LEGARON al lago cuando ya se ponía el sol. Viviana se volvió en la montura para mirar a Morgana, que la seguía de cerca. La niña estaba demacrada por el hambre y el cansancio, pero no se había quejado. Su tía estaba satisfecha: la vida de las sacerdotisas de Avalón no era fácil; deliberadamente había llevado un paso vivo para saber si era capaz de soportar la fatiga. Por fin aminoró la marcha, permitiendo que ella se le adelantara.
—Ahí está el lago —dijo—. Dentro de un rato estaremos bajo techo, con el hogar encendido, comida y bebida. ¿Estás cansada?
—Un poco —dijo la niña con timidez—, pero lamento que termine el viaje. Me gusta ver cosas nuevas. Hasta ahora no había ido a ninguna parte.
Detuvieron los caballos al borde del agua. Viviana trató de ver aquella costa tan familiar con ojos de forastero: el lago gris y opaco, los altos juncos que lo bordeaban, las nubes silenciosas y bajas, los manojos de algas en el agua. Era una escena silenciosa. Casi podía oír los pensamientos de la niña: «Esto es solitario, tenebroso y tétrico».
—¿Cómo se llega a Avalón? No hay ningún puente. ¿Tendremos que hacer nadar a los caballos?
—No; llamaré a la barca.
Viviana alzó las manos para cubrirse la cara y emitió la llamada silenciosa. Poco después apareció una barcaza en la superficie gris. En un extremo llevaba colgaduras negras y plateadas, y se deslizaba tan quedamente que parecía rozar el agua como un cisne. Los remeros eran hombrecillos atezados y medio desnudos, con dibujos mágicos tatuados en la piel. Morgana se sorprendió al verlos, pero no dijo nada.
«Lo acepta todo con demasiada serenidad —pensó su tía—. Es tan joven que no ve ningún misterio en lo que hacemos. Tendré que hacerla consciente de ello».
Los callados hombrecillos amarraron la embarcación y condujeron los caballos a bordo. Uno de ellos ofreció a la niña una mano callosa y dura para ayudarla a subir. Finalmente Viviana ocupó su lugar en la proa y la barcaza partió, lenta y silenciosa.
Enfrente se elevaba la isla y el Tozal, con su alta torre dedicada a san Miguel; por encima del agua les llegó el sonido de las campanas que llamaban al Ángelus. Morgana se persignó por costumbre; uno de los hombrecillos la miró con un gesto tan ceñudo que ella dejó caer la mano, acobardada.
—¿Vamos a la iglesia de la isla, tía?
—No llegaremos a la iglesia —respondió Viviana, tranquilamente—, aunque es verdad que un viajero ordinario jamás podría llegar a Avalón. Espera y no hagas preguntas; ése será tu destino durante el aprendizaje.
Morgana calló, con las pupilas aún dilatadas por el miedo.
—Es como en la leyenda de la barca mágica —dijo en voz baja—, que parte de las islas hacia la tierra de la Juventud…
Su tía no le prestó atención. Erguida en la proa, respiraba profundamente, reuniendo fuerzas para el acto mágico que estaba a punto de llevar a cabo. Se preguntó si aún podría hacerlo. «Soy vieja —pensó con momentáneo pánico—, pero tengo que vivir hasta que Morgana y su hermano hayan crecido. La paz del país depende de lo que yo pueda hacer para protegerlos».
Pero cortó aquel pensamiento; la duda era fatal. Se obligó a recordar que lo había hecho casi todos los días de su vida adulta; a aquellas alturas le resultaba tan natural que habría podido hacerlo incluso dormida o moribunda. Se mantuvo quieta, rígida, encerrada en la tensión de la magia; luego alzó los brazos por encima de la cabeza, con las palmas hacia el cielo. A continuación, exhalando bruscamente el aliento, los bajó… y con ellos descendieron las brumas, borrando la imagen de la iglesia, la isla de los Sacerdotes y hasta el mismo Tozal. La barca se deslizaba por una niebla densa e impenetrable, negra como la noche. En la oscuridad oyó que Morgana respiraba agitadamente, como un animalillo asustado. Iba a tranquilizarla, pero calló deliberadamente; la niña era ya una aprendiza de sacerdotisa y tenía que aprender a dominar el miedo, al igual que la fatiga y el hambre.
De pronto, como si alguien abriera un telón, la bruma desapareció. Ante ellas se extendía el agua iluminada por el sol y una costa verde. Allí estaba el Tozal, pero Viviana oyó que su sobrina lanzaba una exclamación de sorpresa y estupefacción: en su cima se alzaba un círculo de piedras, refulgentes bajo la luz del sol. Hacia allí se dirigía el gran camino de las procesiones ascendiendo en espiral en torno de la inmensa colina. A su pie se veían las viviendas de los sacerdotes; en la ladera, el pozo sagrado y el destello plateado del estanque. La costa estaba bordeada de manzanares; más allá se elevaban grandes robles, con ramas doradas de muérdago aferradas a sus ramas.
—Es muy hermoso —susurró Morgana, sobrecogida—. ¿Esto es real, señora?
—Más real que ningún otro lugar en que hayas estado —aseguró Viviana—. Pronto lo conocerás.
La barcaza llegó a la costa y rozó con fuerza el fondo arenoso; los callados remeros la amarraron y ayudaron a la Dama a desembarcar. Luego guiaron a los caballos; Morgana tuvo que hacerlo por sí sola.
Jamás olvidaría aquella primera imagen de Avalón en el crepúsculo. Prados verdes que descendían hasta los juncales del lago, donde los cisnes se deslizaban tan silenciosos como la barca. Debajo de los bosquecillos de robles y manzanos, una construcción de piedra gris, a lo largo de cuya columnata paseaban siluetas vestidas de blanco. Desde algún lugar le llegó el suave sonido de una lira. «Llego al hogar», pensó sin saber por qué, aunque nunca había visto aquel hermoso territorio.
Viviana dio las últimas indicaciones con respecto a los caballos y se volvió hacia ella. Viendo su expresión admirada prefirió no decir nada hasta que la niña aspiró hondo, estremecida, como si despertara de un sueño. Por el camino llegaban varias mujeres con vestido oscuro y pieles de ciervo; algunas tenían una media luna azul tatuada entre las cejas. Las había del tipo picto, menudas y morenas, como Viviana y Morgana, pero otras eran altas y esbeltas, de pelo rubio o castaño rojizo; dos o tres llevaban el sello inconfundible de la estirpe romana. Todas se inclinaron ante Viviana en callada muestra de respeto. Ésta levantó la mano en un gesto de bendición.
—Os presento a mi sobrina —dijo—. Se llama Morgana. Será una de vosotras. Llevadla…
En aquel momento miró a la niña y la vio fatigada y asustada. La esperaban demasiadas pruebas difíciles; no tenía por qué afrontarlas desde ese mismo instante.
—Mañana irás a la Casa de las doncellas —le dijo—. El hecho de que seas princesa y sobrina mía no señalará ninguna diferencia. Allí no tendrás nombre y no gozarás de más favores que aquéllos que sepas ganarte. Pero sólo por esta noche puedes venir conmigo; durante el viaje hemos tenido poco tiempo para charlar.
Morgana notó que se le doblaban las rodillas del alivio. Aquellas mujeres desconocidas, con ropa extraña y marcas azules en la frente, la asustaban más que toda la corte de Uther. Su tía las despidió con un pequeño ademán y le ofreció la mano. Ella se aferró a aquellos dedos serenos y firmes.
Una vez más Viviana era la tía que conocía, aunque al mismo tiempo fuera la sobrecogedora figura que había hecho descender la bruma. Sintió nuevamente el impulso de persignarse y se preguntó si todo aquello desaparecería, puesto que, según el padre Columba, aquel gesto borraba todas las obras demoníacas y los encantamientos.
Pero no se persignó; de pronto supo que ya no volvería a hacerlo. Aquel mundo había quedado definitivamente atrás.
Al borde del manzanar, entre dos árboles que empezaban a florecer, se levantaba una casita de madera en cuyo interior ardía un fuego. Una joven les dio la bienvenida con una silenciosa reverencia; como las otras, llevaba un vestido oscuro y pieles de ciervo.
—No le hables —advirtió Viviana—. Ha hecho voto de silencio durante un tiempo. Es su cuarto año de sacerdotisa. Su nombre es Cuervo.
Siempre muda, Cuervo la liberó de las prendas exteriores y del calzado lleno de barro; a una señal de Viviana, hizo lo mismo con Morgana. Luego les llevó agua para lavarse y más tarde, pan de cebada y carne seca. Para beber sólo había agua fría, deliciosa y diferente al paladar.
—Es el agua del pozo sagrado —explicó Viviana—. Aquí no bebemos otra cosa; nos proporciona visiones claras. Y la miel es de nuestras colmenas. Come esta carne y disfrútala, pues no volverás a probarla en varios años; las sacerdotisas no comen carne hasta completar su aprendizaje.
—¿Por qué, señora? ¿Es malo comer carne?
—No, y llegará el día en que puedas comer lo que gustes. Pero una dieta libre de carne produce un alto nivel de conciencia, lo que tienes que tener para aprender a utilizar la videncia. Como los druidas en los primeros años de adiestramiento, las sacerdotisas sólo comemos pan y fruta; ocasionalmente, un poco de pescado del lago. Y sólo bebemos agua del Pozo.
—En Caerleon bebiste vino, señora —observó Morgana tímidamente.
—Cierto. Y tú también podrás cuando sepas en qué momentos tienes que comer y beber y en cuáles abstenerte —apuntó Viviana secamente.
El comentario silenció a la niña, que siguió mordisqueando pan con miel. Aunque estaba hambrienta, parecía pegársele a la garganta.
—¿Ya has comido suficiente? —preguntó su tía—. Bien, deja que Cuervo retire los platos. Tienes que dormir, criatura. Pero siéntate a mi lado, junto al fuego, y charlemos un rato. Mañana Cuervo te llevará a la Casa de las doncellas y no volverás a verme, salvo durante los ritos. Pero esta noche eres sólo mi sobrina y puedes preguntarme lo que gustes.
Alargó una mano y Morgana fue a sentarse en el banco, junto a ella.
—¿Quieres quitarme la horquilla del pelo, Morgana? Cuervo ya se ha acostado y no quiero volver a molestarla.
Morgana le retiró del pelo la aguja de hueso tallado y su pelo cayó en un torrente, largo y oscuro, con una veta blanca a un lado. Con un suspiro, Viviana acercó los pies descalzos al fuego.
—Me alegra estar otra vez en casa. En los últimos años he tenido que viajar mucho —dijo—, y ya no soy tan fuerte para que me resulte placentero.
—Dijiste que te podía hacer preguntas —le recordó la niña tímidamente—. ¿Por qué algunas de las mujeres tienen signos azules en la frente y otras no?
—La media luna azul es señal de que se han consagrado al servicio de la Diosa para vivir y morir según su voluntad. Las que vienen sólo para adiestrarse en la videncia no hacen esos votos.
—¿Yo tengo que hacer esos votos?
—Eso lo decidirás tú —dijo Viviana—. La Diosa te dirá si desea poner la mano sobre ti. Solamente los cristianos usan el claustro como depósito de viudas e hijas no deseadas.
—Pero ¿cómo sabré si la Diosa me quiere?
La tía sonrió en la oscuridad.
—Te llamará con una voz que no puedes dejar de oír. Si oyes esa llamada no habrá sitio en el mundo en que puedas esconderte de su voz.
Aunque demasiado tímida para expresarlo en alta voz, Morgana se preguntó si Viviana habría hecho los votos. «¡Por supuesto! Es la suma sacerdotisa, la Dama de Avalón…».
—Yo presté ese juramento —dijo Viviana, con su habilidad de responder a las preguntas no formuladas—, pero la señal se ha ido borrando con el tiempo. Si miras bien aún se ve un poquito en la raíz del pelo, aquí.
—Sí, un poquito. ¿Qué significa consagrarse a la Diosa, señora? ¿Quién es la Diosa? Una vez pregunté al padre Columba si Dios tenía algún otro nombre y dijo que no, que sólo había un nombre por el que uno podía salvarse: Jesucristo. Pero… —se interrumpió avergonzada—. Soy muy ignorante en estas cuestiones.
—Saber que eres ignorante es el principio de la sabiduría. Así, cuando empieces a aprender, no tendrás que olvidar todas las cosas que creías saber. A Dios se le llama por muchos nombres, pero en todas partes es Uno; así que, cuando rezas a María, madre de Jesús, rezas sin saberlo a la Madre Mundo en una de sus muchas formas.
—Tu madre fue sacerdotisa antes que tú…
—Es cierto, pero no es sólo cuestión de sangre. Yo heredé su videncia, pero me consagré a la Diosa por propia voluntad. La Diosa no llamó a tu madre ni a Morgause. Igraine la sirvió con su boda. Sobre Morgause, la Diosa no tuvo poder ni convocatoria.
—Las sacerdotisas convocadas por la Diosa ¿nunca se casan?
—Generalmente no. No se consagran a nadie, exceptuando en el Gran Matrimonio, en el que un sacerdote y una sacerdotisa se unen como símbolos de Dios y Diosa; los niños nacidos de esa unión no son hijos de mortal, sino de la Diosa. Es un Misterio que aprenderás a su debido tiempo. Así nací yo y no tengo padre terrenal…
Morgana la miró fijamente, susurrando:
—¿Quieres decir que tu madre se acostó con un Dios?
—No, por supuesto que no. Sólo con un sacerdote, investido con el poder de Dios; probablemente, alguien cuyo nombre ella nunca supo.
Tenía la expresión ausente mientras recordaba cosas extrañas. Morgana las vio cruzar por su frente. Era como si el fuego dibujara imágenes en la habitación, la gran figura de un Astado… De pronto se estremeció.
—¿Estás cansada, niña? Tendrías que dormir.
Pero ella volvía a sentir curiosidad.
—¿Naciste en Avalón?
—Sí, aunque me eduqué en la isla de los Druidas, en el norte. Y cuando me hice mujer la Diosa puso la mano sobre mí; llevo la sangre de las sacerdotisas natas, y creo que tú también, hija mía.
Su voz sonaba remota. Se levantó para contemplar el fuego.
—Estoy tratando de recordar cuánto hace que llegué aquí, con la anciana… La luna estaba entonces más al sur, pues era época de cosecha y se acercaban los días oscuros de Samhain. Fue un invierno riguroso, aun en Avalón; por la noche se oían los lobos y la nieve se amontonaba; pasamos hambre, pues nadie podía viajar por el lago a través de las tormentas; algunos niños de pecho murieron al retirarse la leche a sus madres. Luego se congeló el lago y nos trajeron alimentos en trineos. Por entonces yo era doncella; aún no me habían crecido los pechos. Y ahora soy vieja, una anciana… Tantos años, hija…
Morgana notó que le temblaba la mano y se la estrechó con fuerza. Después de un momento, Viviana la atrajo a su lado y le rodeó la cintura con un brazo.
—Tantas lunas, tantos veranos… Y ahora parece que Samhain llega tras Beltane en menos tiempo que el que tardaba la luna en pasar de nueva a llena cuando yo era joven. Y tú también contemplarás este fuego y envejecerás como yo, a menos que la Madre te reserve otras tareas. Ah, Morgana, Morgana, pequeña, tenía que haberte dejado en casa de tu madre…
La niña la abrazó con fuerza.
—¡No podía quedarme allí! Habría preferido morir.
—Lo sé —reconoció Viviana suspirando—. Creo que la Madre ha puesto su mano también sobre ti, hija. Pero vienes de una vida fácil a una difícil y amarga, Morgana. No es fácil hacer la voluntad de Ceridwen; no sólo es la Gran Madre del amor y de la fecundidad, sino también la Dama de las tinieblas y de la muerte. —Acarició con un suspiro el suave pelo de su sobrina—. También es Morrigán, la mensajera de la contienda, el Gran Cuervo… Oh, Morgana, Morgana, ojalá hubieras sido hija mía, pero aun así no puedo protegerte. Tengo que utilizarte para los fines de la Diosa, como yo misma fui utilizada. —Apoyó la cabeza en el hombro de la niña—. Te amo, créeme, pues llegará un momento en que me odiarás tanto como ahora me amas.
Morgana cayó impulsivamente de rodillas.
—Nunca —susurró—. Estoy en las manos de la Diosa… y en las tuyas…
—Quiera Ella que jamás te arrepientas de estas palabras. —Viviana alargó las manos hacia el fuego. Eran pequeñas y fuertes, algo hinchadas por los años—. Con estas manos he ayudado a nacer; he visto correr entre sus dedos la sangre vital de un hombre. Una vez traicioné a alguien, enviándolo a la muerte; un hombre que había estado entre mis brazos y a quien había jurado amar. Acabé con la paz de tu madre y ahora le he quitado a sus hijos. ¿No me temes, no me odias, Morgana?
—Te temo —dijo la niña, todavía arrodillada a sus pies, con el rostro radiante a la luz del fuego—, pero nunca te odiaré.
Su tía suspiró profundamente, apartando de sí los presentimientos y el pavor.
—No es a mí a quien temes, sino a Ella. Ambas estamos en sus manos, hija. Tu virginidad es sagrada para la Diosa. Cuida de mantenerla hasta que la Madre te haga conocer su voluntad.
Morgana apoyó las manitas sobre las de Viviana.
—Que así sea —susurró—. Lo juro.
Al día siguiente fue a la Casa de las doncellas, donde permanecería varios años.
HABLA MORGANA…