ESDE su llegada, Morgana había salido de Avalón sólo dos o tres veces y por poco tiempo.
Ahora el tiempo y el espacio ya no le interesaban. La habían sacado de la isla al amanecer, en silencio, envuelta en mantos y velos y en una litera cerrada, para que ni siquiera el sol pudiera iluminar su cara. En menos de un día de viaje perdió toda noción del rumbo y de la distancia, sumida en la meditación. En ocasiones se había resistido al trance del éxtasis. Ahora lo recibía de buen grado, abriendo la mente a la Diosa e implorándole que la poseyera en cuerpo y alma.
Cayó la noche; una luna casi llena asomó entre las cortinas de la litera. Cuando los portadores se detuvieron no supo dónde estaba ni le interesó. Iría a donde la llevaran, pasiva, ciega, en trance, consciente sólo de que iba al encuentro de su destino.
Estaba dentro de una casa. Una mujer desconocida le llevó pan y miel, que ella no tocó (no quebraría el ayuno hasta la comida ritual), y agua, que bebió con fruición. Había una cama puesta de modo que la luna cayera sobre ella; cuando la mujer quiso cerrar los postigos, Morgana se lo impidió con un gesto imperioso. Pasó gran parte de la noche en trance, sintiendo el tacto del claro de luna, vagando entre el sueño y la vigilia como un viajero inquieto. En su mente parpadeaban imágenes extrañas: su madre, inclinada hacia el rubio intruso Gwydion, más adusta que acogedora. Viviana, llevándola en el extremo de una cuerda, como a una bestia para el sacrificio. Cuervo, gritando sin sonido. Una gran figura astada, mitad hombre, mitad animal, que apartaba bruscamente una cortina para entrar a grandes pasos. Despertó, incorporándose, pero allí no había nadie; sólo el claro de luna y la desconocida que dormía a su lado. Se acostó inmediatamente; esta vez durmió profundamente y sin soñar.
La despertaron una hora antes del amanecer. Ahora estaba espabilada y muy consciente de todo: el aire frío, la neblina rosada, el fuerte olor de la mujercilla morena, con sus prendas de piel mal curtida. Todo tenía bordes nítidos y colores intensos, como si acabara de surgir de la mano de la Diosa. Las mujeres morenas intercambiaban susurros en un lenguaje del que sólo comprendió algunas palabras.
Después de un rato, la más anciana le llevó agua fresca. Morgana se lo agradeció inclinándose en el saludo de una sacerdotisa a otra: luego se preguntó por qué. La mujer era anciana; su pelo era casi completamente blanco y en su piel oscura se veían borrosas manchas azules, pero lucía sobre las prendas imperfectas una capa de piel de ciervo con símbolos mágicos. Su porte era tan autoritario como el de la misma Viviana; la joven comprendió que era la madre y sacerdotisa tribal.
Con sus propias manos, la mujer comenzó a prepararla para el rito. La desnudó por completo y le pintó de azul las plantas de los pies y de las manos; renovó la media luna de su frente; en el pecho y en el vientre le dibujó la luna llena y, encima del vello pubiano, la luna nueva. Brevemente, casi como por compromiso, le separó las piernas para hurgar un poco. No encontró nada, pues Morgana estaba intacta, pero ésta experimentó un momento de temor casi placentero. Y en aquel momento se percató de que tenía un hambre casi feroz. Se le había enseñado a no hacer caso del hambre, y al cabo de un rato ésta desapareció.
Al amanecer la sacaron cubierta por una capa como la de la anciana, con los signos mágicos de la luna y la cornamenta. Una parte de su mente, muy remota, sintió un momentáneo desprecio por aquellos símbolos de un misterio mucho más antiguo que la sabiduría druida, pero desapareció de inmediato. La casa de piedra quedó atrás; frente a ella había otra, hacia la que estaban conduciendo a un joven. No pudo verlo con claridad, pues el sol naciente le daba en los ojos, pero era alto, de pelo rubio y cuerpo musculoso. Los hombres de la tribu, sobre todo un anciano con músculos de herrero, lo estaban pintando con hierba pastel; lo untaron con grasa de ciervo y lo cubrieron con una piel de ciervo sin curtir. En la cabeza le pusieron la cornamenta. A una indicación, él cabeceó para comprobar que se mantuviera firme. Morgana observó el orgulloso balanceo de aquella cabeza joven y sintió de pronto un ramalazo de sensibilidad en lo más íntimo de su cuerpo.
«Éste es el Astado, el dios, el consorte de la Virgen cazadora…».
Le ataron el cabello con una guirnalda de bayas carmesíes y la coronaron con las primeras flores de primavera. La Madre de la tribu se quitó un precioso collar de oro y hueso para ponérselo al cuello; pesaba como la magia misma. Le pusieron algo en la mano: un tambor de cuero tensado, y oyó que su mano lo hacía sonar.
Estaba en la ladera de una colina, encima de un valle desbordante de bosques, desierto y silencioso; sin embargo, Morgana percibió la vida: ciervos que pisaban con pezuñas delgadas y silenciosas, animales que trepaban a los árboles, pájaros que anidaban, impulsados por la marea de la primera luna llena primaveral. Dio media vuelta para mirar atrás. Sobre ellos, tallada en blanco en la piedra caliza, se veía una figura monstruosa: ¿un ciervo lanzado a la carrera, un hombre con el falo erecto?
No vio al joven que estaba a su lado: sólo percibió el torrente de la vida. El tiempo cesó, volvió a ser transparente. El tambor estaba otra vez en manos de la anciana, aunque Morgana no recordara habérselo devuelto. Con los ojos deslumbrados por el sol, sintió la cabeza del Dios entre las manos y lo bendijo. Había algo en su rostro… Antes de que se levantaran aquellas colinas había conocido aquel rostro, aquel hombre, su consorte, desde el principio del mundo. No oyó sus palabras rituales, pero sí la fuerza que las impulsaba: «Ve y conquista…, corre con los ciervos… veloz y fuerte como las mareas de primavera… por siempre benditos los pies que aquí te trajeron…
»Los ciervos corren en el bosque y con ellos nuestra vida. El Macho rey del mundo los derribará, el rey ciervo, el Astado bendecido por la Madre ha de triunfar…».
Era como un arco tensado con la flecha del poder. Tocó al Astado, liberándolo, y todos se alejaron corriendo como el viento en la ladera. Morgana sintió que el poder la abandonaba y se derrumbó silenciosamente; un frío húmedo le subió por el cuerpo, pero estaba inconsciente, en trance de videncia.
Aunque parecía yacer sin vida, una parte de ella corría con los hombres de la tribu. Los seguían gritos, como ladridos: eran las mujeres, que aceleraban la persecución.
En el cielo se elevaba el sol, la gran Rueda de la Vida que giraba en el firmamento, persiguiendo infructuosamente a su divino consorte, el Hijo oscuro.
De pronto se los tragó la penumbra del bosque; dejaron de correr para moverse pausadamente con pies silenciosos, imitando el paso delicado de los ciervos. Eran, en verdad, ciervos que seguían la cornamenta del Dios, vistiendo los mantos que hechizaban a los animales, llevando los collares que simbolizaban la vida como cadena infinita: vivir, comer, reproducirse, morir y ser comido, para alimentar a los hijos de la Madre.
«Abraza a tus hijos, Madre, que tu Macho rey tiene que morir para alimentar la vida de su Hijo oscuro…».
La tiniebla, la vida interior de la selva; el silencio de los ciervos… Morgana arrojó su poder y su bendición sobre el bosque. Una parte de ella yacía en la colina soleada, en trance; la otra corría con los ciervos y los hombres, hasta que fueron uno, fundidos en uno.
Sintió que, en lo más profundo del bosque, el Macho rey alzaba la cabeza, olfateando el viento, captando el olor de un enemigo, uno de los suyos, uno de la tribu extraña. La cornamenta se agitó, buscando la presa, el rival donde no puede haber ninguno.
«¡Ah, Diosa…!». Ya corrían a través de la maleza. Y tras ellos, los hombres. Correr, correr hasta que el corazón se salga del pecho, hasta que la vida se imponga a todo conocimiento o idea. Correr con los ciervos que huyen y los hombres que persiguen, correr con el sol y las mareas de primavera, correr con el flujo de la vida…
Inmóvil, con la cara apretada contra la tierra y el sol quemándole la espalda, Morgana empezó a ver. Fue como si lo hubiera visto antes, mucho tiempo atrás: el joven alto y fibroso, apretando el cuchillo con la mano, cayendo entre los ciervos, entre las pezuñas. Supo que gritaba con todas sus fuerzas y, simultáneamente, que su grito había resonado por todas partes. Incluso el Macho rey se detuvo en plena carga, horrorizado. Y en aquel instante Morgana vio al joven levantarse trabajosamente, jadeando, para lanzarse al ataque con la cabeza gacha, balanceando la cornamenta, y lo vio luchar con el ciervo, las manos fuertes y el cuerpo joven. Una puñalada hacia arriba; sangre vertida en la tierra. El astado también sangraba por un largo tajo abierto en el costado: sacrificio ofrendado a la Madre para alimentar la vida. Después su espada halló el corazón, y la sangre del Macho rey lo cubrió como un torrente. Y los hombres que lo rodeaban acudieron con sus lanzas…
Morgana vio que lo llevaban cubierto por la sangre de su gemelo y rival, el Macho rey. A su alrededor, los hombrecillos morenos blandían sus cuchillos y le colocaban el pellejo, crudo y aún caliente, en los hombros. Volvían triunfantes, y las fogatas se alzaron en la creciente oscuridad. Y cuando las mujeres la levantaron, no la sorprendió ver que el sol se estaba poniendo. Y se tambaleó, como si también ella hubiera corrido todo el día con los hombres y los ciervos.
La coronaron otra vez con el carmesí del triunfo. Le llevaron el Astado sangrante para que lo bendijera y le señalara la frente con la sangre del ciervo. Cortaron la cabeza con la cornamenta que derribaría al próximo Macho rey; la que se había usado aquel día, partida y astillada, fue arrojada al fuego. Pronto se alzó el olor a carne quemada y Morgana se preguntó si era carne de hombre o de ciervo macho.
Los sentaron juntos y les llevaron las primeras porciones, rezumando sangre y grasa. Morgana notó que la cabeza le daba vueltas: después de su largo ayuno, el sabor de la carne era excesivo; por un momento temió vomitar otra vez. A su lado, él comía con apetito; sus manos eran fuertes y hermosas… Morgana parpadeó: en un extraño momento, había creído ver serpientes enroscadas a ellas, pero desaparecieron. A su alrededor, los hombres y mujeres de la Tribu compartían el banquete ritual y cantaban el himno del triunfo, en un lenguaje antiguo que entendió sólo a medias:
Ha triunfado, ha matado…
… la sangre de nuestra Madre, derramada en la tierra…
… la sangre del Dios, derramada en la tierra…
… y él se alzará y reinará por siempre…
… ha triunfado, triunfará por siempre hasta el fin del mundo…
La anciana sacerdotisa que la había ataviado por la mañana le acercó una copa de plata a los labios. Fuego, con un fuerte regusto a miel. Ya estaba ebria de carne, pues sólo la había probado unas cuantas veces en los siete últimos años. Se la llevaron para desnudarla y adornarle el cuerpo con más pintura y más guirnaldas, marcándole los pezones y la frente con la sangre del ciervo muerto.
«La Diosa recibe a su consorte y volverá a matarlo al final de los tiempos, parirá a su Hijo oscuro que derribará al Macho rey…».
Una niña, pintada de azul de pies a cabeza, corrió por los campos arados con una bandeja, esparciendo gotas oscuras. Morgana oyó el gran grito que se alzaba tras ella.
—Los campos han sido bendecidos. ¡Danos alimento, oh Madre nuestra!
Y durante un instante, una pequeña parte de Morgana, mareada y borracha, pensó fríamente que debía de estar loca: ella, una mujer educada, princesa, sacerdotisa y descendiente de la estirpe real de Avalón, pintada como una salvaje, oliendo a sangre, tolerando esa barbarie…
Y todo volvió a desaparecer, en tanto la luna llena, serena y orgullosa, se elevaba por encima de las nubes que la habían ocultado a la vista. Bañada por la luz de la Diosa, que la inundaba, dejó de ser Morgana. No tenía nombre; era sacerdotisa, doncella y madre. Le colgaron una guirnalda de bayas carmesíes sobre la ingle; el brutal simbolismo la llenó de súbito miedo. Sintió todo el peso de la virginidad recorriéndola como la marea primaveral. Una antorcha resplandeció ante sus ojos; la llevaron a la oscuridad, a una cueva llena de silencios y ecos. Alrededor, en los muros, se veían los símbolos sagrados del ciervo y los cuernos, el hombre astado, el vientre hinchado y los pechos plenos de La Que Da la Vida…
La sacerdotisa acostó a Morgana en el lecho de pieles de ciervo. Tuvo frío y miedo, y se estremeció, y la anciana arrugó la frente en un gesto de compasión. Luego la rodeó con sus brazos y la besó en los labios, y Morgana se asió a ella con súbito terror, como si fuera su madre. Luego la mujer volvió a besarla, sonriente, y le tocó los pechos en señal de bendición. Y se fue.
Se quedó acostada allí, rodeada por la vida de la tierra; tenía la sensación de expandirse, de llenar toda la cueva. Por encima de ella, la gran figura de yeso, hombre o ciervo, marchaba con el falo erecto. La luna invisible de fuera le llenó el cuerpo de luz, en tanto la Diosa corría por su interior, cuerpo y alma. Alargó los brazos, sabiendo que fuera de la caverna, a la luz de los fuegos fecundos, hombres y mujeres se unían atraídos por las corrientes palpitantes de la vida. La niña pintada de azul cayó envuelta por los brazos de un anciano cazador; Morgana percibió su breve forcejeo y su grito, antes de abrir las piernas a la irresistible fuerza de la naturaleza. Veía sin ver, con los ojos cerrados por el fulgor de la antorcha, oyendo los gritos.
Ahora él estaba a la entrada de la cueva, ya sin los cuernos, con el pelo manchado, el cuerpo untado de azul y de sangre, blanca la piel como el blanco yeso de la gran figura. El Astado, el consorte. Él también se movía como aturdido, sin más vestimenta que una guirnalda colgándole sobre la ingle, erecta la vida en él. Se arrodilló a su lado; era casi un niño, alto y rubio. «¿Por qué eligieron a un rey que no es uno de ellos?», el pensamiento le cruzó la mente como un rayo de luna y desapareció; ya no pensaba.
Ha llegado el momento de que la Diosa dé la bienvenida al Astado… Él se arrodilló junto a las pieles, bamboleándose, deslumbrado por la antorcha. Ella le asió las manos para atraerlo sobre sí, sintiendo el suave calor, el peso de su cuerpo. Tuvo que guiarlo. Soy la Gran Madre que lo sabe todo, doncella, madre y omnisciente, que guía a la virgen y a su consorte… Aturdida, aterrada, exaltada, consciente sólo a medias, movió el cuerpo involuntariamente, guiándolo fieramente hasta que ambos se movieron juntos, sin saber de qué poder eran presas. Ella se oyó gritar, como desde muy lejos, y oyó la voz estremecida de él en el silencio. Nunca sabría qué clamaron los dos en aquel instante. La antorcha chisporroteó antes de apagarse. Y él estalló con toda la furia de su vida joven, vaciándose en el vientre.
Gimió y cayó sobre ella, sin más señal de vida que su respiración agitada. Morgana lo apartó con suavidad, sosteniéndolo con calidez, y recibió su beso en el pecho desnudo. Lenta, cansadamente, volvía a respirar con normalidad. Un momento después dormía en sus brazos. Ella le besó el pelo y la mejilla suave con salvaje ternura. Después se quedó dormida.
Cuando despertó, la noche estaba muy avanzada; el claro de luna se filtraba en la cueva. Estaba totalmente agotada y con el cuerpo dolorido; al tocarse entre las piernas notó que sangraba. Se echó el cabello húmedo hacia atrás, observando la figura laxa y pálida que dormía a su lado, totalmente exhausta. Era alto, fuerte y hermoso, aunque no llegaba a ver con claridad sus facciones. La mágica videncia la había abandonado. Ya no era la sombra de la Gran Madre, sino Morgana. Todo lo sucedido estaba claro en su mente.
Pensó fugazmente en Lanzarote, a quien habría querido entregar ese regalo. Y se lo había dado a un desconocido sin rostro… Pero había aceptado su destino como sacerdotisa de Avalón. Y en la noche pasada había sucedido algo de crucial importancia.
Tuvo frío y se tendió para cubrirse con las pieles, arrugando la nariz al percibir su hedor. Calculó que faltaba una hora para el amanecer. El muchacho, a su lado, se incorporó con aire soñoliento.
—¿Dónde estamos? —preguntó—. Ah, sí, ya recuerdo. En la cueva. Vaya, ya está aclarando. —Sonrió y la atrajo hacia sí, y ella se dejó besar—. Anoche eras la Diosa —murmuró—, pero al despertar descubro que eres una mujer.
Ella rió delicadamente.
—¿Y tu no eres el Dios, sino un hombre?
—Estoy harto de ser Dios; además, me parece presuntuoso. —La estrechó contra su cuerpo—. Me conformo con ser sólo un hombre.
—Tal vez haya un tiempo para ser dioses y otro para ser sólo de carne y hueso.
—Anoche te temía —confesó él—. Te veía inmensa, como la Diosa… ¡y eres tan menuda! —De pronto parpadeó—. ¡Vaya, hablas mi idioma! ¿No eres de esta tribu?
—Soy sacerdotisa de la isla Sagrada.
—Y la sacerdotisa es mujer —comentó él, acariciándole delicadamente los pechos, que cobraron vida súbitamente bajo sus manos—. ¿Crees que la Diosa se irritará conmigo si prefiero a la mujer?
Ella volvió a reír.
—La Diosa conoce a los hombres.
—¿Y su sacerdotisa?
—No —reconoció ella con súbita timidez—. Nunca había conocido a un hombre. Y no fui yo, sino la Diosa.
En la penumbra, él la estrechó contra sí.
—Puesto que los dioses han disfrutado, es justo que ahora disfruten el hombre y la mujer.
Sus manos se hacían audaces. Ella lo abrazó.
—Es justo —confirmó.
Esta vez pudo saborearlo a conciencia, riendo de placer, percibiendo su gozo. Nunca había sido tan feliz. Quedaron exhaustos, con los miembros entrelazados, acariciándose en placentera fatiga. Por fin él suspiró.
—Pronto vendrán por mí —dijo—. Y aún me queda mucho más. Van a llevarme no sé adónde para darme una espada y otras cosas. —Se incorporó sonriente—. Me gustaría lavarme toda esta sangre y esta pintura azul, y ponerme ropa civilizada… Mira, a ti también te he cubierto de sangre.
—Creo que me bañarán cuando vengan por mí. Y a ti también, en un arroyo.
Él suspiró con melancolía juvenil. Aún estaba cambiando la voz. ¿Cómo podía ser tan joven, aquel gigante que había vencido al macho rey?
—Supongo que no volveremos a vernos, puesto que estás consagrada a la Diosa, pero quiero decirte algo. —Se inclino para besarla en un seno—. Has sido la primera. Y por muchas mujeres que conozca, te recordaré, amaré y bendeciré durante toda mi vida. Te lo prometo.
Había lágrimas en sus mejillas. Morgana cogió su vestido para secarle tiernamente las lágrimas, y lo acunó en su regazo. Ante aquel gesto él pareció quedar petrificado.
—Tu voz —susurró—, y lo que acabas de hacer… ¿Por qué tengo la sensación de conocerte?
Se incorporó para cogerle la cara entre las manos, rígido. A la luz creciente, sus facciones juveniles se endurecieron, convirtiéndose en líneas de hombre.
—¡Morgana! ¡Eres Morgana! ¡Mi hermana! Dios mío, Virgen María, ¿qué hemos hecho?
Ella se cubrió lentamente los ojos, murmurando:
—Mi hermano. ¡Mi hermano! Gwydion…
—Arturo —murmuró él.
Lo estrechó con fuerza. Un momento después, él sollozaba sin soltarla:
—Ahora comprendo por qué creía conocerte desde la creación del Mundo. Siempre te he amado, y esto… Dios mío, ¿qué hemos hecho?
—No llores —dijo Morgana indefensa—. No llores. Estamos en manos de la que nos trajo aquí. No importa. Ante la Diosa no somos hermanos, sino hombre y mujer.
«Y nunca volveré a conocerte. Hermano mío, mi niño, el que se apoyaba en mi pecho como una criatura. Morgana, Morgana, te dije que cuidaras del niño, y se marchó dejándonos. Y él lloró hasta dormirse en mis brazos. Y yo no lo sabía».
—No importa —repitió, meciéndolo—. No llores, hermano mío, mi amado, mi pequeño, no llores, no importa.
Pero mientras lo consolaba sentía el embate de la desesperación.
«¿Por qué nos hiciste esto? Gran Madre. Señora, ¿por qué?».
Y no supo si se dirigía a Viviana o a la Diosa.