LA BRUJA
Los dos exclamamos suspiros de placer y nos dejamos caer en la paja, exhaustos. Nuestras respiraciones eran aceleradas, pero poco a poco volvimos a recuperar el aire perdido mientras mirábamos el techo del cobertizo. Un minuto después me levanté para empezar a vestirme.
—Quédate un poco más —me pidió Durdon—. No me iré de la Villa hasta mañana, podemos aprovechar.
Sonreí.
Después de ocupar el cobertizo durante más de una hora era tiempo para dejar a otros un pequeño rincón donde guarecerse de miradas indiscretas. Pero Durdon era un hombre insaciable, ya podíamos estar tres días enteros compartiendo placeres que nunca tendría suficiente.
Continué vistiéndome ignorando su proposición. Puso los ojos en blanco estirándose de nuevo. En cuanto empecé a calzarme las botas de cuero se dignó a levantarse, desnudo como estaba, y entrelazó sus brazos por mi cintura en un cariñoso abrazo.
—No entiendo como puedes estar aún soltera —dijo besándome el cuello—. Eres guapa, atractiva y buena guerrera, además de ser la hija del jefe.
—El matrimonio no entra en mis planes —respondí.
—Si no quisiera viajar y conocer un poco de mundo te pediría en matrimonio.
Empecé a reír y Durdon me soltó.
—Jamás me casaré —le respondí al ver la sorpresa en su rostro—. No hay hombre que pueda enamorarme lo suficiente como para decirle que sí.
—Nunca digas de esta agua no beberé —replicó amablemente con una sonrisa en su rostro. Y empezó a vestirse.
Salimos del cobertizo, y nos dirigimos hacia el centro de la villa donde la fiesta continuaba como la habíamos dejado. La comida era abundante, el vino y la cerveza no se dejaban de servir, la música hacía bailar a nuestros amigos y justo a nuestra llegada una tanda de gritos porque los novios se besaran se escuchaba por toda la villa.
Me crucé de brazos, adivinando que estábamos perdiendo a una magnífica guerrera. La gran mayoría de las mujeres de mi villa éramos entrenadas en el arte de la lucha desde que empezábamos a caminar, y a partir de los trece años aceptábamos trabajos de escolta u otras misiones que se requerían una buena destreza con la espada. Pero muchas, en cuanto se casaban y parían a su primer hijo, lo dejaban todo por cuidar a su familia. Pocas eran las que continuaban aceptando encargos que implicara jugarse la vida.
—¡Alegra! —Me volví y vi a mi hermano pequeño correr hacia mí con un gran trozo de tarta en un plato de madera. Al llegar a mi altura me lo ofreció—. Te he guardado un trozo. ¿Dónde estabas?
—Haciendo un poco de ejercicio —respondí como si tal cosa, cogiendo el plato.
Me miró sin comprender y Durdon rio por lo bajo.
—Alegra, no sé si nos veremos más adelante pero por si acaso buena suerte —me abrazó y respondí a su abrazo, con cuidado de no mancharle con la tarta—. Me ha gustado poder pasar la última noche contigo —me susurró al oído para que solo yo pudiera escucharle.
—Buena suerte en tu viaje —respondí y le di un beso en la mejilla.
Se marchó.
—¿Por qué no vienes a que la extranjera nos lea el futuro? —Me propuso mi hermano.
La extranjera era una mujer que aprovechando la boda que celebrábamos se había establecido en un lateral de la fiesta con una tienda sencilla a la espera que inocentes como mi hermano le dieran dinero a cambio de mentiras.
—Edmund —toqué su cabeza, tan solo contaba con once años y era un niño despierto y alegre; de cabellos negros y ojos marrones como los míos—, solo los magos pueden hacer esas cosas.
—Pero será divertido —intentó convencerme—. Además, la vieja afirma que uno de sus antepasados era mago.
Estiró de mi brazo para que empezara a caminar dirección donde se encontraba la supuesta farsante.
—¿Y tú te lo crees? —Pregunté llevándome un trozo de tarta a la boca—. Seguro que es mentira —dije con la boca llena.
—No tiene por qué —dijo—. Padre asegura que nosotros tenemos un antepasado elfo.
No insistí, la inocencia de mi hermano era propia de su edad así que me limité a comer mi trozo de tarta mientras nos dirigíamos a la tienda de la bruja. Llegamos justo cuando otra tanda de vítores pedía que los novios se volvieran a besar. Ignoré las alegrías por conseguirlo y dejé el plato en una mesa en cuanto acabé de comerme mi trozo de pastel.
Fue, en ese momento, cuando nuestro padre salió de la tienda de la bruja y lo miré boquiabierta, no esperaba que él fuera a pedir consejo a una farsante. Al vernos a mi hermano y a mí sonrió, y miró por detrás de nosotros donde la plaza central estaba abarrotada de amigos y familiares que bailaban al ritmo de la música. Sus ojos mostraron una mezcla de tristeza y preocupación, pero forzó una sonrisa que no le llegó a los ojos. Todo indicaba que acababa de recibir malas noticias.
—No te creas ni una palabra de lo que diga esa bruja —le regañé, poniendo los brazos en jarras—, seguro que se lo inventa.
—¡Ay! Alegra, —me nombró en un suspiro— como me hubiera gustado verte vestida de blanco.
Fruncí el ceño cruzándome de brazos.
—Si te ha dicho que no me casaré en la vida puede que entonces no sea tan embustera —dije como si tal cosa—. Pero no te pongas así de triste, no es para tanto.
—Debiste decirle que sí a Giulac —dijo, acercándose un paso.
Un vuelco me dio el corazón al nombrarlo. Giulac había sido mi novio durante cerca de tres años, me pidió matrimonio pero lo rechacé pidiéndole tiempo. No me lo dio, se casó con otra guerrera teniendo un hijo al poco tiempo.
—Tienes veinte años —dijo mi padre—, ya es hora que encuentres a alguien. No querrás estar sola toda tu vida.
Resoplé, pero él me abrazó.
—Entrad, en vuestro futuro aún hay vida —dijo a mi oído.
Le miré extrañada mientras se alejaba cabizbajo, dio la sensación que un peso repentino estaba cargado a su espalda.
Edmund tiró de mi brazo y juntos entramos en la tienda de la bruja. Lo primero que percibí fue un fuerte olor a incienso. La estancia estaba a oscuras y tuve que esperar unos segundos a que la vista se acostumbrara a toda aquella oscuridad. Una vez empecé a percibir el interior, vi a una mujer de unos cincuenta años sentada enfrente de una pequeña mesa redonda. A su alrededor una especie de extrañas luciérnagas la rodeaban, siendo la única luz de que disponía el lugar.
Al vernos aparecer la mujer sonrió, como si hubiera estado esperando nuestra llegada.
—Tomad asiento —nos ofreció la única silla que quedaba libre, y mi hermano me miró en una mezcla de entusiasmo y nerviosismo.
Le hice un gesto con la cabeza a Edmund para que se sentara, mientras yo me quedaba de pie a su lado.
Quedé un tanto decepcionada al ver a la mujer, pese a que tenía claro que era una farsante creí que tendría más aspecto de bruja, con ropas estrambóticas de muchos colores, amuletos que le colgarían del cuello y extraños anillos en los dedos. En cambio, su aspecto era más el de una campesina que el de una adivina. Únicamente llevaba una moneda colgando en el cuello a modo de colgante.
—Vosotros sois Edmund y Alegra —dijo mirándonos.
Su voz también era normal, otra decepción.
Mi hermano sonrió, pensando que por una magia divina había adivinado nuestros nombres, pero yo alcé una ceja, desconfiada.
—Veo que nuestro padre le ha hablado de nosotros —dije, no dejándome engañar—. ¿Qué le ha dicho para que esté tan preocupado? ¿Qué mentiras le ha metido en la cabeza?
La bruja se puso seria.
—Solo la verdad —respondió y tocó la moneda—. Le he informado de los acontecimientos que están por llegar. Vivimos tiempos oscuros y cada uno de los seres de Oyrun tiene un destino fijado.
—¿Y qué destino es el nuestro? —Preguntó Edmund.
La bruja lo miró y sus ojos negros atravesaron a mi hermano con una mirada cortante y fría a la vez. Le cogió la mano derecha y miró las líneas que se dibujaban en su piel.
—Con diferencia tú serás el que más sufrirás —le respondió. Pude notar como Edmund se estremeció por un momento, pero luego intentó enderezarse no dejándose asustar por aquella mujer—. Solo puedo intuir fugazmente vuestro destino, pero mi corazón me dice que pese al futuro oscuro que te tocará vivir, tu papel será de los más importantes para Oyrun.
Edmund tragó saliva y la mujer me miró entonces.
—Y tú, Alegra —me nombró lanzándome la misma mirada penetrante, dejó la mano de Edmund, a la vez que no dejaba de tocar la moneda que llevaba colgando del cuello. Le tendí mi mano, simplemente por saber con qué mentira me vendría. La cogió y miró atentamente, pensando qué inventarse—, tú también serás necesaria pues algo me dice que serás la responsable de las decisiones y sacrificios que haga Edmund.
—Hable claro —le exigí retirando mi mano—. ¿Qué se supone qué ocurrirá? Si es que es cierto lo que dice.
La bruja sonrió para luego volver a ponerse seria.
—Muerte —dijo—. Vuestra villa está condenada, no veo futuro en ella, nadie se salvará de un destino teñido de sangre. Aquellos que se marchen de inmediato serán los únicos supervivientes a la matanza que se avecina. Oigo gritos, chillidos. En mi mente aparecen ríos de sangres,… —se puso nerviosa de pronto e intentó apartar las luciérnagas que repentinamente se tambalearon al igual que ella, como si algo las hubiera alterado. Fue entonces, cuando me percaté que no eran luciérnagas sino puntos de luz que orbitaban por la estancia como a la bruja se le antojaba.
Me planteé por primera vez si no sería una bruja de verdad, una maga, quizá por eso mi padre se había tomado las palabras de la mujer tan en serio.
Negué con la cabeza, nuestra villa era fuerte y poderosa, nadie podría con nosotros. Todo Oyrun sabía lo letales que éramos y en caso de ser atacados nunca olvidábamos a nuestros enemigos dándoles caza hasta aniquilarlos. Era imposible que alguien destruyera nuestra villa, siquiera que se planteara atacarnos.
—Entonces moriremos —dije sin darle importancia, demostrando que no me creía una palabra de aquella chiflada—. Pues vaya.
—No te tomes mis advertencias a la ligera, niña —dijo en un tono tan frío como el hielo—. Pues lo lamentarás.
Hubo un momento de silencio en el que nos retamos con la mirada.
—¿Y cómo se supone que nos podemos salvar? —Preguntó Edmund interrumpiéndonos.
La bruja lo miró, un tanto enfadada, o quizá nerviosa.
—Él, él verá tu don y te querrá —dijo, hablando como si le faltara el aire por un miedo repentino, luego me miró a mí—. Intentará engañarte, ten cuidado, es peligroso.
Empezó a asustarme pese a todo.
—¿Quién? —Conseguí preguntar sin que la voz me traicionase.
Hubo un momento de silencio, luego dijo:
—Uno de los innombrables, el más poderoso de los siete.
Se me erizó el vello del cuerpo.
Todo el mundo sabía quiénes eran los innombrables, nadie se atrevía a pronunciar sus nombres por miedo a que aparecieran delante de ti y te mataran. Jamás creí en esas habladurías, pero tampoco era tan descarada como para ir gritando a los cuatro vientos los nombres de los magos oscuros.
—¿Y qué interés puede tener el innombrable en nuestra villa? —Quise saber.
De todos los habitantes de Oyrun eran los únicos que podían derrotar nuestra villa, pero jamás imaginé que el enemigo al que se refería fuera un innombrable.
—Solo tiene un único objetivo —se limitó a responder y fruncí el ceño sin comprenderla. Se relajó, al tocar otra vez su moneda—. Pero tranquila, para ti habrá esperanza. Presiento que alguien estará a tu lado en los momentos más duros, será la persona de quién menos esperas recibir su ayuda y apoyo, y, al final… —cerró los ojos y sonrió seguidamente—. Lo noto, algo aflorará, estáis destinados, le entregarás tu corazón como nunca antes lo has hecho por nadie.
Miré a mi hermano, desconcertada por las palabras de la bruja. Parecía estar tan segura de sí misma que daba la sensación que decía la verdad, pero me negué a creer que fuera a ser realmente una maga. Era un farsante. Nunca conocería a tal persona que pudiera hacerme perder la cabeza como al resto de mujeres.
Edmund me guiñó un ojo indicándome que tampoco la creía. Me conocía lo suficiente como para saber que enamorarme de alguien con tanta pasión era prácticamente imposible.
Abandonamos la tienda teniendo cada uno su opinión sobre la bruja.
—Debí preguntarle qué don se supone que tengo —comentó Edmund mientras mirábamos como bailaba la gente—. ¿Qué puede ser tan importante para interesar a un innombrable?
—Es una timadora —dije revolviéndole el pelo—. Tu único don es poderte comer un filete de ternera en menos de un minuto.
Empezó a reír y yo con él. Descargando de esa manera la tensión que nos habían producido las palabras de la bruja.
EL NOBLE
Nuestra misión era sencilla, escoltar a un joven noble hasta la ciudad de Granjem, protegiéndole de los ladrones del camino y de posibles orcos u otras criaturas que pudiéramos encontrar. Para ello contrató a dos Domadores del Fuego que fuimos escogidos por el jefe de la villa para llevar a cabo el cometido. El trayecto iba a ser corto y el peligro reducido por lo que Mistial, un joven domador que acababa de cumplir los trece años, nos acompañó a Giulac y a mí para que cogiera experiencia en misiones como aquella. El noble, un presuntuoso, mimado y consentido, con un carácter prepotente y orgulloso —actitud propia de su clase—, no dejó sus intentos por llevarme a su lecho las dos primeras noches que acampamos al aire libre.
Mi primera norma era que nunca, por muy atractivo que fuera el cliente, debía mantener relaciones con él; aunque aquel joven puso las cosas fáciles para rechazarle. Ya que, pese a ser alto, estaba tan delgado como un palo y su rostro estaba cubierto de espinillas a punto de explotar. No obstante, debía ser paciente con sus insinuaciones pues gracias a tipos como aquel teníamos misiones, recibíamos ingresos y nuestra villa subsistía.
Iba a ser una misión corta pero larga a la vez, pues aparte del noble William, mi compañero de escolta era Giulac, que aunque era uno de los mejores guerreros de que disponía nuestra villa, la relación de noviazgo que tuvimos en el pasado complicaba las cosas. Ambos nos sentíamos incómodos y apenas cruzábamos palabra, sin embargo cuando el caballero William se sobrepasaba conmigo notaba como Giulac apretaba los dientes a punto de explotar. No permití que llegáramos a ese extremo, me limitaba a dar un pisotón a William —de forma accidental, por supuesto—o una bofetada en la cara para ahuyentarle una mosca, y de esa manera lo mantuve a raya. La tercera noche en la que aprovechamos para descansar en una pequeña posada que encontramos al borde del camino, tuve que poner a prueba todo mi autocontrol con las insistentes insinuaciones de William que aumentaron de forma considerable por el consumo de cerveza.
—Siempre consigo lo que quiero —me amenazó al darle el decimocuarto pisotón del día—. Siempre.
Me cogió de un brazo en un gesto amenazante y mi paciencia se agotó. Lo cogí por la muñeca y empleando una mínima fuerza en un punto en concreto hice que me soltara al tiempo que se la retorcía. Fue un gesto simple pero suficiente doloroso como para ponerlo de rodillas ante mí.
—Creo que el señor no conoce sus límites —dije de forma fría sin soltarle, manteniéndolo de rodillas delante de toda la posada. Giulac miró la escena serio, pero en sus ojos se podía leer la diversión. No movió ni un dedo para ayudarme o detenerme, me conocía lo suficiente como para saber que podía sola con ese tipo—. Ahora, será mejor que vuelva a la habitación que tan amablemente le ha dejado ocupar esta buena gente y descanse, porque mañana será un día muy largo. Con un poco de suerte llegaremos a nuestro destino y cada uno seguirá su camino.
Le solté y casi cayó al suelo, casi.
Toda la posada exclamó en una abierta carcajada, pero William me miró con ojos desorbitados.
—Me las pagarás, lo juro —me amenazó.
Vi una mosca en su rostro y se la volví a ahuyentar.
Otra carcajada se alzó y abandoné la posada con una mezcla de ira contenida y satisfacción.
Paseé por los alrededores sin alejarme demasiado de la posada, pensando en el pretencioso que debía proteger su vida, creyendo que una guerrera, por el simple hecho de ser mujer, era encomendada a las misiones para calentar la cama de los clientes o de sus propios compañeros. Por suerte, eran pocos los que creían que las Domadoras del Fuego servíamos para eso. En el resto de Andalen nuestro pueblo era respetado, y contratar a una Domadora del Fuego era un precio que pocos se podían permitir.
Me detuve y me senté en un manto de hierba. Miré el cielo y suspiré. Era una noche despejada donde se podían ver las estrellas y la luna en cuarto creciente.
—Alegra —vi a Giulac a mi lado de pronto, me había seguido sin darme cuenta. Cuando quería podía ser de lo más sigiloso—. ¿Estás bien?
Se sentó a mi lado.
—Claro, ¿por qué no iba a estarlo? —Respondí con un deje de enfado—. No deberías haber dejado a Mistial solo.
—Es espabilado y buen luchador, no creo que suceda nada.
Volví la vista al cielo.
—Recuerdo la noche que te pedí matrimonio con un cielo tan estrellado como esta noche —dijo Giulac de pronto.
Le miré con gran esfuerzo, notando como el corazón empezaba a bombear con más fuerza, dolida.
—Te pedí tiempo —mi voz salió con un deje de rencor.
—Llevábamos tres años de noviazgo —intentó justificarse.
—Sí, pero ni siquiera me distes unos meses para aclararme —le repliqué—. Aunque me alegro de no haberte dicho que sí porque encontraste a otra rápidamente, demostrando que apenas me querías.
Silencio.
—La dejé embarazada —dijo a los pocos minutos y le miré sin comprender—. Iba a darte ese tiempo, pero la dejé embarazada sin querer. Tuve que casarme con ella.
Contuve el aliento no pudiendo responder, sus ojos me mostraron el amor que en el pasado me brindó y que echaba a faltar. Pude enojarme por haberme sido infiel, pero en eso no podía culparle, desde que me pidió matrimonio hasta que anunció su compromiso con Cristina huí constantemente de Giulac.
—Nunca me lo habías dicho, suena a excusa —dije pese a todo.
—No me diste la oportunidad de explicarme —contestó un tanto enojado—, es la primera vez desde hace un año que tenemos una conversación de más de dos palabras.
Le giré la cara, cómo pretendía que le hablara si a los cuatro meses de pedirme matrimonio se casaba con otra sin ton ni son. La relación se enfrió, era verdad, pero cuando me enteré de su compromiso con Cristina se me cayó el alma a los pies. Me sentí traicionada y dolida, pero por extraño que pudiera parecer también liberada. Dejé de darle vueltas a la cabeza sobre si debía casarme o no; si debía renunciar a mi trabajo de guerrera o continuar con lo que más me gustaba.
—Bueno —suspiré—. Hiciste lo correcto entonces, un niño nacido fuera del matrimonio es un bastardo y una vergüenza, y Cristina parece una buena chica.
Odiaba a Cristina.
—Lo es, pero nunca la amaré como te amo a ti.
De repente me cogió por los hombros, me obligó a mirarle y se inclinó a mí dándome un besó en los labios.
Lo retiré de inmediato.
—¿Qué haces? —Pregunté alarmada y fue en ese momento cuando me percaté que no sentí nada por él, ni pasión ni amor, nada.
—Te quiero —contestó con un brillo en los ojos—. Quiero que permanezcamos juntos de alguna manera.
Volvió a besarme y le volví a retirar.
—No pienso ser la otra —dije enfadada—, la amante —aclaré.
—Pero…
—No —le corté—. No puedo serlo, ¿en qué me convertiría? No creo que vaya a casarme en la vida, pero tampoco me conformaré con ser la amante de un hombre casado y con hijos. Compréndelo.
Me levanté del suelo y empecé a deshacer el camino andado con Giulac dos pasos por detrás de mí. Justo antes de llegar a la posada me volví a él y le miré a los ojos. Por su expresión supe que se arrepentiría toda la vida de los motivos que le llevaron a perderme y aún, tonta de mí, me sentí mal por ello.
—Podemos ser amigos —dije pese a todo, como si aquello fuera a animarle—. Siempre y cuando tengas claro que nunca me convertiré en tu amante.
No respondió, se limitó a mirar por detrás de mí, poniéndose alerta de pronto. Me volví de nuevo a la posada, y fue entonces cuando el rugido de un orco se escuchó alto y claro desgarrando la noche. Se estaba produciendo una carnicería en el interior del hostal.
Miré a Giulac un breve segundo, no hizo falta más.
Empezamos a correr con nuestras espadas ya desenvainadas e irrumpimos en la posada encontrándonos a seis orcos en total. Dos de ellos intentaban matar a Mistial que se defendía con valentía mostrando su fuerza al haber acabado con un orco que se encontraba a sus pies. Los otros cuatro miraban divertidos la escena, al parecer ya habían matado al resto y solo quedaba nuestro buen amigo William, hecho un ovillo, escondido detrás de Mistial.
Mistial, al vernos aparecer, se le abrió el cielo, en cambio los cuatro orcos que se mantenían al margen nos miraron complacidos, sabiendo que tendrían a más víctimas a las que matar, lo que no esperaban era que las víctimas iban a ser ellos.
No perdimos tiempo, nuestro joven compañero aún era inexperto en esos enfrentamientos, quizá era la primera vez que se enfrentaba con un orco de verdad, no digamos dos a la vez, y su vida corría grave peligro; por lo que, tanto Giulac como yo, empezamos a blandir nuestras espadas. El metal contra el metal rugió de forma impactante, corté el aire y me moví con agilidad esquivando y deteniendo los ataques de mis adversarios. En cuanto eliminé al primero, un segundo orco vino por detrás de mí; me agaché, volteé y alcé mi espada en un rápido movimiento atravesando su pecho con Colmillo de Lince —así se llamaba mi espada—. Me tiré al suelo dando una voltereta para esquivar el ataque de un hacha que quiso partirme en dos. Durante ese acto, saqué un puñal de mi bota y justo cuando me alcé lo lancé con precisión al orco que estaba a punto de matar a Mistial. Di justo en el cuello del animal derribándolo en el acto. Apenas me llevó un segundo aquel tercer orco así que, en cuanto me di la vuelta el orco que acababa de intentar matarme con su enorme hacha aún estaba cambiando la trayectoria de tan pesada arma para volver a arremeter contra mí. Le rebané la cabeza en dos segundos.
Mistial gritó y al volver mi atención a él, vi que había sido herido en el brazo, pero Giulac ya se ocupaba de su agresor. En menos de un minuto ambos eliminamos a los seis orcos que irrumpieron en la posada.
Miré alrededor, la escena era escalofriante, el posadero y su mujer muertos. Los dos hijos de ambos que ayudaban en el negocio también habían sido asesinados, uno yaciendo en el suelo, el otro reposando en una mesa con una jarra de cerveza aún en la mano que jamás serviría. Y ocho clientes desperdigados por mesas, suelo y sillas. Uno de ellos con la cabeza separada del cuerpo.
Cerré los ojos un instante para reponerme, no era la primera vez que veía una escena como aquella, pero no por ello dejaba de afectarme.
—¡¿Dónde os habíais metido?! —Empezó a chillar el noble William—. ¡Os pago para que me protejáis!
Giulac le ignoró y empezó a atender a Mistial que se dejó caer en el suelo con el rostro tan blanco como la nieve. Me acerqué a ellos dos ignorando al noble caballero mientras limpiaba a Colmillo de Lince con un trapo que siempre llevaba a mano, debía hacerlo antes que la sangre de los orcos empezara a secarse.
—¿No me escucháis? —Continuó gritando William—. ¡Exijo que me respondáis!
Le miré fríamente, llevaba una espada colgando de su cinturón que ni siquiera desenvainó. Aquel inútil probablemente nunca había blandido su espada en un combate de verdad.
—Está vivo, ¿no? —Le pregunté envainando mi espada en cuanto estuvo limpia y me agaché para ayudar a Giulac con Mistial.
Pero William, no contento con mi respuesta, alzó su mano para pegarme. Rápidamente paré su golpe con el brazo para, acto seguido, arremeter contra sus partes más nobles, estrujándolas en un puño. William gritó de dolor, —más que un grito fue una lamentación que erizó el vello incluso a Giulac y Mistial—. Cayó al suelo quedándose en posición fetal, gimiendo sin casi poder respirar.
—No es grave —dijo Giulac hablando de Mistial pero sin apartar los ojos de William. Me encogí de hombros en cuanto me miró, negó con la cabeza y miró a Mistial—. Te pondrás bien y la herida sanará. Unos puntos y estarás como nuevo.
Mistial asintió pero sus ojos amenazaron con echarse a llorar.
—Vamos, Mistial —le animé viendo que aún no había recuperado el color de la cara—, puedes estar orgulloso de ti mismo, muy pocos tienen un enfrentamiento de este alcance a tu edad. Estás hecho todo un hombre.
Intentó controlarse pero una lágrima apareció, limpiándosela rápidamente. Giulac, comprensivo, le dio unas palmaditas de apoyo en la espalda.
No derramó ni una lágrima más.
Escuché la respiración entrecortada de uno de los orcos que creí muertos y me aproximé a aquel que aún tenía un aliento de vida.
Desenvainé a Colmillo de Lince.
—Nuestro amo,… ya viene —dijo con esfuerzo llevándose las manos al abdomen. Era uno de los orcos que había luchado contra Giulac—. Unas… semanas,… y vuestra villa perecerá.
Fruncí el ceño.
—¿Tu amo? —Pregunté plantándole la espada en el cuello—. ¿Quién es?
Sonrió para acto seguido escupir un efluvio de sangre.
—Aquel que todos temen.
Exhaló su último aliento y un escalofrío recorrió mi espalda recordando las palabras de la bruja. Lamenté que el orco muriera antes de poder hacerle más preguntas.
Acabamos la misión un día después y retornamos a nuestra villa. Durante el camino de regreso estuve dándole vueltas a la cabeza sobre la posible amenaza de los magos oscuros contra los Domadores del Fuego. Apenas pude dormir o comer, pero al cuarto día la gran muralla que cubría nuestra villa se presentó como una imagen esperanzadora, y una sensación de falso alivio me invadió. Nuestra muralla era infranqueable, hecha por grandes troncos milenarios que alcanzaban los treinta metros de altura. Nunca habían sido derribados por lo que me transmitieron seguridad.
Éramos un pueblo pequeño de apenas dos mil habitantes, pero vivíamos cómodamente en casas sólidas, calles asfaltadas por adoquines y campos de cultivo en el exterior. Todo ello conseguido después de muchos siglos trabajando y engrandeciendo nuestro pequeño hogar. Combatiendo a huestes de orcos, incluso de hombres, y siempre logramos salir vencedores. ¿Podríamos resistir si el enemigo era un mago oscuro?
Era una pregunta a la que no tenía respuesta.
La gran puerta de la villa se abrió en cuanto nuestros compañeros —apostados en el muro— nos vieron aparecer justo antes de la puesta del sol. Una única entrada a la villa se caracterizaba por dos grandes puertas de madera forradas en hierro con el símbolo de los domadores —una llama de fuego devorando un martillo de herrero— inscrito en medio.
Los tres llegamos cansados, sin embargo, tuvimos el ánimo suficiente como para saludar a nuestros compañeros que tocaban la campana de una de las torres informando de nuestra llegada. Amigos y familiares vinieron a darnos la bienvenida, era una tradición por mostrar la alegría de vernos regresar sanos y salvos.
La madre de Mistial fue la primera en aparecer, que al ver a su hijo herido enseguida quiso atenderle pese a que le garantizamos que se encontraba perfectamente. Giulac saludó a su esposa y no fue hasta que cogió a su hijo en brazos que sus ojos no brillaron de felicidad verdadera.
—¡Hermana! ¡Hermana! —Edmund vino a mí corriendo con una sonrisa en su rostro y al llegar a mi altura me abrazó loco de contento—. ¡Qué alegría verte!
—Edmund —le revolví el pelo cariñosamente y luego le di un beso en la frente.
—Alegra —al alzar la vista vi a mi padre erguido, alto que era, esperando que terminara de saludar a todos los que nos habían recibido. Era un hombre fornido, de cabellos oscuros, manchados por los primeros filamentos blancos de la edad. Sus ojos eran marrones y siempre llevaba una barba bien arreglada que le cubría la mitad del rostro.
—Padre —ensanché mi sonrisa, pero primero bebí del vino que me ofrecieron para celebrar nuestro regreso, dos segundos después me aproximé a él—. La misión ha sido un éxito, aunque creo que tardaremos en volver a trabajar para el caballero William.
—¿Por qué? —Preguntó extrañado—. ¿No ha estado contento con nuestro trabajo?
Me encogí de hombros.
—Llegó vivo, pero por el camino tuve que espantarle muchas moscas de la cara. No lo pude evitar.
Aquello le hizo reír a pleno pulmón y me abrazó inesperadamente.
—Me haces reír incluso cuando mi corazón está perturbado, te pareces a tu madre. ¡Ojalá estuviera aún con nosotros! ¡Qué orgullosa estaría de su pequeña!
—Alegra, ¡adivina! —Exclamó Edmund y ambos dirigimos nuestra atención a él—. El maestro Nelson me ha nombrado su aprendiz personal. ¿No es fantástico? Podré trabajar el metal y aprender con el mejor artesano de toda la villa.
—Eso es genial —dije sorprendida.
Trabajar con el maestro Nelson era un honor que pocos llegaban a tener. Era un hombre de sesenta años y en toda su larga vida solo tres aprendices fueron tomados por él, convirtiéndolos en los mejores maestros del metal de todo Andalen.
—Cada día hacéis que me sienta más orgulloso de vosotros, hijos —dijo nuestro padre—. Tu Alegra por ser una chica fuerte y de honor que espero que me sustituya en un futuro como nueva jefa de la villa, y tú Edmund —le puso una mano en la cabeza de forma cariñosa y ensanchó su sonrisa—, por ser escogido como alumno del maestro Nelson, jamás imaginé que uno de mis hijos tuviera el don para trabajar el hierro. Te ha comparado con el mismo Númeor, elfo fundador de nuestra villa y antepasado nuestro.
—¿Has dicho que tiene un don? —No quise que mi voz saliera alarmada, pero no lo pude evitar.
Mi padre me miró extrañado por mi repentino cambio de actitud, hice evidente que algo me preocupaba.
—Sí, —respondió— solo hay que ver la espada que ha fabricado Edmund estos últimos seis meses; es digna de un maestro con más de treinta años de experiencia. ¿Por qué?
Miré a Edmund que parecía no acordarse ya de las palabras de la bruja.
Suspiré y negué con la cabeza, no tenía sentido preocuparse por las predicciones de una farsante.