N pálido reflejo de la luna nueva se veía al oeste de Avalón. Morgana subía lentamente por el camino en espiral, callada y pálida como la luna virgen. Llevaba el pelo suelto y una única prenda sin ceñir a la cintura. Sabía que guardias y sacerdotisas la vigilaban mudos, para que nadie turbara su silencio. Tenía los ojos cerrados bajo el telón oscuro de la cabellera, pero se movía por el sendero sin vacilar. Cuervo la seguía en silencio, también descalza y sin cinturón, con el pelo suelto cubriéndole la cara.
Siempre hacia arriba en el anochecer, con unas cuantas estrellas en el cielo añil. En el anillo de piedras, grises y tenebrosas, parpadeaba la luz fantasmagórica de un fuego fatuo.
Con el último resplandor de la luna, reflejado momentáneamente en el lago, una sacerdotisa doncella se acercó a Morgana para ofrecerle una copa. Ella bebió en silencio y entregó la copa a Cuervo, que apuró las últimas gotas. Oro y plata centellearon a la luz agonizante. De manos invisibles Morgana cogió la gran espada, lanzando una pequeña exclamación ante su inesperado peso. Descalza, sin darse cuenta de que estaba helada, trazó el círculo bajo el anillo de piedras. Cuervo, a su espalda, cogió una gran lanza y la hundió en el corazón del fuego fatuo. La punta se encendió y la mujer la llevó detrás de Morgana, siguiendo el círculo. Al regresar al centro vieron el rostro de Viviana: intemporal, sin edad, flotando incorpóreo en el aire; era el rostro brillante de la Diosa. Aun sabiendo que era efecto de una sustancia luminosa untada en la frente y las mejillas, el contraste con la oscuridad del círculo y de la vestimenta no dejaba de impresionar a Morgana.
Dos manos relucientes pusieron algo en las de Morgana y en las de Cuervo. La muchacha mordió la madera amarga y picante, obligándose a tragar a pesar de la náusea. Cayó el silenció. Brillaban los ojos en la oscuridad. Era como estar entre la multitud en lo alto del Tozal, sin ver una sola cara. Incluso el rostro incorpóreo de Viviana se había desvanecido. Sentía cerca del cuerpo el calor de Cuervo. Trató de dejar la mente en calma y meditación, sin saber para qué la habían llevado allí.
Pasó el tiempo; las estrellas refulgían en el cielo, cada vez más oscuro. «El tiempo corre en Avalón de un modo distinto —pensó Morgana—, o tal vez no existe». Muchas veces, en aquellos largos años, había ascendido por el camino en espiral, hurgando en los misterios del tiempo y el espacio. Pero aquella noche parecía más extraño, más oscuro; nunca se la había convocado para que desempeñara el papel principal. Sabía lo que le habían dado: el festín mágico, una hierba utilizada para fortalecer la videncia pero que no le restaba potencia ni magia.
Pasado un rato comenzó a ver imágenes en la mente, como desde muy lejos. Vio una manada de ciervos corriendo. Vio nuevamente la gran oscuridad que había descendido sobre la tierra al apagarse el sol con un viento frío, al cruzarse la luna en su camino. Vio con la videncia interior los ciclos del año en torno de las grandes piedras, las grandes procesiones que ascendían hacia el robledal, antes de que se construyera el círculo. El tiempo era transparente; había perdido significado. Los pequeños seres pintados llegaron, maduraron y fueron derribados; luego, las Tribus; después, los romanos, y altos extranjeros de las costas de la Galia, y después… El tiempo se detuvo, dejando sólo el movimiento de los pueblos y el crecer del mundo; los hielos se adelantaron, retrocedieron, se acercaron otra vez. Vio los grandes templos de la Atlántida, ya ahogados para siempre en el océano; vio el amanecer y el ocaso de mundos nuevos… Silencio, y más allá de la noche, las grandes estrellas que giraban y giraban…
Detrás de ella sonó un grito espectral que le heló la piel. Era Cuervo quien gritaba; Cuervo, cuya voz nunca había oído, ni siquiera el día en que se quemó con aceite hirviendo. En una ocasión, al mirarle las cicatrices, Morgana había pensado: «El voto que hice es poca cosa comparado con el suyo; sin embargo, estuve muy cerca de romperlo por la dulce voz de un hombre».
Y ahora Cuervo, en la noche sin luna, gritaba con voz aguda, como una parturienta. Tres veces tembló el alarido en el Tozal y Morgana se estremeció otras tantas veces, sabiendo que hasta los sacerdotes de la otra isla tenían que estar persignándose en sus celdas solitarias, despertados por aquel clamor fantasmal que resonaba entre los mundos.
Después del grito, silencio, un silencio que pareció cargado de alientos. Luego, jadeante y sofocada, como si su voz estuviera incapacitada por la falta de uso, Cuervo gritó:
—Ah… Siete veces la Rueda, la rueda de trece radios, ha girado en el cielo. Siete veces la Madre ha parido a su hijo oscuro…
Nuevamente el silencio, acentuado por el contraste, exceptuando los jadeos sofocados de la profetisa en trance.
—Ah, ah… Me quemo, me quemo… Ha llegado la hora, ha llegado la hora…
Y cayó nuevamente en el silencio preñado de espanto.
—¡Corren! Corren primavera bramando, corren. Luchan, eligen a su rey… Ah, la sangre, la sangre… y el mayor de todos corre, y hay sangre en las astas de su orgullo…
Una vez más se hizo el silencio. Tras la oscuridad de sus párpados, Morgana vio otra vez lo que había entrevisto y olvidado en el cuenco de plata: un hombre entre los ciervos, luchando, combatiendo.
—Es el hijo de la Diosa, corre, corre… El Astado tiene que morir… y el Astado tiene que ser coronado… La Virgen Cazadora tiene que atraer al rey y entregar su virginidad al Dios… Ah, el antiguo sacrificio, el antiguo sacrificio… Me quemo, me quemo…
Y las palabras empezaron a atropellarse entre sí, hasta morir en un grito largo y sollozante. Detrás de ella, a través de los párpados cerrados, Morgana vio caer a Cuervo sin sentido y quedar tendida en el suelo. Sus jadeos eran el único ruido en el silencio, cada vez más profundo.
En algún lugar cantó un búho: una, dos, tres veces.
De la oscuridad salieron las sacerdotisas, mudas y oscuras, con el destello azul en la frente. Levantaron tiernamente a Cuervo para llevársela. Levantaron también a Morgana, y una le apoyó dulcemente la cabeza en su pecho. Luego no supo más.
Tres días después, cuando hubo recobrado un poco las fuerzas, Viviana mandó a buscarla.
Morgana trató de vestirse sola, pero aún estaba débil y tuvo que aceptar la ayuda de una de las sacerdotisas jóvenes. El largo ayuno, la terrible debilidad causada por las hierbas rituales y la tensión de la ceremonia, aún le agarrotaban el cuerpo. Había comido algo, pero le palpitaba la cabeza y en su ciclo de la luna nueva sangraba con una violencia inusitada; también debía de ser efecto de las hierbas sagradas. Habría preferido que su tía la dejara recuperarse en calma, pero su voluntad era la de la Diosa. Una vez vestida, peinada y con la media luna azul retocada con tinta fresca, marchó hacia la casa de la suma sacerdotisa.
Aquel día el hogar no estaba encendido y Viviana se paseaba por el fondo de la habitación con una sencilla túnica de lana sin teñir y el pelo cubierto por una capucha. Estaba arrugada y ojerosa. Morgana pensó: «Por supuesto; si los ritos nos hicieron caer enfermas a Cuervo y a mí, que somos jóvenes y fuertes, ¿cómo no a Viviana, que ha envejecido al servicio de la Diosa?».
Entonces su tía se volvió hacia ella con una sonrisa afectuosa y Morgana volvió a sentir la vieja oleada de amor y ternura.
Viviana le señaló un asiento.
—¿Te has recuperado, hija?
Morgana se dejó caer en el banco; pese a lo breve de la caminata, estaba exhausta. Respondió con un gesto negativo.
—Lo sé —dijo la Dama—. A veces, cuando no saben cómo vas a reaccionar, te dan demasiado. La próxima vez no te lo tragues todo; calcula tú misma la cantidad que te dará videncia sin ponerte enferma. Ya has llegado a una etapa en que puedes atemperar la obediencia a tu criterio.
Por algún motivo, aquellas palabras quedaron resonando en la mente de Morgana, hasta que cabeceó para despejarla y escuchar a Viviana.
—¿Cuánto entendiste de la profecía de Cuervo?
—Muy poco —reconoció—. Para mí fue misteriosa. No sé muy bien para qué estaba yo allí.
—En parte para prestarle tu fuerza —dijo su tía—. No es fuerte; vomitó sangre y aún sigue. Pero no morirá.
Morgana alargó una mano para apoyarse, invadida por una náusea que la dejó pálida y mareada. Sin excusarse, se levantó para salir y vomitó el pan y la leche que había comido aquella mañana. Al terminar, una de las jóvenes ayudantes estaba allí para limpiarle la cara con un paño húmedo, que olía a hierbas perfumadas. Viviana la sostuvo para que volviera a entrar y le entregó una taza pequeña.
—Bébelo despacio —dijo.
Ardía en la lengua y, por un momento, tuvo más náuseas: era el fuerte licor que destilaban las Tribus del norte. Pero después de tragarlo notó un fuerte calor en el estómago vacío, y al poco rato se encontró mejor, más segura, casi eufórica.
—Esta noche podrás comer —dijo la Dama. Y sonó como una orden—. Bueno, hablemos de la profecía de Cuervo. En los tiempos antiguos, mucho antes de que los druidas llegaran aquí desde los templos hundidos, en las costas del mar interior habitaba el pueblo de las hadas, del que descendemos tú y yo. Y como vivían de la caza y la recolección de frutos, su reina y sacerdotisa aprendió a convocar a los ciervos para pedir a sus espíritus que sacrificaran la vida por la de la Tribu. Pero un sacrificio ha de ser pagado con otro: los ciervos morían por la Tribu y uno de los nuestros tenía, a su vez, que correr el riesgo de que a cambio los ciervos le quitaran la vida. De ese modo se mantenía el equilibrio. ¿Lo comprendes, querida?
Ante la desacostumbrada expresión cariñosa, Morgana se preguntó vagamente: «¿Me está diciendo que seré yo la sacrificada por la Tribu? No me importa. Mi vida está consagrada a la Diosa».
—Comprendo, madre. Al menos, eso creo.
—La Madre de la Tribu escogía un consorte todos los años. Y como éste aceptaba entregar su vida por la tribu, siempre tenía alimentos en abundancia y todas las mujeres eran suyas, a fin de que él, por ser el mejor y el más fuerte, engendrara a sus hijos. Pasado el año, el elegido se ponía una cornamenta y una túnica de piel sin curtir, para que los ciervos lo tomaran por uno de ellos; luego corría con el rebaño, impelido por el encantamiento de la Madre Cazadora. Pero por entonces la manada también había escogido a su Macho rey, que a veces olfateaba al desconocido y se lanzaba contra él. Entonces el Astado moría.
A Morgana volvió a recorrerla el mismo escalofrío que había experimentado al ver aquel rito en el Tozal. «El rey del año tiene que morir para que viva su pueblo».
—Bueno, ha pasado el tiempo, Morgana —continuó Viviana con voz queda—, y esos ritos antiguos ya no son necesarios, pues cultivamos cebada y no derramamos sangre en el sacrificio. Sólo en períodos de gran peligro exige la Tribu un conductor así. Y Cuervo ha previsto ese peligro. Por eso, una vez más, será preciso poner a prueba a quien arriesgue la vida por su pueblo, a fin de que éste lo siga hasta la muerte. ¿Me has oído mencionar el Gran Matrimonio?
Morgana asintió; de él había nacido Lanzarote.
—Las Tribus de las hadas y las del norte han recibido un gran conductor. El elegido será puesto a prueba por el rito antiguo. Y si sobrevive (lo cual dependerá, hasta cierto punto, de la fuerza con que la Doncella cazadora pueda encantar a los ciervos), se convertirá en el Astado, el Macho rey, consorte de la Virgen cazadora, coronado con la cornamenta del dios. Hace años, Morgana, te dije que tu virginidad pertenecía a la Diosa. Ahora ella requiere que la sacrifiques al dios Astado. Vas a ser la Virgen cazadora, la esposa del Astado. Has sido escogida para tal servicio.
En el cuarto reinaba un gran silencio, como si estuvieran nuevamente en el centro del círculo de piedras. Morgana no se atrevió a quebrarlo. Por fin, sabiendo que Viviana esperaba alguna palabra de consentimiento, inclinó la cabeza.
—Mi cuerpo y mi alma pertenecen a ella para hacer su voluntad —susurró—. Y tu voluntad es la suya, madre. Que así sea.