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INCLUSO en pleno verano, Tintagel era un lugar espectral; Igraine, esposa del duque Gorlois, contemplaba el mar desde el promontorio. Con la mirada clavada en la niebla y en la bruma, se preguntó cómo podría saber en qué momento la noche y el día duraban lo mismo, para poder celebrar la fiesta del Año Nuevo. Aquel año las tormentas de primavera habían sido inusualmente violentas; en el castillo, el estruendo del mar resonaba noche y día, sin dejar dormir ni a hombres ni a mujeres; hasta los perros aullaban lúgubremente.

Tintagel… había quienes aún creían que el castillo había sido edificado, en los riscos del largo arrecife que penetraba en el mar, por la magia del antiguo pueblo de los Ys. El duque Gorlois respondía, riendo, que si él hubiera tenido algo de esa magia la habría usado para impedir que el mar fuera invadiendo la costa año tras año. En los cuatro años transcurridos desde que llegara allí como esposa de Gorlois, Igraine había visto desmoronarse la buena tierra en el mar de Cornualles. Largos brazos de roca negra se adentraban en el océano desde la costa. Cuando brillaba el sol, el cielo y el agua resplandecían como las joyas con las que Gorlois la colmó el día en que supo que le iba a dar su primer hijo. Pero a Igraine no le gustaba lucirlas. La joya que pendía de su cuello le fue entregada en Avalón: una piedra lunar que reflejaba el fulgor azul del cielo y del mar; pero aquel día brumoso, incluso la piedra parecía ensombrecida.

En la niebla, los sonidos atraviesan largas distancias. Igraine, mientras miraba el mar, tuvo la sensación de estar oyendo pisadas de caballos y mulas, sonido de voces. Voces humanas allí, en la aislada Tintagel.

Igraine se dio lentamente la vuelta para volver al castillo. Allí, en el último rincón del mundo, donde el mar devoraba interminablemente la tierra, era fácil creer en extensiones anegadas hacia el oeste. También se contaba que había estallado una gran montaña de fuego, muy al sur, devorando una gran extensión de tierra. Igraine nunca supo si creerlo o no.

Sí, indudablemente, oía voces en la niebla. No podían ser invasores llegados del mar o de las costas salvajes de Erin. Estaba lejos el tiempo en que se sobresaltaba ante una sombra o ante cualquier sonido extraño. El duque no era su marido: éste se encontraba lejos, en el norte, combatiendo contra los sajones al lado de Ambrosio Aureliano, gran rey de Britania. Si hubiera tenido la intención de volver, le habría mandado aviso.

Y no tenía nada que temer. De tratarse de jinetes hostiles, los guardias y los soldados de la fortaleza dejados por el duque para proteger a su esposa y a su hija, les hubieran detenido. Sólo un ejército habría podido pasar. ¿Y quién podía enviar un ejército contra Tintagel?

En otros tiempos, recordaba Igraine sin amargura mientras entraba lentamente en el patio, habría adivinado quién cabalgaba hacia su castillo. Pensarlo ya no la ponía triste. Desde el nacimiento de Morgana ya no lloraba por su hogar. Y Gorlois era bondadoso con ella. Había calmado el miedo y el odio que sintió al principio con joyas y hermosos objetos, trofeos de guerra; la rodeaba de damas para que la atendieran y la trataba siempre de igual a igual, salvo en los consejos de guerra. No se podía pedir más, a menos que se hubiera casado con un hombre de las Tribus. Y no había tenido elección. Una hija de la isla Sagrada tenía que hacer lo que fuera mejor para su pueblo: ya fuera entregar la vida en el sacrificio, ya renunciar a su virginidad en el sagrado matrimonio, ya casarse convenientemente para cimentar alianzas. Y esto era lo que había hecho Igraine al desposarse con el romanizado duque de Cornualles, que vivía a la usanza romana aunque ya no quedaran romanos en toda Britania.

Se quitó el manto de los hombros. Hacía calor en el patio, que la protegía del fuerte viento. Y allí, una figura se irguió ante ella, materializándose entre la niebla y la llovizna: su media hermana Viviana, la Dama del Lago, la Dama de la isla Sagrada.

—¡Hermana! —susurró, poniéndose las manos en el pecho—. ¿Estás aquí de verdad?

La expresión era de reproche. Las palabras parecieron perderse en el viento, más allá de las murallas.

«¿Has renunciado a la Videncia, Igraine? ¿Por voluntad propia?».

Ofendida por la injusticia, la joven replicó:

—Fuiste tú quien decretó que me casara con Gorlois…

Pero la silueta de su hermana se había fundido con las sombras. Nunca había estado allí. Igraine parpadeó: la breve aparición se había esfumado. Y luego se estremeció, sabiendo que el padre Columba consideraría aquello una obra del demonio cuando se confesara. Aunque allí, en el fin del mundo, los sacerdotes eran permisivos, una visión sería tratada como algo impuro.

Frunció el entrecejo. ¿Por qué pensar que una visita de su hermana era obra del diablo? El padre Columba podía decir lo que quisiera; tal vez su Dios fuera más sabio que él. Igraine pensó, con una sonrisa, que eso no era muy difícil. Quizás el padre se había hecho sacerdote de Cristo porque ninguna escuela de druidas habría aceptado entre sus filas a un hombre tan estúpido. Al parecer, al Dios cristiano no le preocupaba que un cura fuera estúpido siempre que pudiera farfullar su misa y leer y escribir un poco. Incluso ella, que no había tenido la voluntad de estudiar los misterios de la antigua religión, podía pasar por una señora instruida entre aquellos bárbaros romanizados.

En un cuarto que daba al patio, donde en los días despejados entraba el sol, estaba Morgause, su hermana menor, una joven de trece años, vestida con una burda túnica de lana sin teñir y una vieja capa sobre los hombros; hilaba con aire ausente, girando el huso para recoger la hebra de la rueca. En el suelo, junto al fuego, Morgana jugaba con un viejo huso, observando los erráticos movimientos que hacía al girar.

—¿Ya puedo dejar de hilar? —se quejó Morgause—. ¡Me duelen los dedos! ¿Por qué tengo que pasarme la vida hilando como si fuera una dama de compañía?

—Toda señora tiene que aprender a hilar —la regañó Igraine, como sabía que era su obligación—. Y tu hebra es una vergüenza: aquí fina, aquí gruesa… Cuando te habitúes a la labor te fatigarás menos. Los dedos doloridos indican que has sido perezosa, pues no se han encallecido con el trabajo.

Cogió el huso y la rueca y los utilizó con desenvoltura; bajo sus dedos experimentados, el hilo adquirió un grosor perfecto. Y de pronto se cansó de comportarse como correspondía.

—Bueno, ya puedes dejar la rueca; tendremos visita a primera hora de la tarde.

Morgause la miró fijamente.

—No he oído nada —comentó—. Ni siquiera a un jinete con un mensaje.

—No me sorprende, porque no lo ha habido —respondió Igraine—. Fue una visión. Viviana viene hacia aquí, acompañada por Merlín. —Supo esto sólo después de decirlo—. Lleva a Morgana con su niñera y ponte el vestido de fiesta, el teñido con azafrán.

La joven guardó prestamente el huso, pero se detuvo para mirarla fijamente.

—¿El vestido color azafrán? ¿Para recibir a mi hermana?

—A tu hermana no —corrigió Igraine—. A la Dama de la isla Sagrada y al Mensajero de los dioses.

Morgause bajó la mirada. Era una muchacha alta y fuerte que empezaba a desarrollarse y hacerse mujer. Tenía una espesa cabellera roja, como la de Igraine, y la cara llena de pecas. A los trece años ya era tan alta como su hermana. Recogió de mal grado a la niña y se la llevó, mientras su hermana ordenaba:

—Que la niñera le ponga un vestido de fiesta. Luego tráela para que Viviana la conozca.

Arriba, en su dormitorio, hacía frío; allí sólo se encendía el fuego en lo más crudo del invierno. Cuando Gorlois estaba ausente, Igraine compartía la cama con Morgana y con Gwennis, su doncella. A veces también Morgause dormía allí, bajo las pieles del cobertor. En el gran lecho matrimonial, con dosel y cortinas para protegerse de las corrientes de aire, había espacio suficiente para tres mujeres y una criatura.

La anciana Gwen dormitaba en un rincón. Igraine, sin despertarla, se quitó el vestido de lana sin teñir y se puso el de gala, adornado con una cinta de seda que Gorlois le había llevado de Londínium. Se puso unos anillos de plata, que tenía desde que era niña y que ahora sólo le entraban en los meñiques, y un collar de ámbar, regalo de Gorlois. Luego se trenzó el pelo, lo sujetó con un pasador dorado y prendió un broche de oro auténtico en un pliegue de su manto. Se estudió en el viejo espejo de bronce, regalo de boda de Viviana. Hacía ya un año que había destetado a Morgana y sus pechos habían vuelto a ser los de antes, quizá algo más suaves y henchidos, y había recuperado su antigua esbeltez.

Gorlois, a su regreso, querría volver a yacer con ella. Cediendo a sus súplicas, le había permitido continuar amamantando a la niña durante el verano, la estación en que morían tantos niños. Igraine sabía que estaba descontento por no haber tenido el varón que deseaba; los romanos cuentan su linaje por la rama masculina, lo cual era absurdo: ¿cómo se puede saber con exactitud quién había engendrado al hijo de una mujer? Claro que los romanos daban mucha importancia a saber quién se acostaba con sus mujeres; las tenían encerradas y bajo vigilancia.

Desde luego, Igraine no lo necesitaba: un solo hombre ya era suficientemente malo; ¿quién podía querer a otros, que quizá fueran peores?

Pero Gorlois, pese a sus deseos de tener un hijo varón, había sido indulgente: le permitió amamantar a Morgana y evitó su cama para que no perdiera la leche con otro embarazo. Por la noche se acostaba con Ettarr, su doncella de cámara. Ésta, embarazada a consecuencia de las visitas, había dado en pavonearse. ¿Sería ella la que diera un varón al duque de Cornualles? Igraine no le prestó atención, pues Gorlois ya tenía otros hijos bastardos. Pero cuando la muchacha cayó enferma y abortó, tuvo la prudencia de no preguntar a Gwen por qué estaba tan complacida. La anciana sabía mucho de hierbas. Igraine resolvió que algún día le haría decir qué había puesto exactamente en la cerveza de Ettarr.

Morgause la esperaba en la cocina, con su mejor vestido. Morgana, vestida de apagado color azafrán, parecía tan oscura como un picto. Era pequeña, morena y delicada, de huesos tan menudos como los de un pajarillo. ¿De quién lo habría heredado? Igraine y Morgause eran altas y pelirrojas, como todas las mujeres de las Tribus; Gorlois, aunque moreno, tenía la estatura y la delgadez aquilina de los romanos. Y también su dignidad, que le impedía manifestar algo más que indiferencia por su hija.

Mientras daba órdenes para que asaran carne y subieran vino de la bodega, oyó el cacareo asustado de las gallinas en el patio. Los jinetes habían cruzado a través del paso. Los criados estaban atemorizados, pero la mayoría se resignaba a la Videncia del ama. Ella la había fingido, empleando algunas triquiñuelas, para conservar aquel respeto. En aquel momento pensó: «Tal vez siempre la tuve. Tal vez sólo creí perderla porque me encontré débil y falta de energía durante el embarazo. Ahora he vuelto a ser la de siempre. Mi madre fue una gran sacerdotisa hasta el día de su muerte, a pesar de tener varios hijos». Claro que su madre tuvo a sus hijos en libertad, como corresponde a una mujer de las Tribus, y de los padres que ella escogió, no como esclava de un romano cuyas costumbres le daban poder sobre mujeres e hijos.

Bajó lentamente al patio, donde los jinetes ya estaban desmontando. Su mirada se dirigió de inmediato a la única mujer: era menuda y ya había dejado atrás la juventud; vestía una túnica de hombre y calzas de lana, y estaba envuelta en capas y chales. Aunque cruzaron una mirada cordial a través del patio, Igraine fue a inclinarse ante el anciano alto y delgado que desmontaba de una mula huesuda. Llevaba las vestiduras azules de los bardos y una lira colgada del hombro.

—Os doy la bienvenida a Tintagel, señor Mensajero; vuestra presencia honra nuestro hogar.

—Gracias, Igraine —dijo con voz resonante, y Taliesin, Merlín de Britania, druida y bardo, unió las manos ante su rostro para luego extenderlas hacia ella en un gesto de bendición.

Una vez cumplido su deber, Igraine corrió hacia su media hermana. Iba a inclinarse también ante ella, pero Viviana se lo impidió.

—No, no, criatura. Ésta es una visita familiar. Ya tendrás tiempo para rendirme honores, si quieres. —Estrechando a su hermana, le dio un beso en la boca—. ¿Ésta es la pequeña? Ya veo que tiene la sangre del pueblo antiguo. Se parece a nuestra madre, Igraine.

Viviana rondaba los treinta años; por ser la hija mayor, había sucedido a su madre como sacerdotisa, Dama del Lago y de la isla Sagrada. Alzó a Morgana con las manos expertas de la mujer acostumbrada a tratar con niños.

—Se parece a ti —observó Igraine, asombrada de no haberlo notado antes. Claro que no veía a Viviana desde su boda. Y habían pasado muchas cosas desde que, siendo una quinceañera asustada, la entregaran a un hombre que la doblaba en edad—. Pero pasad al salón, señor Merlín, hermana mía. Venid al calor.

Libre ya de las capas y los chales, con una túnica holgada y una daga en el cinturón, envueltas las piernas en gruesas calzas, Viviana era sorprendentemente diminuta, una niña con ropa de adulto. Su rostro pequeño y cetrino tenía forma triangular; el pelo era tan oscuro como las sombras de los acantilados. También los ojos eran oscuros, grandes para una cara tan pequeña. Igraine nunca se había dado cuenta de lo pequeña que era.

Una criada les llevó la copa de los huéspedes: vino caliente, mezclado con lo que restaba de las especias compradas por Gorlois en los mercados de Londínium. Cuando Viviana la cogió entre las manos, Igraine parpadeó: de pronto parecía alta e imponente. Se la llevó lentamente a los labios, murmurando una bendición. Después de probar el contenido, la depositó en manos de Merlín. Éste la recibió con una profunda reverencia y la acercó a su boca. Igraine a su vez recibió la copa, bebió un sorbo y pronunció las palabras formales de bienvenida, sintiendo que también formaba parte de aquel bello y solemne ritual, aunque apenas se había adentrado en los Misterios.

Cuando dejó el recipiente a un lado, la emoción del momento pasó. Viviana volvió a ser una mujer menuda y cansada, y Merlín, sólo un anciano encorvado. Los condujo rápidamente hacia el fuego.

—Largo es el viaje en estos días desde las costas del mar del Estío —comentó—. ¿Qué os trae por aquí, en época de tormentas primaverales, hermana y señora mía?

«¿Y por qué no viniste antes? ¿Por qué me dejaste sola, llena de miedo y nostalgia? ¿Por qué vienes ahora, demasiado tarde cuando ya estoy resignada a la sumisión?».

—En verdad, la distancia es larga —dijo Viviana con suavidad, e Igraine comprendió que la sacerdotisa había oído, como siempre, las palabras no dichas junto con las pronunciadas—. Y éstos son tiempos peligrosos, hija mía. En estos años te has hecho mujer, aunque te hayas sentido solitaria. Pero si hubieras escogido el camino del sacerdocio habrías sufrido la misma soledad, querida Igraine. —Luego se agachó, suavizando la expresión—. Claro que sí, puedes sentarte en mi regazo, pequeña.

Y alzó a Morgana. Igraine la observó con extrañeza y algún resentimiento, pues la niña, generalmente tan tímida como un conejo silvestre, se acomodó en el regazo de su tía.

—¿Y Morgause? Cómo ha crecido desde que te la envié, hace un año. —Miró a la hermana menor, que estaba entre las sombras que producía el fuego con gesto resentido—. Acércate a besarme, hermana. Ah, vas a ser tan alta como Igraine. Sí, siéntate a mis pies si quieres, niña.

Morgause, mohína como un cachorro a medio adiestrar, apoyó la cabeza en el regazo de Viviana. Igraine notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.

«Nos tiene a todos en sus manos. ¿De dónde surge tanto poder? Acaso sea que Morgause no ha conocido a otra madre». La madre que, demasiado anciana para tener hijos, había muerto al dar a luz. Meses antes, Viviana había tenido una criatura que no sobrevivió, y fue ella quien amamantó a Morgause.

Morgana se había acurrucado en su regazo; Morgause apoyó en su rodilla la cabeza sedosa y pelirroja, que la sacerdotisa acarició.

—Habría venido a veros cuando nació Morgana —dijo—, pero yo también estaba embarazada. Aquel año di a luz a un varón. Lo he dado a criar y creo que su madre adoptiva lo mandará con los monjes. Es cristiana.

—¿No te molesta que se críe como cristiano? —preguntó Morgause—. ¿Es hermoso? ¿Cómo se llama?

—Le di el nombre de Balan —dijo Viviana, riendo—. Y su hermano adoptivo se llama Balin. Como se llevan apenas diez días, no dudo que se criarán como gemelos. Y no, no me molesta que lo eduquen como cristiano, porque su padre lo era y Priscila es una buena mujer. Dijiste que el viaje hasta aquí era largo, Igraine; créeme, hija, es más largo ahora que cuando te casaste con Gorlois. Tal vez sea igual desde la isla de los Sacerdotes, en la que crece el Santo Espino, pero la distancia es mucho mayor desde Avalón…

—Y por eso hemos venido —dijo Merlín de repente. Su voz sonó como el tañido de una gran campana, asustando a Morgana.

—No comprendo —dijo Igraine, súbitamente inquieta—. Si las dos islas están tan cerca…

—Las dos son una —corrigió Merlín irguiéndose—, pero los seguidores de Cristo dicen que no hay más Dios que el suyo; que Él creó el mundo, que lo gobierna solo y que solo hizo las estrellas y el resto de la creación.

Igraine se apresuró a hacer la señal sagrada contra la blasfemia.

—Pero eso es imposible —aseguró—. Ningún dios puede, por sí solo, gobernarlo todo. ¿Y qué hay de la Diosa, la Madre…?

Viviana, con su voz serena y queda, dijo:

—Creen que no hay ninguna Diosa, pues dicen que el principio de la mujer es el principio de todo mal. A través de la mujer, dicen, entró el Mal en este mundo. Los judíos tienen una leyenda sobre una manzana y una serpiente.

—La Diosa los castigará —musitó Igraine impresionada—. ¿Y vosotros me casasteis con uno de ellos?

—Entonces ignorábamos que su blasfemia fuera de tal magnitud —explicó Merlín—. En nuestros tiempos hubo seguidores de otras deidades, pero todos respetaban a los dioses ajenos.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con la distancia desde Avalón? —preguntó Igraine.

—Llegamos así al motivo de nuestra visita —dijo Merlín—. Pues como bien saben los druidas, son las creencias de la humanidad las que configuran el mundo y la realidad. Hace mucho tiempo, cuando los seguidores de Cristo llegaron a nuestra isla, comprendí que estábamos en un momento crucial, un momento que cambiaría el mundo.

Morgause miró al anciano con ojos llenos de respeto.

—¿Tan viejo eres, venerable?

—Estos asuntos son demasiado complicados para la niña, venerable padre —observó Viviana con un leve reproche—. No es sacerdotisa. Lo que Merlín quiere decir, hermana, es que él vivía cuando los cristianos llegaron aquí y le fue permitido reencarnarse de inmediato para completar su obra. Son misterios que no tienes por qué tratar de entender. Continúa, padre.

—Comprendí que era uno de esos momentos en que cambia la historia de la humanidad. Los cristianos pretenden borrar toda sabiduría que no sea la suya, y en ese empeño están haciendo desaparecer todo misterio que no concuerde con su fe religiosa. Han declarado herejía el hecho de que los hombres vivimos más de una existencia, verdad que reconoce hasta el último de los campesinos…

—Pero si no creen que haya más de una existencia —protestó Igraine—, ¿cómo evitan la desesperación? ¿Qué dios justo haría desgraciados a algunos y felices y prósperos a otros, si les diera una sola vida?

—No lo sé —reconoció Merlín. Por un momento cerró los ojos y las arrugas de su rostro se acentuaron—. El caso es que sus opiniones están alterando este mundo, no sólo en el aspecto espiritual, sino también en el material. Como niegan el mundo del espíritu y los reinos de Avalón, estos reinos dejan de existir para ellos. Existen, por supuesto, pero no en el mismo mundo que los seguidores de Cristo. Avalón, la isla Sagrada, no está muy lejos de donde estaba cuando nosotros, los de la antigua fe, permitimos a los monjes que construyeran su capilla y su monasterio en Glastonbury. Trataré de hacértelo sencillo, Igraine. Mira. —Se quitó la torques de oro del cuello y luego desenvainó su daga—. ¿Puedo poner este bronce y este oro en el mismo lugar al mismo tiempo?

La joven parpadeó sin comprender.

—No, desde luego. Puedes ponerlos juntos, pero no en el mismo lugar.

—Lo mismo sucede con la isla Sagrada —dijo Merlín—. Hace cuatrocientos años, aun antes de que los romanos intentaran la conquista, los sacerdotes nos hicieron un juramento: que jamás se alzarían contra nosotros empuñando las armas, pues estábamos aquí antes y entonces ellos eran débiles y suplicantes. Tengo que reconocer que han respetado ese juramento. Pero en espíritu, en sus plegarias, nunca han dejado de luchar contra nosotros para que su Dios expulsara a los nuestros, para imponer su sabiduría. Y según creen los hombres, así se configura su mundo. Por eso los mundos que en otros tiempos eran uno solo se están separando.

»Ahora hay dos Britanias, Igraine: la suya, bajo su único Dios y Cristo; y junto, con y detrás de ésta, el mundo donde aún impera la Gran Madre, donde el pueblo antiguo eligió vivir y rezar. Ha sucedido antes. Hubo un tiempo en que el pueblo de los duendes, los refulgentes, se retiró de nuestro mundo, adentrándose más y más en las brumas, de tal forma que sólo un vagabundo casual puede pasar la noche entre los elfos y, de hacerlo así, el tiempo no pasaría por él, y al salir, después de una sola noche, descubría que todos los suyos han muerto, pues aquella noche podría haber durado doce años. Y te digo, Igraine, que ahora está volviendo a suceder. Nuestro mundo, gobernado por la Diosa y el Astado, su consorte, está siendo separado del curso principal del tiempo. Incluso ahora, Igraine, si un viajero parte hacia la isla de Avalón, a menos que conozca muy bien el camino o lleve guía, no llegará nunca; sólo encuentra la isla de los Sacerdotes. Para la mayoría de los hombres, nuestro mundo se ha perdido en las brumas del mar del Estío. Esto comenzó a suceder aun antes de que se retiraran los romanos; ahora, a medida que las iglesias cubren la totalidad de Britania, nuestros mundos se alejan más y más. Y si no se les detiene, llegará el día en que habrá dos mundos, sin que nadie pueda ir y venir entre ambos…

—¡Así sea! —interrumpió Viviana, enfadada—. Sigo pensando que tendríamos que permitirlo. No quiero vivir en un mundo de cristianos que reniegan de la Madre…

—Pero ¿qué pasará con los otros, los que vivirán en la desesperación? —La voz de Merlín volvió a sonar como un gran tañido—. No: es preciso mantener un sendero abierto, aunque sea secreto. Hay partes del mundo que siguen siendo una misma. Los sajones cabalgan por ambos mundos…

—Los sajones son bárbaros y crueles —dijo Viviana—. Las Tribus, por sí solas, no pueden expulsarlos de estas costas. Merlín y yo hemos visto que Ambrosio no permanecerá mucho tiempo de este mundo; le sucederá su duque guerrero, el Pendragón; Uther, lo llaman. Pero hay muchos en este país que no le seguirán. Necesitamos un jefe que atraiga a todos los habitantes de Britania. De lo contrario, caerá todo el país; durante cientos y cientos de años estaremos bajo los bárbaros sajones. Los mundos se apartarán irrevocablemente y de Avalón ni siquiera quedará una leyenda que ofrezca esperanzas a la humanidad. Sólo ese líder nos hará uno.

—Pero ¿dónde hallaremos a ese rey? —preguntó Igraine—. ¿Quién nos dará ese líder?

Y de pronto tuvo miedo, pues Merlín y la sacerdotisa se volvieron a mirarla. Sus ojos parecieron inmovilizarla, como a una avecilla la sombra de un gran halcón.

Cuando Viviana habló, su voz sonó muy queda.

—Tú, Igraine. Tú gestarás a ese gran rey.