12

ALCANZADO cierto grado, las sacerdotisas se turnaban para servir a la Dama del Lago, sobre todo en la temporada en que estaba muy atareada con los preparativos para la fiesta de mitad del verano. Era tan temprano que el sol aún estaba escondido en la neblina, en la línea del horizonte, pero Viviana entró en el cuarto contiguo donde dormía su ayudante y la despertó sin hacer ruido.

La mujer se levantó de la cama, poniéndose la sobreveste sobre el vestido.

—Di a los barqueros que se preparen. Y dile a mi sobrina Morgana que venga a atenderme.

Al poco Morgana se detuvo respetuosamente ante la entrada; tras nueve años de aprendizaje en las artes sacerdotales, sabía moverse tan silenciosamente que ni una pisada ni un soplo de aire delataban su paso. Pero ya no le extrañaba que Viviana se volviera de inmediato, diciendo:

—Pasa, Morgana.

Contrariamente a su costumbre, no la invitó a sentarse. La dejó en pie para observarla atentamente.

Morgana no era alta: sólo medía un par de pulgadas más que la Dama. Llevaba el pelo oscuro trenzado desde la nuca y atado con una cinta de piel de ciervo; vestía la túnica azul oscuro y las pieles de ciervo de las sacerdotisas; entre sus cejas brillaba la media luna azul. Por delicada y anónima que pudiera parecer, en sus ojos había un destello y, cuando así lo deseaba, podía arrojar sobre sí misma un hechizo que la hacía crecer, no sólo en estatura, sino en majestuosidad. Ya parecía no tener edad; su aspecto sería el mismo cuando asomaran las canas en su pelo oscuro.

«No, no es hermosa —pensó Viviana con cierto alivio: luego se preguntó qué importancia tenía—. Cuando tengas mi edad, hija, no importará que seas hermosa o no, pues todo el mundo te tendrá por una belleza cuando así lo desees; y cuando no podrás sentarte en un rincón y fingir que eres una simple anciana, lejos ya de esos pensamientos». Ella misma había tenido que librar aquella batalla más de veinte años atrás, al ver que Igraine se hacía mujer con la belleza felina por la que ella, aún joven, habría dado con gusto su alma y todo su poder.

Entonces cayó en la cuenta de que Morgana aún esperaba en silencio.

—Me estoy haciendo vieja —dijo con una sonrisa—. Me he perdido entre los recuerdos. Ya no eres la criatura que llegó aquí hace muchos años, pero a veces lo olvido.

La sonrisa transformó la cara de Morgana, que en reposo parecía muy mohína. «Como la de Morgause —pensó Viviana—, aunque por lo demás no se parecen en nada. Es la sangre de Taliesin».

—Creo que no olvidas nada, tía.

—Tal vez no. ¿Has desayunado, hija?

—No, pero no tengo hambre.

—Muy bien. Quiero que vayas en la barca.

La muchacha, que se había habituado al silencio, respondió sólo con un gesto de respeto y asentimiento. La petición no era extraña, por supuesto: la barca de Avalón tenía que ser guiada siempre por una sacerdotisa que conociera el camino secreto a través de la niebla.

—Es una misión familiar —dijo Viviana—. Mi hijo se aproxima a la isla y me parece conveniente que alguien de la familia esté allí para darle la bienvenida.

Morgana sonrió.

—¿Balan? Y Balin, ¿no temerá por el alma de su hermano de leche si éste se aleja de las campanas de iglesia?

Una chispa de humor iluminó los ojos de la tía.

—Los dos son hombres orgullosos y guerreros abnegados, que llevan vidas intachables, siempre buscando deshacer entuertos. No me arrepiento de haber hecho que Balan se educara en el mundo exterior, pues no tenía vocación de druida. Pero no: él está lejos, combatiendo contra los sajones junto a Uther. Me refería a mi hijo menor.

—Suponía que Galahad aún estaba en Britania.

—Yo también, pero anoche la videncia me lo mostró. Está aquí. La última vez que nos vimos tenía sólo doce años. Ha crecido mucho; debe de tener dieciséis años, o más, y está listo para ser armado caballero. Pero no estoy segura de que lo logre.

Morgana sonrió. A su llegada a la isla, cuando era una niña solitaria, a veces le habían permitido pasar sus ratos libres con Galahad.

—Ban de Benwick ya debe de ser anciano —comentó.

—Anciano, sí. Y como tiene muchos hijos varones, el mío es sólo uno más entre los bastardos del rey. Pero un hijo del Gran Matrimonio no puede ser tratado como cualquier otro bastardo. —Viviana había respondido a la pregunta no formulada—. Su padre le habría dado tierras y propiedades en Britania, pero antes de que cumpliera seis años me ocupé de que el corazón de Galahad estuviera siempre aquí, en el lago.

Viendo el destello en los ojos de su sobrina, volvió a responder al comentario callado.

—¿Te parece cruel hacer que sea desdichado para siempre? Quizá. Pero la crueldad no fue mía, sino de la Diosa. Su destino está en Avalón; la videncia me lo mostró arrodillado ante el sagrado cáliz.

Una vez más, con una inflexión irónica, Morgana hizo el pequeño gesto de asentimiento con que las sacerdotisas bajo voto de silencio aceptan una orden.

De pronto, Viviana se enfadó consigo misma. «Heme aquí, justificándome por lo que he hecho con mi vida y la de mis hijos ante una simple niña. ¡No le debo ninguna explicación!». Luego dijo con voz glacial:

—Ve con la barca, Morgana, y tráelo a mí.

Por tercera vez, Morgana hizo un gesto afirmativo y dio media vuelta para salir.

—Un momento —dijo su tía—. Desayunarás con nosotros cuando volváis. También es tu primo.

Cuando Morgana volvió a sonreír, Viviana se dio cuenta sorprendida de que había estado tratando de provocar aquel gesto.

Morgana bajó por el sendero hasta la orilla del lago. Su corazón latía más rápidamente que de costumbre. Últimamente le sucedía que, cuando hablaba con la Dama, a menudo se mezclaban afecto y enfado; no podía expresar ninguno de esos sentimientos, lo cual provocaba reacciones extrañas en su mente. Era sorprendente, pues le habían enseñado a dominar sus emociones tanto como sus palabras e, incluso, sus pensamientos.

Recordaba a Galahad de sus primeros años en Avalón: un niño escuálido, moreno y apasionado. No le había inspirado mucho cariño, pero como echaba de menos a su hermano pequeño permitió que el solitario niño correteara tras ella. Después lo enviaron a educarse lejos; desde entonces sólo había vuelto a verlo a los doce años, todo ojos, dientes y huesos asomando entre la ropa, que se le había quedado estrecha. Por entonces Galahad manifestaba un intenso desdén por todo lo femenino y, como ella estaba ocupada con la parte más difícil de su aprendizaje, le prestó poca atención.

Los hombres menudos y atezados que impulsaban la barca se inclinaron ante Morgana en silenciosa muestra de respeto. Les hizo una muda señal y ocupó su lugar en la proa.

Veloz y silenciosa, la barca se deslizó por la bruma. Morgana notó que la humedad se le adhería a la frente y al pelo; estaba hambrienta y helada hasta los huesos, pero se le había enseñado a no hacer caso de tales sensaciones. Cuando salieron de la niebla, en la orilla opuesta había salido el sol; allí esperaba un caballo con su jinete.

El hombre era esbelto, de rostro aquilino y morena belleza, destacada por una gorra carmesí con una pluma de águila en la cinta y una amplia capa roja que acentuaba su apostura. Cuando desmontó, la elegancia natural de sus movimientos dejó sin aliento a Morgana. ¿Cómo había podido lamentar no ser rubia y rolliza, cuando había tanta hermosura en un cuerpo moreno y esbelto? Los ojos también eran oscuros y brillaban con un asomo de picardía. Sólo por ese rasgo supo Morgana quién era; por lo demás, no quedaba ni rastro del niño flacucho, de piernas huesudas y pies muy grandes.

—Galahad —dijo, dando a su voz un tono grave para evitar que temblara (truco de sacerdotisa)—. No os habría reconocido.

Él se inclinó con garbo, arremolinando la capa. ¿Y ella despreciaba aquel gesto como truco de acróbata? En él parecía nacer del cuerpo mismo.

—Señora —saludó él.

«No me ha reconocido. Dejémoslo así».

¿Por qué recordó en aquel momento las palabras de Viviana? «Tu virginidad es sagrada para la Diosa. Cuida de conservarla hasta que la Madre te haga saber su voluntad». Sorprendida, Morgana reconoció que había mirado a un hombre con deseo por primera vez en su vida. Puesto que aquello no estaba hecho para ella, que tenía que emplear su vida tal como la Diosa decretara, hasta entonces había mirado a los hombres con desdén, como si fueran víctimas naturales de la Diosa bajo la forma de sus sacerdotisas y hubieran de ser aceptados o rechazados según lo indicara el momento. Viviana le había dicho que aquel año no estaba obligada a participar de los ritos de Beltane, de los que algunas sacerdotisas salían embarazadas por voluntad de la Diosa; si no abortaban mediante el desagradable proceso de las hierbas y las drogas, llegaban inevitablemente al nacimiento, proceso aún más desagradable y peligroso, y tenían niños molestos que eran criados o puestos bajo tutela, según lo decretara la Dama. Morgana se había alegrado de escapar una vez más, pues sabía que Viviana tenía otros planes para ella.

Le indicó con un gesto que subiera a bordo. «Nunca toques a un forastero —se le había enseñado—, una sacerdotisa de Avalón tiene que parecer un visitante del otro mundo». Se preguntó por qué había tenido que contenerse para no tocarle la muñeca. Y supo que bajo la piel suave habría músculos duros, palpitantes de vida, y deseó mirarlo otra vez a los ojos. Le volvió la espalda, tratando de dominarse.

La voz del muchacho era profunda y musical:

—Vaya, ahora que movéis las manos os reconozco. En todo lo demás habéis cambiado. Sacerdotisa, ¿no fuisteis en otro tiempo mi prima Morgana? —Los ojos oscuros centelleaban—. Ya nada es como cuando os llamaba Morgana de las Hadas…

—Ésa fui y ésa soy. Pero han pasado algunos años —dijo Morgana, mientras indicaba con un gesto a los silenciosos remeros que apartaran la embarcación de la costa.

—Pero la magia de Avalón no cambia nunca —murmuró él, sin dirigirse a nadie.

La barca cruzó quedamente el lago. Hacía años, Morgana había aprendido que no era magia, sino un intenso adiestramiento lo que acallaba los remos, pero aún la impresionaba el místico silencio con que se movían. Se preparó para convocar la bruma, consciente de que el joven, a su espalda, mantenía fácilmente el equilibrio al lado de su caballo, desplazando el peso del cuerpo al compás del balanceo de la barca. Morgana lo hacía gracias a un largo aprendizaje; él, en cambio, parecía dominarlo por gracia natural.

Al alzar los brazos casi pudo sentir los ojos oscuros de Galahad en la espalda, como un calor palpable. Aspiró hondo, concentrándose para el acto mágico, sabiendo que tenía que reunir todas sus fuerzas y furiosa consigo misma por estar atenta a la mirada del hombre.

«¡Que vea, pues! ¡Que me tema y me reconozca como la imagen de la Diosa!». Una parte rebelde de sí misma, reprimida mucho tiempo, gritaba: «¡No! No quiero que vea a la Diosa, ni siquiera a la sacerdotisa, sino a la mujer». Pero respiró hondo nuevamente y exhaló con el aire incluso el recuerdo de ese deseo.

Alzó los brazos hacia el arco del cielo; los bajó, y la niebla siguió el descenso de sus largas mangas. La niebla y el silencio cerraron, tenebrosos, a su alrededor. Morgana permaneció inmóvil, percibiendo muy cerca el calor de aquel cuerpo joven. A poco que se moviera le tocaría la mano. Y supo que el contacto sería ardiente. Se apartó, arremolinando un poco sus vestiduras, creando un espacio a su alrededor de la misma manera que si hubiera extendido un velo. Mientras tanto, estupefacta, se decía: «Es sólo mi primo, es el hijo de Viviana, el que solía sentarse en mi regazo cuando era pequeño y se sentía solo». Deliberadamente evocó la imagen del niño torpe, cubierto de rasguños, pero cuando salieron de la bruma vio que los ojos oscuros le sonreían y se encontró mareada.

«Es lógico que me maree; aún no he desayunado», se dijo. Y observó la impaciencia con que Galahad contemplaba Avalón. De pronto lo vio persignarse. Viviana se habría enfadado.

—Es, en verdad, el país de las hadas —dijo en voz baja—. Y vos, Morgana de las Hadas, como siempre. Pero ahora sois una mujer hermosa, prima.

Ella pensó, impaciente: «No soy hermosa; lo que ve es el hechizo de Avalón». Y su parte rebelde exclamó: «¡Quiero que me vea hermosa sin el hechizo!». Apretó los labios con fuerza para mostrarse severa e intimidatoria, sacerdotisa de pies a cabeza.

—Por aquí —dijo secamente.

Cuando la quilla de la barca rozó el fondo arenoso, indicó por señas a los remeros que se ocuparan del caballo.

—Con vuestro permiso, señora —intervino él—, lo haré yo mismo. No es una silla común.

—Como gustéis —dijo Morgana.

Y se apartó para observarlo mientras desensillaba al animal. Todo lo relacionado con él le despertaba una curiosidad tan intensa que no pudo guardar silencio.

—Sí que es extraña esa silla de montar. ¿Qué son esas correas largas?

—Las usan los escitas. Se llaman estribos; con esto dominan los caballos y los frenan en plena carga, de ese modo pueden combatir montados. E incluso con la armadura liviana de los jinetes, el caballero montado es invencible cuando se enfrenta a los que combaten a pie. —La sonrisa le iluminó el rostro moreno y apasionado—. Los sajones me llaman Alfgar, la lanza elfo, que surge de la oscuridad y se clava sin ser vista. En la corte de Ban han adaptado ese nombre a su lengua y me llaman Lanzarote. Algún día tendré toda una legión de caballos así equipados. Y entonces ¡ya pueden temblar los sajones!

—Vuestra madre me dijo que ya erais guerrero —dijo Morgana, olvidando el tono serio.

Él volvió a sonreír.

—Ahora reconozco tu voz, Morgana de las Hadas. ¿Cómo te atreves a presentarte ante mí como sacerdotisa, prima? Bueno, supongo que es voluntad de la Dama. Pero me gustas más así que con la solemnidad de la Diosa —afirmó con su familiar picardía, como si se hubieran separado el día anterior.

Morgana se aferró a los restos de su dignidad.

—Sí, la Dama nos aguarda y no podemos hacerla esperar.

—Oh, por supuesto —se mofó él—. Es preciso correr siempre a cumplir con su voluntad. Supongo que eres una de las que la sirven, siempre pendiente de cada palabra suya. Yo también solía correr a servirla y temblaba ante un gesto suyo, pero al fin descubrí que no era simplemente mi madre, sino que se creía más grande que cualquier reina.

—Y lo es —aseveró Morgana, áspera.

—Sin duda. Pero he vivido en un mundo donde los hombres no van y vienen según el capricho de una mujer. —Tenía los dientes apretados y de sus ojos había desaparecido el brillo pícaro—. Preferiría tener una madre afectuosa a una Diosa adusta, con el poder de la vida y la muerte sobre los hombres.

Ante aquello Morgana no encontró nada que decir. Echó a andar a un paso tan veloz que lo obligó a correr para mantenerse a la par.

Cuervo, todavía muda, pues había hecho voto de silencio perpetuo y sólo hablaba en estado de trance, los hizo pasar a la vivienda con una inclinación de cabeza. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, Morgana vio que Viviana, sentada junto al fuego, había descartado la ropa ordinaria de las sacerdotisas y recibía a su hijo con un vestido carmesí y el pelo recogido hacia arriba con piedras preciosas. Aun ella, que conocía las tretas del encantamiento, ahogó una exclamación ante tanta magnificencia. Era como si la Diosa recibiera a un peticionario en su altar subterráneo.

Galahad se mantenía erguido, pero sus nudillos se destacaban muy blancos en los puños morenos. Al oír su respiración adivinó el esfuerzo que le costaba afirmar la voz.

—Señora y madre mía —dijo al incorporarse después de la reverencia—, os saludo.

—Galahad —dijo ella—. Ven, siéntate a mi lado.

Él ocupó en cambio el asiento de enfrente. Morgana permanecía junto a la puerta. Su tía la llamó por señas.

—He esperado para desayunar con vosotros.

Había pescado fresco, perfumado con hierbas y cubierto de mantequilla derretida; pan de cebada recién horneado y fruta; eran alimentos que Morgana rara vez probaba en la austera morada de las sacerdotisas. Las dos mujeres comieron con parquedad, pero Galahad se sirvió de todo con el saludable apetito de los jóvenes que aún están creciendo.

—Vaya, habéis preparado una comida digna de un rey, madre.

—¿Cómo está tu padre? ¿Y cómo está Britania?

—Muy bien, aunque no he pasado mucho tiempo allí en el último año. Me envió a un largo viaje para que estudiara la nueva caballería de los pueblos escitas. Ahora he venido a informar al Pendragón de que hay otra agrupación de ejércitos sajones. No dudo que atacarán en pleno antes de San Juan. ¡Ojalá tuviera tiempo y oro suficientes para adiestrar a una legión de jinetes!

—Los caballos te gustan mucho —observó Viviana.

—¿Os sorprende, señora? Con las bestias uno siempre sabe a qué atenerse, pues ni mienten ni fingen ser lo que no son.

—Cuando regreses a Avalón para vivir como druida, se abrirán ante ti todos los caminos de la naturaleza.

—¿Todavía con la misma canción, señora? —protestó él—. Creía haberos dado mi respuesta la última vez que nos vimos.

—Tenías doce años, Galahad. Es una edad muy temprana para conocer la mejor parte de la vida.

Él movió la mano en un gesto impaciente.

—Ya nadie me llama Galahad, excepto vos y el druida que me dio ese nombre. En Britania y en los campos de batalla soy Lanzarote.

Ella sonrió.

—¿Crees que me importa lo que digan los soldados?

—¿Me obligaríais a quedarme en Avalón, tocando el arpa, mientras en el mundo real se libra una lucha a vida o muerte, señora?

Viviana pareció enfadarse.

—¿Quieres decir que este mundo no es real, hijo mío?

—Es real, sí —concedió Lanzarote—, pero de un modo diferente, aislado de la lucha exterior. Un país de hadas, paz eterna… Oh, sí, es mi patria porque así lo determinasteis, señora. Pero se diría que incluso el sol brilla aquí de un modo diferente. Y no es el lugar donde se libran las verdaderas batallas de la vida. Hasta Merlín ha tenido la inteligencia de comprenderlo.

—Merlín ha llegado a ser como es tras haber pasado muchos años aprendiendo a distinguir lo real de lo irreal —dijo Viviana—, y lo mismo tienes que hacer tú. En el mundo hay guerreros de sobra, hijo mío. Tu misión es ver más allá y quizás ordenar los movimientos de los guerreros.

Él negó con la cabeza.

—¡No! No digáis más, señora; ése no es mi camino.

—Aún no has crecido lo suficiente para saber lo que quieres —dijo secamente su madre—. ¿Nos darás siete años, como diste a tu padre, para ver si tu camino es éste?

—Dentro de siete años —adujo Lanzarote sonriendo—, espero ver a los sajones expulsados de nuestras costas con mi ayuda. No tengo tiempo para la magia y los misterios de los druidas, señora, ni quiero tenerlo. No, madre mía: os ruego que me permitáis abandonar Avalón con vuestra bendición, pues a decir verdad, señora, me iré con vuestra bendición o sin ella. He vivido en un mundo donde los hombres no esperan la orden de una mujer para moverse.

Morgana dio un respingo al ver la palidez iracunda que invadía la cara de Viviana. Se levantó; aunque menuda, la furia aumentaba su estatura.

—¿Desafías a la Dama de Avalón, Galahad del Lago?

Él no se acobardó, pero palideció bajo el bronceado; Morgana comprendió que bajo su gracia y su amabilidad había un temple equivalente al de la Dama.

—Si me hubierais ordenado esto cuando aún deseaba vuestro amor y vuestra aprobación, señora, sin duda os habría obedecido. Pero ya no soy una criatura, madre y señora mía; cuanto antes lo reconozcamos, antes estaremos en armonía y dejaremos de discutir. La vida de los druidas no es para mí.

—¿Te has hecho cristiano? —preguntó ella en un murmullo iracundo.

Él negó con la cabeza, suspirando.

—En realidad, no. Hasta ese consuelo me es negado, aunque en la corte de Ban podía pasar por tal cuando así lo deseaba. Creo que no tengo fe en más Dios que éste —dijo apoyando la mano en la espada.

La Dama se dejó caer en el banco, aspirando profundamente. Luego sonrió.

—Así que ya eres hombre y no hay modo de obligarte. Me gustaría que hablaras de esto con Merlín.

Morgana, que lo observaba todo sin llamar la atención, vio que el joven relajaba las manos. «Cree que ha cedido —pensó—; no la conoce; ignora que está más furiosa que nunca»… Lanzarote era lo bastante joven para permitir que el alivio aflorara en su voz.

—Os agradezco esa comprensión, señora. Y con gusto pediré consejo a Merlín, si eso os place. Pero hasta los curas cristianos saben que la vocación religiosa es un don de Dios, no algo que sobrevenga por deseo propio, Dios (o los dioses, si así lo preferís) no me ha llamado; ni siquiera me ha dado ninguna prueba de su existencia.

Morgana pensó en lo que le había dicho Viviana muchos años atrás: «Es una carga demasiado pesada para llevarla sin estar de acuerdo». Pero por primera vez se preguntó qué habría hecho Viviana si, en algún momento, hubiera ido a decirle que deseaba abandonar la isla. «La Dama está muy segura de conocer la voluntad de la Diosa». Como esos pensamientos herejes la turbaban, los descartó deprisa y fijó la mirada en Lanzarote.

Al principio sólo la había deslumbrado con su apostura y la gracia de su cuerpo. Ahora veía detalles específicos: la primera sombra de barba en la barbilla; las manos finas, exquisitamente formadas para tañer las cuerdas de la lira o empuñar las armas, pero algo encallecidas; una pequeña cicatriz en el antebrazo y otra en la mejilla izquierda. Tenía las pestañas largas, como de muchacha, pero sin el aspecto andrógino que suele verse en los donceles antes de que les salga barba. Morgana se dijo que nunca había visto un animal tan masculino. «No tiene en absoluto la blandura de la educación femenina, que lo haría dócil a cualquier mujer. Ha rehusado al toque de la Diosa; algún día tendrá dificultades con ella». Y una vez más pensó en el día en que le tocara desempeñar el papel de Diosa en una de las grandes fiestas. «Ojalá él representara al Dios», se dijo, notando en el cuerpo un calor agradable. Perdida en su ensoñación no oyó lo que Lanzarote y la Dama decían; sólo volvió en sí al oír que Viviana pronunciaba su nombre.

—¿Morgana? —repitió—. Mi hijo lleva mucho tiempo lejos de Avalón. Llévalo a pasear; pasad el día en la orilla, si queréis. Por hoy estás libre de obligaciones. Recuerdo que cuando erais niños os gustaba mucho caminar por la orilla del lago. Esta noche cenarás con Merlín, Galahad, y te alojarás entre los jóvenes sacerdotes que no han hecho voto de silencio. Y mañana, si aún lo deseas, podrás partir con mi bendición.

Galahad le hizo una profunda reverencia y ambos salieron.

El sol estaba alto: Morgana cayó en la cuenta de que había faltado a las salutaciones del amanecer, aunque con permiso de la Dama.

—Iré a la cocina —dijo— en busca de un poco de pan para llevar. Podemos ir a cazar aves acuáticas, si quieres. ¿Te gusta cazar?

Él asintió, sonriente.

—Tal vez mi madre se ablande un poco si le obsequio algunas aves. Me gustaría hacer las paces con ella. Sigue siendo temible cuando se enfada. Pero no tendría que hablar así de ella; veo que la tratas con devoción.

—Le soy tan devota como a una madre adoptiva —dijo Morgana, lentamente.

—Tu madre, si mal no recuerdo, era la esposa del duque de Cornualles y ahora está casada con el Pendragón, ¿verdad?

Ella asintió. Apenas recordaba ya a Igraine; a veces le parecía que llevaba mucho tiempo sin madre. Había aprendido a vivir sin más madre que la Diosa.

—Hace mucho tiempo que no la veo.

—Vi a la reina una sola vez, desde lejos. Es muy hermosa, pero también parece fría y distante. —Lanzarote dejó escapar una risa inquieta—. No sé mucho de mujeres. Tampoco tú eres como las que he tratado.

Morgana sintió que se ruborizaba.

—Soy sacerdotisa, como tu madre —le recordó en voz baja.

—Ah, pero tan diferente de ella como el día de la noche. Ella es grandiosa, terrible y bella; sólo es posible amarla, adorarla y temerla. Tú eres de carne y hueso, muy real, pese a todos los misterios que te rodean. Aunque vistas como sacerdotisa y parezcas una de ellas, cuando te miro a los ojos veo una mujer real a la que podría tocar.

Reía con apasionamiento. Ella le dio las manos y rió también.

—Oh, sí, soy real, tan real como el suelo que pisas o los pájaros posados en ese árbol.

Caminaron juntos hasta la orilla del agua. Morgana lo condujo por un pequeño sendero, evitando los bordes del camino de las procesiones.

—¿Este lugar es sagrado? —preguntó Lanzarote—. ¿Está prohibido escalar el Tozal a quien no sea sacerdotisa o druida?

—Sólo en las grandes fiestas. Y puedes ir conmigo. Ahora no hay nadie en el Tozal, salvo ovejas pastando. ¿Quieres escalarlo?

—Sí —dijo él—. Recuerdo haber subido una vez, cuando era niño. Creía que estaba prohibido y que me castigarían si alguien me veía. Aún recuerdo el panorama desde lo alto. Me pregunto si realmente será tan grande como lo vi entonces.

—Podemos ir por el camino de las procesiones, si quieres. No es muy empinado, pero sí más largo, pues sube dando vueltas a la montaña.

—No —resolvió él—. Me gustaría trepar directamente por la pendiente… pero ¿no es demasiado larga y empinada para una muchacha? ¿Podrás arreglártelas con esa falda?

Ella le dijo, riendo, que había subido muchas veces.

—En cuanto a la falda, estoy habituada a ella —explicó—. Pero si me estorba no vacilaré en recogerla por encima de las rodillas.

La sonrisa de Lanzarote fue lenta y deliciosa.

—Casi todas las mujeres que conozco son demasiado pudorosas para enseñar las piernas.

Morgana enrojeció.

—Nunca pensé que el pudor tuviera mucho que ver con descubrir las piernas para escalar. Sé que eso dicen los curas cristianos, pero es como si pensaran que el cuerpo humano no es obra de Dios, sino de algún demonio, y que nadie puede ver la carne de una mujer sin enloquecer por poseerla.

Vio que él apartaba la vista y comprendió con placer que, bajo su aparente aplomo, aún era tímido. Iniciaron juntos el ascenso. Morgana, a quien correr y caminar habían hecho fuerte y resistente, marcó un paso que lo dejó atónito; después de un rato se le hizo difícil seguirla. Hacia la mitad de la cuesta Morgana se detuvo; le daba verdadera satisfacción oírlo jadear mientras ella respiraba con facilidad. Sujetó el borde de la falda a la cintura, de manera que ésta sólo le cubría hasta las rodillas, y continuó Por la parte más rocosa y empinada de la cuesta. Hasta entonces nunca había vacilado en descubrir las piernas, pero ahora, sabiendo que él la estaba mirando, no pudo dejar de recordar que las tenía fuertes y bien torneadas. ¿La consideraría impúdica después de todo?

Al llegar arriba se sentó a la sombra del círculo de piedras. Poco después él asomó por el borde y se dejó caer, jadeante. Cuando pudo volver a hablar le dijo:

—Supongo que cabalgo mucho y no camino lo suficiente. Tú no has perdido el aliento.

—Es que estoy habituada a subir hasta aquí, y no siempre uso el camino de las procesiones —explicó ella.

—Y en la isla de los Sacerdotes ni siquiera se ve la sombra del anillo de piedras —comentó Lanzarote.

—No. En su mundo sólo existen la iglesia y su torre. Si usáramos los oídos del espíritu podríamos oír las campanadas. Aquí son sombras; en su mundo, las sombras somos nosotros.

Lanzarote se estremeció y pareció que una nube hubiera cubierto el sol.

—Y tú, ¿tienes el don de la videncia? ¿Puedes ver a través del velo que separa los mundos?

—Todo el mundo lo tiene —aseveró Morgana—, pero yo he aprendido a usarlo mejor que la mayoría. ¿Te gustaría ver, Galahad?

Él volvió a estremecerse.

—No me llames por ese nombre, prima, te lo ruego.

Ella se echó a reír.

—Vives entre cristianos, pero aún crees, como el pueblo de las hadas, que quien conozca tu verdadero nombre puede mandar sobre tu espíritu. Tú sabes mi nombre, primo. ¿Cómo quieres que te llame? ¿Lanza?

—Como gustes, salvo por el nombre que me dio mi madre. Su voz aún me asusta cuando lo pronuncia con según que tono. Es como si hubiera mamado el miedo en sus pechos.

Ella le apoyó la punta de los dedos en el entrecejo, el sitio sensible a la videncia, y sopló delicadamente allí. El joven lanzó una exclamación: por encima de ellos, el círculo de piedras pareció fundirse en sombras. Ante ellos se extendía ahora la cima del Tozal, con su pequeña iglesia de adobe al pie de una torre de piedra en la que se veía un ángel toscamente pintado.

Lanzarote se persignó rápidamente al ver que una fila de siluetas grises iba hacia ellos.

—¿Nos ven, Morgana? —Su voz era un susurro áspero.

—Puede que algunos de ellos nos vean como sombras. Pensarán que somos de los suyos o que el sol los ha deslumbrado haciéndoles ver algo que no existe. —Morgana hablaba con voz sofocada, pues acababa de revelar un Misterio que no habría debido mencionar a un no iniciado. Pero nunca en su vida había sentido tal intimidad con nadie.

Y lo oyó cantar delicadamente:

—Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros…

Y mientras musitaba aquella canción, la iglesia se desvaneció y el círculo de piedras volvió a levantarse a su lado.

—Por favor —pidió ella, quedamente—. Es una ofensa a la Gran Diosa cantar eso aquí. El mundo que ella creó no tiene pecados.

—Como quieras. —Lanzarote guardó silencio. Una vez más, la sombra de una nube pasó por su rostro. Su voz era tan musical y dulce que cuando dejó de cantar, ella la echó de menos.

—¿Tocas el arpa, Lanza? Tienes la hermosa voz de los bardos.

—Me enseñaron de pequeño. Después sólo recibí el adiestramiento que corresponde a un caballero. Mi gran amor por la música sólo sirve para que me disgusten los sonidos que emito.

—¿De veras? Los aspirantes a druidas tienen que ser bardos antes de ser sacerdotes, pues la música es una de las claves para entender las leyes del universo.

Él suspiró.

—¡Qué tentación! Sería uno de los pocos motivos para abrazar esa vocación. Pero ¿has visto alguna aldea saqueada por los sajones, Morgana? —Él mismo respondió—: No, claro; vives protegida aquí, fuera del mundo donde suceden esas cosas. Pero yo tengo que pensar en ellas.

Se quedó absorto, como si contemplara cosas horribles.

—Si la guerra es tan mala —observó ella—, ¿por qué no protegerte de ella aquí? Muchos de los ancianos druidas murieron en el último acto mágico que sirvió para apartar este lugar de la profanación, y no tenemos suficientes hijos varones para que los reemplacen.

Él suspiró.

—Si consiguiera que todos los reinos fueran tan apacibles como Avalón, me quedaría con gusto para siempre. Pero no me parece digno de un hombre esconderme mientras otros tienen que sufrir fuera de aquí. No hablemos ahora de esto, Morgana. Déjame olvidarlo por hoy, te lo ruego. He venido en busca de unos días de paz. ¿No me la concedes?

Su voz, musical y grave, tembló un poco. Su dolor hirió tan profundamente a Morgana que por un momento temió echarse a llorar. Le apretó la mano.

—Ven —dijo—. Querías ver el panorama.

Se apartaron del círculo de piedras para contemplar el lago. Alrededor de la isla se extendía el agua refulgente, que ondulaba ligeramente a la luz del sol; otras islas se elevaban en la neblina, difuminadas por la distancia y por el velo mágico que retiraba a Avalón del mundo.

—No muy lejos de aquí —dijo él— existe una antigua fortaleza de las hadas, en la cima de la colina; desde su muralla se pueden ver el Tozal y el lago, y una isla que tiene forma de dragón enroscado… —Hizo un gesto con su bien formada mano.

—Conozco ese lugar —dijo Morgana—. Está en una de las antiguas líneas de poder que cruzan la tierra. Una vez me llevaron allí para que percibiera las energías terrestres. El pueblo de las hadas sabía de esas cosas; yo las percibo un poco, siento el cosquilleo de la tierra y del aire. ¿Y tú? Siendo hijo de Viviana tienes la misma sangre.

Él comentó en voz baja:

—Aquí, en esta isla mágica, resulta fácil sentir el cosquilleo de poder en el aire y en la tierra. —Apartó la mirada y se desperezó con un bostezo—. La escalada debe de haberme fatigado más de lo que esperaba; además, he pasado gran parte de la noche cabalgando. Me gustaría sentarme al sol y comer un poco de ese pan que trajiste.

Morgana lo condujo hasta el centro mismo del círculo de piedras, pensando que, si tenía alguna sensibilidad, no dejaría de captar aquel gran poder.

—Acuéstate en la tierra y ella te llenará de energías —dijo mientras le entregaba un pedazo de pan bien untado de mantequilla y miel. Comieron lentamente. Él le cogió la mano, juguetón, para chuparle un poquito de miel de los dedos.

—Qué dulce eres, prima —rió.

Ella sintió que todo su cuerpo cobraba vida ante el contacto. Le cogió la mano para devolver el gesto, pero de pronto se la soltó como si quemara: lo que para él era sólo un juego para ella no lo sería jamás. Le volvió la espalda, escondiendo en la hierba la cara ardiente. El poder de la tierra parecía correr por ella, colmándola con la energía de la misma Diosa.

—Eres hijo de la Diosa —dijo por fin—. ¿No sabes nada de sus Misterios?

—Muy poco, aunque mi padre me contó una vez cómo fui concebido: soy hijo del Gran Matrimonio entre el rey y la tierra. Por eso tendría que ser leal al suelo de Britania, que es mi madre y mi padre. —De pronto la miró a la cara—. Tú eres como la Diosa de este lugar. Sé que en el culto antiguo, hombres y mujeres se unen bajo su poder, aunque los sacerdotes querrían prohibirlo, así como preferirían derribar todas las piedras antiguas como éstas y las de Karnak. Ya lo han intentado, pero la tarea es muy grande.

—La Diosa lo impedirá —se limitó a decir Morgana.

—Tal vez. —Lanzarote alzó una mano para tocarle la media luna azul de la frente—. Éste es el punto donde me tocaste para hacerme ver el otro mundo. ¿Tiene algo que ver con la videncia, Morgana, o es otro de esos Misterios de los que no puedes hablar? Bueno, no te lo preguntaré. Pero siento como si hubiera sido llevado a una de las antiguas fortalezas de las hadas donde, según dicen, pueden pasar cien años en una sola noche.

—No tanto —corrigió Morgana riendo—, aunque es cierto que allí el tiempo transcurre de otro modo. Pero dicen que algunos de los bardos aún pueden ir y venir entre el mundo y el país de los duendes. Se ha adentrado en las brumas más que Avalón, eso es todo. —Y al hablar se estremeció.

—Tal vez —dijo Lanzarote—, cuando vuelva al mundo real los sajones habrán desaparecido, definitivamente derrotados.

—¿Y llorarás por no tener ya motivos para vivir?

Él cabeceó, riendo, sin soltarle la mano. Al poco rato dijo en voz baja:

—¿Has ido a los fuegos de Beltane para servir a la Diosa?

—No —respondió Morgana con voz queda—. Seré virgen mientras la Diosa lo desee; lo más probable es que se me reserve para el Gran Matrimonio.

Inclinó la cabeza, dejando que el pelo le cayera sobre la cara. Ante él era tímida, como si lo creyera capaz de leerle el pensamiento y adivinar el deseo que la invadía. ¿Estaría dispuesta a abandonar su virginidad si él se lo pedía? Hasta entonces la prohibición nunca le había resultado penosa; ahora era como si entre los dos se interpusiera una espada de fuego. Hubo un largo silencio, y mientras tanto las nubes pasaban delante del sol proyectando sus sombras; no se oía más que el zumbido de pequeños insectos en la hierba. Por fin Lanzarote la acercó a él para depositar un beso suave, que ardió como fuego, en la media luna de su frente. Su voz sonó suave e intensa.

—Todos los dioses me prohíben invadir lo que la Diosa ha reservado para sí misma, querida prima. Te considero tan sagrada como a la Diosa misma.

La retuvo contra sí. Al percibir que él temblaba, la felicidad de Morgana fue tan intensa que la recorrió como un ramalazo de dolor.

Nunca había sentido semejante dicha; la felicidad era algo que casi ni recordaba de los tiempos en que era pequeña, antes de que su madre la cargara con un hermano. Allí, en la isla, la vida se había elevado por los amplios espacios del espíritu, haciéndole conocer la exaltación y el sufrimiento, pero nunca la maravillosa felicidad que en aquel momento experimentaba. El sol parecía más intenso; las nubes cruzaban el cielo como grandes pájaros y cada trébol brillaba con una luz interior propia, que también parecía emanar de ella. Se vio reflejada en los ojos de Lanzarote y supo que era hermosa, y que la deseaba, y que su amor y su respeto por ella eran tan grandes como para obligarlo a ponerse límites. Y creyó estallar de gozo.

El tiempo se detuvo. El placer la embargaba. Él no hacía más que acariciarle la mejilla, sin que ninguno de los dos deseara otra cosa. Después de largo rato, Lanzarote la envolvió con los bordes de la capa. Se acostaron juntos, casi sin tocarse, dejando que el poder del sol, la tierra y el aire circularan por ellos en armonía. Morgana durmió sin soñar, consciente de que aún tenían las manos enlazadas. Más tarde, al despertar, se sentó a memorizar cada línea del rostro de Lanzarote con feroz ternura.

El sol ya había pasado el cénit cuando Lanzarote despertó, sonriéndole, y se desperezó como un gato. Aún encerrada en la burbuja de su alegría, ella le oyó decir:

—Íbamos a cazar aves acuáticas. Me siento feliz y no quiero maltratar a ningún ser vivo, pero me gustaría hacer las paces con mi madre. Tal vez los espíritus de la naturaleza nos envíen algún ave cuyo destino sea ofrecernos una buena comida.

Ella lo cogió de la mano, riendo.

—Te llevaré a donde van las aves a pescar. Si la Diosa así lo quiere, no cazaremos nada y no tendremos que sentirnos culpables por turbar su destino. Pero allí hay mucho barro; tendrás que quitarte las botas y yo que recogerme otra vez el vestido. ¿Usas jabalina, como los pictos? ¿Dardos envenenados? ¿O las atrapas con redes y les retuerces el pescuezo?

—Creo que sufren menos si las atrapas y las matas de inmediato —dijo él, reflexivo.

Ella asintió.

—Voy a traer una red y una trampa.

Bajaron del Tozal sin cruzarse con nadie, deslizándose por la pendiente en mucho menos tiempo del que habían tardado en «escalarla». Morgana entró en el edificio donde se guardaban las redes y cogió dos. Ya en los juncales del extremo opuesto de la isla vadearon descalzos el agua, escondiéndose entre los juncos con las redes extendidas. Allí, a la sombra de la montaña, el aire era frío; los pájaros ya empezaban a descender en bandadas para alimentarse. Al poco rato, uno empezó a debatirse y aletear, con las patas enredadas en la red de Morgana; ella lo sujetó deprisa y enseguida le retorció el pescuezo. Lanzarote no tardó en atrapar otros dos. Después de atarlos por el cuello con un tallo de junco, dijo:

—Con éstos basta. Hay uno para mi madre y dos para Merlín. ¿Quieres uno para ti?

Ella negó con la cabeza.

—No como carne.

—Claro, siendo tan menuda… supongo que necesitas poca comida. Yo soy corpulento y siempre tengo apetito.

—¿Ahora también? Aún no es la temporada de las bayas, pero tal vez queden algunos frutos de espino.

—No, ahora no. La cena será más apetitosa después de haber pasado un poco de hambre.

Subieron a la orilla, empapados. Morgana extendió la sobreveste de ciervo sobre un matorral para que no se endureciera; luego se quitó también la falda para escurrirla, mostrándose sin timidez en camisa de hilo. Se sentaron en la hierba todavía descalzos, cogidos de la mano, para observar en silencio las zambullidas de las aves en busca de pequeños peces.

—Qué tranquilo es esto —comentó Lanzarote—. Es como si fuéramos las únicas personas vivas en el mundo, fuera del tiempo y del espacio, lejos de todas las tribulaciones y de todas las batallas.

Ella dijo con voz trémula:

—¡Ojalá este día no acabara nunca!

—¿Lloras, Morgana? —preguntó, súbitamente solícito.

—No —respondió ella con fiereza, secándose una única lágrima de las pestañas. Nunca había podido llorar; en todos sus años de duro aprendizaje nunca había derramado una lágrima de miedo o dolor.

—Prima Morgana —murmuró acariciándole la mejilla.

La muchacha se aferró a él y escondió la cara en su pecho tibio, donde se oía el latir de su corazón. Un momento después él le alzó la barbilla con una mano y sus labios se encontraron.

—Ojalá no estuvieras consagrada a la Diosa —murmuró.

—Ojalá —dijo ella suavemente.

—Ven, ven… deja que te abrace así. He jurado no… pecar.

Ella cerró los ojos; ya no importaba. Su juramento parecía estar a mil leguas y mil años de distancia; ni siquiera la ira de Viviana podría haberla detenido. Años después se preguntaría qué habría sucedido si hubieran permanecido así un poco más. Pero cuando volvían a unir los labios, Lanzarote se puso tenso, como si oyera algo imperceptible.

Ella se apartó.

—¿Qué es eso, Morgana?

—No oigo nada —dijo aguzando el oído para intentar oír por encima del chapoteo del lago, el susurro del viento en los juncos y el salto ocasional de un pez.

Les llegó de nuevo, algo parecido a un leve suspiro… a un sollozo.

—Alguien llora —dijo Lanzarote estirando rápidamente sus largas piernas para levantarse—. Por allí. Parecía una niña.

Morgana lo siguió deprisa, descalza y en camisa. Era posible que alguna de las novicias se hubiera perdido, aunque no debían abandonar la Casa de las doncellas. Una de las sacerdotisas ancianas había dicho una vez que la Casa de las doncellas era para niñas cuya única misión consistía en volcar, romper y olvidar cosas, hasta haber volcado, roto y olvidado todo lo posible, abriendo así espacio en su vida para un poco de sabiduría.

Siguieron la dirección del sonido. Era muy vago; desaparecía durante un buen rato para volver luego con mucha claridad. La niebla empezaba a elevarse desde el lago en espesas volutas. Morgana no habría sabido decir si era neblina común, nacida de la humedad y el ocaso cercano, o el velo de bruma que rodeaba al reino mágico.

—Allí —exclamó Lanzarote zambulléndose bruscamente en la niebla.

Ella lo siguió. En el agua, saliendo de las sombras a la realidad para volver otra vez, había una llorosa joven sumergida hasta los tobillos.

«Sí, está realmente aquí —se dijo Morgana—. Y no es una sacerdotisa».

Su belleza era deslumbrante: era blanca y dorada, con la piel clara como el marfil, ligeramente teñida de coral; los ojos, de un clarísimo azul celeste; la cabellera, larga y reluciente en la neblina, como oro vivo. Llevaba un vestido blanco que intentaba, sin éxito, mantener fuera del agua. Y de algún modo se las componía para derramar lágrimas sin desfigurar el rostro, de modo que al llorar parecía aún más hermosa.

—¿Qué pasa, niña? —preguntó Morgana—. ¿Estás perdida?

Ella los miró fijamente, susurrando.

—¿Quiénes sois? Temía que nadie pudiera oírme. Llamé a las hermanas, pero ninguna me oyó. Y luego la tierra comenzó a moverse; estaba en suelo firme y de pronto me encontré aquí, en el agua, rodeada de juncos y me asusté… ¿Qué lugar es éste? Nunca lo había visto, aunque ya hace casi un año que estoy en el convento…

Y se persignó.

De pronto Morgana comprendió lo sucedido. El velo se había debilitado, como sucedía ocasionalmente en puntos de poder muy concentrado; la muchacha debía de ser muy sensible, puesto que lo percibía. Aunque se presentaba a veces como una visión fugaz, era raro que alguien se viera trasladado al otro mundo.

La niña dio un paso hacia ellos, pero el fondo cenagoso se movió bajo sus pies y ella se detuvo, presa del pánico.

—No te muevas —dijo Morgana, delicadamente—. Aquí el suelo es algo inseguro. Te ayudaré, conozco los senderos.

Pero mientras avanzaba con la mano extendida, Lanzarote se interpuso y alzó a la joven en brazos, para depositarla en suelo seco.

—Tienes los zapatos mojados —dijo—. Si te los quitas, los pondremos a secar.

Ella lo miró con extrañeza. Ya no lloraba.

—Eres muy fuerte. Aún más que mi padre. Y creo haberte visto en otro lugar, ¿verdad?

—No lo sé —dijo Lanzarote—. ¿Quién eres? ¿Quién es tu padre?

—Soy hija del rey Leodegranz —explicó ella—. Pero estoy en la escuela del convento. —La voz le temblaba otra vez—. ¿Dónde está? No veo por ninguna parte el edificio ni la iglesia.

—No llores —dijo Morgana adelantándose.

La niña retrocedió un paso.

—¿Sois del pueblo de las hadas? Tenéis el signo azul en la frente. —Levantó una mano para persignarse otra vez. Luego dijo con voz dubitativa—: No, no podéis ser un demonio, pues no desaparecisteis con la señal de la cruz. Pero sois pequeña y fea como el pueblo de las hadas.

Lanzarote dijo con firmeza:

—No, ninguno de nosotros es un demonio. Y creo que podemos hallar el camino hacia ese convento tuyo.

El corazón de Morgana dio un vuelco al ver que él miraba ahora a la desconocida como la había mirado a ella momentos antes: con amor y deseo, casi con veneración.

—Podemos ayudarla, ¿verdad? —preguntó con impaciencia.

Se vio a sí misma con los ojos de Lanzarote y de la extraña doncella dorada: pequeña, morena, con el bárbaro signo azul en la frente, la camisa llena de barro hasta las rodillas, los brazos impúdicamente desnudos, los pies sucios, el pelo suelto. «Pequeña y fea como el pueblo de las hadas. Morgana de las Hadas». Así la habían provocado desde su infancia. Con súbito sentimiento de odio contra sí misma, arrebató de la mata su falda húmeda para ponérsela; luego se echó encima la sobreveste sucia. Por un momento, bajo la mirada de Lanzarote, pensó que también tenía que encontrarla fea, bárbara, extraña. Aquella exquisita criatura dorada, en cambio, era de su mismo mundo.

Él se acercó a la desconocida para tomarla delicadamente de la mano, con una reverencia respetuosa.

—Ven. Te enseñaremos el camino.

—Sí —dijo Morgana, inexpresiva—. No te separes de mí, pues el suelo es traicionero y podrías quedar atrapada durante mucho tiempo.

Durante un momento de furia sintió la tentación de guiarlos a ambos hacia la ciénaga y dejarlos allí, para que se ahogaran o vagaran eternamente entre la neblina.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Lanzarote.

—Ginebra —respondió la rubia niña.

—Qué nombre tan bonito —murmuró él—, digno de la señora que lo lleva.

Morgana sintió un odio tan grande que temió desvanecerse; en aquel momento deseaba la muerte. Los colores del día se habían perdido en la bruma, el pantano y los horribles juncales. Y con ellos, toda su felicidad.

—Ven —repitió con voz helada.

Mientras marchaba los oyó reír a su espalda y se preguntó si se estarían burlando de ella. La voz infantil de Ginebra comentó:

—Pero vos no pertenecéis a este lugar horrible, ¿verdad? No sois pequeño ni feo.

No: era hermoso. Ella, en cambio, era pequeña y fea. Las palabras se le grabaron a fuego en el corazón. Olvidó que se parecía a Viviana, tan bella.

—No, no —oyó decir a Lanzarote—, me encantaría regresar contigo, de veras, pero he prometido cenar con un pariente. Ya he hecho enfadar a mi madre y no quiero ofender también a ese anciano caballero. Pero no, no vivo en Avalón… —Al poco le oyó decir—: No, ella es… bueno, una prima por parte de madre o algo así. Nos conocimos cuando éramos niños, eso es todo.

Entonces comprendió que hablaba de ella. ¡Qué pronto se había reducido todo a un parentesco lejano! Luchando ferozmente contra las lágrimas que no harían sino afearla aún más pisó suelo seco.

—Allí está tu convento, Ginebra. Cuida de no apartarte del sendero si no quieres perderte nuevamente en la niebla.

Vio entonces que Lanzarote la llevaba de la mano; le pareció que la soltaba contra su voluntad. La niña dijo:

—Gracias, ¡gracias!

—Es a Morgana a quien tienes que dárselas —le recordó él—. Es ella quien conoce los caminos para entrar y salir de Avalón.

La joven la miró tímidamente de soslayo y le hizo una cortés reverencia:

—Os doy las gracias, señora Morgana.

Ella respiró hondo, rodeándose nuevamente con la capa de la sacerdotisa, ese encantamiento que podía convocar a voluntad. Pese a su ropa sucia y desgarrada, los pies descalzos y el pelo que se le pegaba a los hombros, mojado, supo que ahora parecía alta e imponente. Hizo un remoto gesto de bendición y giró en silencio, llamando a Lanzarote con otro gesto. Aun sin ver, adivinó que a los ojos de la niña había vuelto el temor respetuoso y sobrecogido, pero se alejó en silencio, con el paso silencioso de las sacerdotisas de Avalón. Lanzarote la siguió de mala gana.

Después de un momento miró hacia atrás, pero la niebla se había cerrado, borrando a la muchacha. Lanzarote preguntó conmovido:

—¿Cómo lo has hecho, Morgana?

—¿Cómo he hecho qué?

—De pronto te pareciste mucho a mi madre. Alta, lejana y… no del todo real. Como una diablesa. No tendrías que haberlo hecho; asustaste a esa pobre niña.

Morgana se mordió la lengua con súbita ira. Luego dijo con voz enigmática:

—Soy lo que soy, primo.

Y apretó el paso por el sendero. Tenía frío y estaba cansada, como si estuviera enferma por dentro. Deseaba la soledad de la Casa de las doncellas. Lanzarote parecía haber quedado muy atrás, pero ya no le importó. Que buscara el camino por sí solo.