LA BATALLA DE BARNABEL
El cielo encapotado de una noche oscura trajo consigo a diez mil orcos y trolls a las puertas de la ciudad de Barnabel. Las temperaturas habían descendido de forma considerable haciendo que nuestras respiraciones se condensaran en forma de vaho. Algunos hablaban que antes que terminara la batalla nevaría para sepultar a aquellos que perecieran en combate. Me encontraba nerviosa y excitada, los pies los tenían helados, la nariz congelada y apenas sentía los dedos de las manos, pero Laranar me aseguró que en cuanto entrara en combate todo eso desaparecería, y únicamente notaría los golpes que el enemigo quisiera propinarme.
Estábamos apostados en lo alto de la primera muralla, junto con decenas de soldados preparados con arcos y flechas. Las catapultas, colocadas a nuestras espaldas, abajo en la ciudad y en el nivel superior, habían sido cargadas por gigantescas piedras que prometían aplastar a decenas de orcos de un solo golpe. En realidad, lo único que deseaba de ellas era que no me arrancaran la cabeza, y rezaba para que los encargados de manipularlas hubieran calculado bien el peso, la altura y la distancia que debían coger. A lo largo del campo de combate se habían colocado de manera estratégica unas pequeñas hogueras para saber con precisión la distancia del enemigo. Una vez llegaran al punto marcado, todos dispararíamos nuestras flechas, y las catapultas cubrirían el cielo de rocas, seguros de alcanzar al enemigo sin desperdiciar munición.
El grupo estaba reunido a mi lado, incluso Akila y Chovi se encontraban presentes. El único que estaba distanciado era Aarón, que daba las últimas órdenes mientras el enemigo se aproximaba a nosotros. El capitán Durdon pidió expresamente colocarse a nuestro lado. Era un hombre agradable y apuesto, y comprendí de inmediato por qué Alegra estaba tan confundida respecto a qué hombre escoger. Dacio mantenía las distancias, pese a que miraba a ambos de refilón no fiándose del capitán. No obstante, no se entrometió por el momento, Alegra le dejó claro que antes de querer pretenderla debía demostrarle que era digno de su confianza y, por tanto, no eran pareja ni nada por el estilo como para intentar ahuyentar a Durdon.
Un soldado pasó delante de nosotros llevando una antorcha en la mano, su pequeña aproximación, el breve segundo que tardó en alejarse, fue suficiente para percibir el agradable calor del fuego y moví los pies en un intento porque la sangre circulara por mis piernas. Miré el cielo, preguntándome si de verdad nevaría, y agradecí la cota de maya y los protectores que Laranar me obligó a llevar para la batalla, pese a mi reticencia en un primer momento de aceptarlas. Me enfurruñé incluso cuando me las ofreció…
—Toma —me tendió un amasijo de hierro y cuando lo cogí percibí su peso. Al desplegarlo me di cuenta que se trataba de una cota de malla. Acto seguido me tendió también un jubón, unos guantes y unas rodilleras. Nos encontrábamos en la habitación, preparándonos para el combate contra los orcos—. Ralentizará tus movimientos, pero te protegerá de la espada del enemigo.
—Si no puedo moverme de nada servirá todo este hierro —dije, dejándolo encima de la cama—. Tú no llevas.
Se estaba colocando unas hombreras de cuero que le caían como un acorazado hasta el codo.
—Tengo más experiencia que tú —rebatió y me obligó a coger de nuevo la cota de maya—. No necesito más que un poco de protección.
Rotó los hombros un par de veces para acomodarse a su escasa armadura que ni siquiera era de hierro. Llevaba un sencillo jubón marrón, las hombreras, unos guantes de piel y unos pantalones de lana, junto con unas botas de cuero. Podría haber llevado una cota de maya, pero únicamente se puso un jersey de lana y una camisa de algodón debajo del jubón.
—Es incómoda —me quejé mientras me ponía todo aquel puzle de protección. Iba igual de vestida que él, incluso del mismo color marrón, pero aquella cota de maya la encontré incómoda y complicada de poner. Laranar me ayudó al verme pelear con ella—. ¿De verdad tengo que llevarla?
—Estaré más tranquilo —dijo.
En cuanto estuve lista, con rodilleras incluidas, me encaré a mi protector y abrí los brazos, mostrando mi atuendo.
—Dilo, estoy horrible, ¿verdad?
Puso una mano en su mentón, mirándome divertido.
—La verdad, es que a mí me pareces bastante sexy vestida de guerrera —dijo con una sonrisa.
Si intentó distraerme de aquel incómodo atuendo lo logró, pero intenté mantenerme serena, no podía perder el norte por un pequeño piropo.
Estiré los brazos una y otra vez para adaptarme a mis ropas, no lo vi claro.
—Te protegerá, confía en mí —me dio la vuelta de pronto y empezó a recogerme el pelo en una trenza—. El cabello siempre debe estar recogido en una batalla de estas proporciones.
—Tú lo llevas medio suelto —puntualicé, pero le dejé hacer, me encantaba cuando me tocaba el pelo y me peinaba.
—Yo tengo experiencia —volvió a decir.
Puse los ojos en blanco. La experiencia no lo salvaría si un orco le cogía de su cabellera dorada y tiraba de ella. Aunque tampoco creí que a mí me salvara una trenza si un orco me la cogía.
En cuanto terminó me encaró a él.
»Recuerda, vigila tu guardia, no pienses, actúa, y controla tus impulsos pase lo que pase. Tener la mente fría y despejada puede ser la diferencia entre vivir o morir. ¿Entiendes? —Asentí—. No te confíes —las palabras no te confíes me las había repetido como diez veces aquel día—. Y en cuanto te veas sobrepasada me lo dices y te llevaré a un lugar seguro. Me da igual que seas la elegida, si ves que estás exhausta y no puedes más, te pondré a salvo, ¿vale?
—Sí, en cuanto no pueda más te lo diré, te lo prometo.
—Bien —mantuvo sus ojos azul-morados puestos en mí, finalmente, sucumbió, se inclinó y me besó en los labios—. No te separes de mí —me pidió en una súplica—, y sobrevive a mañana.
Había pasado apenas una hora desde aquel fugaz beso y aún sentía los labios de Laranar puestos en los míos.
—¿Nerviosa? —Me preguntó Dacio apartándome de mis pensamientos.
—Un poco.
Me llevé los dedos de una mano a los labios. Y sonreí, deleitándome con el recuerdo del beso de Laranar. Para variar fue él quien me lo dio.
—¿En qué piensas? —Me preguntó Laranar.
—En cosas agradables —respondí con picardía y entonces cayó en la cuenta.
—Concéntrate —me exigió.
Suspiré.
El ejército de orcos se estaba desplegando alrededor de toda la ciudad de Barnabel. Eran miles, y el reino del Norte no llegaría a tiempo. Por alguna razón el avance del enemigo se aceleró de pronto. Los exploradores que informaban de su marcha, vinieron al galope aquella misma mañana informando que los orcos recorrieron en un día lo que habían tardado hasta el momento en hacer en tres jornadas, y su llegada, prevista para dos días después se adelantó a aquella misma noche. El rey Gódric, recuperado parcialmente de la paliza de Laranar y, por lo que sabía, dispuesto a combatir en algún punto de la ciudad, ordenó que un mensajero fuera a informar al rey Alexis de la situación del enemigo. Cualquier esperanza que llegaran a tiempo, había quedado relevada a intentar contener los orcos hasta que un milagro nos salvara. Quizá el milagro fuera yo, y por ese motivo el rey Gódric pidió que combatiera junto a él. Me negué en rotundo de inmediato. El solo pensamiento que eso pudiera ocurrir me ponía de los nervios, y un escalofrío me recorría de cuerpo entero. No estaba segura de cómo reaccionaría si finalmente me lo encontraba. Laranar ya le dejó claro a Aarón que ni se le ocurriera acercarse a mí, y que olvidara por completo el que yo fuera a luchar al lado del rey.
Los orcos, se detuvieron a unos quinientos metros de la muralla. Podíamos hacernos una idea de su volumen por las antorchas que también portaban.
—Aquí hay más de diez mil orcos —dijo con desaliento Alegra.
—¡Se les han unido más efectivos! —exclamó Dacio.
Mi estómago se contrajo. ¿Dónde me había metido?
Empezaron a rugir y a provocar un fuerte estruendo como si golpearan algún objeto que no podía distinguir en la noche.
—¿Qué están haciendo? —Le pregunté a Laranar.
—Golpean sus espadas contra sus escudos para asustarnos.
—Pues lo están consiguiendo.
Miré alrededor, y vi que todo el mundo estaba más o menos igual de nervioso que yo, excepto aquellos que como Laranar ya habían estado en más de una batalla y sabían que podían esperar de ella. Alegra parecía cómoda, en su salsa, incluso un brillo de impaciencia le cubría los ojos. Chovi, por lo contrario, estaba temblando detrás de mí. El duendecillo se hizo de alguna manera con un yelmo y una pequeña espada, aunque su atuendo guerrero no disimulaba lo nervioso que se encontraba.
—¡Catapultas listas para disparar! —Gritó un soldado.
Dentro del ejército de orcos empezaron a aparecer bolas de fuego distribuidas a lo largo de las filas.
—Ellos también tienen listas sus catapultas —dijo Laranar entrecerrando los ojos. Probablemente era el único que podía distinguir algo en aquella noche sin estrellas.
—¿Y los dragones? —Preguntó Alegra volviéndose a Laranar—. Dijisteis que había tres, ¿puedes verlos?
—Estarán en la retaguardia —respondió mirando el cielo—. Llevo rato buscándolos, pero no he visto ni escuchado ninguno.
—Con un poco de suerte no vienen —dije esperanzada.
—Lo dudo —respondió escéptico.
El ejército empezó a avanzar. Segundos después, unos proyectiles surcaron el aire, directos a nosotros. Se trataba de enormes bolas de fuego que impactaron contra las primeras casas de la ciudad como meteoritos caídos del cielo. Instintivamente me agaché como si de esa manera no pudieran darme. Fue un acto reflejo, pero pronto Laranar me agarró de un brazo y me obligó a alzar.
—Muestra valor —me pidió.
Temblaba y di un respingo al escuchar como alertaban que los orcos habían llegado a la zona de cuatrocientos metros. Fue decirlo y dieron la orden de contraataque de nuestras catapultas. La maquinaria primitiva se activó, las enormes rocas fueron arrastradas por el asfalto para luego salir disparadas fuera de la ciudad. Quedé sobrecogida al ver cómo circulaban por encima de nuestras cabezas enormes bloques de piedra en una dirección y meteoritos de fuego en dirección contraria. Unos soldados dieron un paso al frente, con flechas de fuego preparadas en sus arcos.
—¡Disparad! —Gritó alguien.
Las flechas volaron como alfileres, y en cuanto cayeron una columna de fuego se alzó a trescientos cincuenta metros de la ciudad. Fuimos rodeados por una serpiente en llamas. La fosa construida y rociada en aceite nos dio una victoria momentánea contra nuestros enemigos. La primera fila de orcos fue calcinada en el acto, torres de asedio se anclaron en el terreno impidiendo su avance y trolls gritaron de pánico cubiertos en llamas. Aquello hizo que se interrumpiera el ataque con los proyectiles, debido al alboroto y desorganización que creamos en el enemigo. Nuestras catapultas, no obstante, continuaron funcionando, no dando tiempo a los orcos a reanudar sus filas. Y las brigadas anti-incendios —que se crearon de antemano en la ciudad— empezaron a sofocar los fuegos de las chozas. Trabajaron rápido, conscientes que aquella pausa era momentánea. Aunque el revuelo en el frente enemigo era tal, que tardaron media hora larga en volverse a distribuir.
Un intento desesperado del enemigo por continuar avanzando, hizo que sacrificaran sus torres de asedio. No podían sortear la fosa que ardía a dos metros al cielo, así que las utilizaron como puente. Las derribaron los trolls, empujándolas con sus descomunales cuerpos. Los orcos comenzaron a cruzar aquellos improvisados puentes golpeando con más firmeza las espadas contra sus escudos, en una muestra que quedaba batalla para rato. A medida que se fueron organizando —una vez traspasada la columna de fuego—, se nos dio la orden de preparar nuestras flechas, para dispararles de un momento a otro.
—¡Apuntad! —Gritó un general y me di cuenta en ese momento que era Aarón el que nos daba la orden. Se dirigía a nosotros con paso firme, mirando el ejército enemigo. Se detuvo a unos metros del grupo.
Volví mi atención a los orcos.
—Aún están demasiado lejos —comentó Alegra apuntando de todas maneras a los orcos—. Los inexpertos no les alcanzaran.
—No quiere dar tiempo a que se organicen —le contestó Durdon.
Por lo menos ya no tienen las torres de asedio, pensé.
—¡Doscientos cincuenta! —Alertó un soldado de la distancia de los orcos.
—¡Disparad! —Ordenó Aarón.
Centenares de flechas cubrieron el cielo y reinó el caos entre los orcos. Intentaron cubrirse con sus escudos, pero la desorganización en su bando era tal, que aquellas flechas que lograban cubrir la distancia exigida alcanzaron a muchos. Aunque, de pronto, algo ocurrió. Nuestra fosa de fuego, que ardía con ganas, se apagó tan repentinamente como si alguien bufara a una vela encendida. Todos miramos, consternados, qué demonios había ocurrido con nuestra barrera protectora. Y los orcos empezaron a correr en desbandada directos a nosotros; sin filas, sin organización, únicamente corriendo con sus espadas y arcos. Cientos, miles.
Aarón dio la orden de seguir disparando sin tregua. Pero Dacio me miró y dijo:
—He percibido magia. Hay un mago oscuro escondido entre ese ejército.
El colgante de los cuatro elementos, colgado de mi cuello, no había brillado en ningún momento.
—¡Seguid disparando! —Ordenaba Aarón; me lanzó una mirada de advertencia para que continuara, dando ejemplo al resto.
Me sentí agobiada, ¿de verdad mi figura era tan importante como para afectar el estado de ánimo de soldados entrenados? No dije en voz alta mis pensamientos, ¿de qué serviría? Cogí una flecha y disparé. Continué disparando sin plantearme nada más.
Apenas dos minutos después los primeros orcos llegaron a nuestra muralla cargando unas enormes escaleras. Para llevar una, eran necesarios diez orcos, pues parecían echas en acero, gordas y resistentes. Laranar me retiró de inmediato de la cornisa al ver que los arqueros orcos cubrían a sus compañeros para llegar a nosotros.
—¡Escalas! —Gritaron en cadena los soldados en cuanto vieron que las apoyaban en la muralla. Si el muro hubiera sido tan solo un par de metros más alto no nos hubieran alcanzado.
Dos soldados perecieron a dos metros de mí, alcanzados por flechas enemigas, otros dos avanzaron para relevar a los caídos y quedé paralizada mirando el panorama que tenía delante. Era un suicidio asomarse, pero, pese a todo, los soldados lo hacían e iban relevando a los compañeros caídos sabiendo que probablemente ellos serían los siguientes. Laranar avanzó también y de inmediato le cogí de un brazo.
—¿Qué haces? —Le pregunté alarmada.
—Debemos evitar que suban —respondió soltándose de mi agarre, pero le volví a coger.
—No, debes protegerme —dije a la desesperada para evitar que encontrara la muerte—. Si mueres estaré sola.
—Pero…
Cogí una flecha y la preparé en el arco.
—Si vas tú, voy yo —dije decidida. Entonces, dudó, y se volvió a colocar a mi lado, que estaba detrás del lado opuesto de la cornisa exterior.
El primer orco asomó la cabeza por encima de la muralla y le disparé directo al cuello, cayó desde unos diez metros de altura.
—¡Aceite! —Gritó Aarón—. ¡¿Dónde está el aceite?!
Los más jóvenes corrían de un lado a otro cargando cubos de aceite hirviendo para lanzárselos a los orcos que subían por las escalas. En cuanto dos de aquellos jóvenes llegaron a nosotros y lanzaron el combustible, Dacio avanzó dos pasos, y con un movimiento de manos lanzó una bola de fuego directa a la escalera que teníamos enfrente. El fuego recorrió toda la base de la escala quemando a aquellos que la subían. Pero el mago no se detuvo ahí, con otro movimiento de manos —una serie distinta de sellos mágicos, que trazaba a una velocidad casi imposible de diferenciar para el ojo humano— lanzó chispitas que fueron recorriendo toda la muralla en busca de más escalas a las que incendiar.
Logramos detener el avance de los orcos por un tiempo más, aunque los arqueros orcos continuaron lanzando sus flechas y nosotros —o más bien los soldados más valientes— respondiendo a ellos. También disparé varias flechas, aunque estas fueron encaradas a lo alto del cielo para que cayeran sobre algún orco que corría hacia a la muralla. Minutos después otra oleada de escalas llegó al muro, pero esta vez fueron cientos, y los jóvenes soldados no dieron a vasto para lanzar el aceite hirviendo.
—¡Espadas! —Gritó Aarón.
Sacamos nuestras espadas, preparados para el combate cuerpo a cuerpo. Llegó el momento de saber si mis clases de esgrima habían servido para algo. Los primeros orcos en saltar la cornisa fueron despedidos por una ráfaga de viento que sobrevino de pronto. Dacio había vuelto a actuar, y su pose era con una pierna avanzada y un brazo extendido hacia la muralla. Entrecerró los ojos y una fuerza salió despedida de él lanzando un segundo grupo de orcos que llegó después de los primeros. No obstante, su ataque solo se reducía a treinta o cuarenta metros a lo largo de la muralla. Y en otras posiciones los orcos llegaban sin tregua. Sostuve el colgante de los cuatro elementos entonces, dispuesta a ayudar con mi poder. En las últimas semanas aprendí a controlarlo con más facilidad gracias a las clases de magia de Dacio.
Invoqué el viento, notando la energía infinita del colgante corriendo por mi cuerpo, entonces, lo expulsé al exterior y aquellos orcos que se encontraban subiendo en la distancia fueron repelidos juntamente con sus escalas. El problema vino cuando los soldados de Barnabel también perdieron el equilibrio y cayeron al suelo. Por suerte, ninguno sobrepasó la muralla. Pudieron levantarse algo magullados sin más incidentes; aunque vacilé de volverlo a intentar.
—No acabas de controlar el viento, ¿eh? —Comentó Dacio con una media sonrisa mientras lanzaba a más orcos por los aires—. En cuanto esto acabe me encargaré que lo alces en el punto exacto y no lo expandas por todos los lados como acabas de hacer.
—De momento, no utilices su poder —me pidió Laranar seguidamente—. Si hay un mago oscuro reserva tus fuerzas —miró a Dacio—. Eso también va por ti.
Dacio suspiró y dejó de invocar sus hechizos.
—Como quieras —dijo de forma indiferente—. Me reservaré.
En apenas un minuto las escalas que Dacio y yo lanzamos fueron de nuevo colocadas, y pronto tuvimos a los orcos encima. Traspasaron la muralla por decenas y ninguno tuvo tiempo de pensar, solo actuar. Pese a la cota de maya y todos sus complementos, me defendí con destreza —o eso creí—frente a los orcos.
Mi primer contrincante fue un orco mediano, de mi misma altura, con un mandoble de hierro que utilizaba a modo de espada. Quiso atacarme de forma lateral. Le detuve alzando mi espada, luego di un paso al frente y le clavé la punta de Amistad en el vientre. Cayó, pero no hubo tiempo de demorarse pues un segundo orco quiso venir a por mí alzando su espada por encima de la cabeza. Paré su embestida por muy poco, colocando mi espada en posición lateral por encima de mi cabeza, di un paso atrás y arremetí lateralmente; paró mi ataque, a lo que enseguida tuve que hacerme a un lado. Al tiempo, otro orco cayó por la espada de Alegra cruzándose delante de mi contrincante. No perdí tiempo y pisando al caído me alcé por encima de mi enemigo, alzando la espada y cortando el feo rostro del orco. Volví a alzar a Amistad con dos manos para atacar un tercer orco que sobrevino antes que mi anterior contrincante tocara el suelo. En ese movimiento, llevándome la espada por encima de la cabeza para coger impulso, le di sin esperármelo a un orco en la frente que se colocó a mi espalda, matándolo. El movimiento siguió su curso y acabé rajando la cara del orco que también tenía delante. Dos golpes en uno. Aquello me recordó que no debía olvidar proteger mi espalda, —Laranar siempre me lo decía— y miré por detrás de mí, aunque a la que volví la vista al frente otro orco venía gritando. Aparté su espada por muy poco y le clavé a Amistad en el pecho aprovechando la fuerza de su ataque. No tuve tiempo ni de respirar que dos más vinieron.
Estábamos rodeados, los orcos, aunque poco diestros en la espada, fuertes, pero sin técnica, continuaban llegando encaramados a las escaleras por más que los matábamos. Continué con la lucha sin quejarme, no obstante. Hubo un momento que mis pies resbalaron al pisar algo viscoso en el suelo, en cuanto recuperé el equilibrio, parte en gracias porque Durdon lo tenía al lado y me apoyé instintivamente en él, me di cuenta que se trataban de las entrañas y sangre de los caídos, desparramados por el suelo. Y no solo eran de orcos, más de un soldado yacía inerte en la muralla.
El Domador del Fuego me sostuvo un instante, para acto seguido encarar su espada por detrás de mí, salvándome la vida de un orco que estuvo a punto de alcanzarme. Busqué a Laranar, el fervor de la batalla me distanció de él unos metros e intenté llegar a su lado entre aquellos orcos que no dejaban de aparecer. Un orco se topó en mi camino luchando contra Aarón mientras Akila le mordía una pierna. En cuanto les pasé, vi que otro orco se acercaba por la espalda a Laranar con el mandoble en alto. Laranar estaba luchando contra tres orcos a la vez.
Sin siquiera pensarlo, viendo que no llegaría a tiempo, lancé a Amistad con todas mis fuerzas. La espada élfica voló como un cuchillo cortando el aire, e impactó de lleno en el pecho del orco. Laranar se dio cuenta en ese instante de lo ocurrido, pero antes de poder reaccionar otro grupo de orcos me rodeó.
—¡Ayla! —Gritó Laranar al verme sin espada con qué defenderme, y teniendo a tres orcos que le impedían llegar a mí.
Los mandobles de los orcos se alzaron a la vez para matarme, instintivamente me agaché cubriéndome la cabeza con los brazos. Y, cuando se dispusieron a dar el golpe de gracia, toqué el colgante de los cuatro elementos. Como un deseo, lancé a los orcos por los aires formando una gran ventisca a mí alrededor. Y no me detuve. Estaba asustada y el miedo a que un orco me rebanara la cabeza hizo que intensificara la fuerza del aire mientras cerraba los ojos intentando contener las lágrimas. De pronto, noté un empujón a la vez que un brazo me rodeaba los hombros.
Expandí más mi poder.
—¡Cálmate! —Me gritó al oído el que vino a por mí—. ¡Estás lanzando por los aires tanto a soldados como orcos!
Al abrir los ojos, me di cuenta que todo el mundo intentaba agarrarse a cualquier cosa para no salir volando. Laranar y Aarón, se sujetaban en la repisa de la muralla que daba al interior de la ciudad, Alegra se agarraba a Durdon, ambos estirados en el suelo; y Akila se deslizaba por el suelo pese a que clavaba sus garras en la piedra gris de la muralla. Automáticamente me relajé y el viento cesó.
—¡Uf! Menos mal —al mirar el que me abrazó me di cuenta que era Dacio, que al ver el miedo en mis ojos sonrió comprensivo—. Tranquila, no desesperes.
—¡Ayla! —Laranar corrió a mí—. ¿Estás bien?
—Sí —miré alrededor, los orcos habían desaparecido de nuestra posición, pero más de un soldado también, y aquellos que cayeron antes de mi inesperado ataque ya no cubrían el suelo de la muralla. Los cadáveres también habían volado—. Lo siento, no quería hacer esto.
Entre Laranar y Dacio me alzaron.
Aarón se aproximó a nosotros con Amistad en la mano, que me la tendió al llegar a mi altura. En ese instante un estruendo hizo que la muralla temblara levemente. Alegra se asomó al exterior y enseguida se retiró.
—Los trolls están aporreando las puertas con grandes troncos. En cualquier momento lograran entrar.
—Hay que retirarse al segundo nivel —dijo Durdon.
Aarón lo fulminó con la mirada, no tenía el rango suficiente en su presencia para decidir qué hacer.
—Hasta que el rey no dé la orden ningún soldado se moverá de su posición —miró a Laranar seguidamente—. Llévate a Ayla, refugiaos. No tenéis por qué esperar.
Un derrumbe se escuchó, seguido de gritos. Una de las puertas acababa de ceder en alguna parte de la ciudad.
—¡Vayámonos! ¡Vayámonos! —Empezó a decir Chovi, asustado, saliendo de una especie de agujero que había en un lateral de la muralla. Entendí que el muy cobarde se había escondido allí todo el rato. Menuda deuda de vida me esperaba con él.
Otra puerta cedió y más gritos se alzaron.
—Aarón, retiraos —le pedí.
—Debemos quedarnos hasta que el rey nos dé la orden.
—¡Vayámonos! —Volvió a gritar Chovi.
—Chovi, ves al segundo nivel —le ordenó Alegra.
El duendecillo me miró un instante.
—Ves —le ordené también.
No tuve que insistirle, salió corriendo.
Miré a Akila, que tenía el morro manchado de sangre de orco y la lengua colgando a un lado, cansado.
—Akila ve con él —le ordené señalando la escalera por donde se marchó Chovi—. Protégele.
Obedeció, salió corriendo detrás del duende.
Miré a Aarón, este me devolvió la mirada y un momento después se volvió hacia los soldados, caminando dispuesto a rehacer a sus hombres. El viento que cree hizo que por unos segundos no quedara enemigo alguno a lo largo de cien metros de muralla, incluidas las escalas; que fueron lanzadas por los aires aterrizando sobre el campo enemigo. Pero su avance continuaba, proteger esos escasos metros no daba para mucho descanso, los orcos ya venían desde otros puntos.
Otro estruendo se escuchó, una nueva puerta cedió y más gritos se alzaron.
—Hay magia —dijo Dacio—. Los trolls no tienen tanta fuerza como para tirar puertas forradas de acero en pocos minutos.
Miré el colgante, empezaba a brillar débilmente.
—Pero sí tienen fuerza suficiente si llevan fragmentos del colgante encima —dije y miré a los soldados—. Si no se retiran ya, morirán.
Otra puerta cayó. Durdon se asomó por encima de la muralla al interior de la ciudad.
—Si debéis iros, debéis hacerlo ya —apremió.
—¿Y tú? —Le preguntó Alegra.
—Ahora pertenezco a este ejército —se limitó a decir.
—No —Alegra se acercó a él—. Eres el único Domador del Fuego que queda a parte de mí y mi hermano. No puedes quedarte.
Durdon le acarició una mejilla.
—Si no sobrevivo, cásate con quien ames de verdad.
Alegra abrió mucho los ojos, y Durdon miró a Dacio.
»Llévatela, poneos a salvo.
Laranar me cogió de un brazo, tiró de mí, y me obligó a avanzar. Dacio hizo lo propio con Alegra pese a que esta se resistió por unos segundos. Bajamos las escaleras de la muralla saltando según qué peldaños de dos en dos. Y empezamos a correr todos juntos por las calles de Barnabel dirección al segundo nivel donde continuaría la lucha por intentar contener el ejército enemigo. En el camino, grupos de orcos avanzaban, pero Dacio los eliminó con diversos imbeltrus para abrirnos paso. A mitad de camino un cuerno sonó y empezó a escucharse la palabra «retirada» por toda la ciudad. Quizá Aarón y Durdon tendrían una oportunidad de salvarse. Al doblar una esquina, dimos de lleno con el séquito que protegía al rey de Barnabel. Casi chocamos con ellos.
El rey Gódric me miró frunciendo el ceño, tenía los ojos marcados por unos morados violáceos que empezaban a amarillear —como yo—, y las dos cejas partidas junto con otro morado en el mentón. A parte de eso, su rostro parecía haberse deformado, cayéndole el párpado izquierdo y el labio torcido a un lado. Pese a tener a Laranar a mi lado, y a Dacio y Alegra conmigo, empecé a temblar de pies a cabeza. Paralizada.
—¡Así que estás aquí! —Exclamó el rey—. ¡Cúbrenos!
Di un paso atrás, asustada, y aquello le encantó. El tener al príncipe de Launier a mi lado, aquel que le dio tal paliza, no le amilanó. Ahora estaba con alrededor de diez soldados que le protegían. Si Laranar le atacaba esta vez podría dar la orden de darle muerte sin ningún reparo. Luego, podría decir que solo se defendió, o incluso mentir diciendo que Laranar murió por unos orcos.
—No hay tiempo para esto —dijo Alegra, viendo que Laranar se ponía en guardia contra el rey, y Dacio hacía lo mismo—. Debemos continuar o moriremos todos.
Di otro paso atrás, y Laranar, que me cogía de una mano, me miró, sin soltarme. Pero quise retroceder aún más.
—Ayla, tranquila —dijo dejando de lado al rey, al percatarse de mi estado de pánico.
Retrocedí, tirando de Laranar. De haber podido le hubiera soltado de la mano, pero no me lo permitió. Empecé a hiperventilar. Laranar me tiró hacia él, y me abrazó.
—Tranquila Ayla, estoy a tu lado —dijo al verme de aquella manera—. Nadie te hará daño.
No me tranquilizó, continuaba respirando a un ritmo por encima de lo normal.
—¡Marchémonos! —Ordenó el rey, y escupió al suelo en un gesto de desprecio mientras me miraba.
—Ayla, cálmate —intentó tranquilizarme también Alegra.
Empecé a marearme.
—Respira hondo —me pidió Laranar cogiéndome entonces por los hombros, mirándome atentamente.
Exploté en un mar de lágrimas, las imágenes del rey Gódric encima de mí se volvieron tan claras como el primer día. Desesperé y quise huir, pero los brazos de Laranar no me dejaron. Le golpeé sin pensar, desesperada, en un intento porque me dejase marchar. Grité incluso. Logré escaparme de mi protector. Pero al querer salir corriendo choqué contra alguien, que me cogió de inmediato de una muñeca.
—¿Qué hacéis aquí, aún?
Era Aarón, acompañado de Durdon y más soldados. En ese momento un grupo de orcos vino por el callejón por donde huía el rey y se abalanzaron encima de estos. Mi última imagen fue ver como soldados y orcos luchaban entre ellos.
Uno de los orcos atravesó el estómago del rey con un mandoble de hierro.
Mi mente me abandonó ante aquella última imagen, todo se volvió oscuro y me desmayé en brazos del general de la guardia de Barnabel.
Alguien me zarandeaba, me daba palmaditas en las mejillas y llamaba mi nombre con insistencia. También escuchaba alboroto, gritos y órdenes que se daban a pleno pulmón. Fruncí el ceño, quería evadirme de aquello, olvidar dónde me encontraba. Pero la persona que intentaba que volviera en si no desistió. Finalmente, abrí los ojos y me encontré a Laranar que suspiró al verme reaccionar.
—¿El rey está aquí? —Pregunté ante todo.
—Tranquila, estás a salvo —me respondió acariciando mi cabello, mi cabeza estaba apoyada en su regazo—. El rey está condenado, agoniza dentro del castillo por una herida mortal. Nadie podrá salvarlo.
Me incorporé levemente y miré alrededor. Nos encontrábamos en el segundo nivel, al lado justo de la segunda muralla, y todo era caótico. Los soldados marchaban por todas partes, distribuyendo más flechas entre aquellos que agotaron sus carcajes, y azuzaban a los caballos para que tiraran de carros cargados de barriles de aceite. Los dirigían a las puertas cerradas del segundo nivel.
—Si echan abajo las puertas los haremos explotar —me informó Laranar refiriéndose a los barriles que apilaban. Me ayudó a sentar en el suelo—. En cuanto eso ocurra entraremos en el castillo, atrancaremos las puertas y huiremos por los sótanos hasta los túneles que llevan a las montañas. Solo unos pocos se quedarán para dar una oportunidad a los demás.
En ese momento, un copo de nieve se aposentó en mi mejilla y al mirar al cielo vi que empezaba a nevar.
—Tenían razón —dije notando una lágrima traicionera bajar por mi mejilla—. La nieve viene para cubrir a los que han caído.
—¿Has llegado al límite de tus fuerzas? —Me preguntó.
Fruncí el ceño, y me pasé una mano por los ojos.
—No —respondí segura.
—Pues no hay tiempo para esto, nos necesitan. Alegra y Dacio están arriba de la muralla. ¡Vamos!
Me cogió de un brazo, me alzó y nos dirigimos sin perder un segundo a las escaleras. Era un muro más alto que el primero y después de haber combatido contra los orcos me encontraba exhausta. Subir varios pisos corriendo no era el mejor de los remedios. Las piernas me flaquearon y casi caí de bruces al suelo, pero recuperé el equilibrio; aunque los últimos escalones casi los hice gateando. En cuanto llegamos arriba, Laranar me condujo hasta un rincón y allí permitió que descansara.
Notaba la garganta seca con sabor a sangre en la boca.
—Descansa —me dijo Laranar preparando su arco, y con un gesto de cabeza me señaló en una dirección. Al seguir su mirada vi a Alegra, Dacio y Durdon disparando flechas sin descanso—. No te muevas de aquí, ¿entendido?
Asentí, sentándome en la repisa del muro interior, sin fuerzas.
Laranar se colocó junto a ellos, Dacio me miró un breve instante para cerciorarse que me encontraba bien. El elfo empezó a lanzar flechas a una velocidad inimaginable, fue tan rápido que en apenas cinco minutos vació su carcaj.
—¡Maldita sea! —Le escuché refunfuñar.
Miré mi carcaj, aún tenía veinte flechas por lo menos, así que me alcé y me dirigí a él, tendiéndoselas. Luego me preparé también para disparar unas cuantas y ayudar en algo. El panorama era aterrador, si no me equivocaba todas las puertas del primer nivel habían sido destruidas. Los orcos corrían por las calles de Barnabel destruyendo, incendiando y matando a aquellos soldados que no llegaron a tiempo de alcanzar la zona alta de la ciudad. Y nosotros solo podíamos persuadirlos de llegar a las puertas del segundo nivel lanzando flechas e impidiendo que se organizaran. Pero en pocos minutos mis flechas y las de todo el grupo se agotaron. Miramos alrededor, buscando alguno de aquellos niños obligados a ser hombres para recargar provisiones, pero no había ni rastro de ellos. Vimos con desaliento como otros soldados se encontraban en la misma situación.
—¡Más supervivientes! —Gritó alguien, y al asomarnos vimos un grupo de treinta soldados, algunos de ellos cargando a compañeros heridos, llegar a la puerta cercana donde nos encontrábamos.
—¡Abrid! ¡Abrid rápido! —Empezaron a gritar los soldados que llegaban, pero nadie movió un dedo por abrir la puerta—. ¡Por favor! ¡Abrid!
Los que aún podían luchar se vieron sobrepasados enseguida por los orcos.
—Laranar, ¿qué hacen que no abren las puertas? Morirán —dije asustada.
—Si abrimos, los orcos entraran —se limitó a contestar.
—No podemos dejarles a su suerte.
No respondió, ninguno del grupo lo hizo.
Los gritos desesperados de los soldados se intensificaron pidiendo que les dejáramos entrar cuanto antes.
—Laranar ordena que abran las puertas, yo os daré el tiempo que necesitáis con el colgante —le dije decidida y, sin esperar una respuesta, me dirigí escaleras abajo, corrí hacia la puerta y me planté delante de todos aquellos barriles cargados de aceite. Laranar, Alegra y Dacio, incluido el capitán Durdon me siguieron; llegando solo dos segundos después de mí—. ¡Abrid la puerta! —les ordené a los soldados.
Ninguno movió un dedo, me miraron como si les acabara de pedir que volaran.
—Ayla, si les dejamos pasar, moriremos todos —intentó que comprendiera Durdon.
—Yo os daré el tiempo que necesitáis, os lo prometo —insistí tocando el colgante en una muestra de confianza—. Eres capitán, ordena que las abran.
Vaciló y luego miró a Laranar, al que no le hizo ninguna gracia que saliera disparada escalera abajo.
—Podría funcionar —se limitó a decir mi protector.
—Yo ayudaré —me apoyó Dacio—. Entre los dos podemos salvarles.
Los gritos de los soldados en el exterior eran agónicos.
Finalmente Durdon se decidió.
—Tienes un minuto —accedió y empezó a dirigirse a los soldados—. ¡Abrid las puertas! ¡Es una orden!
Tuvieron que saltar por encima de los barriles de aceite ya colocados, apartándolos para poder abrir la entrada. En cuanto el doble portón empezó a entreabrirse empezaron a entrar sin perder tiempo los soldados que se encontraban en el exterior.
—Ayudad a los heridos, ¡rápido! —Ordenó Durdon.
—¡Capitán! ¡¿Qué hace?! —Todos miramos consternados como el comandante Bulbaiz se dirigía a Durdon, furioso—. El general ordenó que se mantuvieran cerradas pasase lo que pasase.
—La elegida y el mago creen que pueden…
—¡Será llevado a un consejo de guerra! —Gritó sin dejarle continuar.
Como odiaba a ese comandante, primero queriendo matar a Chovi por tirar un barril, y ahora eso. Le hubiera cruzado la cara con la espada de haber podido.
—No hay tiempo para esto —dijo Dacio poniéndose en guardia, pasó el último soldado al interior—. Ayla, prepárate.
Me puse en posición y entre el mago y yo, creamos tal corriente de aire que expulsó por los aires a aquellos indeseables. Luego cortamos de cuajo nuestro ataque habiendo limpiado de orcos la entrada. Rápidamente cerraron las puertas y colocaron de nuevo los barriles de aceite.
—Los hemos podido salvar —dije triunfante y me dirigí al comandante—. Durdon ha actuado bien. Gracias a su orden hemos salvado la vida de sus compañeros.
Como mínimo doce consiguieron salvarse, unos minutos más y hubieran perecido todos.
—Una orden es una orden —repuso obstinado—. Y me encargaré de comunicar su falta.
Iba a replicar cuando Aarón llegó montando un corcel negro —Joe— acompañado de dos generales apostados a lado y lado, montando dos caballos, uno gris y otro marrón. El general del Ejército miró a todos los soldados, serio, incluidos aquellos que se encontraban en lo alto de la muralla. Por algún motivo todos callamos y se hizo el silencio, solo roto por los rugidos de los orcos del exterior.
—¡Soldados de Barnabel! —Empezó a hablar Aarón sin bajarse de su montura—. Siento decir que su majestad el rey Gódric de Andalen, de la casa Cartsel, primero de su nombre, ha muerto.
Sentí como el vello se me erizaba ante aquella noticia, pero no supe bien, bien, qué sentir. ¿Alegría? ¿Remordimientos por alegrarme?
»Ahora su hijo Aster, de la casa Cartsel, primero de su nombre, será coronado rey. Pero hasta que nuestro joven príncipe cumpla la mayoría de edad, a los dieciséis años; yo, Aarón general de la guardia de Barnabel, de la casa Tardian, segundo de mi nombre, seré el senescal de la ciudad. Gobernaré en nombre de su majestad, por expreso deseo de nuestro difunto rey Gódric, quien me ha nombrado para el cargo minutos antes de morir.
Abrí mucho los ojos ante aquella noticia.
Aarón miró a los soldados una vez más.
»Ahora, ¡luchad en nombre del rey Aster de Andalen!
Los soldados exclamaron en gritos de conformidad, alzando sus espadas al cielo. Laranar me cogió de una mano, entrelazando sus dedos con los míos y le miré.
—Espero que esto no hunda la moral de los soldados —dijo mirándome.
—Están alzando sus espadas —dije.
—Para no desmoronarse, pero su rey acaba de morir y un crío de seis años es el nuevo monarca. Seguro que están asustados.
—Aarón gobernará y les dirigirá.
Me miró.
—Tienes razón, y quizá este reino vea un poco de luz con él.
Aarón se aproximó a nosotros y de inmediato Laranar me soltó la mano.
—Ayla, ¿cómo te encuentras? —Me preguntó sin bajarse de Joe.
—Bien, gracias —respondí—. Siento haberme desmayado antes.
—Lo importante es que ya estés bien —respondió, y miró a Laranar—. Debo informar a todos que soy el senescal, intentad resistir. En cuanto pueda me reuniré con vosotros.
Laranar asintió y Aarón se marchó con los dos generales que le seguían, seguramente para dar fe a sus palabras. Al volverme al resto del grupo vi que Bulbaiz aún seguía con nosotros y maldije interiormente.
—Durdon —le llamé—, hablaré en tu favor en caso que te pidan explicaciones, puedes estar tranquilo.
El Domador del Fuego sonrió, no parecía muy preocupado.
—Gracias, elegida —inclinó la cabeza levemente ante mí.
—Comandante Bulbaiz ya puede marcharse a dirigir a sus soldados —le hablé—. No necesito de sus servicios.
Entrecerró los ojos, mirándome con odio.
—Algún día, las tornas cambiaran. Recuerde mis palabras, elegida.
—¿Es una amenaza? —Intervino de inmediato Laranar avanzando un paso.
—No, una advertencia.
Se marchó sin decir más y Laranar lo miró apretando los puños. De haber podido le hubiera golpeado como hizo con el rey Gódric, seguro.
La segunda muralla era más alta que la primera, por lo que las escalas de los orcos no llegaban hasta nosotros. Fue un respiro, pudimos descansar un tiempo mientras los soldados se turnaban en combatir al enemigo con el arco, después de haber conseguido munición de nuevo. Los orcos, al ser una especie falta de inteligencia, parecían no comprender que antes de atacar el segundo nivel debían organizarse. Hasta que alguno de ellos se percatara, podían pasar horas. Y me preguntaba mientras tanto, dónde se escondía el mago oscuro que al parecer los dirigía. El colgante dejó de brillar poco después que Aarón nos comunicara la muerte del rey. Dacio no lo comprendía, y el resto del grupo tampoco. ¿A qué demonios estaba esperando? Con su magia, podría volver a abrir las puertas de la muralla como hizo con el primer nivel. Quizá, había ordenado que aquellos orcos o trolls que poseían fragmentos regresaran junto a él, para devolvérselos. Nada tenía sentido.
Me encontraba sentada en el suelo con Laranar a mi lado, descansando después de horas combatiendo. Alegra y Dacio también estaban con nosotros, en fila de a uno apoyando nuestras espaldas en la muralla. Aarón regresó con el grupo una hora después de haber informado de la muerte del rey, al ser ahora el senescal podía rondar sobre cualquier punto de la ciudad libremente. Aunque en ese momento, se encontraba con los soldados organizando la defensa.
—Si Dacio y yo, uniéramos fuerzas, quizá podríamos acabar con todos ellos de un solo golpe —propuse.
Laranar tenía un brazo rodeándome los hombros en un gesto indiferente, pero posesivo. Me encantaba. Me miró a los ojos.
—Y después de eso quedaríais baldados, a lo que el mago oscuro aprovecharía para matarte.
Puse una mueca.
—No te preocupes Ayla —me habló Dacio inclinándose levemente hacia delante para verme mejor. Se encontraba en el lado opuesto de la fila de cuatro que habíamos formado—. Ya tendremos tiempo de emplear nuestros poderes.
—Es cierto —añadió Alegra—. Y, además, estás cansada. Todos lo estamos, y debemos aprovechar estos minutos para recuperar fuerzas.
No insistí, pero no por ello me quedé más tranquila. Había unos dragones en alguna parte, escondidos quizá con el mago oscuro, y eso me preocupaba. Si esos horribles seres aparecían estábamos condenados. Quizá nos atacaran cuando ya no nos quedaran flechas, ni fuerzas para resistirles.
—¿Qué mago oscuro creéis que será? —Preguntó Alegra.
—Cualquiera de los cuatro que quedan —respondió Laranar como si aquello no tuviera relevancia. Un mago oscuro, era un mago oscuro.
—¡Ojalá fuera Danlos! —Exclamó Alegra, cogiendo al tiempo una piedrecita del suelo y lanzándola de mala gana—. Así podría cumplir mi venganza. Y mi hermano podría ser libre en cuanto llegáramos a Creuzos para rescatarle. Dacio, ¿tú qué opinas?
Dacio se había quedado sin habla, como si pensara en un millar de cosas al mismo tiempo.
»También quieres que sea Danlos, ¿verdad? Para vengar a tu familia.
—Esto… hmm… —vacilaba por algún motivo—. Ahora mismo, preferiría que fuera cualquiera menos Danlos.
Abrí mucho los ojos y me incliné de inmediato para verle mejor, haciendo que Laranar tuviera que apartar el brazo que me rodeaba.
—¿Por qué? —Pregunté preocupada—. Crees que si es él, ¿perderemos?
—No es eso —dijo negando con la cabeza—. Es que… yo… —suspiró—. Ya sabéis que Danlos está directamente relacionado con mi pasado —confesó de mala gana—. Y no quiero que precisamente ahora aparezca.
Miró de refilón a Alegra, avergonzado, y apoyó de mala gana la espalda en la muralla. Miré a Laranar, que parecía entender la reacción del mago a la perfección. Alegra tocó el hombro de Dacio para que se volviera a ella. Se había inclinado levemente como dándonos la espalda, no siendo capaz de aguantar más preguntas o miradas evaluadoras. Pero a la que notó el contacto de Alegra la miró.
—No creo que con diez años como tenías puedas haber hecho algo tan terrible como para que podamos odiarte —le dijo—, y menos huir de ti. Laranar te conoce y sigue siendo tu amigo.
—Laranar es la excepción que confirma la regla —se levantó—. Voy arriba, a ver si puedo ayudar en algo.
Alegra también se levantó.
—Pues te acompaño —le dijo—. No vas a escapar de mí.
Dacio no replicó y ambos se marcharon.
Miré a Laranar.
—Podrías darme alguna pista respecto a Dacio —le dije—. ¿Qué nos puede decir Danlos que no nos hayan podido decir ya los magos oscuros que nos hemos encontrado?
—Lo sabréis a su debido momento —respondió—. Y Danlos ya se encargará que no os fiéis de nuestro amigo con solo aparecer. No puedo decir más.
Parpadeé dos veces, no entendiéndolo. Suspiré y cogí el brazo de Laranar para que volviera a rodearme los hombros, pero entonces le escuché gemir levemente y le miré preocupada, soltándole.
—¿Estás herido? —Le pregunté de inmediato.
—¿Qué? No —mintió—. Estoy bien, de verdad.
Miré su cuerpo atentamente y localicé en su jubón marrón un pequeño desgarre en el lateral izquierdo, justo debajo de las costillas. Pasé unos dedos por la prenda rota y mis dedos se tiñeron de sangre. Lo miré espantada.
—Es un rasguño sin importancia, de verdad —dijo—. Unos puntos y como nuevo.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué no lo has dicho antes? —Pregunté enfadada—. Vamos a que te curen.
—No —negó con la cabeza—. Cuando todo esto acabe ya me curaran, he tenido peores cortes y esto no es nada. Únicamente duele un poco, pero no es importante. No hay ningún órgano afectado, solo es piel desgarrada y un poco de sangre. Me pondré bien —me cogió una mano y la besó—. Mi vida no corre peligro, te lo garantizo.
Le sostuve la mirada por unos segundos.
—Está bien —accedí nada convencida—. Pero la próxima vez te pondrás una cota de malla al igual que yo. Aprende que la experiencia no es una barrera infranqueable contra los orcos.
Rio, puso una mano en mi nuca para atraerme hacia él y me dio un beso en los labios.
—Van a vernos —le advertí con una sonrisa. A mí me daba igual, quería amarlo abiertamente, pero era él quien siempre se oponía.
—Están muy ocupados con la batalla —respondió y nos volvimos a besar, pero apenas duró unos segundos. Luego, volvió a rodearme con un brazo y apoyé mi cabeza en su hombro.
Me sentía agotada.
—Laranar —le llamé sin moverme.
—¿Qué?
—Me he alegrado de que el rey muriera —confesé—. ¿Crees que soy una mala persona?
—No —respondió de inmediato—. No eres la única del reino que se ha alegrado.
—Pero no está bien —dije.
—Pero eso no nos convierte en malas personas —respondió y suspiró—. Duerme un poco —me dio un beso en el pelo—. Te irá bien y no pienses más en eso.
Me quedé dormida, no tuvo que insistirme. Debían ser las cuatro o cinco de la mañana.
EL ÚLTIMO CÓNRAD
Unos ojos del color del hielo me vinieron a la mente bajo un fondo oscuro. Solo fue un instante, pero hizo que despertara dando un respingo, al tiempo que respiraba una bocanada de aire. Como si algo hasta el momento me hubiera estado estrangulando. Laranar continuaba a mi lado, su brazo ya no me rodeaba los hombros, pero se encontraba vuelto hacia mí, preocupado.
—¿Estás bien? —Me preguntó.
—Sí —me toqué la frente con una mano, aún intentando recuperar el ritmo normal de mi respiración—. Me duele la cabeza, es como si alguien hubiera querido dominar mi mente.
En ese instante, el fragmento empezó a brillar. Seguidamente, varios cuernos se escucharon, tocados por los soldados que continuaban combatiendo arriba en la muralla.
—¡Dragones! ¡Dragones! —Empezaron a gritar varios guerreros.
Miramos el cielo, espantados. Acto seguido la puerta de hierro que teníamos a quince o veinte metros de nosotros empezó a temblar, aporreada por el enemigo. En cualquier momento se vendría abajo.
—¡Ayla! ¡Laranar! —Miramos arriba en la muralla, la cabeza de Dacio sobresalía de la cornisa, llamándonos—. ¡Subid, rápido!
Para entonces, ya nos habíamos levantado y nos dirigíamos a las escaleras. Subimos lo más rápido que pudimos. En cuanto llegamos junto al grupo, Dacio intentaba por todos los medios evitar que dos gigantescos trolls derribaran las puertas de entrada con unas enormes mazas.
Sus conjuros no surgían efecto, una barrera protegía aquellas criaturas.
Dacio terminó un largo hechizo, hizo el último símbolo con las manos formando una especie de «T», y, de pronto, cayó un rayo encima de aquellos monstruos. Los orcos que se encontraban próximos a los trolls salieron despedidos y la barrera se tambaleó, viendo con claridad una especie de electricidad que circulaba producida por el rayo. Segundos después, cayó. Dacio no perdió tiempo, conjuró un imbeltrus y eliminó en un abrir y cerrar de ojos aquellos dos animales.
Antes que pudiéramos celebrar esa pequeña victoria, un enorme dragón rojo pasó volando a nuestro lado. Alcanzaba los ocho metros de largo, fuerte y musculoso; con unas escamas tan rojas como el fuego y largos cuernos en la cabeza. Abrió sus enormes fauces al pasar junto a nosotros. Fue un instante eterno, visto a cámara lenta. Creí que íbamos a morir, pude ver la campanilla del animal de tan cerca que lo tuve, y como este formaba una bola de fuego desde lo más profundo de su garganta. Fue una aparición tan inesperada que no hubo tiempo de retirarse, protegerse o atacarle. Y, sin ninguna duda que íbamos a morir, solo pensé que fuera rápido en darnos muerte. Pero una barrera se alzó alrededor nuestro en el último segundo. Todo el grupo quedó protegido de la enorme llamarada que vomitó: Laranar, Dacio, Alegra, Aarón y Durdon. Junto con más soldados que teníamos a nuestro lado.
En cuanto el ataque pasó y el dragón continuó su vuelo, la barrera se deshizo y Dacio cayó de rodillas, exhausto. Nos acababa de salvar la vida a todos.
—Volverá enseguida —dijo intentando volverse a alzar, lo consiguió, pero de una forma muy poco elegante.
Un rugido se escuchó a nuestra espalda, y al volvernos pudimos ver como un segundo dragón atacaba la ciudad desde el aire, con potentes llamaradas que fundían hasta la piedra gris de las casas de los nobles. El colgante empezó a brillar con más fuerza y otro rugido se escuchó en la lejanía. El tercer dragón llegaba en ese instante surcando los cielos con un jinete en su lomo.
De pronto, el primer dragón volvió a aparecer detrás de nosotros. Instintivamente reaccioné, toqué el colgante y la llamarada que quiso lanzarnos le fue devuelta en forma de torbellino, controlando el elemento fuego. El animal empezó a dar volteretas en el aire sin control ningún, pero a la que corté el vínculo y el fuego se desvaneció, el dragón recuperó el equilibrio volando en un punto fijo. No le ocasioné ninguna herida o rasguño, solo parecía mareado y al tiempo enfadado. Nos miró fijamente para acto seguido emitir un grito desgarrador que hizo que todos los presentes tuviéramos que taparnos los oídos.
Caí de rodillas al suelo, mareada por tan estridente sonido y cerré los ojos, no pudiendo aguantar aquello.
—¡Ayla, el fuego es inútil contra un dragón rojo! —Intentó explicarme Dacio igual de atormentado por el rugido de la bestia.
Entreabrí los ojos, aguantando el chillido del animal.
—¡¿Y con qué le ataco?! ¡¿Con agua?!
Recordaba que con el dragón de Falco el viento tampoco resultaba contra ellos.
Dejó de chillar y todos suspiramos aliviados. Acababa de provocarme una jaqueca increíble. Un minuto más y hubiera vomitado incluso. Pero debía acabar con ellos cuanto antes. Me arranqué el colgante del cuello. Lo puse en el suelo y con el mango de mi espada le di un fuerte golpe.
—Ayla, ¿qué haces? —Preguntó, alarmada, Alegra.
El trozo de colgante que poseía se partió en varios fragmentos. Cogí el más pequeño, de apenas medio centímetro, y una flecha de mi carcaj.
Dacio alzó de nuevo un escudo para protegernos.
—No puedo lanzarle una bola de energía desde la distancia —dije mientras colocaba el fragmento sujeto entre el cuerpo de la flecha y la punta, unidos por un cordón—. Así que se me ha ocurrido una locura que quizá funcione.
—En este momento cualquier idea es bienvenida —dijo Aarón que mantenía la vista fija en el tercer dragón controlado por un jinete. Recorría el segundo nivel sin atacar, tan solo observando. De bien seguro me estaba buscando.
Me alcé y dispuse la flecha en el arco. Acto seguido apunté al primer dragón rojo, mis manos temblaban por algún motivo y tenía miedo de fallar, pese a que el animal continuaba volando en un mismo punto, sin moverse.
—Relájate y respira —me pidió Laranar colocando una mano en mi hombro y le miré a los ojos—. Recuerda, inspirar, espirar, apuntar y…
Volví mi vista al objetivo y me relajé, mis manos dejaron de temblar.
—Dacio retira la barrera —le pedí.
Así lo hizo, y disparé.
La flecha surcó el aire mientras mi concentración permaneció sin alterarse en el fragmento que portaba, atado a la flecha. No podía lanzarle la bola de energía que acabó con Numoní o con el dragón de Sorania debido a la distancia. No era un imbeltrus como los de Dacio, que podía utilizar como proyectiles. Mi imbeltrus, si es que en realidad se trataba de ese hechizo en sus primeros orígenes, solo se expandía en mi mano hacia el punto que encaraba y tocaba. Así que, una vez disparé, el vínculo con el fragmento permaneció conmigo como propietaria del colgante de los cuatro elementos. Fue un intento parecido al disparo con el ave fénix, pero esta vez consciente de cual era mi propósito.
La flecha dio en el blanco y liberé la energía del fragmento. Una luz se expandió entonces, el dragón rugió en una mezcla de agonía y furia. Y un viento se alzó, teniendo que cubrirme la cara para protegerme de aquella ventisca inesperada, luego siguió una especie de explosión, más luz y un estruendo devastador. Para cuando pude abrir los ojos, el dragón había desaparecido en una nube de polvo, pero otro se acercaba a nosotros.
—¡Es Beltrán! —Reconoció Dacio—. ¡Cuidado! ¡Es el Cónrad!
Me agaché a los fragmentos que tenía a mis pies, nerviosa de no ser suficiente rápida en preparar otra flecha. Coloqué otro fragmento atado en la punta del proyectil, mientras Laranar recogía el resto con un pañuelo para que Beltrán no los pudiera robar en caso que fallara. En ese instante, disparé. Beltrán saltó de su montura, la flecha dio al dragón y la explosión volvió a repetirse. El viento se alzó de nuevo teniendo que cubrirnos el rostro con los brazos. Pero antes que aquella explosión finalizara, otra nueva se alzó bajo mis pies. Volé, no sé cómo, pero volé. Me vi suspendida en el aire varios metros para luego caer contra el duro suelo, dando tumbos sin control. En cuanto me detuve tenía el cuerpo por completo magullado y dolorido.
Gemí, me encogí y me toqué la cabeza, desorientada. Me incorporé de rodillas en el suelo y miré alrededor. Estaba sola. Todo el grupo fue expulsado por los aires y se encontraban desperdigados a varios metros de mí, pero una figura se encontraba de pie a dos metros de mi posición.
Beltrán.
El último ser Cónrad era una especie de humano raquítico, alto y de piel clara. De rostro alargado y afilado, tenía unos cabellos tan negros como la noche y unos ojos fríos, anormalmente grandes, donde casi no se distinguía el iris azul-cielo del globo ocular. Las uñas de sus manos habían adquirido el aspecto de finas y afiladas garras. Su presencia era siniestra, llevaba una túnica oscura sin ningún tipo de complemento y unas botas de cuero negro con la puntera cortada, dejando los dedos de sus pies al descubierto. Pero lo sorprendente fue comprobar, que pese a todo, había logrado herirle en un hombro. Pues un reguero de sangre le bajaba por el brazo izquierdo y su cuerpo se inclinaba hacia ese lado, tambaleante.
—Elegida —su voz era sibilante, fantasmal—, ha llegado tu hora.
Empezó a dirigirse a mí e intenté levantarme pese a que estaba al límite de mis fuerzas. Di un paso atrás y me encontré con la muralla a mi espalda. Me volví. El único camino que tenía para escapar era un vacío mortal.
—¡Ayla! —Laranar ya corría en mi ayuda con Invierno en sus manos. Al tiempo, también Dacio se incorporaba.
Quise correr, sortear al mago oscuro para llegar hasta mis compañeros, pero Beltrán me cogió por el cuello del jubón, me dio la vuelta, me soltó y puso una mano en mi cabeza.
Noté un frío aterrador, y todo se volvió oscuro y sin luz.