se sentía confundida. Los cristianos apreciaban la castidad más que nada, mientras que en Avalón la mayor virtud era entregar el cuerpo a la unión de los dioses. Lo que para unos era una virtud para los otros era el más oscuro de los pecados.
Volvió los ojos hacia los jóvenes que se acercaban: Arturo, rubio y de ojos grises; Lanzarote, esbelto y elegante, y el corpulento pelirrojo Gawaine, que sobresalía entre los otros como un toro entre dos buenos caballos hispánicos. Arturo se acercó para hacer una reverencia a su madre.
—Mi señora, madre, ¿te ha parecido muy largo este día?
—No más que a ti, hijo mío. ¿Quieres sentarte aquí?
—Sólo un momento. —Aunque había comido mucho, Arturo cogió distraídamente un puñado de dulces, revelando lo joven que era. Mientras masticaba la pasta de almendras dijo—: ¿Quieres volver a casarte, madre? Si es así te buscaré al rey más rico y bondadoso. Uriens, de Gales del norte, es viudo; estoy seguro de que se alegraría mucho de tener una buena esposa.
Igraine sonrió.
—Gracias, querido hijo, pero tras haber sido la esposa del gran rey no aceptaría a un hombre inferior. Y amé mucho a tu padre; no deseo reemplazarlo.
—Será como quieras, madre. Sólo temo que te sientas sola.
—Es difícil sentirse sola en un convento, hijo, entre tantas mujeres. Y allí está Dios.
Morgause intervino con una sonrisa provocativa.
—¿Y vos, Lanzarote? ¿Estáis ya casado o comprometido?
Negó con la cabeza, risueño.
—No, tía. Sin duda mi padre, el rey Ban, me buscará esposa. Por el momento quiero servir a mi rey.
Arturo le dio una palmada en el hombro.
—Con estos dos fuertes primos estoy tan bien custodiado como los antiguos Césares.
Igraine comentó en voz baja:
—Creo que Cay está celoso, Arturo; dile algo amable.
Morgana, al oírla, levantó la mirada hacia aquella cara ceñuda y marcada. Sin duda le era difícil, tras años de tratar a Arturo como a un hermano menor, verlo convertido en rey y con dos nuevos amigos a los que entregaba el corazón.
—Cuando el país esté en paz —dijo Arturo—, os buscaremos esposas y castillos a todos. Pero tú, Cay, permanecerás en el mío como chambelán.
—Con eso me basta, hermano… Perdona; debí decir «mi rey y señor».
—No. —Arturo se volvió para abrazarlo—. Que Dios me condene si alguna vez te exijo que me llames así, hermano.
Igraine tragó saliva con dificultad.
—Cuando hablas de esta manera, Arturo, me parece oír la voz de tu padre.
—Por mi bien, señora, me gustaría haberlo conocido mejor. Pero sé que los reyes no siempre pueden obrar como les gustaría.
Viéndolo besar la mano de Igraine. Morgana se dijo: «Conque ya ha aprendido esa habilidad de su cargo».
—Supongo —dijo su madre— que ya te han aconsejado tomar esposa.
Arturo se encogió de hombros.
—Todos los reyes tienen una hija que desean casar con el gran rey. Creo que preguntaré a Merlín con cuál tendría que casarme. —Sus ojos buscaron los de Morgana; por un momento parecieron encerrar una terrible vulnerabilidad—. Después de todo, no sé gran cosa de mujeres.
Lanzarote intervino alegremente.
—En ese caso tendremos que buscarte la mujer más hermosa y de más alta cuna del reino.
—No —dijo Cay lentamente—. Buscadle la que tenga mejor dote.
Arturo rió entre dientes.
—Lo dejo de tu cuenta, Cay, y no dudo que me casaréis bien. ¿Y tú, Morgana? ¿Hemos de buscarte esposo o prefieres ser una de las damas de mi reina? ¿Quién ha de ser más encumbrada en el reino que la hija de mi madre?
Morgana recuperó el uso de su voz.
—Mi rey y señor: estoy contenta en Avalón. No os molestéis en buscarme esposo, por favor.
Y pensó fieramente: «¡No, aunque esté embarazada! ¡Ni aun así!».
—Que así sea, hermana, aunque no dudo que Su Santidad tendrá su opinión: asegura que todas las mujeres de Avalón son malvadas hechiceras o arpías.
Morgana no contestó. Él echó una mirada a los consejeros casi con sentimiento de culpabilidad; entre ellos lo observaba Merlín.
—Bueno, ya he dedicado a mi familia y a mis compañeros todo el tiempo que se me permitía. Tengo que volver al oficio de rey. Señora…
Hizo una reverencia a Igraine y otra más formal a Morgause, pero al acercarse a su hermana le dio un beso en la mejilla. Morgana se puso rígida.
«Madre Diosa, qué lío hemos armado. Él dice que me amará siempre y no tiene que ser así. Si Lanzarote tuviera esos sentimientos…».
Suspiró. Igraine la cogió de la mano.
—Estás cansada, hija, por estar tanto tiempo de pie y al sol. ¿Realmente no prefieres venir conmigo al convento para estar tranquila? ¿Estás segura? Bien. Morgause, llévala a tu tienda, si quieres.
—Sí, querida hermana. Ve a descansar.
Los jóvenes se alejaban. Arturo ajustaba cortésmente su paso al andar vacilante de Cay.
Morgana volvió al campamento con su tía: aunque estaba fatigada, tuvo que ser atenta y cortés con Lot, que estudiaba las tácticas de Arturo para combatir a caballo contra los sajones.
—Ese muchacho es un maestro de la estrategia. Podría resultar, pues los jinetes siempre llevan ventaja sobre los soldados de infantería. Me han dicho que la caballería romana era la que obtenía las mayores victorias.
Morgana recordó que Lanzarote le había hablado con pasión de sus teorías bélicas. Si Arturo compartía su entusiasmo y estaba dispuesto a trabajar con él, podría llegar un tiempo en que expulsaran a las hordas sajonas del país. Entonces reinaría una calma mayor que los legendarios doscientos años de la Pax romana. Y con la espada de Avalón y la Regalía druídica en manos del rey, la próxima época sería un reino de prodigios. Y la Diosa podría imperar otra vez en Britania, no el Dios muerto de los cristianos, con su dolor y su muerte… Cayó en una ensoñación de la que sólo despertó cuando Morgause la sacudió delicadamente por el hombro.
—Vaya, querida, estás medio dormida. Ve a acostarte. —Y le envió a su doncella para que la ayudara a desvestirse.
Morgana durmió larga y profundamente, sin soñar, vencida por el cansancio de muchos días. Pero al despertar apenas sabía dónde estaba ni qué había sucedido; se encontraba muy descompuesta y tuvo que salir de la tienda para vomitar. Cuando se incorporó, con un zumbido en la cabeza, Morgause estaba allí y la ayudó a entrar con mano firme y bondadosa. Le enjugó la frente sudorosa con un paño húmedo y luego se sentó junto a ella para hacerle beber una copa de vino.
—No, no, no quiero. Volvería a vomitar.
—Bébela —dijo su tía, severa—. Y trata de comer un poco de pan duro. En momentos así hay que tener algo en el estómago. —Se echó a reír—. En realidad, lo que te causa todos estos contratiempos es tener algo en el vientre.
Morgana apartó la mirada, humillada.
—Anda, niña, todas hemos pasado por lo mismo. Estás embarazada, ¿y qué? No eres la primera ni serás la última. ¿Quién es el padre? ¿O no tengo que preguntar? Te vi observar al apuesto hijo de Viviana. ¿Fue él el afortunado? ¡Quién podría criticarte! Así pues, fue en los fuegos de Beltane. Ya lo sospechaba. ¿Y por qué no?
Morgana apretó los puños para resistir aquella locuacidad bien intencionada.
—No voy a tenerlo. Sé lo que tengo que hacer cuando regrese a Avalón.
—Oh, querida —exclamó Morgause afligida—, ¿es preciso? En Avalón, un hijo de la Diosa tiene buena acogida. Y tú eres de sangre real. Reconozco que yo también lo hice: como te dije, siempre tuve la precaución de no gestar ningún hijo que no fuera de Lot, aunque en su ausencia no durmiera sola. Pero una anciana partera me dijo que, cuando te deshaces del primer hijo que concibes, el vientre queda dañado e inútil para tener más.
—Soy sacerdotisa y Viviana envejece. No quiero que el niño me impida cumplir con mis obligaciones en el templo.
Pero sabía que estaba ocultando la verdad. En Avalón había mujeres que continuaban con su trabajo hasta el último mes del embarazo; después las otras se dividían alegremente sus tareas, a fin de que pudiera descansar antes del parto y amamantar después al recién nacido, hasta que llegaba el momento de ponerlo bajo tutela. A algunas niñas se las educaba en Avalón como sacerdotisas.
Morgause la miró con astucia.
—Sí, creo que todas nos sentimos así la primera vez: atrapadas, furiosas, víctimas de algo que no podemos cambiar y que nos asusta. —Alargó los brazos para estrechar a su sobrina—. Pero la Diosa es buena, querida. Cuando el niño empiece a crecer, ella te pondrá amor en el corazón, aunque no sientas nada por el hombre que te lo hizo. Ah, no llores —añadió, acariciándole el pelo—. Pronto te encontrarás mejor. Tampoco a mí me gusta andar con una panza voluminosa, pero el tiempo pasa y un recién nacido en los brazos es tan placentero como penoso el parto. Yo he tenido cuatro y aún me gustaría tener otro. Lástima que ninguno haya sido niña. Si no quieres criar a tu recién nacido en Avalón, yo lo criaré por ti. ¿Qué opinas?
Morgana apartó la cabeza de su hombro, aspirando hondo.
—Perdona. He estado llorando sobre tu bonito vestido.
Morgause se encogió de hombros.
—No importa. ¿Ves? Una vez que se pasan las náuseas te encuentras bien el resto del día. ¿Crees que Viviana te permitiría visitarme? Podrías venir a Lothian con nosotros. Nunca has estado en las islas Orkney y el cambio te haría bien.
Morgana le dio las gracias, y le dijo que tenía que regresar a Avalón. Y todavía tenía que presentar sus respetos a Igraine.
—Te aconsejo que no le hagas confidencias —dijo su tía—. Se ha vuelto tan santa que se escandalizaría o creería que es su deber hacerlo.
Morgana sonrió débilmente; no tenía ninguna intención de confesarse con Igraine ni con nadie. La propia Viviana se enteraría cuando ya fuera irremediable. Aunque agradecía la buena voluntad de Morgause, no pensaba guiarse por sus consejos. Se dijo con rabia que tenía el privilegio de decidir: era sacerdotisa y su criterio era más que suficiente.
Durante su tensa visita de despedida a Igraine pensó que Morgause se parecía más a la madre que recordaba. Igraine se había hecho vieja, severa y beata; separarse de ella fue un alivio. Al regresar a Avalón supo que volvía al hogar. Pero ¿y si no fuera así?