10

VIAJABAN sobre todo en las primeras horas del día, y a mediodía se ocultaban para volver a partir al crepúsculo. Aunque entonces el país estaba en paz, pues la guerra se libraba lejos, a veces, en el este, bandas de nórdicos o sajones caían sobre una aldea o una villa aislada. También los viajeros, a menos que llevaran custodia armada, andaban con cautela y sin confiar en nadie.

Viviana esperaba encontrar la corte de Uther medio desierta, abandonada a las mujeres, niños y quienes no podían combatir, pero desde lejos vio flamear el estandarte del dragón; eso significaba que el rey estaba en su residencia. Apretó los labios; Uther no sentía afecto ni confianza por los druidas de la isla Sagrada. Sin embargo, era ella quien lo había puesto en el trono, pese a su antipatía, porque era el mejor de los líderes de la isla. Y, de algún modo, su obligación era colaborar con él. Al menos no era un cristiano tan fervoroso que se dedicara a eliminar otras religiones. «Mejor tener por gran rey a un hombre sin dios que a un fanático religioso», pensó.

Desde su última visita habían elevado aún más la muralla fortificada, y los centinelas apostados sobre ella le dieron la voz de alto. Les había indicado a sus hombres que no mencionaran sus títulos; sólo tenían que decir que era la hermana de la reina. No era momento oportuno para exigir el respeto debido a la Dama de Avalón.

Les hicieron cruzar el patio, cubierto de hierbas crecidas. En algún lugar se oían los golpes en el yunque de un herrero. Algunos pastores, toscamente vestidos con pieles, estaban guardando a las ovejas. Viviana reconoció los preparativos para un sitio y enarcó las cejas.

Pocos años antes, en Tintagel, Igraine había corrido a su encuentro. Ahora fue un bien ataviado chambelán manco (sin duda, veterano al servicio de Uther) quien la recibió con una solemne reverencia y la condujo a una alcoba de la planta superior.

—Lo siento, señora —dijo—, pero estamos escasos de espacio. Tendréis que compartir esta habitación con dos de las damas de la reina.

—Será un honor —dijo Viviana, gravemente.

—Os enviaré a una criada. Si necesitáis algo, no tenéis más que pedírselo.

—Sólo necesito un poco de agua para lavarme. Y saber cuándo podré ver a mi hermana.

El veterano manco se mostró entonces menos formal, más humano.

—Señora, no dudo que la reina os recibiría de inmediato, pero habéis venido en un momento de tribulación y peligro. Esta mañana, el joven príncipe Gwydion se cayó de un caballo que no debería haber montado; la reina no se aparta de su lado ni por un instante.

—¡Por la Diosa! ¡Entonces he llegado demasiado tarde! —susurró Viviana para sus adentros. Y dijo en voz alta—: llévame de inmediato ante ellos. Soy hábil en el arte de curar y estoy segura de que Igraine mandaría por mí si supiera que he venido.

El chambelán le hizo una reverencia.

—Venid por aquí, señora.

Viviana lo siguió, sin haber tenido tiempo para cambiarse la ropa de viaje. El chambelán se detuvo ante una puerta.

—Molestar a la reina me costaría la cabeza. No deja siquiera que sus damas le traigan de comer o beber.

Viviana empujó la pesada puerta y entró en la habitación. El silencio era mortal; Igraine, pálida y demacrada, con la ropa arrugada, estaba arrodillada junto al lecho, como una figura de piedra. Un sacerdote de sotana negra murmuraba oraciones. Aunque se movió con suavidad, la reina la oyó.

—¿Cómo osáis…? —comenzó en un susurro furioso. Pero se interrumpió—. ¡Viviana! ¡Dios debe de haberte enviado!

—Recibí un aviso de que podías necesitarme. —No había tiempo para hablar de visiones mágicas—. No, Igraine, llorar no sirve de nada. Deja que le examine para ver si es grave.

—El médico del rey…

—… es probablemente un anciano necio que sólo sabe preparar pócimas con estiércol de cabra —completó Viviana, tranquilamente—. Yo curaba heridas de este tipo cuando tú aún llevabas pañales, Igraine. Deja que vea al niño.

Sólo una vez, brevemente, cuando tenía tres años, había visto al hijo de Uther, y se parecía a cualquier otro pequeño rubio y de ojos azules. Ahora tenía una estatura desacostumbrada a su edad: piernas y brazos delgados, pero musculosos, muy arañados por espinas y abrojos, como los de cualquier chico inquieto. Al apartar las mantas vio los grandes cardenales.

—¿Escupió sangre?

—No, nada. La sangre que tenía en la boca era de un diente perdido, que de todas maneras estaba flojo.

Efectivamente, Viviana vio el labio magullado y un hueco en la dentadura. Más grave era la moradura de la sien, que le causó un momento de verdadero temor. ¿Terminarían así todos sus planes?

Deslizó los dedos por la cabeza de su sobrino; al tocar el cardenal vio que el niño hacía un gesto de dolor. Era la mejor señal: si hubiera hemorragia dentro del cráneo, a esas horas el niño estaría sumido en un sueño tan profundo que no habría sentido ningún dolor. Le dio un fuerte pellizco en el muslo y él gimió en sueños.

—¡Le estás haciendo daño! —protestó Igraine.

—No —corrigió su hermana—. Estoy tratando de averiguar si va a sobrevivir. Y vivirá, créeme. —Le dio una suave palmada en la mejilla; en aquel momento el niño abrió los ojos—. Traedme la vela.

La movió lentamente ante el niño, que la siguió con los ojos; luego volvió a cerrarlos, con un gemido de dolor.

Viviana se levantó.

—Cuida de que esté quieto. Durante un día o dos que no coma nada sólido, sólo agua o sopa. Y no remojes su pan en vino: sólo en caldo o leche. En tres días estará corriendo por toda la casa.

—¿Cómo lo sabéis? —interpeló el cura.

—Porque tengo experiencia en el arte de curar. ¿Cómo, si no?

—¿No sois una hechicera de la isla de las Brujas?

Viviana rió delicadamente.

—En absoluto, padre. Soy una mujer que, como vos, ha dedicado su vida al estudio de las cosas sagradas. Y Dios ha querido darme cierta habilidad para curar. —También podía utilizar la jerga de los cristianos. Sabía muy bien, aunque ellos lo ignoraran, que el Dios al que ambos adoraban era más grande y con menos prejuicios que un sacerdote cualquiera.

—Tengo que hablar contigo, Igraine. Acompáñame.

—Quiero estar aquí cuando vuelva a despertar. Me necesita…

—Tonterías. Llama a su aya. He de hablarte de algo importante.

Igraine la fulminó con la mirada.

—Que Isolda se siente junto a él —ordenó a una de las mujeres, antes de seguir a Viviana al pasillo.

—¿Cómo ha ocurrido esto, Igraine?

—No estoy segura…, dicen que montó el potro de su padre… Estoy confundida. Sólo sé que lo trajeron como si estuviera muerto.

—Y sólo por suerte no lo estaba —apuntó la sacerdotisa, sin rodeos—. ¿Así cuida Uther la vida de su único hijo?

—No me regañes, Viviana… he tratado de darle otros hijos. —La voz de Igraine temblaba—. Pero no puedo. Creo que es un castigo por mi adulterio.

—¿Estás loca? —estalló su hermana. Pero se contuvo. No era justo sermonearla cuando estaba afligida por su hijo enfermo—. He venido porque vi que el niño o tú estabais en peligro. Pero de eso hablaremos después. Llama a tus mujeres, cámbiate de ropa… ¿desde cuándo no comes?

—No sé. Creo que anoche comí un poco de pan y vino.

—Bueno, llama a tus mujeres y come algo —ordenó Viviana, impaciente—. Todavía traigo el polvo del viaje. Deja que vaya a lavarme y a vestirme decorosamente. Después hablaremos.

En su habitación habían encendido el fuego. Delante del hogar, sentada en un escabel, vio a una mujer pequeña, vestida con un atuendo tan oscuro y sencillo que Viviana la tomó por una de las criadas. Luego notó que la tela era finísima y el tocado, hilo bordado; entonces reconoció a la hija de Igraine.

—Morgana —dijo, besándola. La niña ya era casi tan alta como ella—. Te recordaba como una niña, pero eres casi una mujer.

—Me enteré de que habías venido, tía, y quise darte la bienvenida, pero me dijeron que habías acudido de inmediato al lecho de mi hermano. ¿Cómo está, señora?

—Lleno de golpes y magulladuras, pero se repondrá sin más tratamiento que el reposo —aseguró Viviana—. De tu madre no he logrado más que sollozos y gimoteos. ¿Podrías tú decirme cómo sucedió? ¿No hay nadie aquí que pueda cuidar debidamente de una criatura?

Morgana se retorció los dedos.

—No sé muy bien lo que pasó. Mi hermano es un niño valiente y siempre quiere montar caballos demasiado rápidos y fuertes para él, pero Uther ha dado órdenes de que sólo salga acompañado por un mozo de cuadra. Ese día, como su poni estaba cojo, pidió otro caballo. Lo que no se sabe es cómo llegó a montar el potro de Uther, al que le está prohibido acercarse. Aun así, dicen que Gwydion se mantuvo en la montura como una oveja en el zarzal, hasta que alguien soltó una yegua en celo. Tampoco hemos podido descubrir quién dejó libre a la yegua. Por supuesto, el potro fue tras ella y tiró a mi hermano en un abrir y cerrar de ojos. —La carita morena y deslucida se estremeció—. ¿De verdad va a sobrevivir?

—De verdad.

—¿Alguien ha mandado aviso a Uther? Mi madre y el cura dijeron que de nada serviría su presencia junto al enfermo.

—Supongo que Igraine se ocupará de eso.

—Supongo.

Viviana sorprendió una sonrisa cínica en la cara de la niña. Obviamente, Morgana no le tenía ningún cariño a Uther, y no pensaba mejor de su enamorada madre. Sin embargo, era lo bastante responsable para recordar que era preciso dar al rey noticias de su hijo. No era una joven cualquiera.

—¿Qué edad tienes, Morgana? Los años pasan tan deprisa que ya no lo recuerdo.

—A comienzos del verano cumpliré once.

«Suficiente para iniciar el aprendizaje de sacerdotisa», pensó Viviana. Entonces cayó en la cuenta de que aún llevaba puesta la ropa de viaje.

—Morgana, ¿puedes ordenar a las criadas que me traigan un poco de agua para lavarme y que me ayuden a ponerme presentable?

—El agua ya está aquí, en el caldero del hogar —dijo Morgana. Luego añadió tímidamente—: Y para mí será un honor atenderte personalmente, señora.

—Como gustes.

Viviana dejó que su sobrina la ayudara a lavarse y escogió un vestido verde. Morgana tocó el paño con dedos admirados.

—Qué hermoso tinte. Nuestras mujeres no saben conseguir un verde tan bonito. Dime, ¿qué usáis para lograrlo?

—Sólo glasto, hierba pastel.

—Pero con esa planta sólo se hacen tintes azules.

—Ésta se prepara de otro modo. Más tarde hablaremos de tintes, si te interesan las hierbas —prometió Viviana—. Ahora tenemos otros asuntos que tratar. Dime: ¿tu hermano es dado a escapadas como ésta?

—En realidad, no. Es fuerte y robusto, pero muy dócil —dijo Morgana—. Dice que, como futuro guerrero, su primera obligación es respetar las órdenes. Por eso no me explico que haya montado a Trueno. Pero aun así, no se habría herido si no…

Viviana asintió con la cabeza.

—Me gustaría saber quién soltó a esa yegua y por qué.

La niña dilató los ojos al comprender lo que aquello implicaba. Su tía, que la observaba, dijo:

—Piensa: ¿ha tenido otros roces con la muerte?

Morgana vaciló.

—Tuvo la fiebre estival… pero ese año la tuvieron todos los niños. Uther dijo que no tenía que jugar con los niños de los pastores; murieron cuatro de ellos. Pero una vez fue envenenado.

—¿Envenenado?

—Isolda (y yo le confiaría mi vida, señora) jura que sólo puso hierbas inofensivas en la sopa. Sin embargo, cayó enfermo, como si le hubieran añadido setas venenosas. Pero ¿cómo pudo suceder? Ella sabe distinguir las comestibles de las otras, y todavía tiene buena vista. ¿Crees que alguien está conspirando contra la vida de mi hermano, señora Viviana?

La sacerdotisa la atrajo hacia sí.

—Vine porque recibí una advertencia. Aún no he preguntado de dónde viene el peligro; no tuve tiempo. ¿Todavía tienes la videncia, Morgana? La última vez que nos vimos me dijiste…

La niña bajó la mirada al suelo, ruborizada.

—Me ordenaste no hablar de eso. E Igraine dice que tengo que pensar en cosas reales, no en sueños, así que he tratado…

—De momento, Igraine tiene razón: no tienes que hablar ociosamente de estos temas con los que sólo han nacido una vez. Pero conmigo puedes hablar siempre libremente. Mi videncia sólo puede enseñarme lo que incumbe a la seguridad de la isla Sagrada, pero el hijo de Uther es hijo de tu madre y, por medio de ese vínculo, tu videncia podrá determinar quién trata de matarlo. Bien saben los dioses que Uther tiene muchos enemigos.

—Pero no sé utilizarla.

—Yo te enseñaré, si lo deseas —dijo Viviana.

La niña levantó la mirada, atemorizada.

—Uther ha prohibido hechicerías en su reino.

—Uther no es mi amo —replicó la sacerdotisa lentamente—. Y nadie puede mandar sobre la conciencia de otra persona. Sin embargo… ¿crees que es ofender a Dios tratar de descubrir si alguien conspira contra tu hermano?

—No, no creo que sea malo. —Morgana tragó saliva. Finalmente dijo—: Y no creo que tú me indujeras a hacer nada incorrecto, tía.

Una punzada de dolor atravesó el corazón de Viviana. ¿Qué había hecho para ganar aquella confianza? Lamentaba con toda el alma que esa niña no fuera su hija, la que nunca había podido ofrecer a la isla Sagrada.

«¿Estoy dispuesta a ser implacable también con ella? ¿Puedo adiestrarla con rigor o mi cariño me hará menos inflexible de lo necesario para preparar a una suma sacerdotisa? ¿Puedo usar su amor por mí, que no merezco, para ponerla a los pies de la Diosa?».

Usando años de disciplina, esperó a que su voz sonara límpida y perfectamente firme.

—Así sea, pues. Tráeme un cuenco de plata o de bronce, totalmente limpio y restregado con arena, y llénalo de agua de lluvia fresca. Una vez que hayas terminado, no hables con nadie, hombre o mujer.

Serenamente sentada junto al fuego, aguardó el regreso de Morgana.

—Tuve que restregarlo yo misma —dijo la niña, ofreciéndole una jofaina reluciente, llena hasta el borde de agua limpia.

—Ahora suéltate el pelo, Morgana.

La miró con curiosidad, pero Viviana dijo con voz severa:

—Sin preguntas.

Morgana se quitó la horquilla de hueso y largos mechones, gruesos, oscuros y completamente lacios, cayeron en masa en los hombros.

—Ahora quítate todas las joyas y ponlas aquí, lejos de la jofaina.

La niña tiró de los dos pequeños anillos sobredorados que llevaba en un dedo y desprendió el broche de su sobreveste. Sin comentarios, Viviana le ayudó a quitársela. Luego, abrió un saquito que llevaba colgado al cuello y sacó una pequeña cantidad de hierbas molidas que despedían un olor dulzón. Después de echar unos cuantos pellizcos en el agua, dijo en tono grave y neutro:

—Mira dentro del agua, Morgana. Serena tu mente y dime qué ves.

Su sobrina se arrodilló frente al cuenco, mirando atentamente la superficie clara. El cuarto estaba muy silencioso, tanto que se oía el leve chirriar de algún insecto en el patio. Entonces Morgana dijo, con voz vacilante:

—Veo una barca. Tiene colgaduras negras y en ella van cuatro mujeres… Cuatro reinas, pues llevan corona… y una de ellas eres tú… ¿o yo?

—Es la barca de Avalón —explicó Viviana—. Sé lo que ves. —Pasó levemente la mano por el agua—. Mira otra vez, Morgana.

En esa ocasión el silencio fue más prolongado. Al fin, la niña dijo:

—Veo ciervos, una gran manada de ciervos, y un hombre entre ellos con el cuerpo pintado… Lo atacan con los cuernos…, oh, ha caído, lo matarán…

Su voz tembló otra vez y Viviana volvió a pasar la mano por la superficie del agua.

—Basta —ordenó—. Ahora verás a tu hermano.

Volvió a quedar en silencio, un silencio que se alargaba pesadamente. Viviana sintió el cuerpo entumecido por la tensión de la inmovilidad, pese a la disciplina aprendida. Por fin Morgana murmuró:

—Qué inmóvil está… pero respira y pronto despertará. Veo a mi madre… No, no es mi madre, es tía Morgause, con todos sus hijos… Son cuatro…, qué extraño, todos llevan corona… y hay otro que tiene una daga… ¿por qué es tan joven? ¿Es hijo suyo? Oh, va a matarlo, va a matarlo… ¡Oh, no!

Su voz se elevó hasta el grito. Viviana la tocó en el hombro.

—Basta —dijo—. Despierta, Morgana.

La niña cabeceó como un cachorro que se desperezara después del descanso.

—¿He visto algo? —preguntó.

Su tía asintió con la cabeza.

—Algún día aprenderás a ver y recordar —dijo—. Por ahora es suficiente.

Ya estaba preparada para enfrentarse a Uther y a Igraine. Hasta donde ella sabía, Lot de Orkney era un hombre honorable y había jurado apoyar a Uther. Pero si el Pendragón moría sin heredero… Morgause ya le había dado dos hijos varones y probablemente habría más, puesto que la niña había visto cuatro. En el pequeño reino de Orkney no había lugar para cuatro príncipes. Al llegar a la edad adulta los hermanos se arrancarían mutuamente los ojos. Y Morgause… Viviana recordó con un suspiro la desmedida ambición de su hermana menor. Si Uther moría sin heredero, el candidato más lógico para el trono sería Lot, el cuñado de la reina. Sería el gran rey y sus hijos, herederos de los reinos menores.

¿Se rebajaría Morgause a conspirar contra la vida de un niño? Viviana no quería pensar eso de la criatura que ella misma había amamantado. Pero Morgause y Lot, juntos, con sus ambiciones… No sería difícil sobornar a un mozo de cuadra o introducir a uno de sus hombres en la corte de Uther, con órdenes de poner al niño en peligro con toda la frecuencia posible.

«Todos nuestros planes pudieron haber fracasado en un momento».

A la hora de la cena encontró a Uther solo a la mesa principal, mientras los vasallos y los criados comían pan con tocino en otra. Se levantó para saludarla cortésmente.

—Igraine aún está con su hijo, cuñada; le imploré que se acostara, pero dijo que dormirá cuando el niño recobre la conciencia.

—Ya he hablado con ella, Uther.

—Ah, sí, me dijo que le disteis vuestra palabra de que vivirá. ¿Os parece prudente? Después de eso, si muriera…

Estaba ojeroso y preocupado. No parecía haber envejecido desde su boda con Igraine; su pelo era tan rubio que nadie sabía si estaba encanecido o no. Vestía lujosamente y se afeitaba a la manera romana. Aunque no portaba corona, lucía en los brazos dos ajorcas de oro puro y un collar del mismo material.

—Esta vez no morirá. Tengo alguna experiencia en lesiones de cabeza. Y los golpes del cuerpo no llegan a los pulmones. En uno o dos días estará corriendo.

Uther se relajó un poco.

—Si descubro quién soltó la yegua… ¡Tendría que despellejarlo a azotes por haber montado a Trueno!

—No tendría sentido. Ya ha pagado el precio de su desobediencia —dijo Viviana—. Pero tendríais que tenerlo más vigilado.

—No puedo hacerlo vigilar día y noche —dijo Uther con mala cara—. Me ausento con mucha frecuencia para hacer la guerra. Y un niño tan mayor no puede vivir pegado a las faldas de su aya. No es la primera vez que estamos a punto de perderlo.

—Eso me dijo Morgana.

—Mala suerte, mala suerte. El hombre que sólo tiene un hijo varón está siempre a merced de cualquier golpe de mala suerte. Pero estoy faltando a la cortesía. Sentaos a mi lado y compartid mi plato, si deseáis. Sé que Igraine deseaba mandaros llamar y le di autorización para enviar a un mensajero. Pero habéis acudido mucho antes de lo que podíamos imaginar. ¿Es cierto, pues, que las brujas de la isla Sagrada pueden volar?

Viviana rió entre dientes.

—¡Ojalá pudiera! ¡Así no habría destrozado en el pantano dos pares de buen calzado! —Cogió un trozo de pan y algo de mantequilla—. Vos, que lleváis serpientes en las muñecas, tendríais que saber que no se puede dar crédito a esas viejas fábulas. Pero entre Igraine y yo hay un vínculo de sangre y cuando me necesita, lo sé.

Uther apretó los labios.

—Demasiado he tenido de sueños y brujerías. No quiero más en toda mi vida.

Eso acalló a su cuñada, tal como él pretendía. Viviana se dejó servir cordero salado y habló cordialmente sobre las verduras frescas, las primeras del año. Después de comer con mesura dejó su cuchillo, diciendo:

—No importa cómo llegué aquí, Uther: fue buena suerte y eso es señal de que vuestro hijo está bajo la protección de los dioses porque será imprescindible.

—No puedo esperar mucho más de la buena suerte —dijo él, con voz tensa—. Si en verdad sois hechicera, cuñada, os ruego que deis a Igraine alguna pócima contra la esterilidad. Cuando nos casamos pensé que me daría muchos hijos, pero sólo hemos tenido uno y ya tiene seis años.

«Está escrito en las estrellas que no tendrás otro varón», pensó Viviana, pero en cambio dijo:

—Hablaré con Igraine para asegurarme de que no sea alguna enfermedad lo que le impide concebir.

—Oh, concibe sin dificultad, pero no puede gestar a la criatura durante más de una o dos lunas. Y uno que llegó a nacer se desangró cuando le cortaron el cordón umbilical —explicó Uther, ceñudo—. Tal vez fuera lo mejor, porque era deforme. Si pudierais hacerle algún hechizo para lograr un hijo sano… No sé si creo en esas cosas, pero estoy dispuesto a asirme a un clavo ardiendo.

—No cuento con esos hechizos —dijo Viviana compadecida—. Y en todo caso, no puedo entrometerme en el destino. ¿No os lo ha dicho vuestro sacerdote?

—Oh, sí. Pero mi sacerdote no tiene que gobernar un reino que caerá en el caos si muero sin heredero. ¡Ésa no puede ser la voluntad de Dios!

—Nadie sabe cuál es la voluntad de Dios. Pero me parece obvio que tenéis que cuidar la vida de este pequeño, puesto que ha de ocupar el trono.

Uther apretó los labios.

—Dios no lo permita —dijo—. El niño es bueno y prometedor, pero no puede heredar el trono de Britania. Todo el mundo sabe que fue engendrado cuando Igraine aún estaba casada con Gorlois. Y nació una luna antes de lo que habría debido. Claro que era pequeño y debilucho, como los niños que salen del vientre antes de tiempo, pero no puedo dar esas explicaciones a todos los que estaban contando con los dedos, ¿verdad?

—Se parece mucho a vos —observó Viviana—. ¿Creéis que en esta corte todos son ciegos?

—¿Y los que nunca han estado en la corte? No: es preciso que tenga un heredero de nacimiento sin mácula. Igraine tiene que darme un hijo varón.

—Dios así lo quiera —dijo la sacerdotisa—. Pero no podéis imponerle vuestra voluntad ni permitir que se pierda la vida de Gwydion. ¿Por qué no lo enviáis a Tintagel? Si lo mandáis tan lejos, a cargo de vuestro vasallo de mayor confianza, todos pensarán que es realmente hijo de Gorlois y que no tenéis la intención de nombrarlo gran rey. Tal vez así no se molesten en conspirar contra él.

Uther frunció el entrecejo.

—Aunque lo enviara a Roma o al país de los godos, sólo estará a salvo cuando Igraine me haya dado otro hijo varón.

—Y con los peligros del viaje, eso no es práctico —reconoció Viviana—. Tengo otra sugerencia. Enviadlo a Avalón. Allí nadie puede entrar, salvo los fieles que sirven a la isla Sagrada, y aprenderá todo lo que tiene que saber sobre la historia de este país, su destino y el de Britania. Ninguno de vuestros enemigos sabe dónde está la isla; en Avalón no sufriría ningún daño.

—Así estaría a salvo, pero no es posible, por razones prácticas. Mi hijo ha de ser educado en la fe cristiana. La Iglesia es poderosa y no aceptaría a ningún rey…

—¿No habéis dicho que no puede sucederos? —observó con sequedad.

—Bueno, la posibilidad existirá mientras Igraine no tenga otros varones —manifestó el rey desesperado—. Si se educa entre los druidas… Los sacerdotes dirán que eso es maligno.

—¿Os parezco maligna, Uther? ¿Os lo parece Merlín?

Le miraba directamente a los ojos. Él bajó la mirada.

—No, por supuesto. Pero yo también desconfío de la magia de Avalón. —Con un gesto nervioso, tocó las serpientes tatuadas en sus brazos—. En aquella isla vi cosas que harían palidecer a cualquier cristiano. Y cuando mi hijo sea hombre, toda esta isla será cristiana. No habrá necesidad de que el rey entienda de esas cosas.

Viviana tuvo deseos de gritarle: «¡Estúpido! No fueron tus curas cristianos los que te pusieron en ese trono, sino Merlín y yo». Pero de nada serviría discutir.

—Tenéis que hacer lo que vuestra conciencia os indique, Uther. Pero os ruego que lo pongáis bajo la tutela de alguien de confianza en un lugar secreto. Divulgad que preferís criarlo en el anonimato, lejos de los halagos que rodean en la corte a un príncipe; eso es muy común. Haced creer que va a la baja Britania, como mi hijo Galahad, que pronto irá a educarse en la corte de Ban, su padre. Luego enviádselo a uno de vuestros vasallos más pobres y dignos de confianza.

Uther asintió lentamente.

—Para Igraine será un gran dolor separarse del niño —dijo—, pero un príncipe tiene que ser educado como convenga a su futuro y adiestrado en cuestiones militares. Ni siquiera a vos, cuñada, os diré dónde he de enviarlo.

Viviana sonrió para sí, pensando: «¿De verdad crees que podrías ocultármelo si yo deseara saberlo?». Pero era demasiado diplomática para decirlo en voz alta.

—Tengo otro favor que pediros, cuñado —dijo—. Dadme a Morgana para que la eduque en Avalón.

Él la miró fijamente y negó con la cabeza.

—Imposible.

—¿Qué es imposible para un gran rey, Pendragón?

—Para Morgana sólo hay dos caminos posibles. Casarse con un hombre completamente leal a mí o, si no encuentro a semejante aliado, tomar el hábito de monja.

—No parece lo bastante religiosa para ser buena monja.

Uther se encogió de hombros.

—Con la dote que puedo darle, cualquier convento la aceptará con gusto.

De pronto Viviana se enfureció. Con la mirada clavada en el rey, dijo:

—¿Creéis poder conservar este reino por mucho tiempo sin la buena voluntad de las Tribus, Uther? A ellas no les interesa vuestro Cristo ni vuestra religión. Respetan Avalón. Os juraron Ciencia, pero si Avalón os retira su apoyo… Así como os encumbramos, Uther, así podemos abatiros.

—Grandes palabras, señora, pero ¿podéis cumplir vuestra amenaza? —contraatacó él—. ¿Haríais eso por una simple niña que, por añadidura, es hija de Cornualles?

—Ponedme a prueba.

Esta vez no bajó la mirada, la irritación le hizo mantenerla fija en ella. Era un adversario digno de su acero y Viviana decidió intentar que entrara en razón.

—Escuchadme, Uther. La niña tiene el don de la videncia; es innato. No hay modo de que pueda escapar de lo Invisible: la seguirá dondequiera que vaya. Y al jugar con esas cosas será tachada de bruja. ¿Es eso lo que deseáis para una princesa de vuestra corte?

—¿Dudáis que Igraine sea capaz de criar a su hija como conviene a una cristiana? En todo caso, tras los muros de un convento no podrá hacer ningún daño.

—¡No! —exclamó la Dama, en voz tan alta que algunos de los presentes se volvieron a mirarla—. La niña es una sacerdotisa nata, Uther. Metedla en un convento y languidecerá como una gaviota enjaulada. ¿Condenaríais a la hija de Igraine a la angustia eterna o a la misma muerte? Porque en verdad creo, después de haber hablado con ella, que allí dentro se mataría.

Viendo que el argumento había dado en el blanco, se apresuró a insistir:

—Ha nacido para Avalón. Dejad que cultive debidamente sus dones. ¿Tan feliz es aquí? ¿Tanto adorna vuestra corte que lamentéis dejarla ir?

Él movió lentamente la cabeza.

—Por el bien de Igraine he tratado de amarla, pero es… extraña.

Viviana esbozó una sonrisa tensa.

—Cierto. Es como yo y como nuestra madre. No ha nacido para el convento ni para las campanas de la iglesia.

—Pero ¿cómo podría privar a Igraine de sus dos hijos al mismo tiempo? —inquirió el rey desesperado.

Ella también sintió una punzada de pena, casi de culpa, pero afirmó:

—Igraine también nació para sacerdotisa. Respetará su destino como vos respetáis el vuestro. Y si teméis la cólera de vuestro sacerdote —añadió, guiándose por una corazonada—, no digáis a nadie dónde la habéis enviado. Divulgad, si así lo preferís, que va a educarse en un convento. Es demasiado sabia y sobria para los coqueteos y las frivolidades de la corte. En cuanto a Igraine, si sabe que sus hijos son felices y están fuera de peligro, siguiendo cada uno su destino, se contentará con teneros a vos.

Uther inclinó la cabeza.

—Así sea —dijo—. El niño quedará bajo la tutela de mi vasallo más oscuro y leal. Pero ¿cómo viajará sin que se sepa? ¿No lo seguirá el peligro?

—Se le puede enviar por caminos ocultos y bajo un hechizo, tal como vos mismo llegasteis a Tintagel —apuntó la sacerdotisa—. Aunque no confiéis en mí, ¿confiáis en Merlín?

—Con mi vida —aseguró el rey—. Que él lo lleve. Y Morgana, a Avalón. —Apoyó la cabeza en las manos, como si la carga fuera demasiado grande—. Sois sabia —dijo. Luego la miró con un odio inflexible—. ¡Ojalá fuerais una pobre estúpida a la que pudiera despreciar, maldita seáis!

—Si vuestros curas están en lo cierto —señaló Viviana con serenidad—, ya estoy maldita. Podéis ahorrar saliva.