LA LLEGADA DEL NORTE
El Cónrad puso una mano en la cabeza de la elegida y a esta se le helaron los ojos. Luego, lentamente, sus rodillas se doblaron hasta tocar el suelo y pude ver como su mirada verde se tornó pálida, blanca. Después cerró los ojos y se desplomó en el suelo. Beltrán la soltó y se volvió hacia mí, justo en el momento en que yo llegaba a su altura y alzaba a Invierno para asestarle un golpe vertical. Pero antes de alcanzarle, una fuerza me echó hacia atrás como si una maza me hubiese golpeado. Por segunda vez volé por los aires, impacté contra la muralla y quedé clavado en el suelo, inmóvil.
El dolor en la espalda, cabeza y costillas fue punzante, pero lo que realmente me tuvo fijo sin dejar que me moviera era la magia del Cónrad, que continuaba mirándome empleando su fuerza contra mí. Sus ojos eran como un destello blanco, helado. Y hacía que me retorciera en el suelo, gritando y gimiendo, como si un rayo estuviera atravesando cada parte de mi cuerpo, circulando dentro de mí en un circuito constante. Un instante después empecé a ahogarme. Y me llevé las manos al cuello, incapaz de respirar una bocanada de aire.
Es el fin, pensé, voy a morir.
Miré a Ayla. Ojalá hubiera podido cogerle de una mano o darle un último beso antes de sucumbir, pero se encontraba a más de diez metros de mi posición completamente inmóvil. Quise llamarla, pero ya no quedaba aire en mis pulmones como para poder formar una última frase. Mis ojos se llenaron de lágrimas por no poder salvarla, mi vida había sido larga, pero la de ella… era muy joven para que muriera. De haberlo sabido, le hubiera hecho el amor cuando me lo pidió.
Un movimiento detrás del Cónrad hizo que desviara instintivamente mi atención de la elegida. El Cónrad se percató, pero antes de tener tiempo de volverse contra su nuevo rival, se vio inmovilizado por un fuerte abrazo que le constriñó el cuello, cogiéndole desprevenido en un rápido movimiento.
Dacio no le soltó, se mantuvo firme, trasformando sus ojos marrones en una mirada tan roja como la sangre. Demostrando que hacía uso de toda su fuerza; canalizando la furia y la rabia contra nuestro enemigo. Beltrán intentó zafarse de él, queriendo tocarle la cabeza con el brazo bueno —el izquierdo lo tenía inutilizado gracias a Ayla—, pero Dacio no era tonto y desviaba la trayectoria de su mano como podía, estrangulándole con un brazo y cogiéndole de la muñeca con la mano que le quedaba libre. Si el Cónrad le tocaba ni que fuera por un segundo la cabeza, este se vería sumido en las tinieblas.
Los ojos de Beltrán dejaron de emitir aquel brillo blanco y pude volver a respirar. Tosí al hacerlo, gimiendo al mismo tiempo, desesperado. La sensación de dolor también desapareció, aunque me encontré baldado. Casi sin fuerzas para ponerme en pie. Y me arrastré por el suelo, intentando llegar a Ayla.
—¡Muere! —Escuché gritar a Dacio y al mirarle vi que el color rojo de sus ojos se intensificó—. Last Daren belth’rs inradem…
—Eres… igualito… a… tu…
—¡Yerian’th! —Dacio terminó de invocar su hechizo y una luz les envolvió a ambos.
—¡Dacio! —Escuché gritar a Alegra. La busqué, estaba tendida en el suelo, alzándose en ese instante. Durdon se encontraba a su lado y la detuvo antes que fuera junto a Dacio. Aarón ya cogía su espada cuando la luz que rodeaba a Beltrán y Dacio se intensificó.
Llegué junto a Ayla y la cubrí con mi cuerpo. En ese instante, Dacio salió de aquella bola de energía, conjurando sellos mágicos tan rápido que no fui capaz de distinguir el movimiento de sus manos. Su concentración era extrema, y en cuanto terminó el último símbolo, algo parecido a una cruz, el punto donde se encontraba Beltrán se desencadenó en una gran explosión. Fue solo un instante, pero vi como el Cónrad quiso liberarse de aquella energía. Si Dacio hubiera tardado tan solo un segundo más en acabar con su hechizo, lo hubiera conseguido.
Pero no lo hizo.
Cubrí la cabeza de Ayla, la abracé y sujeté, mientras resistí la onda expansiva que nos arrastró varios metros por el suelo hasta quedar empotrados en una esquina de la muralla. Luego, la fuerza de la explosión se intensificó y grité de dolor cuando un enorme pedrusco me dio de lleno en la espalda. Agarré con más ahínco a Ayla, intentando hacerme un ovillo con ella, solo por protegerla. Luego todo se calmó. Tardé unos segundos en reaccionar entonces, el corazón me iba a mil por hora, el ritmo de mi respiración estaba por las nubes y mi cuerpo temblaba. Pero después de un momento, en que tragué saliva intentando serenarme, alcé la cabeza y miré alrededor.
Un boquete se formó en lo alto de la muralla, como un pequeño cráter, aunque el muro continuaba en pie. En el centro de tal agujero quedaba un cuerpo retorcido y atormentado escupiendo sangre y gimiendo. Enfrente de él, Dacio alzaba mi espada —la habría cogido después del ataque— para rematar la faena.
—Esto es por todas las víctimas que has atormentado y matado durante siglos —le dijo Dacio y hundió a Invierno en el pecho de Beltrán.
Beltrán gimió y escupió un efluvio de sangre. Luego, sin esperarlo, sonrió.
—Pero… mi misión… la he cumplido —fueron sus últimas palabras y el Cónrad murió.
Quedé mirando aquella escena por unos segundos, luego regresé mi atención a Ayla. Continuaba inconsciente y, entonces, temí lo peor. Apoyé mi cabeza en su pecho y escuché el latir de su corazón. Di gracias a Natur, por un momento creí que el Cónrad se refirió a haber cumplido su misión de matar a la elegida, pero solo estaba inconsciente. Empecé a zarandearla, a intentar que volviera en sí, pero no respondía.
—Ayla, vamos, Ayla, despierta —le pedía, apoyándola en mi regazo—. Vamos, cariño —le susurré—. Ayla.
No hizo ni el mínimo gesto por recobrar la conciencia, nada.
Dacio corrió hacia nosotros, no sin antes mirar a Alegra, cerciorándose que se encontrara bien. La Domadora del Fuego se encontraba sentada en el suelo, aún recuperándose del susto, con su compañero Durdon al lado. Dacio se agachó a mi lado en cuanto llegó, y puso una mano en la frente de Ayla, cerrando los ojos. Dos segundos después retiró su mano, alarmado.
—Esta sometida a la oscuridad del Cónrad —dijo preocupado.
—Pero… ¡Si acabas de matarlo! —Exclamé—. ¿Cómo puede continuar con su magia?
—Es un hechizo complejo —dijo, abriendo los ojos a Ayla. Tenía las pupilas por completo dilatadas—, con una buena sincronización un grupo de magos pueden coger el relevo de un hechizo o conjuro.
—No pueden matarla cara a cara, así que lo hacen a través de la mente, ¿es eso? —Le preguntó Durdon que le había escuchado, acercándose a nosotros junto con Alegra. El Domador del Fuego parecía tener su brazo izquierdo herido pues se lo sujetaba contra el pecho, y toda la manga de su jubón estaba teñida de rojo.
—Exacto —afirmó Dacio.
—Pues haz algo —le pedí.
—Intentaré entrar en su mente —dijo—. Pero debes apartarte.
Recosté a Ayla en el suelo y me retiré lo justo para dejarle espacio a Dacio. Todos rodeábamos el cuerpo de Ayla. Aarón fue el último en llegar, que al tiempo que estaba pendiente de nosotros —ileso por lo que parecía—, vigilaba lo que continuaba pasando en el resto de la ciudad. El dragón que montó Beltrán, también fue desintegrado por el segundo disparo de Ayla, pero el tercero, liberado del control del Cónrad, parecía enfurecido, atacando tanto a hombres como a orcos, sobrevolando toda la ciudad. La buena noticia era que el segundo nivel parecía resistir de momento al ataque de orcos y trolls. No lograrían atravesar las puertas, ya no. Sin magia, las puertas de Barnabel eran resistentes y con un poco de suerte los hombres del Norte llegarían para liberarnos del asedio.
Dacio colocó una mano encima de la cabeza de Ayla y cerró los ojos. El rostro de la elegida permaneció imperturbable mientras el del mago se transformó en una mueca de dolor. Empezó a gemir, a volverse rojo y las venas de su frente y cuello empezaron a inflamarse viéndolas claramente. Después de unos segundos de lucha contra lo desconocido, se retiró bruscamente echándose hacia atrás. Luego me miró.
—¿Qué? —Quise saber, viendo que Ayla no había recuperado la conciencia.
—La oscuridad la rodea, la tienen por completo sometida y… —en ese instante, el dragón rojo que aún debíamos eliminar se acercó peligrosamente a nuestra posición. Todos contuvimos el aliento, tensándonos, pero la bestia cambió de dirección en el último momento. Algo le llamó la atención y continuó atacando tanto a hombres como a orcos.
—Hay que llevársela de aquí —dijo Aarón—, es peligroso.
—Llevémosla al interior del castillo —dije pasando mis brazos por debajo del cuerpo de Ayla. La alcé, tambaleante. No estaba del todo bien después del hechizo de Beltrán contra mí, pero me mantuve firme—. Hay que recoger los fragmentos que tenía Beltrán, y los dos que ha utilizado Ayla para matar a los dragones. Deben estar desperdigados por alguna parte.
—Yo me encargo de los de Beltrán —dijo Dacio, alzándose—. Deben estar contaminados y pueden ser peligrosos. Aarón, ordena a dos de los niños que busquen los otros dos por la ciudad.
—De acuerdo.
Dacio ya se dirigió al cuerpo del Cónrad, pero antes que Aarón se marchara le llamé.
—Espera Aarón —se detuvo de inmediato y miré a Alegra—. Alegra, por favor, puedes sacar el pañuelo donde está el colgante, de mi bolsillo. —Así lo hizo—. Coge dos fragmentos Aarón, —le autoricé—, que lo lleven los niños, brillaran y les será más fácil localizarlos.
Se sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, lo rasgó en dos partes y cogió dos fragmentos. Uno para cada niño que debería buscarlos. En ese intervalo de tiempo, Dacio regresó llevando los fragmentos de Beltrán.
—Tenemos cinco nuevos —dijo mostrándolos y los puso con el resto que tenía Alegra en el pañuelo. Luego agitó la mano—. Por extraño que parezca están helados y queman. Ayla deberá purificarlos.
Alegra se los guardó en el bolsillo de su pantalón.
Una vez listos, nos dirigimos sin perder tiempo al castillo. Ayla continuó inerte en mis brazos como un peso muerto. No reaccionaba, y parecía que durmiera, pero dentro de ella la oscuridad la dominaba.
—¡El dragón ha derribado una puerta! —Se empezó a escuchar.
—¡Mierda! —Exclamó Dacio—. Esto lo complica todo.
Pues sí, lo complicaba, los orcos por si solos no lograrían derribar las puertas, pero si el dragón empezaba a tumbarlas nos veríamos desbordados en poco tiempo.
Aún era de noche, y la nieve empezaba a cuajar pese a las continuas pisadas de los soldados. Quedaba una hora para que amaneciera cuando llegamos al castillo, y encontramos a Chovi y Akila justo en la entrada. Fulminé al duende con la mirada, se comportó como un cobarde. No le hicimos el menor caso al pasar a su lado y Akila permaneció con él.
—Será mejor llevarla a los sótanos, con el resto de heridos. En caso que el dragón derribe más puertas y los orcos entren en el segundo nivel podremos evacuarla por el túnel que lleva a las montañas —dijo Dacio.
Bajamos las escaleras de caracol que conducían a los sótanos y antes de llegar pudimos escuchar los gritos agónicos de aquellos que se encontraban heridos. Al entrar, notamos el aire viciado, pese a la conexión con los túneles, la corriente en aquel lugar era ínfima y el olor corporal de las personas, añadido a las infecciones de las heridas y a aquellos que ya habían muerto, fue nauseabundo. Las monjas del lugar intentaban esconder aquellos olores mediante sándalo, pero apenas lo tapaban, al contrario, causaban una mezcla de olores tan fuerte que no supe si era mejor el remedio que la enfermedad.
Caminé con Ayla en brazos, era un lugar gigantesco, una gran cueva que albergaba centenares de camillas todas ellas ocupadas por heridos. Al fondo, se encontraban los refugiados; mujeres, niños y ancianos, en su gran mayoría.
—Este ya está muerto —señaló Aarón a un hombre con los ojos vueltos—. Vosotros, retiradlo y llevadlo al exterior antes que perfume más el ambiente. Y haced lo mismo con aquellos que ya hayan fallecido —ordenó a dos muchachos.
Lo retiraron y me acerqué. La camilla no era más que un bloque de paja, envuelta en una sábana. Eran tantos los heridos que no había suficientes y muchas personas tenían que ser atendidas en el suelo. Así que disponer de un camastro era un privilegio, no obstante, no dejé a Ayla encima de aquella camilla.
—Está manchada de sangre —dije—. No pienso dejarla encima, que cambien las sábanas.
—¿De dónde quieres que consiga ahora mismo unas sábanas? —Me replicó Aarón.
Iba a contestarle, pero entonces Dacio intervino.
—No os peléis —pidió—. Yo me encargo.
Empleó su magia y en un abrir y cerrar de ojos lo que antes fueron unas sábanas manchadas de sangre se tornaron tan blancas como la nieve.
—Gracias —le agradecí, dejando con cuidado a Ayla.
—Yo vuelvo fuera, me necesitan para organizar la defensa —nos dijo Aarón—. Debo reunir más hombres en la puerta que ha caído. Si hago sonar los cuernos, preparaos para huir por los túneles.
Durdon fue a seguirle, pero Aarón le dijo algo y este se quedó con nosotros. Tenía un brazo lesionado, no podía combatir.
—Dacio, ¿qué ha ocurrido antes cuando has tocado a Ayla? —Le pregunté angustiado, volviendo la atención a quien realmente me importaba.
—Danlos la tiene dominada dentro de una gran oscuridad, percibo su energía. Puedo intentar salvarla, pero es arriesgado. La podría matar.
—No podemos dejarla así. Haz lo que puedas —le pedí.
Dacio volvió a colocar una mano encima de la cabeza de Ayla y cerró los ojos. Su rostro volvió a reflejar el dolor.
—Dacio aguanta, tienes que salvarla —le animé para que no desistiera.
El mago abrió los ojos, su mirada era severa, teñida por el rojo característico de cuando se enfurecía.
—Es… muy… poderoso —dijo con voz estrangulada y volvió a cerrar los ojos, concentrándose.
Para mi espanto, un hilo de sangre le empezó a bajar a Ayla de la nariz. Se puso tensa de golpe, apretando los puños y arqueando la espalda. Abrió los ojos y gritó. Fue un sonido desgarrador, cargado de temor, pánico y miedo. Se me pusieron los pelos de punta, y temí que no lo lograra. Dacio continuó pese a todo, aunque empezó a doblarse sobre sí mismo apoyándose en el camastro, como si pereciera con ella.
—Dacio —lo llamó Alegra, preocupada.
En ese instante, el mago fue despedido, empujando a Alegra con él, que se encontraba a su lado. Los dos cayeron al suelo. Rápidamente intenté que Ayla reaccionara, acariciándole el pelo, en un intento porque se quedara con nosotros.
—Tranquila Ayla, ya ha pasado, vuelve conmigo —le supliqué, pero cerró los ojos y volvió a relajarse como si permaneciera dormida.
Miré a Dacio, estaba siendo ayudado a incorporarse por Alegra y Durdon. La Domadora del Fuego quizá estaba dolorida por el golpe, pero Dacio había perdido el color de la cara y estaba tan blanco como la nieve. Se alzó con ayuda de los dos Domadores. Supuse que aceptar la ayuda de Durdon no le agradaba, pero su estado era tan lamentable que no tenía otra opción.
—Casi la tenía —me dijo sentándose en un costado de la camilla, y acariciando el pelo de Ayla—. Debemos dejarla descansar. Si vuelvo a intentarlo la mataré.
—Pero… —miré a Ayla y le limpié la sangre que le hubo bajado por la nariz con la manga de mi jubón.
Me sentí impotente, no podía protegerla o salvarla de aquella situación.
—Esperemos a que se haga de día —sugirió Dacio—. En cuanto el sol se alce, las fuerzas oscuras perderán poder.
—¿Y qué hacemos de mientras? —Le pregunté—. ¿Hay algo que pueda hacer?
—Luchar —sugirió—. La batalla continúa y ha caído una puerta. Necesitan todas las espadas.
—No puedo dejarla sola —contesté negándome a abandonarla.
—Yo me quedaré con ella Laranar —se ofreció Alegra—. Durdon me ayudará, no te preocupes. Os avisaremos si hay algún cambio.
Vacilé, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Mejor era combatir e impedir que los orcos tomaran la ciudad entera, a esperar sin hacer nada con el peligro de ser derrotados. Me incliné hacia Ayla y le di un beso en la frente, luego, le susurré al oído:
—Has luchado con valentía, me siento orgulloso de ti —acaricié su rostro, ella sufría pese a que parecía que durmiera—. Te quiero.
Dos minutos después, Dacio y yo, nos encontramos en la entrada que había caído. Los soldados se apilaban en ella luchando contra los centenares de orcos que intentaban traspasarla. La doble puerta se encontraba desencajada del muro, deformada y desecha. Las llamas del dragón hicieron buena cuenta de ella. Busqué por los cielos dónde paraba, pero no vi rastro de él. Llegamos junto a Aarón que luchaba codo con codo con los soldados, como uno más, sin importar su rango de senescal.
—¿Ha despertado? —Nos preguntó, haciéndose a un lado.
—No —respondí, con Invierno en la mano.
Maté al primer orco que se me acercó.
—Esperaremos a que amanezca —le dijo Dacio, mirando la obertura por donde entraban los orcos.
—¿Y el dragón? —Le pregunté al senescal.
—Se ha marchado —dijo Aarón—. Continuó lanzando llamaradas a todo el mundo, luego parece que se cansó y se fue dirección este.
—Ya no está controlado por Beltrán, es libre —le dijo Dacio.
En ese instante, tres trolls irrumpieron en el segundo nivel, apartando a orcos y soldados de Barnabel a golpe de maza.
—¡Arqueros! ¡Disparad! —Ordenó de inmediato Aarón a aquellos soldados que se encontraban en lo alto del muro.
Una bandada de flechas fueron directas hacia aquellas criaturas, pero su piel era tan gruesa que apenas les causó heridas. No eran como los trolls de piedra que se transformaban en fría roca cuando les tocaba el sol. Estos eran una especie distinta, ligeramente más altos, más anchos y con una piel dura y resistente. Las puntas de flecha apenas lograron atravesarla y cayeron por su propio peso. Para aquellos monstruos debía ser como si les picara una decena de mosquitos, molestos, pero no mortales. Empezaron a romper las filas de los soldados de Barnabel, abriendo un boquete por dónde podrían llegar más orcos y dispersarse por el segundo nivel. Sin pensarlo, fui hacia uno de ellos, y justo cuando llegué a su altura, derrapé, me tiré al suelo —esquivando el mazo de dos metros que llevaba— y le hice un corte en un talón. El troll trastabilló, y aulló de dolor.
Invierno era una espada de acero mante, el metal más fuerte y resistente que existía en Oyrun. Más fuerte que la piel de aquellos miserables trolls, y procuraba que siempre estuviera bien afilada.
Cojo, el troll no podía hacer uso de su pierna izquierda. Aproveché mi oportunidad, y empecé a moverme con rapidez alrededor suyo, esquivando el mazo que intentaba alcanzarme y haciéndole cortes por todas partes. Era un animal enorme, pero también muy lento. Unos cuantos soldados se añadieron, ayudándome, y acabamos cansándolo. Hubo un momento que alzó su mazo y lo dejó caer al suelo para luego apoyarse en él. Sus otros dos compañeros luchaban contra más soldados, apartados de él. Dacio martirizaba a uno en concreto lanzándole pequeñas descargas electrizantes, haciendo que reculara. Me pregunté, por qué no utilizaba un imbeltrus contra ellos, y, entonces, caí en la cuenta que debía estar agotado o simplemente guardaba sus fuerzas para ayudar a Ayla llegado el momento. Volví mi atención al troll con el que combatía, se acababa de arrodillar ante mí, y los soldados lo vieron como la oportunidad para acabar con él. Varios se abalanzaron contra el animal, hundiendo sus espadas en el cuerpo del troll. Intentó defenderse en un último esfuerzo y lanzó a un soldado por los aires. Unos segundos después, mi espada, Invierno, fue hundida en su pecho.
—Esto, es por todos los que habéis matado —dije, mientras la sangre del troll bajaba por mi espada—. Muere.
La desclavé de su pecho y me retiré de inmediato al ver que el troll caía inerte. No quería ser aplastado por aquella criatura, se debía tener cuidado incluso cuando morían. Al volverme, me encontré con un orco de mi misma altura. Lo eliminé con un corte lateral antes que pudiera decir ni mu. La furia corría por mis venas y la canalicé para volverla en mi favor, sacando fuerzas de dónde ya no quedaban, y los orcos fueron cayendo uno a uno. Dacio logró, después de decenas de descargas electrizantes, que el troll con el que combatía se retirara. Y el troll que quedó combatiendo contra los soldados, incluyendo entre ellos a Aarón, gruñó con fastidio al verse solo. Dacio y yo nos miramos, y ambos asentimos a la vez. Sin dudarlo, volví a dirigirme al troll que quedaba en pie, y aprovechando que se encontraba distraído con Aarón y sus soldados, me acerqué por detrás y le corté los dos talones. El troll cayó entre gritos de dolor y una descarga eléctrica le alcanzó un segundo después. Sus gritos se intensificaron y, sin poder andar, intentó arrastrarse por el suelo para poder huir. Fue aplastado por los propios orcos, que no tuvieron ningún reparo en pasar por encima de él para continuar con el intento de tomar el segundo nivel. El resto continuamos luchando como pudimos. Restablecimos las filas y volvió a formarse un tapón que impidió que los orcos, por más que fueran, lograran entrar. Para entonces, el cielo empezó a clarear y los primeros rayos de sol llegaron hasta nosotros. Pero la luz, no fue lo único que trajo el amanecer. Los cuernos de Barnabel empezaron a sonar por toda la ciudad y los soldados que se encontraban en lo alto de la muralla empezaron a dirigir sus espadas al cielo entre gritos de alegría y esperanza.
El reino del Norte había llegado.
—Es un milagro —dijo Aarón—. ¡Se han adelantado un día!
Incrédulos al principio, corrimos arriba del muro y al llegar contemplamos a cinco mil guerreros a caballo cargando dirección Barnabel. La caballería aplastó a los orcos que se encontraban en la muralla exterior, para seguir como una purga hacia el interior de la ciudad. Aarón se volvió hacia los soldados que se encontraban combatiendo en la puerta que protegíamos y desde lo alto de la muralla gritó:
—¡Es la hora! ¡Salid y vengad a nuestro pueblo! ¡Demos una grata bienvenida a nuestros vecinos del Norte!
En respuesta, una conformidad de gritos se alzó en un rugido y, como leones, la ciudad de Barnabel salió del segundo nivel dispuestos a acabar con lo que quedaba de las fuerzas enemigas. Dacio, Aarón y yo, les seguimos también. Y fuimos limpiando las calles de orcos y trolls, estos últimos más difíciles de combatir. Pero en cuanto vieron nuestra superioridad, otro seguido de cuernos, con un sonido más estridente y desagradable, se empezó a tocar en las filas de los orcos. Y de esa manera empezó la retirada del enemigo, y la ciudad de Barnabel obtuvo, por fin, la victoria.
Le rebané la cabeza al último orco que tuvo el valor de venir a por mí. Luego me encontré sin contrincantes a los que matar. Pude escuchar como por otras zonas los soldados gritaban ya, triunfales. Solo restaba cerciorarse que ninguno de aquellos animales estuviera escondido por las casas de los ciudadanos. Pero aquello lo dejaría para los soldados.
Un grupo de guerreros del Norte se aproximaba a nosotros con sus espadas desenvainadas y manchadas de sangre de orco. Detuvieron sus monturas delante de Aarón. El reino del Norte, era poseedor de los caballos más grandes de todo Oyrun, puesto que ellos mismos eran los hombres físicamente más grandes que habitaban en el mundo. No obstante, cada vez que veía aquellos animales me sorprendía, acostumbrado a los jamelgos de mi pueblo, aquellas bestias eran increíblemente enormes, fuertes y resistentes. Aunque menos rápidas y ágiles que mi Bianca.
El rey Alexis, sonrió, reconociendo a Aarón, y este le devolvió la sonrisa. Era un hombre de dos metros de altura, de constitución fuerte y cabello largo que le alcanzaba los hombros, suelto y desordenado, pero al que las mujeres seguro les parecía interesante. Sus ojos eran azules como el cielo, de nariz recta y mandíbula cuadrada cubierta por una barba dorada bien afeitada.
—Creo que nos esperabais —dijo con sonrisa triunfante—. Hemos venido lo más rápido que hemos podido.
—Habéis volado más bien —respondió Aarón.
El rey se bajó de su montura y, saltándose el protocolo, abrazó al senescal de Andalen. Una peculiaridad de los hombres del Norte era que la palabra protocolo no significaba nada para ellos. Eran gente un tanto salvaje y ruda. Por lo contrario, eran hombres de honor, valientes y leales a sus promesas.
—En cuanto llegó el mensajero diciendo que el ejército llegaba antes de lo esperado, di orden de continuar toda la noche sin detenernos. Trotamos incluso —me miró entonces y sonrió de nuevo—. ¡Príncipe Laranar! —De dos zancadas el hombre del Norte se plantó delante de mí y me abrazó. Era algo que me resultaba extraño, acostumbrado al estricto protocolo de Andalen y de mi propio pueblo, pero no lo tuve en cuenta. Lo conocí tres años antes cuando fue coronado rey a la muerte de su padre, pasé unas semanas entre su gente, y el trato siempre fue de aquella manera, cercano y familiar. Sin diferencias de clases.
Me dio dos fuertes palmadas en la espalda de modo amistoso. Era un bruto, pero un bruto sin malas intenciones. Así que contuve un gemido y respire hondo, no queriendo mostrar el dolor que me causó al golpearme de aquella manera después de toda la noche. Sobre todo con los golpes que había recibido durante la batalla, saltando por los aires y con una piedra que detuve con mis dorsales para proteger a Ayla.
Los guerreros que le acompañaban se bajaron de sus monturas y reconocí a su hermano pequeño. Un hombre que había acabado de crecer y ensancharse de espaldas desde la última vez que le vi. Debía contar veintiún años y pese a que no era tan alto como su hermano me sobrepasaba varios centímetros en altura. Su nombre era Alan, y, al contrario que el rey, sus cabellos eran negros como la noche, aunque sus ojos eran tan azules como los de Alexis. Aquella diferencia era debido a que ambos tenían madres distintas. El difunto rey Cleudon, padre de Alexis y Alan, enviudó cuando Alexis tenía seis años, casándose dos años después con la madre de Alan, naciendo este un año después. Por desgracia, el rey Cleudon volvió a enviudar ocho años después y ya no volvió a contraer matrimonio.
—Príncipe Laranar —este me tendió la mano y se la estreché. Era más reservado que su hermano, no tan eufórico, aunque, si no había cambiado, con dos cervezas abrazaba hasta al posadero.
Saludamos con apretones de mano al resto del séquito del rey Alexis, un total de cinco guerreros del Norte donde el más bajo de ellos alcanzaba el metro noventa. Y a excepción de Alan, todos rubios como el sol. Un rasgo característico de los hombres del Norte.
—¿Y el rey Gódric? —Le preguntó Alexis a Aarón—. Debo presentarme.
—El rey Gódric ha muerto —le informó Aarón, serio.
Alexis miró a su hermano, sorprendido.
—¿Y quién gobierna? —Quiso saber el rey del Norte.
—Ahora soy el senescal —respondió Aarón.
Alexis sonrió por la buena noticia y le volvió a dar un abrazo efusivo junto con unas fuertes palmadas en la espalda.
—Es estupendo —dijo cogiendo de los hombros a Aarón—. No podría haber nadie mejor. Seguro que contigo podremos reforzar nuestras alianzas.
Un rey basado en el protocolo no hubiera reaccionado de aquella manera, para empezar hubiera mostrado pesar por la muerte de un monarca aunque fuera un sentimiento fingido. Pero los hombres del Norte no fingían, si les caía mal una persona lo demostraban, si les caía bien también. Y si el fallecido hubiera sido alguien respetable, de honor y no un rey que quiso en más de una ocasión buscar una excusa para invadir el reino del Norte, seguro que hubiera reaccionado de diferente manera. Pero no fue el caso.
Dacio tiró de mi manga y al volverme a él me miró serio.
—Volvamos con Ayla —dijo y le miré esperanzado—. Ya es de día y las fuerzas oscuras habrán perdido poder. Aunque a cada minuto que pasa más difícil será que vuelva con nosotros.
—¿Ayla? —Preguntó Alan acercándose—. ¿Se refiere a la elegida? Así es como se llama, ¿verdad?
—Sí —respondí—. La historia es larga, pero Aarón puede informaros mientras nosotros nos encargamos. Dacio es el mago de Mair que acompaña al grupo de la elegida, y debo ir con él. Si nos disculpan.
No hubo objeción y nos apresuramos a regresar al castillo.
¡VUELVE CONMIGO!
Alegra colocó un paño humedecido en agua fría sobre la frente de Ayla. La elegida tenía el rostro en tensión y rojo de esfuerzo. Apretaba los dientes mientras gemidos de dolor salían de ella. Sus manos estaban cerradas en puños, estrujando la sábana de su camastro. Y todo ello, acompañado por una subida de temperatura que nos hizo temer lo peor. La fiebre, al igual que la oscuridad, podía matarla. Lejos quedó el rostro aparentemente dormido, cambiando por otro de angustia y sufrimiento.
—Tiene mucha fiebre, pero su cuerpo está helado —nos comentó Alegra al llegar.
Cogí una mano de Ayla y vi que tenía razón, estaba congelada, pero luego su frente ardía. De inmediato empecé a darle friegas a la mano que sostenía, e inclinándome a ella la llamé.
—Ayla, ¿me escuchas? —Le pregunté sin muchas esperanzas que respondiera—. Soy Laranar.
No respondió, gimió con más fuerza.
Miré a Dacio que miraba a la elegida con rostro pensativo.
—Vamos, ¿a qué esperas? —Le apremié, nervioso—. Intenta salvarla.
—No creo que lo consiga —respondió negando con la cabeza.
Me quedé blanco al escuchar sus palabras, luego fruncí el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso? —le pregunté duramente—. ¿Piensas abandonarla? ¿Dejar que muera?
—No —dijo cerrando un instante los ojos—. Moriré si debo hacerlo.
—¡Morir! —Exclamó Alegra, y yo quedé cortado, ¿cómo que morir?—. ¡No! Debe haber otra solución, otro camino.
—La oscuridad también puede acabar conmigo —iba a tocar la frente de Ayla, pero Alegra le cogió la mano—. No vuelvas a hacerlo —la regañó de inmediato—. Puedes verte sumida tú también en las tinieblas, entrar conmigo.
—No lo harás si vas a morir —le dijo seria.
—Hay que salvarla —dije pese a todo. Alegra me lanzó una mirada fulminante, pero era salvar a Ayla o dejarla morir, el riesgo era evidente, pero había que correrlo—. Si hay una oportunidad…
—Un momento —interrumpió Durdon—. ¿Puede entrar alguien más en la oscuridad que tiene controlada a la elegida?
—Sí, pero es absurdo arriesgar la vida de alguien más —respondió Dacio.
Durdon me miró.
—Entra con Dacio —dijo—. Eres su protector y por lo que sé… —miró un instante a Alegra, algo le había contado la Domadora del Fuego sobre mi relación con la elegida—. Puede que tú logres rescatarla, que perciba tu presencia y te escuche más a ti que a Dacio.
Miré al mago, queriendo saber si aquello era posible.
—Podría funcionar —dijo encogiéndose de hombros.
—¿Y si no funciona? —Le preguntó Alegra.
—Entonces, moriremos los tres —respondí y, por increíble que pareciera, a Alegra se le humedecieron los ojos.
Dacio colocado en el otro extremo de la camilla la miró asombrado y sin dudarlo la besó en los labios. Durdon se tensó y ya iba a intervenir cuando Alegra apartó al mago de un empujón.
—Este no es el momento —le regañó limpiándose rápidamente las lágrimas.
—Si voy a morir no habrá otro momento —repuso el mago.
—El tiempo apremia —les recordé a los tres, viendo que Durdon estaba a punta de saltar sobre Dacio.
Dacio me miró con una sonrisa dibujada en la cara, incluso con el riesgo de morir no perdía su buen sentido del humor. Pero se puso serio, me tendió una mano y yo la cogí.
—Gracias por arriesgarte —le dije antes que guiara nuestras manos a la frente de Ayla—. Te deberé una después de esto.
Asintió, y nuestras manos se posaron sobre la frente de la elegida.
Un dolor punzante me atravesó el pecho como si una espada me hiriera y alcanzara mi corazón. Unido a un frío helador y una gran oscuridad.
—Dacio… ¿dónde estamos? —Le pregunté casi sin poder hablar.
Todo a nuestro alrededor era negro como la noche. El mago invocó un globo de luz para poder vernos.
—Es la oscuridad que rodea a Ayla —me contestó apoyándose en sus rodillas y yo hice lo mismo—. Tranquilo, son solo los primeros segundos, luego te acostumbras.
Después de respirar profundamente varias veces pude erguirme. Entrecerré los ojos, intentando ver algo entre toda aquella negrura, pero fue inútil. Ni mi vista élfica lograba atravesar la oscuridad del lugar.
Cuando Dacio se incorporó, hizo que pusiera una mano sobre su hombro.
—No te apartes de mí ni un segundo, podrías perderte y sería el fin para ti.
Empezó a caminar.
—¿Cómo sabes que es por aquí? —Le pregunté al cabo del rato, viendo que marchaba muy seguro sobre qué dirección tomar.
Era imposible ubicarse, apenas distinguía la nuca de Dacio delante de mí. Caí en la cuenta de por qué Ayla se despertaba tan asustada cuando el mago oscuro Danlos se colaba en sus sueños. Si sus pesadillas eran como aquel lugar, no se me ocurría sitio más aterrador. Además de sentir un frío extremo que te atravesaba como un cuchillo y hacía que temblaras de pies a cabeza. Daba la sensación que mis rodillas fueran de mantequilla y que en cualquier momento se doblaran hasta tocar el suelo.
Sin quererlo, fui disminuyendo el paso, y cuando fui a soltar el hombro de Dacio este me lo impidió y se volvió a mí.
—Cálmate —me exigió con severidad—. No dejes que el miedo del lugar te posea, debes ser fuerte.
Mis dientes castañeaban, el agobio que sentía se intensificaba.
»Debes mantenerte firme, por Ayla.
Asentí.
»Percibo su energía, está cerca. Solo debemos encontrarla y despertarla —intentó animarme—. Venga, no desesperes.
Tiró de mí y volví a caminar.
Volví a ralentizar el ritmo, era como si mis pies pesaran diez kilos cada uno. Y el dolor en el pecho se intensificó.
—Dacio… no creo… que aguante —dije casi sin poder respirar, llevándome la mano libre al pecho.
El mago no se detuvo, continuó arrastrándome por aquella noche sin soltarme de la mano. Daba la sensación que llevábamos horas caminando, lentos, exhaustos. Era un espacio infinito. Me sentí mareado y pese al frío que sentía mi frente estaba perlada de sudor. Las piernas me temblaban, pero me convencí que debía continuar adelante, si me detenía Ayla estaría condenada.
Después de lo que me parecieron horas, distinguí una luz entre toda aquella negrura. Dacio aceleró el paso de inmediato, y a medida que nos acercamos pude distinguir tres figuras dispuestas en círculo, rodeando un bulto tembloroso sentado en el suelo. Abrí mucho los ojos al distinguir a Ayla abrazada a sus rodillas, con la cabeza hundida entre sus brazos. Dacio se detuvo en el círculo exterior de los tres personajes que la rodeaban. Todos ellos se cubrían el rostro con las capuchas negras de sus túnicas. Eran los magos oscuros que faltaban por eliminar.
Uno de ellos se volvió a nosotros.
—Llegáis tarde —dijo la voz de una mujer, Bárbara—, ya ha sucumbido a las tinieblas. Su alma está rota.
—Laranar —Dacio me miró de reojo soltándome la mano y dejé su hombro—, es tu turno. Háblale y dile que regrese con nosotros.
Me encaminé hacia la elegida, no sin antes esperar una ofensiva por parte de los magos oscuros. Pero para mi sorpresa, permitieron que pasara sin más problemas que una mirada de odio por parte de Bárbara. Pude ver sus ojos verdes con algún rizo del color del fuego asomando por su capucha.
Dio la sensación que los tres magos solo podían aproximarse a la elegida hasta cierto punto, como si la luz que desprendía el cuerpo de Ayla les repeliera. Por contrario, a medida que me acerqué a mi protegida sentí un calor agradable, aunque al mismo tiempo, el miedo y el peso en mi pecho no desaparecieron.
Hinqué una rodilla en el suelo en cuanto llegué junto a ella y le acaricié el pelo, inclinándome para darle un beso en su larga melena castaña. Noté que temblaba y la abracé, en un intento de proporcionarle calor y seguridad.
—Soy Laranar —le susurré—, he venido a buscarte y a sacarte de esta oscuridad.
—No lograrás que despierte —me habló la voz de un hombre, reconocí a Danlos y le miré sin dejar de abrazar a Ayla, sin dejar de acariciarle el pelo—. Es nuestra, ya es tarde.
—No les hagas caso —me dijo Dacio entrando en el círculo y colocándose a mi lado—. Si alguien puede salvarla eres tú, dile algo que la haga salir de estas tinieblas.
Respiré profundamente el aroma de Ayla.
—Ayla, vuelve conmigo —le supliqué sin dejarla de abrazar—. No puedes permitir que te venza esta oscuridad. Eres fuerte y decidida, superaste el veneno de Numoní, puedes con esto también. Estoy a tu lado, ¡mírame!
No reaccionó y me aparté levemente para verla, cogiéndole de los hombros. Hice un intento vano por deshacer el ovillo que se formó ella misma sentada en el suelo, pero parecía clavada como un bloque de piedra.
Desistí.
—Te quiero —le dije desesperado y, entonces, dejó de temblar automáticamente como si aquello sí que la hiciera reaccionar.
Tú eres el único que hace que siga viva y continúe en la misión, esas palabras me vinieron a la mente en ese instante. Dándome cuenta de cuál era el camino para hacer que Ayla regresara con nosotros. Me lo había dicho infinidad de veces a lo largo de la misión.
—¿Que la quieres? —Preguntó Urso en tono de burla—. Eso es nuevo, interesante. Pero me parece que…
—Urso, calla —le ordenó Danlos mirando fijamente a Ayla.
—Ayla, te amo —le insistí, viendo que se relajaba—. Estoy a tu lado, soy Laranar, y te pido que vuelvas conmigo.
—No le hagas caso —empezó a decir Danlos adelantándose un paso con gran esfuerzo, confirmándome que por algún motivo no podían llegar hasta ella—. Piensa en el futuro que te espera, dolor, sufrimiento, agonía. Te capturaremos y torturaremos…
—Beberemos tu sangre —se añadió Urso.
—No tienes esperanza —continuó Bárbara—. Ya viste el espejo de Valdemar. Morirás.
Abrí mucho los ojos. ¿De qué estaban hablando?
De pronto, algo empezó a sobresalir del suelo y nos separó a Ayla y a mí. Me alcé, mirando horrorizado un gigantesco espejo con la imagen de una persona en el interior. ¡Era Ayla! La podía ver de cuerpo entero, aunque solo el color de sus ojos me reflejaba que se trataba de mi Ayla, pues mostraba un aspecto deplorable, irreconocible. Su pelo castaño reflejaba un aspecto enredado, pobre y sin brillo. Tenía un morado en la frente que le llegaba hasta el pómulo izquierdo y sus labios estaban hinchados, con heridas recientes por todo el rostro. Vestía ropas raídas y sucias. Toda ella parecía un fantasma, triste y sin vida. Incluso su mirada verde estaba apagada.
Me quedé sin habla, ¿qué era aquello?
—¡Os mataremos si le hacéis esto! —Dijo de inmediato Dacio y de un puñetazo rompió el espejo en centenares de trozos que se volatilizaron como el espejismo que eran—. ¡Me escuchas Danlos! ¡Te mataré cueste lo que cueste!
—Tranquilo, no será necesario torturarla… porque hoy la mataremos.
Danlos empezó a reír.
Ayla continuaba sentada en el suelo, escondiendo su cabeza entre los brazos, abrazándose las rodillas. Volvía a temblar y parecía que llorara. Me agaché de nuevo a su altura.
—Elegida, sabes el destino que te depara, así que muere —la animó Bárbara.
—No —dije de inmediato, comprendiendo por lo poco hablado que finalmente Valdemar logró predecirle un futuro de muerte a la elegida—. Ayla, soy Laranar, no les escuches, puedo refugiarte en Launier. Estarás a salvo, nadie podrá tocarte.
Sollozaba.
—Dacio… me dijo… que… el espejo de Valdemar… siempre marcaba el verdadero futuro. ¡Moriré! —Habló por primera vez Ayla, con voz entrecortada por gemidos lastimeros, pero sin levantar la cabeza.
Me volví a Dacio de inmediato, enfurecido.
—¡Lo sabías! —Grité alzándome directo hacia él—. ¡Lo sabías y no me dijiste nada!
Le cogí de su túnica y le zarandeé.
—Me lo hizo jurar —respondió—. Te lo hubiera dicho, pero…
Le asesté un puñetazo en todos los morros y Dacio cayó al suelo. Me miró asombrado desde su posición y se llevó una mano a los labios, le hice una herida sangrante que se merecía. Quedé parcialmente satisfecho al ver que pese a que no nos encontráramos físicamente en ese lugar podía herirle de igual manera.
—¿Qué me lo hubieras dicho? —Repuse con rabia, conteniéndome para no volverle a golpear—. ¡Se supone que eres mi amigo! ¡Debiste decírmelo!
Los sollozos de Ayla se intensificaron.
—Eso es, seguid peleándoos —nos animó Danlos—. Ayla, húndete en la oscuridad, no hay esperanza. La muerte es el único camino posible.
—No, Ayla —dije de inmediato agachándome de nuevo junto a ella—. No les escuches, nada va a pasarte, te protegeré. Te lo juro.
—Ella sabe que no es posible —dijo Dacio perdiendo la esperanza—. Por eso se hunde.
Volví a coger al mago de la solapa de su túnica aprovechando que estaba de rodillas a mi lado, y lo zarandeé.
—¡No me estás ayudando en nada! —Le grité, enfurecido.
—¡Pues dile algo que le dé ganas de vivir aunque solo sea por poco tiempo! —Me espetó.
Le solté de mala gana, los ojos se me llenaban de lágrimas sin remedio. El espejo de Valdemar fue un objeto oscuro que predecía el futuro acertando siempre el destino de las personas. Si ese era el futuro que le predijo a Ayla, no había salvación. Entonces, ya no había motivo para negarle lo que ella siempre había querido de mí. Así que la abracé.
—Te amaré abiertamente —le dije—. Diga lo que diga la gente, intenten separarnos o no, siempre estaré a tu lado y te querré a partir de ahora en adelante sin tener que escondernos de nadie, te lo juro. ¡Pero vuelve conmigo! ¡Te lo suplico! Te quiero —mi voz se rompió y empecé a llorar abrazado a la elegida—. Por favor, vuelve.
Hundí mi rostro en sus cabellos y estuve así un largo minuto. A mí alrededor pude escuchar como Danlos y el resto se reían de mi situación y alentaban a Ayla a que se hundiera aún más en la oscuridad, pero yo continué abrazándola, no dejándola ir.
—Yo también te quiero —respondió al cabo del tiempo.
Dejó de temblar poco a poco y me retiré levemente sin dejarla de abrazar. Asombrado por ese cambio repentino.
—Déjame ver tu rostro —le pedí—. Vuelve conmigo.
Alzó la cabeza y sus ojos verdes, rojos del llanto, me miraron.
—Me querrás a partir de ahora, ¿verdad? —Quiso saber.
—Siempre —le di un beso en los labios y el peso de la oscuridad nos abandonó liberándonos de aquella carga.
Un grito de rabia fue lo último que escuché…
Al abrir los ojos me vi recostado en el hombro de Ayla. Me notaba débil y tardé unos segundos en poder alzar la cabeza. A mi lado, Dacio también despertaba, estaba blanco, pálido, el mago había llegado al límite de sus fuerzas. Entonces, recordé por qué nos encontrábamos de aquella manera y rápidamente miré el rostro de Ayla. Tenía los ojos abiertos, mirando desorientada a lado y lado intentando ubicarse.
—¡Ayla! ¡Has vuelto! —Exclamé aliviado.
—¡Lo habéis conseguido! —Escuché decir a Alegra, pero solo me concentré en mi amada. Y le acaricié el pelo con ternura.
—Laranar —suspiró mi nombre, pero parecía que quería volver a dormir.
—No, no duermas, sigue con nosotros —le supliqué—. No vuelvas a esa oscuridad.
—Tengo frío —susurró—. ¿Qué ha pasado?
Temblaba ligeramente y su voz era tan débil que me preocupó que no sobreviviera después de todo. No hizo gesto alguno por levantar una mano o mover la cabeza, era como si no tuviera fuerzas ni para mover un dedo. Dacio, pese a su también lamentable estado le tomó la temperatura y le miró el estado de sus pupilas.
—Lo peor ha pasado —dijo después de un largo minuto—. Ha superado la oscuridad de Beltrán. Ahora, debe descansar.
De pronto, Ayla se volvió a un lado y empezó a vomitar. Rápidamente le aparté el pelo de la cara y la sostuve ayudándola de alguna manera. En cuanto terminó se llevó las manos a la cabeza y rompió a llorar.
—La cabeza me duele —dijo—. Me va a explotar.
—Ya está Ayla, ya ha pasado. Has vencido a Beltrán, la ciudad está a salvo gracias a ti.
—¿Le he vencido? —Preguntó con los ojos llorosos, mirándome como si aquello no fuera posible—. No lo recuerdo. Me duele la cabeza.
—Te prepararé una medicina para la jaqueca —dijo Dacio incorporándose de la camilla, se tambaleó y Alegra lo cogió de un brazo—. Estoy bien.
Alegra lo soltó, pero, entonces, Dacio se desplomó inconsciente en el suelo. Solo pudieron agarrarle en el último momento antes que se golpeara la cabeza. Miré a Ayla un instante que continuaba con las manos puestas en la cabeza, si solo tenía jaqueca podía esperar. Así que me agaché a Dacio, y ayudé a Alegra y Durdon a darle la vuelta. El mago estaba por completo blanco y no reaccionó a la llamada de Alegra, pese a que esta le dio una serie de cachetes en las mejillas. Respiraba, pero necesitaba descansar si no queríamos que muriera de puro agotamiento. Acabó todas sus reservas de magia en devolver a Ayla con nosotros. Sentí una punzada de remordimiento entonces al haberle golpeado cuando intentamos liberar a la elegida de la oscuridad. La herida del labio era real pese a que se la hice en un lugar donde solo nuestras almas se trasladaron, no nuestros cuerpos. ¿Pero por qué no me dijo que el futuro de Ayla era la muerte?
—Con un brazo roto no puedo alzarle —me dijo Durdon y vi que tenía su brazo izquierdo en cabestrillo.
—¿Cuánto hace que dormimos? —Le pregunté alzando a Dacio yo mismo.
—Habéis estado media hora larga —respondió Alegra, aunque a mí me parecieron horas en aquel mundo oscuro—. ¡Tú! ¡Sal de esta camilla, no estás tan grave! —Le gritó a un chico que estaba tumbado en un camastro al lado de Ayla, con un brazo roto. El chico obedeció, alzándose algo mareado, pero se retiró y dejé a Dacio en ella—. Yo me encargo de él.
Miré a Durdon de refilón, creo que ya se había dado cuenta de los verdaderos sentimientos de la Domadora del Fuego, pero pese a todo la ayudó a atender al mago.
Regresé mi atención a Ayla, que parecía haberse calmado y dormía.
—Ayla —la zarandeé levemente, un tanto temeroso que no hubiera vuelto a la oscuridad, pero esta frunció el ceño y abrió los ojos, sonreí—. No pasa nada, vuelve a descansar.
Se durmió automáticamente.
Una hora más tarde, Aarón regresó llevando consigo los dos fragmentos que se perdieron con las flechas de Ayla, más los dos que se utilizaron para localizarles. Alegra se encargó de custodiarlos junto con el resto. El ambiente en los sótanos fue aireado en cuanto la gente empezó a marcharse, solo quedando aquellos que debido a la gravedad de sus heridas era peligroso moverlos. Y a ese grupo incluimos a Ayla y Dacio, demasiado débiles como para intentar alzarles. El rey Alexis y su hermano Alan quisieron ver a la elegida, una manera de mostrar su preocupación por el estado de la salvadora del mundo.
—Aarón nos lo ha explicado todo —me hablaba el rey Alexis—. Espero que pronto se recupere.
—Parece increíble que alguien tan pequeño y delicado sea el destinado a salvar Oyrun —dijo Alan, mirando atentamente a Ayla. Y le acarició el cabello como si su instinto protector aflorara con la elegida—. Pese a su palidez, se ve que es muy bella. Aunque esas heridas que tiene en la cara no son de ahora, ¿qué le ocurrió?
Evadí la respuesta, no era de su incumbencia y por algún motivo, una oleada de celos afloró en mi interior. Sutilmente aparté a Alan de la elegida con la excusa de humedecerle la frente con un paño. La fiebre le había bajado, pero eso él no tenía por qué saberlo.
—Debe descansar, en cuanto despierte le informaré de que han venido a verla.
Fue una manera de despacharlos y continué velando a la elegida.
Las horas siguieron su curso, Durdon nos informó que la ciudad había sido peinada dos veces en busca de orcos y que parecía que ninguno de ellos quedara. Por lo que sus ciudadanos pudieron regresar a sus casas y empezar las labores de reconstrucción. Un grupo específico se encargó de apilar los cadáveres de los orcos y trolls y llevarlos al exterior para incinerarlos. Otra pila separada fue destinada para quemar a los soldados caídos en la batalla. No había tiempo para reconocer a los muertos y entregar a sus familias, las enfermedades circulaban rápido; así que, salvo el rey, todos los muertos fueron tratados de igual manera. El funeral del rey estaba previsto para cinco días después, cuando la ciudad recobrara un tanto la normalidad. Mientras tanto, velé a Ayla sin apartarme de ella ni un segundo, quería que fuera la primera persona que viera en cuanto despertara. No estaba convencido de lo que recordaría en cuanto a lo ocurrido en la oscuridad de Beltrán, pero mi decisión estaba tomada. Si el destino de Ayla era morir, aprovecharía en estar con ella todo cuanto pudiera, amándola sin reparos. Y, pese a que el espejo de Valdemar nunca había fallado, pensaba retar al futuro. La protegería en Launier con un ejército de miles de elfos, solo para garantizar su seguridad. No iba a aceptar su muerte tan fácilmente, lucharía por su vida.