ALEGRA (2)

EL ATAQUE

Edmund desenvainó su espada mostrándola con orgullo. Haciendo que su hoja afilada reluciera con los últimos rayos del atardecer. Era espléndida, una obra maestra. La hoja de acero era recta, acabada en punta y sumamente afilada. Su empuñadura era de metal fundido, madera y encordadura de cuero negro. Su pomo de acero había sido trabajado hasta recrear la cabeza de un guepardo con la boca abierta, rugiendo, con sus temibles colmillos al descubierto. Era liviana pese a una longitud total de noventa y cinco centímetros, diecisiete de ellos solo en la empuñadura, el resto un arma de filo mortal.

La blandió al aire, cortándolo con un ruido seco y bello. Quizá, era demasiado grande para él, pero con el tiempo sería perfecta para un Domador del Fuego.

Padre estaba a nuestro lado, observando a mi hermano con orgullo.

—Edmund —le llamó y mi hermano se plantó delante de mi padre—, es hora que la bautices como solo los Domadores del Fuego hacemos, ¿serás capaz?

Asintió, decidido.

El maestro Nelson había tentado a mi hermano en vender su primera espada por una suma considerable de dinero, pero Edmund la rechazó de inmediato, proclamándose sin pensarlo en aprendiz de herrero al no querer vender su primera obra, que según el anciano maestro era la prueba que llevaba el hierro y el fuego en el corazón. No obstante, la espada de mi hermano no estaría acabada hasta su bautizo y pese a que yo misma había pasado por la misma experiencia cuando bauticé a mi espada con Colmillo de Lince, se me encogía el corazón al saber que Edmund debía hacer lo mismo. No era un ritual muy extenso, pero corría la sangre, un poquito.

Edmund puso la espada en paralelo a la altura de su pecho y nos miró tanto a mi padre como a mí.

—Un Domador del Fuego debe proteger a la gente, ayudar a los débiles y combatir a aquellos que quieran hacerles daño. —Puso su mano izquierda en la hoja de la espada y empezó a deslizarla lentamente. En cuanto sintió el filo cortarle la piel noté como contuvo un gemido de dolor, pero continuó recitando el código de los Domadores del Fuego. Un código que respetábamos todos los de nuestra villa, sin excepción—. Debe procurar seguir el camino recto de la disciplina y el orden; no debe caer en la tentación del poder y la avaricia. Será humilde y respetuoso, valiente y fuerte, justo y honorable. Protegerá la vida de sus compañeros como sus compañeros protegerán la suya. Enseñará su conocimiento a aquellos que vengan detrás de él, impartiendo las mismas enseñanzas honorables que su maestro le impartió a él. Pasando de alumno a maestro y convirtiéndose en un verdadero Domador del Fuego.

La sangre desfiló por la hoja de la espada, bautizándola. En cuanto llegó al final de la hoja, dijo:

—Yo te bautizo como Bistec.

Reprimí una carcajada al escuchar el nombre de la espada, incluso tuve que llevarme una mano a la boca para disimular mi risa. Y el sentimiento de angustia por ver a mi hermano cortarse quedó en segundo plano.

—Bistec —mencionó mi padre algo aturdido por el nombre elegido. Al contrario que yo, no le hizo ninguna gracia—. ¿Por qué le pones Bistec?

—¿No es obvio? —Preguntó como si fuera el nombre más normal del mundo—. Porque me encanta comer bistecs.

No pude contenerme más y empecé a reír sin poderlo evitar. Edmund frunció el ceño, molesto.

—¿Qué pasa?

Mi padre negó con la cabeza y yo me contuve como pude.

—Normalmente, los Domadores del Fuego obtenemos nuestra primera espada cuando cumplimos los trece años, edad que empezamos a tener misiones, y tú solo tienes once. Aunque ya poseas una espada que muchos querrían tener, te falta madurez. Supongo que por ese motivo les has puesto un nombre tan… —no encontraba la palabra adecuada para describirlo sin hacerle daño a mi hermano—… poco valeroso —dijo finalmente.

La palabra correcta era ridícula.

Mi hermano quedó sin palabras, decepcionado, y antes que pudiera responder a nuestro padre un Domador del Fuego llamado Castro se presentó ante nosotros.

—Jefe Ródric, debo informarle de un asunto, es urgente.

Mi padre frunció el ceño, que vinieran cuando el sol ya se ponía no era habitual. Algo pasaba.

—Alegra, encárgate de atender la herida de Edmund.

Asentí, y ambos se marcharon.

Miré a Edmund e interiormente di gracias que las espadas se bautizaran en compañía exclusiva de los familiares y amigos más cercanos. Nos encontrábamos en la parte trasera de nuestra casa y nadie más hubo escuchado el nombre de la espada de Edmund. Aunque, por otra parte, aquello solo era cuestión de tiempo pues una vez la espada era bautizada no había marcha atrás.

Me llevé a mi hermano dentro de casa y le rocié el corte de la mano con alcohol. Aguantó como un hombre pese a que finalmente unas lágrimas aparecieron en sus ojos. Soplé con delicadeza para hacer el escozor más llevadero. Luego empecé a vendarle la mano.

—¿Tan malo es el nombre que le he puesto a mi espada? —Preguntó preocupado.

—No es que sea malo —respondí—, pero debiste escoger un nombre a la altura de tu espada. ¿Crees que el trabajo de los últimos meses y la dedicación que le has puesto, merecen un nombre como Bistec?

—Es que me gusta tanto mi espada como…

Dejó la frase inacabada y sonreí.

—Te gusta tanto como un bistec, lo sé —le besé la mano vendada—. Anímate, harás muchas espadas a lo largo de tu vida y podrás bautizarlas con nombres que estén a su altura.

Suspiró.

—Supongo que ya no puedo cambiar el nombre de la espada —dijo.

—Sabes que una vez la bautizas cambiar el nombre da mala suerte.

—Deberé aguantar que mis amigos se reían de mí —dijo dejándose caer en el respaldo de la silla donde estaba sentado, resignado.

Empecé a encender candelabros para vernos mejor.

Las campanas de la villa empezaron a tocar frenéticamente en ese momento. Dos segundos después, los cuernos de los vigías que estaban apostados en toda la muralla que rodeaba nuestra villa también sonaron.

Me levanté de inmediato de mi asiento, horrorizada. Que las campanas sonaran de esa manera insistente y a aquellas horas —junto con los cuernos— solo podía significar que nos estaban atacando.

El corazón empezó a latirme con rapidez mientras me dirigí a mi habitación para ataviarme como guerrera y coger mi espada. Jamás escuché la alarma de un ataque inminente a nuestra villa. La última vez que sonó fue setenta años atrás cuando un noble con un ejército de mil hombres creyó que tenía fuerza suficiente para someter a nuestro pueblo, pero reconocí la señal de todas maneras.

Edmund me siguió y ayudó a vestirme.

Mi vestimenta de guerrera era sencilla, prefería la libertad de movimientos a la pesadez de una cota de maya. Por lo que únicamente vestía una camisa de algodón y un chaleco, pantalones ajustados y botas de piel ideales para hacer grandes caminatas y correr con ligereza. Edmund me ayudó a poner las abrazaderas como única armadura y una vez atado el cinturón donde llevaba colgando a Colmillo de Lince, me dispuse a salir de la casa.

—Edmund, quiero que cierres la puerta de casa y todas las ventanas en cuanto salga. No dejes entrar a nadie bajo ningún concepto, ¿entiendes? —Le ordené mientras me hacía una coleta deprisa y corriendo.

—No me moveré, tranquila.

Asentí, conforme, me cargué mi arco a la espalda y mi carcaj. Y salí disparada dirección a la entrada principal de la villa sin tiempo a responder a mi hermano cuando me deseó buena suerte.

No fui la única que corría armada para responder a la llamada. Varios camaradas se unieron a mí a medida que avancé y juntos nos unimos a más Domadores del Fuego mientras llegábamos al punto de encuentro.

Las campanas continuaban sonando, al igual que los cuernos. Y la gente que no era apta para defender la villa se encerraba en sus casas a la espera que la tempestad pasara. Al llegar a la entrada no perdí tiempo, corrí escaleras arriba de la muralla. Mientras subía, el toque de campanas cesó e instantes después los cuernos también dejaron de sonar. Fue entonces cuando llegué a lo alto del muro quedando petrificada. Centenares, no, miles de orcos se encontraban dispuestos a invadir nuestra villa. Todos ellos portando escaleras para llegar hasta nosotros, ayudados por gigantescos trolls que llevaban enormes troncos para derrumbar la entrada. Su marcha era imparable, pronto los tendríamos encima.

—Alegra —una mano se aposentó en mi hombro y fue entonces cuando me di cuenta que mi padre se encontraba a mi lado—, prepárate para luchar, va a ser una noche muy larga.

Asentí, y enseguida puse una flecha en mi arco.

A lo largo de toda la muralla empezaron a encenderse antorchas que junto a la luna llena que danzaba sobre nuestras cabezas, gozamos de la luz suficiente para vernos en la noche que se ceñía sobre nosotros.

—Preparad aceite hirviendo, ¡rápido! —Gritó mi padre dando las primeras instrucciones a nuestros compañeros.

—¡Arqueros listos para el combate! —Gritó alguien.

Esperamos apenas un minuto para tenerlos al alcance de nuestros arcos y una vez atravesaron la línea de tiro, mi padre dio la orden.

—¡Disparad! —Gritó.

Centeneras de flechas volaron por el cielo hasta caer sobre aquellos que amenazaban a nuestro pueblo. Decenas de orcos cayeron con el primer enviste, pero supe que no sería suficiente, pues más refuerzos llegaban provenientes del bosque con la intención de rodear toda la ciudad. Pude distinguirlos en la noche gracias a las antorchas que llevaban algunos. No obstante, no nos rendimos, continuamos disparando a aquellos animales sin descanso hasta que nuestros carcajes estuvieron vacíos. Solo entonces, pisando a sus propios compañeros ya muertos, los orcos lograron llegar hasta nuestra muralla y colocar las primeras escalas.

—¡Aceite! —Gritó mi padre.

Empezamos a lanzar litros y litros de aceite hirviendo para ahuyentarles. Y pese a nuestros esfuerzos por impedir que las escalas fueran colocadas, apenas teníamos tiempo de quitarles el apoyo, lanzarlas hacia atrás y esperar que cayeran por su propio peso. No lográbamos deshacernos de una que ponían tres más.

Los Domadores más jóvenes se encargaron de intercambiar los carcajes vacíos por otros llenos de flechas. En cuanto nos reabastecieron se retiraron por orden de mi padre al ver que los primeros orcos lograban llegar hasta nosotros.

Empezó el combate cuerpo a cuerpo.

Desenvainé a Colmillo de Lince en cuanto el primer orco llegó a mí. Blandí la espada con seguridad y fuerza, provocando un corte profundo en el abdomen del primer orco, desparramando sus vísceras por el suelo. Un segundo le sustituyó y a este le rajé el cuello. Más vinieron, y junto a mis compañeros rajamos abdómenes, cuellos, tórax, amputamos piernas, brazos y clavamos nuestras afiladas espadas en las espaldas y estómagos de nuestros adversarios. En apenas unos minutos, el suelo de la muralla era una balsa de sangre, entrañas y muertos. Pero lo peor no era luchar contra un orco sino el desánimo de ver que por más que matáramos no se acababan.

Los trolls empezaron a aporrear la puerta de la ciudad con enormes troncos para derribarla. Y si la puerta caía, estábamos perdidos.

—¡Disparad a los trolls! —Ordené mientras me abrí paso para llegar a un punto donde pudiera tener una buena zona de tiro. Volví al arco y empecé a vaciar mi carcaj contra aquellos gigantes. De nada sirvió, las armaduras que llevaban les protegieron.

—¡Muere! —Escuché a mi espalda y al volverme quedé horrorizada al ver a un orco con un hacha ya levantada dispuesto a acabar conmigo.

Antes que pudiera cubrirme o defenderme la punta de una espada apareció de pronto en el pecho del orco. El animal dio un gemido ahogado, soltó el hacha y cayó a mis pies. Mi padre se encontraba detrás del orco. Acababa de salvarme la vida.

—¡Lanzadles aceite hirviendo! —Ordenó mi padre sin detenerse en la lucha.

Mis manos temblaban, ya fuera por el subidón de la lucha, por ver que había estado a punto de morir o saber que estábamos bien jodidos si los orcos no paraban de aumentar su número. A mi alrededor mis compañeros de armas continuaban luchando sin rendirse, algunos de ellos habían caído, pero la gran mayoría continuaba en pie luchando, mientras otros rociaban con aceite a los trolls que no dejaban sus intentos en derrumbar la puerta de la villa.

—No funciona —dije para misma, al ver que los trolls ni se inmutaban con el aceite hirviendo.

—Eso ya se verá —me contestó mi padre. Hizo una señal a un compañero, uno cargado con un carcaj lleno de flechas incendiarias, este se aproximó a nosotros y mi padre cogió una. Tensó el arco, la acercó a una antorcha, prendiéndola, y lanzó una flecha de fuego directa a los trolls impregnados en aceite. Empezaron a arder de inmediato transformándose en antorchas vivientes que abandonaron la puerta de inmediato—. ¡Si más trolls se acercan, haced lo mismo! —Ordenó mi padre—. ¡Y atacad también a los orcos con fuego, hagamos que sus escaleras se incendien!

Los Domadores del Fuego rugimos en un grito guerrero; animados de haber tenido una pequeña victoria contra los trolls.

La táctica funcionó. Al haber rociado con anterioridad a los orcos cuando subían por las escalas, estas se habían impregnado también en aceite y a la que lanzamos flechas incendiarias ardieron, impidiendo el avance del enemigo, aunque solo fuera por unos pocos minutos.

Minutos que agradecimos para acabar de eliminar a los orcos que se habían colado en la muralla, y descansar seguidamente turnándonos para evitar que sus escalas pudieran ser reemplazadas.

—Lo lograremos —le dije a mi padre.

—No lo veo tan claro —respondió mirando el bosque a lo lejos. Acababa de aparecer una extraña luz que sobresalía de entre los árboles e iluminaba el cielo en un gran círculo. De pronto, un viento se alzó, agitando los árboles violentamente, doblándolos. Y obligándonos a nosotros a cubrir nuestros rostros con los brazos e, incluso, retroceder unos pasos de la fuerza destructiva que se alzó.

Cuando todo pasó y el viento cesó, nos encontramos con el peor enemigo hasta el momento. Todos quedamos paralizados, sin aliento, nadie supo reaccionar. Incluso los orcos que intentaban reorganizarse abajo en la muralla se detuvieron mirando el bosque que se encontraba a sus espaldas.

Una gigantesca cobra, de más de cincuenta metros de altura apareció entre los árboles, inmóvil. Mirando atentamente nuestra villa con ojos negros y saboreando el aire con su lengua. La luz la iluminaba claramente. Era descomunal.

Tragué saliva, nunca jamás nos habíamos enfrentado a un animal como aquel.

Vimos a un ser aposentarse en la cabeza de la cobra. Un hombre encapuchado que, a un gesto, la enorme serpiente empezó a deslizarse arrasando los árboles, siguiendo por la explanada que había entre el bosque y la villa —pisoteando a todo orco que no se apartaba a tiempo— hasta detenerse enfrente de nuestra muralla. Todos dimos un paso atrás, sabiendo que en cuanto atacara estaríamos muertos.

Una suave brisa balanceó la capa del encapuchado, lo teníamos justo a un metro por encima de nuestras cabezas. No pude verle el rostro.

Bajó la mirada observándonos a todos.

—Veo que vuestra reputación es bien merecida —dijo, su voz era la de un hombre normal, incluso agradable, todo lo contrario a lo que podíamos esperar—. Me pregunto si vuestro sentimiento de venganza también será cierto.

—Acabaremos con todo aquel que amenace nuestra villa —se atrevió a decir un compañero que tenía a varios metros de mi posición.

El encapuchado lo miró, distinguí cómo sus ojos se tornaban rojos debajo de la capucha, alzó una mano y lanzó una bola de fuego contra aquel que abrió la boca. Antes que pudiéramos reaccionar, nuestro amigo murió desintegrándose en una nube de cenizas.

—¡El próximo que me interrumpa acabará igual que él! —Advirtió alzando la voz—. Mostrar respeto al rey de Oyrun.

Mi cuerpo temblaba, mucho temí que no saldríamos de esa.

—¿El rey de Oyrun? —Preguntó alguien en voz baja.

—Sí —respondió el encapuchado mostrando que había escuchado al compañero—. Vosotros me conocéis como uno de los innombrables.

Abrí mucho los ojos, sintiendo como el miedo corría por todo mi cuerpo, me inundaba. Y al resto de Domadores les pasó lo mismo. Era un mago oscuro, estábamos perdidos, pero… ¿Qué quería?

En mi memoria, la conversación con una bruja que creí una farsante se hizo tan clara como el agua. Y temí que todas sus predicciones se hicieran realidad; si era cierto, mi villa estaba condenada.

—Alegra —me llamó mi padre en un susurro—, coge a tu hermano e intentad salir de la villa antes que sea demasiado tarde.

Lo miré, aterrada. ¿Por qué ignoré las advertencias de la bruja? Podríamos habernos preparado y refugiar a muchos en otras partes de Andalen.

—Padre…

—Una sirvienta me advirtió de vuestras habilidades, —continuó el mago oscuro y presté toda mi atención en él—, dijo que podíais llegar a ser una amenaza y que debía acabar con todos vosotros cuanto antes —se cruzó de brazos—. No obstante, veo que sois simples guerreros con arcos y flechas. Excepcionales, no digo lo contrario. Sin embargo, no sois una amenaza para mí. Deberé castigar a Ayla por haberme hecho perder el tiempo.

—¿Ayla? —Pregunté para mí misma, sin saber quién era. Conocía el nombre de todos los innombrables pese a que nunca los pronunciaba, incluso sabía de la existencia de un engendro creado por el más poderoso llamado Ruwer que era su más leal sirviente, pero jamás escuché hablar de una tal Ayla.

El mago negro me escuchó y clavó sus ojos rojos en mí. Mi padre se interpuso entre los ojos del mago y yo.

—¿Eres el jefe? —Preguntó el innombrable.

—Ródric, jefe de los Domadores del fuego —respondió mi padre con voz dura, si estaba asustado no lo reflejó.

El mago miró por detrás de él para continuar mirándome.

—Y esa, debe de ser tu hija, ¿me equivoco? —quiso saber.

—No la tocarás —le advirtió mi padre.

—¿Cómo te llamas hija de Ródric? —Me preguntó el mago.

Silencio, el miedo impedía que hablara.

»¡He preguntado cómo te llamas! —Alzó la voz y di un respingo, pero reaccioné.

—Alegra —respondí con voz desafiante y mi cuerpo dejó de temblar.

—Bien, espero que seas vengativa Alegra, hija de Ródric —dijo complacido.

Acto seguido, pronunció unas palabras ininteligibles, oscuras, siniestras; y la serpiente se retiró unos pocos metros para abrir su boca y brindarnos con un rugido que estremeció a todos.

—Mátalos —dijo el mago—, que no quede ninguno con vida.

Desapareció de encima de la cabeza de la serpiente, sin dejar rastro.

Acto seguido mi padre se abalanzó sobre mí, cubriéndome con su cuerpo y tirándome al suelo en cuanto la serpiente atacó contra los que tenía delante.

—¡Retirada! —Gritó mi padre aún tendido encima de mí—. ¡Evacuad la ciudad!

Nos alzamos lo más rápido que pudimos y empezamos a bajar las escaleras mientras la enorme criatura intentaba abrirse paso embistiendo la muralla. Los troncos milenarios empezaron a ceder desde la primera acometida y solo era cuestión de tiempo que abriera un boquete y entrara en nuestra villa, permitiendo que, además, los orcos que estaban fuera pudieran entrar.

Algo explosionó, no supe el qué, pero de pronto volé. Caí al suelo dándome un fuerte golpe, quedando aturdida por unos segundos. Intenté reponerme, levantarme sin conseguirlo. Alguien me cogió de la cintura con la intención de ayudarme.

—Alegra, rápido —me animó.

Pasé un brazo por el cuello del compañero y hasta que no me aupé, tambaleante, no me di cuenta de que se trataba de Giulac.

—Giulac —le nombré agradecida. Apenas podía mantener el equilibrio, los oídos me pitaban y todo el cuerpo me dolía—. ¿Y mi padre? Venía detrás de mí.

—La serpiente está a punto de derrumbar la muralla —dijo señalándola con nerviosismo.

Nos encontrábamos a varios metros de aquella enorme cobra y miramos impotentes como acababa de romper nuestra muralla abriendo el paso a los orcos. Giulac fue rápido, me ayudó a entrar en un cobertizo para no ser vistos por aquel gigantesco animal. Por el filo de la puerta observamos como la serpiente continuó su camino a través de las casas de la villa, después de analizar el aire una vez más con su fina y larga lengua.

Todo era caótico, gritos de retirada se escuchaban por todas partes y pensé en mi hermano, solo en casa, aunque antes debía encontrar a mi padre. Supuse que se encontraba entre los guerreros que aún combatían impidiendo el avance de los orcos por la ciudad o, a las malas, herido en alguna parte.

Salí del cobertizo en cuanto noté que la cabeza dejó de darme vueltas. Giulac me siguió de inmediato.

—Alegra, hemos perdido —dijo cogiéndome de un brazo para impedir que siguiera dirección a los orcos—. Debemos retirarnos.

Localicé a mi padre, seguía combatiendo con cien guerreros más taponando la entrada a los orcos. Suspiré interiormente al verle luchar, no herido.

—¡Padre! —Grité, acercándome para ayudarles e ignorando el consejo de Giulac.

Me escuchó y se volvió, primero su rostro expresó el alivio por verme con vida, pero rápidamente frunció el ceño, enfadado.

—¿Qué haces aún aquí? —Preguntó indignado cuando llegué a su altura y le rajaba la cara a un orco—. ¡Te he ordenado que vayas a por tu hermano! ¡Salvaos!

Giulac empezó a matar también a los orcos que se nos acercaban y yo rebané la cabeza a uno que vino a por mí.

—Pero… ¿Y tú?

—Tengo cuarenta años —dijo matando a dos orcos de una sola estocada, su espada era de las más grandes entre los Domadores y podía partir a tres hombres de golpe—. Ya he vivido todo lo que tenía que vivir, iros —miró a Giulac—. También tú, coge a tu mujer e hijo, no pierdas tiempo.

—No pienso dejarte —respondí testaruda.

Los orcos se nos vinieron encima. Estábamos desbordados, solo era cuestión de tiempo morir en manos de uno de aquellos animales. Retrocedí involuntariamente, otros intentaron reponer las filas muriendo en el acto. Los Domadores que continuábamos con vida y estábamos en aquella posición éramos la única barrera para impedir que más orcos entraran en nuestra villa.

—¡Alegra, vete! —Gritó mi padre bufando cansado, pero no rindiéndose—. ¡Giulac, llévatela de aquí!

En ese instante, en que Giulac quiso cogerme de un brazo y apartarme de la batalla, mi padre fue herido por un orco. Grité al verle caer, y saqué fuerzas de donde ya no quedaban. Arremetí contra los que quisieron rematarle y le sostuve entre mis brazos mientras Giulac nos cubrió con un ímpetu y una técnica que jamás vi en él.

—Debes vivir, encuentra un hombre que te quiera y… sé feliz —me dijo, mientras un hilillo de sangre caía por las comisuras de sus labios—. Y dile… a tu hermano… que sea fuerte…

Su cuerpo quedó flácido, sin fuerzas, en su último aliento.

Grité desesperada, lloré encima del pecho de aquel que me enseñó a luchar y me guió en el camino del Domador del Fuego.

—¡Padre! —Grité en un mar de lágrimas—. ¡Padre!

Giulac giró sobre sus talones, vio la escena y sin perder tiempo me cogió de un brazo obligándome a alzar pese a mi resistencia de abandonar el cuerpo de mi padre. Tiró de mí, para apartarme de los guerreros que vanamente intentaban ralentizar el avance de los orcos. Todos ellos iban pereciendo ante nuestros ojos.

—¡Reacciona! —Me gritó Giulac propinándome una bofetada, me cogió por los hombros y me zarandeó—. Aún te queda un hermano, ¿quieres perderle?

Fruncí el ceño.

—No —respondí enfadada conmigo misma.

Un Domador del Fuego jamás debía caer en la desesperación y debía luchar hasta el final, defendiendo a los suyos. Comprendí que Edmund necesitaba mi ayuda de inmediato, a él no lo perdería.

—Debo llegar a mi casa —le dije a Giulac apartándonos de la zona más peligrosa de combate—. Mi hermano está solo.

—Mi esposa y mi hijo también —respondió—. Debo ir con ellos. Acompáñame, mi casa te viene de camino y luego vayamos a por tu hermano, los dos juntos tenemos más posibilidades de salir de la villa con vida.

Asentí.

La casa de Giulac se encontraba a tan solo dos calles de la mía, por lo que aceleramos el paso, atentos de no encontrarnos con la temible serpiente que se alzaba entre las casas de nuestros vecinos arrasando toda construcción que encontraba a su paso. Mientras corríamos, agradecí a Giulac interiormente el haberme esperado, defendido y ayudado en aquel momento. Si no hubiera sido por él, muy probablemente habría perecido en la entrada y un sentimiento de amistad o amor —no lo tuve claro— se hizo más fuerte.

El suelo se tambaleó con una nueva explosión, Giulac se sujetó a mí al igual que yo a él para mantener el equilibrio, y ambos nos miramos sabiendo que se nos acababa el tiempo. Los rugidos de los orcos se escucharon claramente, indicando que acababan de vencer la barrera de los Domadores del Fuego. El tiempo se acababa, pronto todas las calles serían inundadas de orcos ansiosos por aniquilar a nuestros familiares, amigos y vecinos.

Continuamos corriendo llegando a la casa de Giulac, aún se encontraba entera.

En ese momento, pasaron varias cosas a la vez. Por un lado, Cristina salió a la entrada de la casa nada más vernos por la ventana, con su hijo de pocos meses en brazos; por otro, Giulac se adelantó corriendo hacia ellos mientras yo les esperé en una esquina; y un tercer movimiento destrozó la familia de Giulac. La gigantesca serpiente apareció sin tiempo a poder hacer absolutamente nada y barrió la vivienda con su enorme cuerpo. Cristina y su hijo, fueron arrasados.

Giulac se detuvo a pocos metros de la cobra, derrapando. Quedó inmóvil, no pudiendo creer lo que acababa de suceder. Miré impotente como mi amigo miraba la escena petrificado, blanco como la nieve, con los ojos llenándose de lágrimas.

Por un momento quedé clavada en el suelo al igual que Giulac, llevándome una mano a la boca como si aquello no fuera posible. La respiración se me cortó, la imagen de la serpiente se repitió en mi mente varias veces y cuando pude respirar una bocanada de aire, recobrándome a duras penas de la escena presenciada, corrí hacia Giulac. La serpiente le miraba olfateando el aire con su lengua y solo era cuestión de pocos segundos que fuera a por Giulac.

—¡Jason! ¡Jason! —empezó a gritar desesperado el nombre de su hijo.

—Giulac, no puedes hacer nada por ellos, vamos, —le pedí nada más llegar junto a él, intentando llevármelo de aquel lugar, pero por más que tiraba de su brazo no se movía. Solo miraba la zona donde su mujer e hijo habían desaparecido. La serpiente aún seguía encima de sus cuerpos.

Giulac me empujó de pronto, tirándome al suelo.

—Alegra, venga a nuestro pueblo —dijo con fiereza—. Mata a esa Ayla y al innombrable que nos ha atacado.

Acto seguido alzó su espada.

—Giulac, ¡no! —Grité, pero ya corrió para acabar con la serpiente.

La gigantesca cobra cogió a Giulac como un juguete entre sus enormes fauces, el Domador del Fuego no pudo hacerle siquiera un rasguño. Fue zarandeado y lanzado como algo insignificante por los aires. Impactando contra un edificio y cayendo desde una altura de seis metros.

—¡Giulac! —Corrí a él con lágrimas en los ojos, pero solo encontré un cuerpo con la mirada vacía—. Juro que os vengaré a todos —prometí sobre su cadáver cerrándole los ojos—. Puedes estar seguro.

La serpiente continuó su avance por la villa, ignorando mi presencia. Un grupo de domadores que aún resistía a pocos metros de mi posición le parecieron más apetitosos.

Me alcé y corrí calle arriba para salvar a la última persona que me quedaba en la vida.

Los orcos nos habían invadido y cada vez era menor el grito de guerra entre mis compañeros que quedaban en pie, luchando en las calles. Tuve que enfrentarme contra aquellos animales, pero no me detuve en ningún momento. No podía, Edmund se encontraba en peligro y eso hacía que mi cansancio quedara en segundo plano.

Al lograr llegar a mi casa, quedé petrificada cuando vi la puerta de la entrada forzada y un orco saliendo de ella con su espada manchada de sangre. Creí lo peor y me dirigí con toda la desesperación del momento directa al orco. Salté encima de una carretilla que estaba volcada a pocos metros de la puerta de mi casa, me di impulso sin detenerme, y ataqué al orco por los aires, espada alzada. Rajé el cuerpo de tan asquerosa criatura desde la cabeza hasta las costillas en un corte lateral dividiéndolo en dos. No me detuve, entré en el que hasta el momento fue mi hogar y llamé a Edmund desesperada. No supe si suspirar aliviada o preocuparme aún más al no ver ni rastro de mi hermano.

Salí nuevamente al exterior y corrí por las calles llamándole. Pude ver a la serpiente entre las casas destruyéndolo todo. Continué escuchando los gritos de gente pidiendo ayuda por todas partes. Los orcos arrasaban con todo, y si no fuera suficiente destrozar con todo lo que se encontraban, además, lo incendiaban. Corría en una ciudad en llamas.

Para esquivar a un grupo numeroso de orcos entré en una casa y salí por la parte trasera llegando a otra calle algo más despejada. En cuanto visualicé la plaza central de la villa encontré a mi hermano defendiendo a una niña llamada Susi que apenas contaba con cinco años. Se encontraban en un lateral, arrinconados por varios orcos.

Corrí hasta ellos y maté rápidamente a esos engendros.

—¡Hermana! —dijo mi hermano, aliviado de verme.

Cogí aire, estaba exhausta, casi no me quedaban fuerzas, pero le abracé y agradecí a los Dioses que aún continuara con vida.

—Edmund, deprisa, debemos irnos ya —le apremié deshaciendo nuestro abrazo.

Cogí a Susi de una mano.

—¿Y padre? —Me agarró de un brazo deteniéndome, esperando una respuesta. Le miré directamente a los ojos sin decir palabra, únicamente negué con la cabeza. Me miró frunciendo el ceño, conteniéndose, pero finalmente grandes lagrimones empezaron a caer por su rostro—. ¡No! ¡No puede ser! ¡Eres una mentirosa! —Me llamó enfadado, incluso se atrevió a golpearme.

Solté a Susi para detenerle y sostenerle por los hombros.

—Debemos ser fuertes —dije mirándole a los ojos—. Padre así me lo ha pedido antes de morir. Dile a Edmund que sea fuerte, esas fueron sus últimas palabras.

Me abrazó.

Un segundo después la serpiente apareció en la plaza, tan rápida que no nos dio tiempo a reaccionar para poder escondernos. Nos evaluó por unos segundos mientras la miramos horrorizados. Susi se abrazó a mi pierna inmediatamente mientras yo mantuve a Edmund abrazado a mí. Los tres temblábamos, no localicé ninguna salida por la que poder escabullirnos de aquel enorme bicho por más que miré a lado y lado.

Su lengua salía y entraba de su boca olisqueando el aire.

—Quieta —le ordenó alguien, justo en el momento en que se preparaba para embestir contra nosotros.

El enorme animal se detuvo en el acto pues el mago oscuro había vuelto a aparecer. Aunque esta vez se encontraba en el suelo, justo al lado de la serpiente, acariciándola con una mano.

—Sigue con los demás —le ordenó—. No dejes a nadie con vida.

Obediente, el gigantesco animal se marchó por donde hubo venido y el mago oscuro clavó sus ojos rojos en nosotros tres. El destello que emanaba su mirada era lo único que se podía distinguir de su cara pues continuaba con la capucha puesta impidiendo verle el rostro. En cuanto empezó a dirigirse a nosotros con paso decidido le susurré a Edmund:

—Coge a Susi y huid juntos, no os detengáis.

Me estrechó más contra él.

»Haz lo que te digo —me deshice de su abrazo y del abrazo de Susi—. Rápido.

Aún temblando, sabiendo que iba a morir, me preparé para atacar al mago oscuro dando dos pasos en su dirección. Las piernas me temblaban, solo esperaba que él no lo notara.

—¿Cuál de los innombrables eres tú? —Quise saber antes de morir en sus manos.

—El más poderoso de los siete, Danlos.

Tragué saliva, alcé mi espada y miré a Edmund y a Susi una vez más.

—Huid, ¡ahora! —Grité, me volví hacia a Danlos y me abalancé sobre él.

Danlos alzó su brazo para cubrirse de mi ataque y pensé que de esa manera, si no utilizaba nada más que su cuerpo para defenderse, podría herirle. Colmillo de Lince era una espada bien afilada, capaz de atravesar escudos, y no desaprovecharía la oportunidad que aquel asesino me acababa de dar. Mi sorpresa fue cuando noté que el golpe dado fue semejante a intentar cortar un bloque de hierro. El brazo del mago negro ni se inmutó, quedó quieto en la misma posición, no se balanceó ni un poquito. Es más, produjo un sonido metálico, como si realmente lo hubiera transformado en hierro.

Me retiré un breve segundo para analizar la situación y seguidamente volví a embestir, viendo que mi espada era la única arma que podía utilizar contra él. Danlos continuó defendiéndose con su brazo derecho, sin ocasionarle siquiera un rasguño en su vestimenta. Impotente, empecé a cansarme y a desesperar que mis continuos ataques no surgieran efecto. Daba la sensación que era más lenta de lo normal o él era sumamente rápido, no lo tuve claro. El único consuelo fue ver a Edmund con Susi, ambos cogidos de la mano, llegar al otro extremo de la plaza.

—No voy a dejarles escapar —dijo el mago al ver que miraba por detrás de él, y como si un mazo invisible les golpeara, Edmund y Susi, fueron lanzados por los aires para acabar en el centro de la plaza.

Susi rompió a llorar, dolorida por el fuerte impacto contra el suelo, llamando a su madre.

—¡Maldito! —Grité desesperada, atacándole con las pocas fuerzas que me quedaban mientras las lágrimas caían por mi rostro—. ¡Cerdo! ¡Te mataré!

Casi no podía ni alzar la espada y demasiad lenta, me desarmó con un rápido movimiento, dándome un golpe en la mano de la espada. Seguidamente me cogió del cuello, estrangulándome.

—Muestra más respeto a tu rey —dijo enfadado.

El destello de sus ojos se hizo más intenso. Jamás olvidaría unos ojos como aquellos. De pronto me clavó algo en el costado, supuse que sería un puñal, no pude verlo, pero si notar el frío de la hoja introducirse en mi piel.

»Tranquila, —vislumbré una sonrisa de satisfacción aunque su rostro continuó escondido tras la capucha— no he alcanzado ningún órgano vital.

Me ahogaba y pronto desvanecería si no lograba liberarme de la mano que estrangulaba mi cuello.

—¡Suéltala! —Escuché a mi hermano gritar, luego entró en mi campo de visión y vi cómo se abalanzaba contra Danlos con Bistec en sus manos. El mago oscuro, rápidamente me tiró al suelo, se volvió y detuvo a Edmund cogiéndole del brazo.

Respiré una bocanada de aire, tosiendo desesperada, mientras sostenía con mis dos manos el puñal que aún tenía clavado en mi costado.

—Bonita espada —dijo Danlos observándola mientras sostenía el brazo de mi hermano, impidiéndole que se liberara—. Ya me gustaría encontrar a alguien que me hiciera espadas como esta.

—Te haré cien si perdonas la vida de mi hermana —respondió para mi espanto Edmund, serio, mirando fijamente al mago.

El mago lo soltó de golpe, no sin antes desarmarlo, y empezó a analizar a Bistec.

—¿En serio la has hecho tú? —Preguntó como si fuera imposible.

—Con mis propias manos —le contestó Edmund.

—Parece bien afilada —observó—. Aunque primero debo probarla.

Para nuestro espanto empezó a dirigirse a Susi que continuaba llamando a su madre a pleno pulmón. Edmund intentó detenerlo agarrándolo de un brazo, pero este lo tiró al suelo, y como si utilizara algún hechizo contra nosotros dos quedamos clavados en nuestros sitios, sin podernos mover.

—¡No lo hagas! —Pedí angustiada—. ¡Es una niña! ¡Te lo suplico!

—¡Susi corre! —Le gritó mi hermano también.

No tuvo compasión, alzó la espada de mi hermano y le dio el golpe de gracia a Susi. El pequeño cuerpo de la niña cayó al suelo y sus cabellos castaños se tiñeron de sangre con la mirada perdida en el cielo estrellado. Su llanto se apagó de golpe y solo se escuchó los sollozos de mi hermano mezclados con los míos por ver que todo estaba perdido.

Danlos se volvió a nosotros.

—Me gusta —dijo satisfecho—. Si es cierto que la has hecho tú, te perdono la vida. Vendrás conmigo a Creuzos y trabajarás en la herrería armando a mi ejército de orcos, ¿te parece?

—¡No! —Grité, aún inmovilizada en el suelo.

—Mi hermana quedará libre —condicionó mi hermano ignorando mi súplica.

Danlos posó sus ojos rojos en mí.

—Si ese es el único pago que debo darte… —se encogió de hombros y noté mi cuerpo liberarse del hechizo que me tenía retenida—. Trato hecho.

Edmund apretó los dientes, impotente.

—Recuerda que si en algún momento me traicionas iré a por tu hermana —comentó el mago blandiendo a Bistec, cortando el aire como un niño con un juguete nuevo—. Te lo advierto, intenta escapar y la buscaré para acabar con ella.

No podía creer lo que estaba sucediendo, mi hermano iba a ser esclavo de ese mago oscuro a cambio de salvarme la vida y todo por el don que tenía de manejar el metal. Justo lo que nos advirtió la bruja semanas atrás.

—Edmund —intenté llegar a él, a gatas, la herida en el abdomen y las horas que llevaba luchando habían agotado mis energías como para poder ponerme en pie—. No lo hagas.

Llegué junto a él, que al contrario que yo, continuaba hechizado sin poderse mover. Le abracé como si fuera capaz de protegerle de ese monstruo.

—Que conmovedor —dijo Danlos en tono de burla—. Creí que Ayla me había hecho perder el tiempo con su absurda idea que los Domadores del Fuego eran una amenaza para mí, pero veo que sacaré algo de provecho.

—¡¿Quién es esa Ayla?! —Pregunté enfurecida.

Dejó de blandir la espada de mi hermano y me miró.

—Una sirvienta —dijo como si fuera obvio—. Verás, no es gran cosa, solo una humana a la que le he dado un poco de poder. Viaja con un elfo por las tierras de Andalen, aunque no sé si se dirigen a Barnabel o a Mair. En fin, cuando la vuelva a ver le daré un buen castigo por haberme hecho perder el tiempo con tu estúpida villa.

—La mataré —dije escupiendo veneno en mis palabras—. Juro que la mataré, a ella y al elfo que la acompaña, luego iré a por ti.

Empezó a reír como si le hubiera contado el mejor de los chistes.

Los orcos empezaron a inundar la plaza, todos ellos cubiertos de la sangre de mis compañeros fallecidos en la batalla. Me pregunté si quedaría alguno con vida pues ya no se escuchaban gritos, solo silencio y el ruido de las llamas al devorar nuestras casas. Incluso la enorme cobra se presentó otra vez ante el mago.

—Haz lo que quieras —continuó el mago—. Mata a esa humana, me es indiferente, pero si vienes a por mí no serás más que un entretenimiento donde ni tu hermano pequeño te podrá salvar. Y olvídate de los grupos de Domadores que se encontraban en misiones, ya me los he cargado.

Abrí mucho los ojos y enseguida le dije a Edmund:

—Iré a por ti, te lo juro. Solo aguanta y sé fuerte.

Edmund calló.

Danlos levantó los brazos dirección a la luna llena que se alzaba majestuosa en el cielo. Miramos horrorizados como su color cambió, del blanquecino propio de la luna, al rojo sangre.

Danlos se volvió otra vez hacia nosotros, y encaró una de sus manos en nuestra dirección.

—Ahora —una fuerza invisible me apartó de mi hermano distanciándome varios metros de él— Edmund, vendrá conmigo y… —se aproximó a mí, hincó una rodilla en el suelo y me desclavó el puñal sin ningún miramiento. Gemí de dolor—, casi se me olvida.

Le escupí en la cara y este se echó a reír.

—Duerme de una vez, no vaya a ser que cambie de opinión y al final te mate —puso dos dedos en mi frente y todo se volvió negro.

Desperté cuando el sol acarició mi rostro, era un día despejado, sin ninguna nube. De haber sido una mañana normal hubiera salido a cabalgar por el bosque, y regresaría justo cuando mi padre colocaba el desayuno encima de la mesa. La villa se despertaría lentamente y las risas de los niños empezarían a escucharse por las calles. Mi hermano cogería su zurrón para ir un día más a la escuela, y yo iría acompañada de mi padre al centro para saber qué misiones nos tocaban realizar.

Unas lágrimas aparecieron en mis ojos al comprender que jamás volvería a tener ese día, todo estaba destruido. Hacía sol, pero los pájaros no cantaban, todo estaba muerto.

Me limpié las lágrimas de los ojos, enfadada, no había tiempo para llorar, debía cumplir mi deber: matar a Ayla, recuperar a mi hermano y hacer lo posible por destruir a Danlos.

Me incorporé entre gemidos de dolor, la herida en el abdomen dolía a rabiar, pero como bien dijo el mago oscuro ningún órgano estaba afectado. Dejarme con vida fue su mayor error, pues acabaría con su sirvienta y con él mismo en cuanto tuviera una oportunidad. Cabalgaría día y noche en cuanto encontrara un caballo e iría por las tierras de Yorsa hasta dar con esa Ayla. La pista que iba acompañada de un elfo me resultaría útil y mi primera dirección sería rastrear los caminos que llevaban a Barnabel.

Conocerían la venganza de una Domadora del Fuego.