18

PERO Arturo no llegó a Avalón con la luna nueva.

Morgana, en la Casa de las doncellas, vio nacer la luna, pero no quebró su ayuno. Se encontraba mal y no quería vomitar, como le sucedía a veces cuando estaba a punto de menstruar; más tarde se encontraría mejor. Y en verdad fue así; bebió un poco de leche y comió algo de pan. Por la tarde Viviana mandó por ella.

—Uther ha muerto en Caerleon —dijo—. Si consideras que tienes que acompañar a tu madre…

Morgana lo pensó por un rato, pero al fin negó con la cabeza.

—Yo no amaba a Uther —dijo—; Igraine lo sabe bien. Alguno de sus curas consejeros la consolará mejor que yo.

Viviana suspiró. Parecía cansada y vencida; Morgana se preguntó si también ella sufriría las tensiones de la luna nueva.

—Lamento decirlo, pero creo que tienes razón. Ya habrá tiempo para que vuelvas a Avalón, antes de… —se interrumpió—. Sabes que Uther, en vida, tuvo a raya a los sajones, aunque a costa de batallas constantes; en el mejor de los tiempos sólo hemos tenido unas cuantas lunas de paz. Temo que ahora será peor; es posible que lleguen hasta las puertas de Avalón. Ya eres toda una sacerdotisa, Morgana, y has visto las armas sagradas.

Morgana respondió con un signo. Su tía asintió con la cabeza.

—Quizá llegue un día en que la espada tenga que ser usada en defensa de Avalón y de toda Britania.

«¿Por qué me dice esto? —pensó Morgana—. No soy guerrera, sino sacerdotisa. No puedo coger la espada en defensa de la isla».

—¿Recuerdas la espada?

«Descalza, con frío, recorriendo el círculo con el peso de la espada en la mano, oyendo el terrorífico grito de Cuervo…».

—La recuerdo.

—Entonces tengo una misión para ti —dijo Viviana—. Cuando esa espada sea llevada a la batalla, tiene que ser rodeada con toda nuestra magia. Tienes que hacerle una vaina, Morgana, y poner en ella todos los hechizos que conozcas, para que quien la lleve no pierda una gota de sangre. ¿Podrás hacerlo?

«Olvidaba que no sólo el guerrero, sino también la sacerdotisa puede tener una misión que cumplir».

Y Viviana, con su habilidad para adivinar el pensamiento, dijo:

—Tú también tendrás parte en la batalla por la defensa de nuestro país.

—Así sea —dijo Morgana. Se preguntaba por qué la suma sacerdotisa de Avalón no asumía aquella tarea por sí misma. Su tía no le dio respuesta, pero dijo:

—Para esto tienes que trabajar en presencia de la espada. Ven. Cuervo te ayudará con el silencio de la magia.

Morgana, exaltada, se dejó conducir hasta el sitio secreto donde se realizaban aquellos trabajos. La rodeaban las sacerdotisas que se anticiparían a cualquier necesidad que tuviera, a fin de que no quebrara el silencio necesario para acumular el poder. Tenía la espada ante sí, sobre un lienzo de lino; a un lado, el cáliz de plata con borde de oro, lleno de agua del pozo sagrado. No era para beber (la comida y el agua le estaban prohibidas), sino para que viera en su interior lo que precisara para el trabajo.

El primer día cortó, usando la espada, un forro de fino ante. Era la primera vez que disponía de tan buenos útiles para trabajar, y estaba tan orgullosa de sus puntadas que, aun cuando se pinchó un par de veces, ni siquiera lanzó una exclamación. En cambio, no pudo contener un pequeño suspiro de placer cuando le enseñaron el costosísimo terciopelo carmesí que cubriría la piel de cierva. Allí tendría que bordar, con hilos de seda y oro, los hechizos mágicos y sus símbolos.

En cortar la vaina se le fue el primer día. Antes de dormir, sumida en la meditación, casi en trance, se hizo un pequeño corte en el brazo y manchó la piel de gacela con su sangre.

«¡Diosa! ¡Gran Cuervo! Se ha derramado sangre sobre esta vaina. Ya no hará falta que reciba ninguna más cuando se la lleve al combate».

Durmió mal, soñando que estaba en una alta colina, contemplando toda Britania y bordando hechizos en la trama de la misma tierra. Más abajo corría el Macho rey: un hombre subía a grandes pasos hacia ella y cogía la espada de su mano…

Despertó con sobresalto, pensando: «¡Arturo! Es Arturo quien portará la espada. Es el hijo del Pendragón». Y pensó que por eso Viviana le había encargado a ella hacer la vaina mágica para la espada que él portaría, como símbolo de todo su pueblo. Era Arturo quien había derramado la sangre de su virginidad; sería ella, también de la estirpe sagrada de Avalón, quien forjaría los hechizos protectores que tenían que proteger la sangre real.

Todo aquel día trabajó en silencio, mirando en el interior del cáliz, dejando que se elevaran las imágenes. Bordó los cuernos de la luna, para que la Diosa montara guardia sobre la espada; parecía a veces como si una luz invisible siguiera los dedos de Morgana cuando bordaba la luna nueva, la luna llena y el cuarto menguante, pues todas las cosas tienen que seguir su tiempo. Después, el símbolo de la amistad entre cristianos y druidas: la cruz dentro de los tres círculos alados. Y los símbolos de los elementos mágicos, y el cáliz que tenía ante ella. Trabajó tres días, durmiendo poco, comiendo sólo algunos frutos secos, bebiendo sólo agua del Pozo.

Hacia el anochecer del tercer día el trabajo estaba terminado: cada palmo de la vaina estaba cubierto de símbolos enlazados, algunos de los cuales ella misma no reconocía. Sin duda habían llegado directamente de manos de la Diosa, a través de las suyas. Introdujo la espada en ella y la sopesó; luego dijo en voz alta, quebrando el silencio ritual:

—Está hecho.

Al desaparecer la tensión se dio cuenta de que estaba exhausta, débil y descompuesta. Tal solía ser el efecto del uso ritual prolongado de la videncia; sin duda había interrumpido también sus ciclos, que habitualmente se presentaban durante la conjunción entre la luna y el sol. Esto se consideraba afortunado, pues en aquellos días las sacerdotisas se apartaban para proteger su poder, coincidiendo con la reclusión ritual de la luna nueva, cuando la misma Diosa se encerraba para salvaguardar la fuente de sus poderes.

Viviana, al coger la vaina, no pudo contener una exclamación de asombro. En verdad, a la propia Morgana le parecía una obra superior al trabajo humano, preñada de magia. Su tía, tocándola levemente, la envolvió en un largo paño de seda blanca.

—Lo has hecho bien —dijo.

Y Morgana pensó, con la mente hecha un torbellino: «¿Cómo se atreve a juzgarme? Yo también soy sacerdotisa y he ido más allá de sus enseñanzas»… y se escandalizó de su pensamiento.

Viviana le tocó delicadamente la mejilla.

—Ve a dormir, queridísima; esta gran obra te ha agotado.

Durmió larga y profundamente, sin soñar. Pero después de medianoche la despertó súbitamente un salvaje clamor de las campanas tocando a rebato, campanas de alarma, campanas de iglesia, un terror surgido de su infancia: «¡Nos atacan los sajones! ¡Despertad y armaos!».

Creyó despertar con sobresalto. No estaba en la Casa de las doncellas, sino en una iglesia; en la piedra del altar descansaba un juego de armas; en una mesa de caballete, a poca distancia, había un hombre con armadura, cubierto por un paño mortuorio. Sobre su cabeza el toque a rebato continuaba sonando, como para despertar a un muerto… No, puesto que el caballero muerto no se movía. Y de súbito, pidiendo perdón con una plegaria, ella arrebató la espada… Esta vez despertó del todo a la luz y el silencio de su habitación. Ni siquiera las campanadas de la otra isla podían llegar a la quietud de su alcoba de piedra. Las campanas, el caballero muerto y la capilla con las velas encendidas, las armas en el altar, la espada, todo había sido un sueño. «¿Cómo pude verlo? La videncia nunca se presenta sin que se la invoque. ¿Fue, entonces, sólo un sueño?».

Algo más tarde la mandaron llamar; su conciencia recordaba algunas de las visiones que habían flotado en su mente mientras bordaba la vaina, con la espada ante sí. La caída de un meteoro, un estrépito de truenos, un gran estallido de luz; extraída, aún humeante, para que la forjaran los pequeños herreros atezados que vivían en la tierra caliza, antes de que se levantara el círculo de piedras: un arma poderosa, digna de un rey, quebrada y vuelta a forjar, templada a sangre y fuego, endurecida… Una espada forjada tres veces, doblemente sagrada por no haber sido arrancada del vientre de la tierra…

Le habían dicho su nombre: Escalibur, que significa «la que corta el acero». Las espadas de hierro de meteorito eran raras y preciosas; ésta bien podía valer un reino.

Viviana le indicó que se cubriera con el velo para acompañarla. Mientras descendían lentamente la colina, vio la alta figura de Taliesin Merlín, acompañado por Kevin, el bardo, que se movía con su andar vacilante y grotesco; parecía más torpe y feo que nunca, tan fuera de lugar como una bola de sebo adherida a una palmatoria de plata labrada. Y con ellos… Morgana quedó petrificada al reconocer el cuerpo esbelto y musculoso, la brillante melena dorada.

Arturo. Si la espada le estaba destinada, ¿no era natural que viniera a recibirla?

«Es un guerrero, un rey, el hermano que tuve en mi regazo». Le parecía irreal. Pero a través de aquel Arturo, del muchacho solemne que caminaba entre los dos druidas, vio al joven que se había puesto la cornamenta del Dios Astado: no ya niño, sino hombre, guerrero y rey.

A un susurro de Merlín, Arturo se arrodilló con reverencia ante la Dama del Lago. Luego vio a Morgana y se inclinó también ante ella, murmurando su nombre.

Ésta le respondió con una inclinación de cabeza: la había reconocido a pesar del velo. Se preguntó si tenía que arrodillarse ante el rey. Pero una Dama de Avalón no dobla la rodilla ante ningún poder humano. Y Morgana ya no volvería a hincarse.

La Dama del Lago alargó la mano hacia el joven para que se levantara.

—Habéis hecho un viaje largo —dijo—, y estáis fatigado. Morgana, llévalo a mi casa y dale algo de comer antes de continuar.

Entonces él sonrió, no como un futuro rey, no como un Elegido, sino como un simple muchacho hambriento.

—Os lo agradezco, señora.

Ya en la casa de Viviana, dio las gracias a la sacerdotisa que le llevó la comida y se lanzó sobre el plato. Algo más satisfecho, preguntó a Morgana:

—¿También vives aquí?

—La Dama vive sola, pero atendida por las sacerdotisas que se turnan para servirla. Habité aquí cuando me tocó servirla.

—¡Servir tú, la hija de una reina!

Morgana dijo adustamente:

—Es preciso servir antes de mandar. Viviana también sirvió en su juventud. Y en ella sirvo a la Diosa.

Arturo quedó pensativo.

—No conozco a esa gran Diosa —dijo al fin—. Merlín me dijo que la Dama era pariente tuya…, nuestra.

—Es hermana de Igraine, nuestra madre.

—Vaya, entonces es mi tía —comentó Arturo, como probando palabras que no acababan de encajar—. Esto es muy extraño para mí. Siempre intenté creer que mis padres eran Héctor y Flavila. No ignoraba que había algún secreto, desde luego. Y como Héctor no hablaba de ello, suponía que era algo vergonzoso, que era hijo bastardo o algo peor. No recuerdo a Uther, mi padre. Ni a mi madre, aunque a veces, cuando Flavila me castigaba, solía soñar que vivía en otro sitio, con una mujer que me llenaba de mimos para luego apartarme de sí. Igraine, nuestra madre, ¿se parece mucho a ti?

—No. Es alta y pelirroja.

Arturo suspiró.

—Entonces supongo que no la recuerdo en absoluto. La que veía en mis sueños era como tú. Eras tú…

Se interrumpió; le temblaba la voz. «Terreno peligroso —pensó Morgana—; no nos atrevemos a hablar de eso». Y dijo tranquilamente:

—Come otra manzana. Se cultivan en la isla.

—Gracias. —Cogió otra y le dio un mordisco—. Todo es tan nuevo y extraño, me han sucedido tantas cosas desde que… desde que… —Le falló la voz—. Pienso en ti constantemente. No puedo evitarlo. Lo que dije era verdad, Morgana: que te recordaría siempre por haber sido la primera. Siempre pensaré en ti con amor.

Ella comprendió que tenía que decir algo duro e hiriente. En cambio dio a sus palabras un tono amable, aunque distante.

—No tienes que pensar en mí de ese modo. Para ti no soy una mujer, sino una representante de la Diosa que vino a ti. Es una blasfemia recordarme como si fuera sólo una mortal. Olvídate de mí y recuerda a la Diosa.

—Lo he intentado —dijo con aire grave—: tienes razón. Es la manera de recordarlo, como una más entre las cosas extrañas que han sucedido desde que me sacaron de la casa de Héctor. Cosas misteriosas y mágicas. Como la batalla con los sajones. —Alargó el brazo y se arremangó para enseñar un vendaje, densamente cubierto con resina de pino ya ennegrecida—. Allí fui herido. Pero fue como un sueño, mi primera batalla. El rey Uther… —Tragó saliva, con los ojos gachos—. Llegué demasiado tarde para conocerlo. Su cuerpo yacía en la capilla, con sus armas en el altar; me dijeron que era la costumbre: cuando muere un bravo caballero se lo vela junto con sus armas. Y de pronto, mientras el sacerdote cantaba el Nunc Dimittis, las campanas tocaron a rebato. Era un ataque sajón. Los vigías entraron directamente en la iglesia, arrebataron las cuerdas al monje que estaba tocando a difuntos y dieron la alarma. Todos los hombres del rey tomaron sus armas y salieron corriendo. Yo sólo tenía mi puñal, pero arrebaté una lanza a uno de los soldados. «Mi primera batalla», pensaba. Pero entonces Cay, mi hermano de leche, el hijo de Héctor, dijo que había olvidado su espada en el alojamiento y me ordenó que fuera a traerla. Comprendí que lo hacía sólo para alejarme de la batalla, pues él y mi tutor decían que no estaba listo para el bautismo de sangre. En vez de correr a buscarla, entré en la iglesia y cogí la espada del rey, que estaba en el catafalco de piedra. Entonces vi a Merlín, que me dijo con la voz más potente que haya oído en mi vida: «¿De dónde sacaste esa espada, muchacho?».

»Me ofendió que me llamara muchacho, después de todo lo que había hecho en la isla del Dragón. Le dije que la espada del rey era para combatir a los sajones, no para permanecer inútil en una piedra vieja. En aquel momento se acercó Héctor y, al verme con la espada en la mano, ¡él y Cay se arrodillaron ante mí! Me pareció muy extraño. “Padre, ¿por qué os arrodilláis? Oh, levantaos, esto es terrible”. Y Merlín clamó, con esa voz tremenda: “Es el rey, justo es que tenga la espada”.

»Entonces los sajones traspasaron la muralla, oímos sus cuernos y no hubo tiempo para decir nada más. Cay cogió la lanza, yo aferré la espada, y arremetimos. De la batalla no recuerdo mucho; creo que siempre sucede así. Cay resultó malherido en la pierna. Después Merlín me vendó el brazo y, mientras tanto, me dijo quién era yo. Y Héctor vino a arrodillarse ante mí, y prometió ser mi fiel caballero, como antes lo había sido a mi padre y a Ambrosio… y sólo me pidió que nombrara a Cay chambelán de mi corte. Hubo mucho alboroto por la espada, pero Merlín dijo a todos que yo la había cogido por obra del destino y todos le creyeron.

Sonrió. Su confusión provocó en Morgana un acceso de amor y piedad.

Las campanas que la habían despertado. Había visto sin saber qué veía.

Bajó los ojos. Ahora había entre ambos un vínculo eterno. ¿Acaso cada golpe que él sufriera la afectaría así, como una espada en el corazón desnudo?

—Y ahora voy a recibir otra espada —concluyó Arturo—. Después de no haber tenido ninguna, de pronto me encuentro con dos muy especiales. —Y agregó con un suspiro, casi quejumbroso—: No sé cómo se relaciona todo esto con ser rey.

• • •

Por mucho que viera a Viviana con los ropajes de suma sacerdotisa de Avalón, Morgana nunca se habituaba. Notó que Arturo las estudiaba a ambas, notando el parecido. Estaba nuevamente silencioso y sobrecogido. Al menos no lo habían obligado a observar el ayuno mágico. Quizás habría tenido que comer con él pero la sola idea de la comida le daba náuseas. Era lo normal tras un trabajo prolongado con la magia; no era de extrañar que Viviana estuviera tan consumida.

—Venid —dijo la Dama de Avalón, abriendo la marcha como correspondía a su cargo.

Por las orillas del lago, llegaron al edificio que albergaba a los sacerdotes. Arturo caminaba silenciosamente junto a Morgana. Detrás de ellos iba Merlín; a su lado, Kevin.

Al bajar un estrecho tramo de escalera los rodeó un olor húmedo a subterráneo. Morgana no vio que nadie encendiera luces, pero de pronto apareció un pálido resplandor a su alrededor. Viviana se detuvo abruptamente y cogió a Arturo por la muñeca; su mano pequeña y morena no llegaba a rodearla por completo.

—Arturo, hijo de Igraine de Avalón y del Pendragón, legítimo rey de toda Britania —dijo—, he aquí los objetos más sagrados de vuestro país.

La luz centelló sobre el oro y las piedras preciosas del cáliz y la bandeja, sobre la lanza, sobre las hebras carmesíes, doradas y plateadas de la vaina. Y de ella Viviana extrajo la hoja larga y oscura. En su pomo relucían unas piedras.

—La espada de la Sagrada Regalía de los Druidas —dijo en voz queda—. Jurad ahora ante mí, Arturo Pendragón, rey de Britania, que cuando recibáis la corona trataréis con tanta justicia a los druidas como a los cristianos y que os guiaréis por la magia sagrada de quienes os han puesto en este trono.

Arturo alargó la mano hacia la espada. Morgana vio en sus pupilas dilatadas que sabía lo que era. Viviana se lo impidió con un gesto rápido.

—Tocar los objetos sagrados sin estar preparado equivale a la muerte —advirtió—. Jurad, Arturo. Con esta espada en la mano no habrá jefe de tribu ni rey, pagano o cristiano, que pueda levantarse contra vos. Pero no es para un rey que sólo se comprometa a oír a los sacerdotes cristianos. Si no estáis dispuesto a jurar, podéis iros y blandir las armas que vuestros seguidores cristianos os proporcionen. Entonces las gentes que siguen la guía de Avalón os acompañarán sólo cuando nosotros se lo indiquemos. Si juráis, contaréis con su fidelidad a través de las sagradas armas de Avalón. Decidid, Arturo.

Él la miró algo ceñudo.

—Sólo puede haber un gobernante en esta tierra —dijo—. No debo dejarme mandar por Avalón.

—Tampoco tenéis que dejar que os manden sacerdotes que os convertirán en un títere de su Dios muerto —apuntó quedamente Viviana—. Pero no os urgiremos. Decidid si cogéis esta espada o si la rechazáis para gobernar en vuestro nombre, despreciando el auxilio de los dioses antiguos.

Morgana vio que aquello daba en el blanco: los dioses antiguos le habían dado la victoria sobre los ciervos, haciendo que las Tribus fueran las primeras en proclamarlo rey.

—No permita Dios que yo desprecie… —Y se interrumpió, tragando saliva con dificultad—. ¿Qué tengo que jurar, señora?

—Sólo esto: tratar a todos con justicia, sean o no seguidores del Dios de los cristianos, y reverenciar siempre a los dioses de Avalón, puesto que todos los dioses son un mismo Dios y todas las diosas, una misma Diosa. Jurad ser leal a esa verdad en vez de aferraros a uno y desdeñar a los otros.

—Habéis visto —dijo Merlín, con voz grave y resonante— que he reverenciado a Cristo y me he arrodillado ante el altar.

—Eso es verdad, señor Merlín —dijo Arturo, preocupado—. Y sois el consejero que más confianza me inspira. ¿Me ordenáis que jure?

—Rey y señor mío —dijo Taliesin—, sois joven para este cargo. Puede que vuestros curas y obispos quieran mandar sobre la conciencia de un rey. Pero yo no soy cura, sino druida. Y sólo digo que la sabiduría y la verdad no son propiedad exclusiva de ningún sacerdote. Consultad con vuestra conciencia si ese juramento es perjudicial, Arturo.

El joven dijo delicadamente:

—Bien, juraré y cogeré esa espada.

—Arrodillaos —dijo Viviana—, en señal de que un rey no es sino un hombre y una sacerdotisa, incluso una suma sacerdotisa, sólo una mujer, mientras que los dioses están por encima de todos nosotros.

Arturo se arrodilló. La luz, sobre su pelo rubio, parecía una corona. Viviana le puso la espada en las manos y él cerró los puños en torno del pomo, aspirando largamente.

—Tomad esta espada, mi rey —dijo ella—, y usadla con justicia. No fue hecha de hierro arrebatado al cuerpo de nuestra madre tierra, sino santamente forjada con metal que cayó del cielo, cuando los druidas aún no habían llegado a estas islas.

Arturo se levantó con el arma en la mano.

—¿Qué os gusta más? —preguntó la Dama—. ¿La espada o la vaina?

El joven observó con admiración la funda ricamente trabajada, pero dijo:

—Soy guerrero, señora. Aunque la vaina sea bella, prefiero la espada.

—Aun así, llevad siempre la vaina con vos; fue hecha con toda la magia de Avalón. Mientras la tengáis ceñida, aunque seáis herido no sangraréis mucho. Es rara, preciosa y mágica.

Él sonrió.

—¡Ojalá la hubiera tenido cuando me hirieron los sajones! ¡Sangré como una oveja en el matadero!

—Entonces no erais rey, señor. Ahora tenéis la protección de la vaina mágica.

—Aun así, mi rey —dijo la melodiosa voz de Kevin, el bardo, medio escondido tras Merlín—, por mucho que confiéis en la vaina, os aconsejo practicar siempre con vuestros maestros de armas.

Arturo se ciñó la espada, riendo entre dientes.

—No lo dudéis, señor. Un rey no es más que carne y huesos; recordad que cogí mi primera espada de la capilla donde yacía Uther. No tentaré de ese modo a Dios.

De algún modo, con la espada de la Sagrada Regalía a la cintura, Arturo parecía más alto, más imponente. Morgana lo imaginó coronado y con vestiduras de rey… y por un momento la pequeña habitación pareció poblarse de otros hombres, sombras armadas, ricamente vestidas, sus compañeros. Un momento después desaparecieron y él volvió a ser un joven que sonreía con incertidumbre, como si el rango le resultara todavía algo incómodo.

Salieron de la capilla subterránea. Pero antes Arturo se volvió un momento para observar los otros objetos de la Regalía, que permanecían en las sombras. La duda fue casi visible en su rostro: «¿Hice bien o estaré blasfemando contra el Dios que se me enseñó a adorar como Único?».

Sonó la voz de Taliesin, baja y amable.

—¿Sabéis cuál es mi mayor deseo, mi rey y señor?

—¿Cuál, señor Merlín?

—Que un día, cuando el país esté listo, druida y cura oficien juntos, celebrando la Sagrada Eucaristía con ese cáliz, como señal de que todos los dioses son un mismo Dios.

Arturo se persignó, diciendo casi en un susurro:

—Amén, señor Merlín, y que Jesucristo lo permita.

Morgana notó que se le erizaba la piel de los brazos. Sin saber que hablaba, se oyó decir:

—Ese día llegará. Arturo, pero no como tú piensas. Cuida de qué manera lo haces realidad, pues podría ser la señal de que tu obra está cumplida.

—Si ese día llegara, señora —dijo él, con voz apagada—. En verdad lo veré como señal de que he cumplido y quedaré contento.

—Cuidad lo que decís —advirtió Merlín, muy delicadamente—, pues las palabras son como sombras premonitorias de lo que ha de acontecer y al pronunciarlas hacemos que se cumplan, mi rey.

Cuando salieron a la luz del día Morgana parpadeó, tambaleándose. Kevin alargó una mano para sostenerla.

—¿Estáis enferma, mi señora?

Ella negó con la cabeza con impaciencia, aclarando la vista a fuerza de voluntad. Arturo la miró con preocupación. Pero su mente volvió enseguida al tema pendiente.

—Voy a ser coronado en Glastonbury, la isla de los Sacerdotes. Si os es posible salir de Avalón, Dama, ¿estaréis presente?

Viviana le sonrió.

—Creo que no, pero os acompañará Merlín. Y Morgana puede presenciar vuestra coronación, si así lo deseáis.

Morgana se preguntó por qué lo habría dicho y por qué sonreía.

—Morgana, hija mía —añadió la Dama—, ¿irás con ellos en la barca?

Desde la proa, que ahora sólo llevaba a Arturo y a Merlín, la joven vio que varios hombres armados esperaban al joven en la costa. Leyó en sus ojos el sobrecogimiento que les causaba la embarcación de Avalón, al surgir inesperadamente de entre la niebla. Uno de ellos le era conocido: Lanzarote no había cambiado en aquellos dos años; sólo estaba más alto y más apuesto, vestido ricamente de carmesí oscuro y ciñendo espada y escudo.

Él también le hizo una reverencia al reconocerla, diciendo:

—Prima…

—Mi hermana, la señora Morgana, duquesa de Cornualles y sacerdotisa de Avalón —presentó Arturo—. Morgana, te presento a mi queridísimo amigo, nuestro primo.

—Nos conocemos.

Lanzarote se inclinó en el besamanos y otra vez, pese a su resentimiento. Morgana sintió un súbito acceso del anhelo que jamas la abandonaría del todo. «Él y yo estábamos hechos el uno para el otro: aquel día debí tener valor, aunque significara quebrar mis votos». Por la expresión de su primo y la ternura con que le tocaba la mano, comprendió que él también estaba recordando. Luego alzó la vista con un suspiro. Le presentaron a los otros.

—Cay, mi hermano de leche —dijo Arturo.

Cay era corpulento, moreno y romano hasta la médula; trataba a Arturo con deferencia y afecto naturales. Morgana se dio cuenta de que su hermano contaría con dos fuertes capitanes para poner a la cabeza de sus ejércitos. Los otros caballeros le fueron presentados como Bedwyr, Lucano y Balin. Este último nombre la sorprendió, al igual que a Merlín: era el hermano de leche de Balan, el hijo mayor de Viviana. Balin era rubio y ancho de hombros; vestía pobremente, pero se movía con tanta elegancia como Lanzarote, y mantenía sus armas relucientes.

Morgana se alegró de dejar a Arturo con sus caballeros. Pero antes él le besó ceremoniosamente la mano.

—Ven a mi coronación, hermana, si te es posible —dijo.