LARANAR (1)

NO CONFÍO EN TI

—¿Cómo es? —Me preguntó Danaver mientras cosía las heridas que tenía en el hombro. La miré, era la elfa médica de Sorania, tenía más años que yo mismo, pero aun y así era joven a los ojos de los hombres—. Vamos, dicen muchas cosas de ella y lleva poco más de un día en Sorania.

Se detuvo en su labor esperando impaciente con sus ojos grises como perlas de mar puestos en mí. Desvié su mirada para fijarme en Ayla, que estaba siendo atendida por otro elfo médico, Rein, hijo de Danaver, a tres camillas de distancia.

—Diferente de como nos habíamos imaginado el elegido —volvió a pasar la aguja a través de la piel, dolió, pero no me inmuté.

Continué observando a Ayla. Ella sí que ponía cara de dolor y sufrimiento al coserla, pese a que Rein intentaba ser cuidadoso con cada punto que le daba.

—Vamos, debes ser valiente —escuché que le animaba el elfo—. Una chica tan guapa como tú no puede poner esas muecas.

Se ruborizó en ese momento y desvió la mirada al suelo, vergonzosa por las palabras del médico. Miré a Rein con malos ojos, una oleada de rabia me invadió al ver como reaccionaba Ayla con otro elfo.

—Solo es amable con ella —comentó Danaver sin dejar de coser—. ¿Te molesta que mi hijo la piropeé?

—Es la elegida —me defendí, deseando que acabara de una vez—. ¿Qué has escuchado sobre ella? —Me interesó más saber.

—Cosas buenas y cosas malas —respondió—. Dicen que es una niña, una humana sin ninguna habilidad y… —vaciló sin saber si continuar, pero con un gesto de cabeza la incité a que hablara—. Dicen que su protector la trata como a una princesa.

Silencio.

—Intento que esté cómoda —respondí después de un minuto—. ¿Hay algo malo en ello?

—No, pero la gente rumorea. ¿Cómo ha podido hospedarla en el edificio de la familia real? ¿Y en qué habitación?

—Está justo al lado de la mía, me es más fácil protegerla de esa manera.

Suspiró.

—¿Dicen algo bueno?

—Que pese a todo purificó el fragmento que tenemos y da un poco de esperanza a nuestro pueblo.

Volví a mirar a Ayla que sonreía con timidez a Rein.

Tiene una sonrisa preciosa, pensé inconscientemente.

Negué con la cabeza, desterrando aquella idea.

—Bueno, esto ya está —me informó la elfa dejando el hilo y la aguja.

Bajé de la camilla donde estaba sentado y empecé a vestirme.

—Laranar, un consejo —me detuvo antes que fuera junto a Ayla—, cuando haya más gente alrededor controla mejor tus sentimientos, sabes a qué me refiero.

Estuve a punto de replicarle, pero en vez de eso asentí con la cabeza y me dirigí a Ayla.

—¿Te queda mucho? —Le pregunté a Rein viendo que ya le vendaba los brazos.

—No —respondió. Ató las vendas en un nudo fuerte y firme—. Ha sido toda una campeona —la alabó—, no se ha mareado en ningún momento.

—La sangre no me asusta —contestó Ayla mirándose los brazos, luego alzó la vista hasta nosotros—, no soy tan débil como os pensáis todos.

Rein me miró, divertido.

—Tiene su carácter —dijo.

—Es la elegida —dije fingiendo normalidad, pero en verdad me sorprendió el tono con el que habló, con fuerza y segura de sí misma.

Quizá sí que era más fuerte de lo que pensábamos. El tiempo lo diría.

En cuanto salimos a la sala de recepción del hospital, dos elfos todavía esperaban a ser atendidos, ambos por quemaduras sin importancia.

Al percatarse que la elegida estaba presente la miraron de arriba abajo con cierto resentimiento. Noté como Ayla se aproximaba más a mí dando la sensación que temiera que le hicieran algún comentario desagradable y quisiera utilizarme de escudo contra sus miradas.

—Reuldon, Sorn, —les saludé acercándome a ellos; quisieron levantarse para inclinarse ante mí, pero con un gesto de mano les indiqué que permanecieran sentados—. ¿Son graves vuestras heridas? —Debía preguntarles, interesarme por su estado de salud como príncipe de Launier.

—No son graves, alteza —respondió Reuldon.

Asentí.

—Siento lo sucedido —se disculpó Ayla dando un paso al frente—. No quería que nadie resultara herido.

Ambos la miraron, pero no respondieron. No hizo falta saber qué pensaban de ella, pude verlo en la mirada hostil de sus ojos. No confiaban en la que se suponía que era la elegida.

Les lancé una mirada de advertencia y ambos desviaron sus ojos de Ayla.

Nos marchamos.

—Escucha, no debes pedir perdón —le aconsejé mientras regresábamos al palacio.

Me miró sin entenderlo.

—Esos elfos están heridos por mi culpa —respondió—. Si yo…

—Da igual —la corté—. Eres la elegida no permitas que nadie te mire de esa manera, enfréntate.

—No puedo pretender tener la razón cuando ha sido por mi culpa. Ellos podrían haber muerto por no hacerte caso. Yo también me enfadaría si estuviera en su situación.

No quise insistir, era demasiado buena como para hacerle cambiar de opinión. Había tenido la culpa, sí, pero debía imponerse a aquellos que la retaban y demostrar que era digna de ese cargo; en vez de eso, asumía los desafíos de la gente, aceptándolos.

—¿Ahora ya crees que soy la elegida? Hasta esta mañana no estabas convencido —me preguntó deteniéndose.

La miré, sus ojos verdes como las hojas de los árboles me miraron serios esperando una respuesta.

—No debes ser la elegida —remarqué cada palabra con fuerza.

Me negaba a aceptarla como elegida, no por el destino de Oyrun a manos de una chica humana, sino por ella misma. Si resultaba serlo de verdad, significaba que lo más probable es que acabara muerta, algo que se me hacía inconcebible. Sobretodo cuando sonreía y se ruborizaba cuando la tocaba. Todo sería mucho más fácil si solo resultaba ser una invitada de un mundo diferente llamado la Tierra, lo que me daría vía libre para…

¡No!, me grité a mí mismo, ¡Ni se te ocurra pensar en eso!

Desvió sus ojos mirando al suelo, pensativa, hubiese dado todo el oro del mundo por saber en qué pensaba.

—Deberíamos cambiarnos de ropa cuanto antes —propuse—. Estamos manchados de sangre, tú la que más.

Se miró a ella misma.

—Siento haber ensuciado el vestido y que Rein me haya tenido que romper las mangas para curarme —se disculpó.

Entonces, me di cuenta que en el brazo derecho empezaba a salirle un cardenal. No recordaba que el fénix la hubiese cogido por el brazo.

—¿El fénix también te agarró? —Le pregunté, cogiendo su brazo y acariciando la zona amoratada con mis dedos.

Noté como se estremeció y como una oleada de colores le cubrió el rostro, mirando tímida al suelo.

—No —vaciló—. No fue el fénix.

—¿Quién? —Pregunté y un nudo de remordimientos me constriñó el estómago—. No habré sido yo al haberte cogido esta mañana. ¿Tan fuerte te sujeté? Perdona.

—No has sido tú —negó con la cabeza, hizo que le soltara el brazo y me miró a los ojos—. Fue uno de los elfos a los que me entregaste para que me llevaran al interior del palacio. Me agarró del brazo como si no quisiera entrar, e iba a hacerlo, te lo aseguro —quiso convencerme—. Pero me asustó y no sé por qué me resistí a ir con él, el otro elfo me defendió haciendo que me soltara, y cuando ya iba a entrar el fénix te cogió y… —suspiró—. No pude dejarte.

Fruncí el ceño, el cardenal del brazo era desproporcionado.

—¿Cuál de los dos elfos era? —Pensaba ponerlo en su sitio.

—El que tenía los ojos dorados —respondió—. Pero no ha sido nada, de verdad.

Inició la marcha para no seguir hablando del tema.

Sí que había sido, y me encargaría de hablar con Dadiarn aquella misma tarde, sin falta. No toleraría que nadie la tratara de aquella manera sin tener un castigo.

—Laranar, el médico que me ha atendido, Rein, ¿de verdad es el hijo de Danaver?

—Sí, ¿por qué?

—Se la ve muy joven, no acabo de acostumbrarme a que seáis inmortales.

Sonreí, para mí era lo más normal.

»Me ha dicho que un día podía enseñarme la ciudad —prosiguió—, ha sido muy amable.

La sonrisa se me borró de golpe ante esa idea; Rein y Ayla paseando juntos por Sorania, ni hablar.

—¿Qué le has contestado? —Quise preguntar primero.

—Que primero debía preguntártelo a ti —suspiré interiormente—. No quiero volver a causar problemas. ¿Puedo ir? Me ha propuesto salir por la ciudad mañana mismo si quería.

—No —respondí de forma tajante.

Pude ver la desilusión en su rostro, pero no insistió.

Me hizo sentir mal.

—¿Qué edad tiene Rein? —Preguntó a los pocos segundos.

Dichoso Rein, pensé, debió atenderme él a mí y dejar que Danaver curara a Ayla.

—Más que yo —respondí con la esperanza que eso la echara atrás.

—¿Más? —Preguntó sorprendida—. ¿Y qué edad tiene su madre?

Me detuve.

—Ayla, los elfos solemos vivir milenios —intenté que comprendiera—. De todas formas, ¿qué te sorprende? Al fin y al cabo, Danaver tampoco parece una quinceañera. ¿Qué puede aparentar a los ojos de los hombres? ¿Veinticinco años? Las humanas os soléis casar entre los quince y los diecisiete, incluso a veces antes si es por razones de política. Y pocas son las que llegan a los veinte sin haber contraído matrimonio o estar por lo menos prometidas —entonces caí en la cuenta que ella tenía diecisiete años—. Tú… ¿Tú estás prometida a alguien?

Empezó a reír como si le hubiese contado el mejor de los chistes.

—No —dijo sin dejar de reír—. Perdona, pero es que me resulta muy raro que alguien me pregunte una cosa así. En la Tierra nos solemos casar con veinti tantos años y solo tengo diecisiete. Aún se me consideraría demasiado joven para casarme, incluso tenemos hijos rozando los treinta.

Sonreí como si me hubiera dado la mejor de las noticias.

—Entonces… no hay nadie —quise asegurarme— ya sabes, un prometido o un marido.

—No, nadie, nunca lo ha habido —sonrió y le devolví la sonrisa—. ¿Y tú?

Mierda, pensé.

—No estoy casado, ni prometido a ninguna chica —respondí.

Pero una vez estuve a punto de pedirle matrimonio a una elfa, pensé, y en ocasiones salgo con Nora.

Al verla sonreír me sentí extrañamente culpable por no contarle toda la verdad.

Nora, era una elfa con la que salía y compartía placeres de vez en cuando, pero no había amor en ninguno de los dos. Era una relación física, no sentimental.

Entonces pensé en Ayla de aquella manera y tuve que controlar que mi rostro no delatara mis pensamientos. La miré de soslayo. ¿Sería aún doncella? Tragué saliva, de todas formas si era la elegida tendría que mantenerme apartado, ningún hombre podría acercarse a ella.

Entramos en palacio, y empecé a pensar qué hacer con Ayla antes de llegar a su habitación. Ayla no podía acompañarme en las labores de rastreo que pensaba organizar por el Bosque de la Hoja, y tampoco podía dejarla sola para que fuera por palacio sin guardaespaldas.

—¿Qué habéis hecho con mi ropa? —Me preguntó mientras subíamos las escaleras—. Ayer por la noche llegué y ya no estaba.

—Mandé que la cogieran para lavar y así tenerla preparada para el día de la asamblea. Queremos enseñarla como prueba que vienes de un mundo diferente. No creí que te la quisieras poner.

—¿Por qué? Con ella voy muy cómoda.

La miré sin comprender, había deducido que provenía de clase baja al llevar pantalones, que no tenía dinero para comprarse un vestido y se había visto obligada a llevar esas ropas. Incluso barajé la posibilidad que fuera una esclava, pero lo deseché de inmediato al no ver que llevara ningún collar de la esclavitud. Entonces, pensé por un momento si aquel era el uniforme de los esclavos en la Tierra.

—¿De qué clase eres? —Le pregunté, era una grosería, pero quería saberlo pese a todo. Ayla puso cara de no entender—. Tu clase social —aclaré.

—¿Importa mucho? —Preguntó con cierto resentimiento—. No soy una princesa si es a eso a lo que te refieres. Soy de clase media.

—Clase media —repetí. La clase media apenas existía en el mundo de los humanos, había los nobles, los muy ricos, los muy pobres o los esclavos—. Perdona —me disculpé al darme cuenta que me quedé callado, pensando—. No quería ofenderte, pero es que las mujeres apenas llevan pantalones; las humanas nunca para ser sinceros, y… pensé…

—Que era pobre —acabó la frase por mí—. Pues no lo soy —se cruzó de brazos—. ¿Me devolverás mis ropas?

—Si las quieres las tendrás, aunque no es aconsejable que vayas con ellas, piensa que el enemigo te localizará enseguida. Vestida de elfa te confundirás entre mi pueblo.

Suspiró.

—Haré lo que digas —dijo resignada. Abrió la puerta de su habitación al llegar junto a ella—. ¿Luego qué hacemos?

—Tengo un par de cosas pendientes —contesté—, tú cámbiate, luego decidiremos.

Asintió, y cerró la puerta.

—Lo siento Ayla, pero es por tu propio bien —susurré al pasillo.

Cogí la llave maestra que tenía en el bolsillo de mi pantalón y la encerré sin que se diera cuenta. Estaría ocupado durante horas yendo y viniendo, y no podía arriesgarme a que saliese sola del palacio aunque me prometiera no hacerlo.

Después de lo sucedido con el fénix no confiaba en ella.

—Ya te lo he dicho Laranar, Dadiarn se pasó con la elegida. Tuve que hacer que se apartara, la asustó. Si me hubiese dejado a mí la hubiéramos puesto a salvo de inmediato, pero prácticamente se abalanzó sobre ella y únicamente se defendió para que la soltara.

Caminábamos a paso acelerado por el Bosque de la Hoja. Había reunido un grupo de cuarenta elfos para recorrer la zona que delimitaba con el palacio; quería que todo estuviera limpio de posibles animales o criaturas que pudieran poner en peligro a Ayla.

—¿Y cuando cogió el arco y las flechas? —Pregunté—. ¿Tanto costaba ponerla a salvo?

—Fallamos —admitió con pesadez—, sé que no es excusa, pero el fénix nos sorprendió con aquella llamarada y la elegida fue rápida, la subestimamos, no creímos que fuera capaz de hacer una cosa así.

Suspiré, si no hubiera sido por ella probablemente el fénix me habría matado.

—Aquí no hay nada —dije deteniéndome y Lafer se detuvo a mi lado—. Mejor, significa que el bosque está limpio de seres malignos. Haz sonar el cuerno, volvemos.

Al llegar al punto de encuentro, Raiben y Dadiarn llegaron saltando de un árbol.

—Los cielos también están limpios —me informó Raiben dirigiéndose a mí.

—Perfecto —asentí—, podéis volver todos a Sorania —les autoricé—. Dadiarn tú te quedas, tengo que hablar contigo.

Era un elfo de buena familia, su padre sirvió con valentía y honor hasta que murió a manos de un grupo de orcos. Era de los muchos que deseaba la llegada del elegido para poder vengar a los suyos. Pocos eran los que no habían sentido en sus carnes los actos de los magos oscuros y ahora una humana era la encargada de vengar sus atrocidades. El resentimiento a ese hecho estaba reflejado en muchos de los elfos que miraban a Ayla con desagrado.

—Dime —dijo una vez se marcharon todos.

Le miré atentamente, éramos de la misma estatura, pero él era bastante más ancho de espaldas que yo; algo extraño en nuestra raza donde nuestra constitución física era menos fornida, aunque siempre había la excepción.

—La elegida tiene un cardenal bastante importante en su brazo derecho y me ha confesado, después de insistirle, que has sido tú el causante. ¿Qué tienes que decir al respecto? —Pregunté con voz dura, serio.

Pensó durante unos breves segundos su respuesta, sabía de sobra que no estaba de broma. Y que la confianza que les dejaba tener conmigo, mientras patrullábamos, llegó a su fin, ahora le hablaba como príncipe, no como camarada.

—Solo quise cumplir con su orden, alteza.

—¿Y tenías que sujetarla y asustarla de esa manera?

—No vi otra manera de llevarla al interior, quise actuar rápido y ella no cooperaba.

—No es lo que me han comentado, su negativa a entrar se vio forzada a tu reacción a cogerla de esa manera. Estaba ya de por si asustada con el Fénix, solo faltaba que la trataras de forma bruta.

Apretó los dientes.

—Lamento no haber tratado a una humana con los honores que merecía —su tono de arrogancia me enfureció, pero no lo demostré, preferí optar por coger otra vía.

—En las fronteras de Launier se necesitan más efectivos, mañana partirás como refuerzo.

Me miró indignado.

—Serví en las fronteras hace cinco años, no me toca hasta dentro de cincuenta —se atrevió a replicar. Acorté la distancia que nos separaba mirándole con ojos de acero. No tuvo más remedio que desviar la vista al suelo—. Iré, reforzaré las fronteras.

—Bien —me retiré entonces—, servirás durante un año.

Un año no significaba nada para un inmortal, pero lo suficiente como para dejarle claro que de repetir su acción podría convertirse en un siglo y aquello ya empezaba a doler.

Habíamos estado alrededor de cuatro horas inspeccionando el bosque. Pensé en Ayla encerrada en su habitación, pero hice el corazón fuerte y continué mi camino. Debía hablar con Raiben y después de eso podría liberarla de su cautiverio.

La casa de Raiben eran una vivienda echa de piedra caliza y mármol. Constaba de cinco habitaciones, dos salones, dos baños y una cocina. Todas las estancias estaban iluminadas por grandes ventanales. Alrededor de la casa no había ningún tipo de valla o muro que delimitara su terreno, todos sabían perfectamente dónde empezaba una propiedad y dónde finalizaba otra. Pero pese a que el sol iluminaba el gran caserón durante buena parte del día, un aura de tristeza se ciñó en ella cinco siglos atrás y cada vez que iba de visita los recuerdos me embargaban. Para mi amigo aquello era diez veces peor, vivir en una casa vacía, que solo él regentaba.

Piqué a la puerta y esperé a que me abriera mientras echaba un vistazo por su jardín, no era muy grande pero mantenía la hierba bien cortada y había unas cuantas flores silvestres plantadas debajo de una de las ventanas de la casa.

Por un momento, la visión de Griselda arreglando aquellas flores hizo que contuviera el aliento, pero pronto desapareció, como un espejismo.

La puerta se abrió.

—Laranar —dijo Raiben, sorprendido de verme—, pasa. Adelante.

Pasé al interior y cerró la puerta a mi espalda.

—¿Te pillo en mal momento? —Pregunté.

—No, que va —dijo—. ¿A qué se debe tu visita? ¿Te apetece tomar algo?

—Me vendría bien una copa de vino, la verdad.

—Por supuesto —le acompañé a la cocina—. ¿Te da mucha faena esa humana?

—Ayla, te refieres —corregí, sabiendo que no era santo de su devoción—. Te caería bien si le dieras una oportunidad.

—Seguro —dijo sin intención de dársela. Descorchó una botella de su mejor vino y me ofreció una copa—. ¿Dónde la tienes ahora?

—Encerrada en su habitación —respondí no muy satisfecho de ese hecho. Olí el vino y lo caté—. Muy bueno.

—Gracias —respondió, llevándose otra copa a los labios—. Dime, ¿has venido para despejarte de ella y tus obligaciones, o vienes a pedirme algo?

—Vengo a pedirte un favor —respondí, balanceando la copa de vino suavemente—. Según tengo entendido hay muchos rumores sobre la elegida, me gustaría que indagaras para saber qué dicen.

—No es la elegida —me contradijo frunciendo el ceño, molesto—. Una cría como esa no puede serlo. No puede ser la que estábamos esperando.

—Admito que es muy diferente de lo que nos imaginábamos, pero hay que reconocer que es probable que lo sea —hubo un momento de silencio—. Preferiría que no lo fuera, la verdad —bebí otro trago.

—¿Qué pasa? ¿Le estás cogiendo cariño? No lleva ni una semana en Oyrun —me reprendió—. Por mí, como si le parte un rayo.

Suspiré lentamente y dejé el vaso de vino encima de una mesa de madera que tenía en el centro de la cocina.

—Puedo entender que no la quieras como elegida, pero recuerda que solo es una chica que no tiene la culpa de nada. —Le miré directamente a los ojos—. Ella no es la causante de lo que le pasó a tu mujer.

—No metas a Griselda en esta conversación —me pidió molesto, alzando un poco la voz—, ya es suficiente duro ver como una niña puede ser la que vaya a vengarla.

—Juraste sobre su tumba ayudar al elegido cuando apareciera en Oyrun y lo único que haces es ponerle mala cara cada vez que la ves. Lo nota.

—Perfecto, es lo que quiero —respondió bebiéndose todo el vino de un trago, luego dejó la copa en la pica—. No quiero que me pida ayuda en la vida, no la acepto como elegida.

—Yo también perdí a mi hermana —quise hacerle ver—. Eleanor, ¿recuerdas? Solo era una adolescente, pero murió igual que tu mujer.

—Claro que la recuerdo, la princesa de Launier, apenas una niña —respondió apretando los dientes—. En aquel tiempo ambos perdimos a personas importantes en nuestra vida; tú, una hermana, y yo a mi mujer embarazada de seis meses.

»Esta casa —alzó las manos para reforzar sus palabras—, está construida con la intención de albergar a una familia, pero siempre estará vacía. Yo soy el único que vive en ella y a veces me resulta insoportable cuando pienso en lo que podría haber sido si mi esposa no hubiese muerto aquel día. Y ahora viene esa humana pretendiendo ser la elegida. Lo siento pero no puedo, —negó con la cabeza— no puedo aceptar que una chiquilla vaya a matar a los magos oscuros, a la asesina de mi mujer y también de tu hermana.

—¿Y por eso la tratarás como si no valiese nada? —Le pregunté serio—. Ella no ha pedido ese cargo en ningún momento.

—Lo sé —se limitó a contestar—, pero no puedo evitarlo, lo lamento.

Suspiré, si insistía más solo conseguiría que nos enfadáramos.

Cogí la copa de vino, me bebí su contenido y la dejé también en la pica.

—Gracias por el vino —le agradecí pese a todo—. ¿Me harás el favor que te he pedido?

Casi le rechinaron los dientes.

—Solo porque eres tú —respondió al fin.

Ya anochecía cuando regresé al palacio. Mientras subía las escaleras me preparé para escuchar las quejas de Ayla por haberla encerrado durante casi todo el día.

Estará hambrienta, pensé con remordimientos, solo habrá podido comer la fruta que tenía en la habitación.

Antes de llegar aceleré el paso pues vi que su puerta estaba abierta. Al entrar la encontré estirada en la cama, mirando el techo, con aire aburrido. En cuanto me escuchó clavó sus ojos en mí.

Suspiré aliviado, por un momento creí que tendría la dura labor de buscarla por toda Sorania.

Miré la puerta que se encontraba por completo abierta y luego a ella, mirándola sin comprender.

—Tu plan no ha funcionado —comentó seria mientras me mostraba una especie de horquilla deformada sentándose en la cama—. He forzado la cerradura aunque no lo he roto, tranquilo.

Miré el bombín de la puerta, incrédulo, lo forzó sin dejar tan siquiera una marca.

—¿Eres ladrona en tu mundo? —Pregunté sin pensar.

—No, pero sé salir de los lugares encerrados, me lo enseñó un amigo.

—¿Has ido algún sitio? —Pregunté un poco molesto mientras me acercaba a ella.

—No, he creído que no querrías que saliera —se levantó entonces—. Si quieres que me quede en la habitación solo tienes que pedírmelo.

—No creí que fueras a hacerme caso —dije con sinceridad—. No confío en ti.

Aquello le dolió, pude verlo en sus ojos y desvió la vista al suelo, enfadada.

—No vuelvas a encerrarme —exigió, seria— porque entonces sí que saldré de la habitación cuando tú no estés —me amenazó.

—Entonces, pondré a dos guardias en la puerta —solucioné rápidamente.

Aquello la enojó aún más.

—¡¿No te acabo de demostrar que puedes confiar en mí?! —Preguntó, indignada—. Podría haber salido, haber hecho lo que quisiera, pero no, he estado en esta habitación durante horas. No era necesario encerrarme.

Suspiré, mirándola atentamente. Analicé los hechos y al final decidí darle una segunda oportunidad.

—Está bien, te propongo un trato —dije—. Confiaré en ti y no te encerraré si prometes que no volverás a ir a algún lugar sin mi permiso. Si vuelves a hacer algo parecido a lo de hoy te volveré a encerrar y pondré dos guardias en la puerta controlándote las veinticuatro horas del día.

Me tendió la mano.

—Trato hecho —dijo.

Le estreché la mano y se puso roja de inmediato.

Me encantó su reacción.

LOS SIETE MAGOS OSCUROS

La estancia estaba a oscuras y solo la luz de la luna y las estrellas se filtraba en el tramo que dejó abierto entre las cortinas. Me coloqué en la parte más oscura de la habitación, mi visión élfica me dejaba contemplar su rostro tranquilo mientras dormía. Ayla era una humana de rostro fino, dueña de unos cabellos castaños y ondulados que le llegaban hasta pasados los hombros, sus ojos eran lo más bonito que tenía, verdes como las hojas de los árboles, grandes y expresivos, preciosos. De nariz recta y fina, y labios sonrosados.

Suspiré.

Jamás creí que me gustara tanto ver dormir a una humana, su respiración era relajada ajena a que estuviera siendo observada por nadie. Sonreí al pensar que justo antes de acostarse me deseó las buenas noches. Desconocía que los elfos no dormíamos, no sentíamos la necesidad de dormir a menos que nosotros mismos quisiéramos tener sueños agradables pudiéndolos controlar a voluntad.

Se movió a un lado, de manera que quedó de espaldas a mí.

—David, coge a… —hablaba en sueños, pero muchas veces no entendía lo que decía, tan solo palabras sueltas o nombres.

David, nombró, me pregunté quién sería, ¿un amigo o algo más? Me aseguró que no tenía a nadie, pero bien podía mentir al igual que yo obvié mencionar mi relación esporádica con Nora. Siempre nombraba a ese David y a…

—Esther, déjame… —volvió a balbucir algo ininteligible. Se volvió a dar la vuelta y entonces sonrió—. Laranar —me nombró en un suspiro y sonrió.

Sonreí también.

Aquello no estaba bien, observarla por las noches mientras dormía no era apropiado y menos escuchar sus sueños, pero no lo podía evitar. Ayla era como la miel para un oso. Jamás pensé sentirme así por una humana, la amaba. Sí, amaba a aquella chica que apenas llevaba una semana con nosotros, pero era un hecho innegable. La habría cortejado sin vacilar sino hubiese sido por el problema que podía llegar a ser la elegida. La profecía lo marcaba: nada, ni nadie debía apartarla de su misión. En consecuencia, ningún hombre podía acercarse a ella más lejos de lo que era la amistad y mi obligación era mantenerme firme; no quería que por mi culpa Oyrun se viese sometido por el mal o, lo que era peor, que ella misma muriera por una relación peligrosa, demasiado arriesgada.

Decidí marcharme. Aquella fue la tercera noche que la observé.

A la mañana siguiente me personé más temprano en su puerta para evitar que fuera sola por palacio. Era Yetur, el último día de la semana, por lo que se dedicaba al descanso y en consecuencia desayunábamos en el comedor reservado exclusivamente a los reyes y herederos. Ningún otro podía comer en aquella estancia, ni interrumpirnos a menos que algo grave sucediera. Ayla, iba a ser de las pocas que iba a tener el privilegio de acompañarnos.

Abrió la puerta nada más picar y al verme sonrió.

—Buenos días —le deseé.

—Buenos días —dijo saliendo de la habitación.

Cerró la puerta.

—¿Llevabas esperando mucho rato? —Le pregunté mientras nos dirigimos al comedor.

—Solo unos minutos —contestó.

—Eres madrugadora —comenté, vi que iba a torcer a la izquierda después de bajar las escaleras, dirección al comedor donde habíamos desayunado el día anterior, pero pasé mi brazo por su espalda guiándola hacia la derecha.

Se ruborizó en el acto.

Que pena que seas la elegida, pensé, sería tan fácil conquistarte.

—Hoy vamos al comedor de los yetur —le informé mientras bajaba el brazo, actuando como si no hubiera notado su subida de temperatura—. Yetur es el día que dedicamos al descanso, pocos son los que trabajan.

—Entonces es como el domingo en mi mundo —dijo—. ¿Cuántos días tiene una semana aquí?

—Ocho —respondí—. Domar, jovar, sabar, lenar, deriar, kerar, fatur y yetur.

—En la Tierra son siete —explicó—. Lunes, martes…

Dejé que hablara mientras miraba sus ojos. Ella de vez en cuando desviaba su vista, intimidada.

—Me comentaste que vosotros tenéis trece meses —asentí con la cabeza—. ¿Cómo los nombráis?

—Garnet, Alsto, Margot, Anil, Murio, Galter, Zorna, Saibonu, Peteor, Dernom, Bunel, Polter y Maren.

—¡Uf! Que nombres más raros —dijo y sonreí—. No sé si me acordaré.

—Deberías memorizarlos —pensé—. Si vas a estar aquí mucho tiempo y como elegida, es apropiado que los conozcas.

—Como elegida —repitió.

Llegamos al comedor, mis padres ya estaban sentados en sus respectivos asientos.

—Bueno, eso si al final resultas serlo —corregí rápidamente.

Miró el comedor y sus ojos danzaron por cada rincón, memorizando cada detalle, cada figura. En realidad era muy parecido al comedor de todos los días, más pequeño aunque también más acogedor, pues teníamos una gran alfombra de color granate que cubría todo el suelo, una enorme chimenea que estaba encendida y una gran mesa de madera de roble para tan solo diez comensales.

—¿Si al final resultas serlo, Laranar? —Repitió mi padre en modo interrogativo.

Retiré la silla de Ayla para que se sentara, me hacía gracia ver como se incomodaba y avergonzaba con aquella acción.

—Aún no es seguro —me defendí dirigiéndome a mi asiento, justo al lado de mi padre.

—Sabes que lo es —me rebatió—, aunque niegues lo evidente eso no cambiará las cosas.

Le miré, cansado de estar debatiendo ese tema constantemente.

—A Laranar le gustaría que no lo fuera —añadió Ayla y ambos la miramos—. Así no tendría que estar tan pendiente de mí. —Cogió una tostada y empezó a untarla en mantequilla—. ¿Verdad? —Alzó la vista hasta que sus ojos se encontraron con los míos.

—No es por ese motivo —aclaré—, es porque entonces morirás.

Lo dije tan seguro y con un tono tan frío que dio la sensación de no haber otro camino posible que la muerte de Ayla si resultaba ser la elegida.

Mi padre me dio un pisotón en el acto, pero no me inmuté, aunque me arrepentí de mis palabras al ver la expresión de Ayla cubierta por el miedo, perdió el color de la cara aunque pronto se recompuso.

—Pues si es mi destino, que así sea —se limitó a decir de una forma tan valiente que me sorprendió. Mordió la tostada y suspiró—. ¿Antes de enfrentarme a los magos oscuros podríais decirme como son? Tal vez, si sé de qué pie cojean sobreviviré contra todo pronóstico.

Mi padre y yo nos miramos, creo que ninguno esperaba que se lo tomara de forma tan relajada, hablaba del tema con una naturalidad que sorprendía.

—La gente habla de siete magos oscuros —habló mi madre por primera vez—. En realidad son cinco magos de raza, un Cónrad y una frúncida.

—Un Cónrad y una frúncida —repitió mirando pensativa a mi madre—. ¿En qué se diferencian de los magos de raza?

—Los Cónrad se extinguieron hace muchos siglos.

—Milenios —le corrigió mi padre—. Cuando nací, hace cuatro mil años ya solo quedaban unos pocos. Vivían en lugares oscuros, bajo tierra. Su piel es pálida y sus cabellos son negros como el carbón.

—Son muy altos pero también muy delgados —colaboré con la descripción—, y los ojos de todos ellos son de un color azul cielo, tan claros que casi no se distingue el iris del globo ocular.

»Cuando te enfrentes al último Cónrad que camina por Oyrun deberás tener cuidado que no te toque; tiene el don de sumir a sus víctimas en una oscuridad absoluta. Por suerte acabaron con ellos hace tiempo, fue una sorpresa ver que todavía continuaba uno con vida.

Ayla frunció el ceño.

—No lo entiendo —dijo—, si había tantos y pudisteis con ellos. ¿Qué tiene este de especial para que no podáis con él?

—Danlos, —mencioné— el más poderoso de los magos oscuros que deberás enfrentarte, lo encontró mientras vagaba por Oyrun. La magia negra fue la que le dio un poder inigualable, su fuerza no es la misma a los otros Cónrad que ya se extinguieron…

Aquella historia la conocía perfectamente, el Cónrad era conocido como Beltrán, sobrevivía a base de ir absorbiendo la energía vital de todo ser vivo que se cruzaba en su camino. Fue lo que le gustó a Danlos, ver ese instinto de supervivencia tan sangriento, y el Cónrad no dudó en seguir al mago negro viendo el poder que podía llegar a obtener de los sacrificios humanos que practicaba. El resto fue llegando solo, sus hechizos mentales, el poder de su mente, la fuerza que obtenía de cada sacrificio…

—Así que el Cónrad que tengo que matar se llama Beltrán —dijo Ayla, pensativa. Se sirvió un zumo de naranja y bebió un sorbo—. ¿Y la frúncida?

Con la frúncida era un tema delicado, sobre todo teniendo a mi madre presente. Fue la responsable que Eleanor, mi hermana pequeña, muriera a causa de su potente veneno.

Miré de soslayo a mi madre, su rostro era inescrutable, supe que le costaba mostrarse así de fría, no mostrar sentimiento alguno pues así lo marcaba el protocolo. Una reina jamás podía dejarse llevar por los sentimientos por muy duros que fueran.

—La frúncida se la conoce como Numoní —empezó sorprendentemente mi madre—, es un ser que también ha obtenido su poder gracias a la magia negra de Danlos. No es la única frúncida que existe en Oyrun, pero sí es la más letal y terrorífica, deberás tener mucho cuidado con su veneno. Primero mata a sus víctimas y luego las devora.

—¿Se las come? —Preguntó con repulsa Ayla.

—Es un ser mitad escorpión, mitad humano —le aclaró mi padre.

—No tiene ni la mitad de humano —le contradijo mi madre con cierto resentimiento al pensar en ella.

Su mentón tembló.

Ayla miró a mi madre sin saber qué le ocurría, luego me miró a mí y finalmente se encogió en la silla pensando cómo demonios iba a enfrentarse a un ser como aquel.

—Su piel es oscura mientras que sus cabellos son blancos como la nieve y sus ojos rojos como la sangre —continuó mi padre rápidamente viendo el percal—. Su aguijón venenoso es lo que tendrás que tener en cuenta —empezó a pelar una manzana mirando de soslayo a mi madre que con un suspiro profundo controló sus emociones—. Su veneno actúa rápido, muy pocos sobreviven si no se les da el antídoto en pocos minutos.

Ayla palideció aún más.

—Seguramente habrá que combatirla de noche —añadí—. No aguanta la luz del sol por lo que jugará en nuestra contra, además de ser rápida y fuerte, muy, muy fuerte.

—¿Tú has combatido contra ella? —Me preguntó con voz temblorosa.

—Sí, hubo un tiempo que rondaba por Launier y tuve que enfrentarme a ella varias veces.

Y casi muero, pensé.

Numoní era un ser despreciable, de todos los magos oscuros era a la que más odiaba. Perdí una hermana por su culpa y fui herido de gravedad al intentar salvarla. Siempre pensé que si tan solo la hubiera matado una de las tantas veces que me la encontré…

Apreté los puños con impotencia, yo era el responsable de la muerte de Eleanor. Se me mandó matar a Numoní y fallé.

Mi hermana estaba muerta por mi culpa.

Ayla notó el silencio que embargó a mi familia, por lo que se quedó callada sin saber exactamente qué ocurría. Bajó la vista al plato y terminó de comerse la tostada.

—Bueno —suspiró mi padre, rompiendo el silencio y el recuerdo—, aún quedan cinco por explicar.

Ayla alzó la vista.

—Habéis nombrado a un tal Danlos —sugirió.

—Danlos es el más poderoso de los siete —empecé a explicarle—. Desde joven ya destacó entre los magos de Mair…

—¿Hay más magos? —Preguntó sorprendida.

—Tienen un país entero para ellos solos que se llama Mair —le explicó mi padre, con una sonrisa en su cara al ver la expresión de sorpresa de Ayla—. No nos hemos explicado bien, hijo —dijo mirándome con cierta complicidad—. Verás, —volvió la vista a ella— no todos los magos son malvados, condenaron a muerte a esos cinco y más tarde a la frúncida y el Cónrad por practicar magia negra. La tienen prohibida bajo castigo de pena de muerte, pero por desgracia lograron escapar y campan a sus anchas por el mundo.

Ayla asintió.

—Danlos fue un niño prodigio —dije—, logra aprender un hechizo o conjuro con tan solo verlo. Es fuerte, poderoso, calculador y frío. Será el que más cueste de vencer con diferencia y el que más ganas tendrá de matarte.

»La fascinación de Danlos por la magia negra sorprendió a todos en Mair, según tenemos entendido jamás fue conflictivo aunque después de aparecer los primeros sacrificios empezaron a sospechar de él. Cuando lo descubrieron estaba junto al resto de magos oscuros sacrificando a una elfa —Ayla intentó no emitir un gritito de espanto que no logró ocultar—. Escapó, y cuando llegaron a casa de su familia se encontraron a todos muertos. Mató a sus padres y una hermana pequeña de tan solo cuatro años.

—Es espantoso —parecía afectada—. ¿Cómo puede alguien matar a su propia familia?

—No tenía ningún motivo para matarles —comentó mi padre negando con la cabeza—, tengo entendido que su familia era buena gente y no había sido maltratado, ni abusado por nadie.

—Urso —mencionó mi madre—, todo Mair piensa que fue él quién lo cambio.

—¿Quién es? —Preguntó con curiosidad.

—Otro mago oscuro —respondí—. Era uno de los maestros que daba clases esporádicas a los magos jóvenes, pero en sus últimos años fue apartado de la enseñanza porque sospechaban de las artes oscuras que practicaba.

—¿Y por qué no lo detuvieron entonces?

—No tenían pruebas —contesté—, y se llevó a Danlos a su terreno utilizando el orgullo del mago joven. Más o menos le hizo creer que siendo tan bueno como era podía dominar a todo aquel que quisiera.

—Los fuertes deben controlar a los débiles —dijo mi padre mirando a Ayla—, ese es el lema de los magos oscuros. Se creen superiores y por ese motivo quieren controlar el mundo, sometiendo a todas las razas.

Ayla suspiró.

Me preparé un café con leche antes de continuar con la clase magistral que le estábamos dando a Ayla.

—¿Urso es muy poderoso? —Preguntó y negué con la cabeza mientras bebía de mi taza.

—Los magos son evaluados en una prueba que deben pasar cuando cumplen la mayoría de edad —respondí dejando la taza en la mesa—. Un mago de nivel uno es considerado un genio; un mago de nivel dos o tres son los más frecuentes; y a partir del nivel cuatro se les considera insignificantes. Urso es un mago de nivel tres por lo que puede ser vencido por uno de nivel uno.

—¿Y nivel dos?

—Lo dudo, con la magia negra que practica habrá aumentado su nivel. Pero tiene don de palabra y consigue siempre lo que se propone. Quiso llevarse a Danlos a su bando y lo consiguió.

—Lo mismo pasó con Bárbara, la única maga oscura —añadió mi madre—. Aunque su historia es diferente.

—Sí, Urso lo tuvo muy fácil con ella —dijo mi padre mientras dejaba el corazón de la manzana en el plato—. Bárbara es una de las mujeres más bellas que te puedas llegar a imaginar, guapa, atractiva… —mi padre se quedó pensativo—. El deseo de todo hombre —mi madre carraspeó la garganta y mi padre sonrió mirándola—. No tanto como mi bella esposa, por supuesto.

Ayla sonrió, mirándolos.

—Su padre abusó de ella durante décadas —dije—. Según tenemos entendido desde que cumplió los doce años. Urso lo sabía, el padre de Bárbara, Brandon, creemos que también practicaba la magia negra.

»El odio de Bárbara fue en aumento los años que estuvo sometida a su padre. Ella misma lo mató cuando aún no había ni alcanzado la mayoría de edad, suponemos que ya no aguantó más la vida que llevaba. Mair perdonó lo que hizo porque en el fondo actuó en defensa propia, pero ya era tarde para ella, no se dejó ayudar y echó en cara que nadie se hubiera dado cuenta de lo que le hacía su padre cuando aún era una niña. El consejo de magos quiso ayudarla, pero Bárbara no confió, al único al que escuchaba era a Urso que fue el que lo supo todo desde un principio y quién le dio el coraje para matar a su padre.

»Urso vio que la chica era más poderosa que Brandon por eso la incitó a matarle. Siglos después, cuando Danlos aún era un adolescente la envió a conquistarle. Fue reticente al principio, pero, pese a todo, encontró en Danlos el único hombre que supo apreciarla desde un principio. Y, por lo que sabemos, se casaron poco después de ser descubiertos como magos oscuros.

Hubo un momento de silencio.

—Entonces, se enamoraron —concluyó Ayla—. Supongo que dentro de todo corazón oscuro, hay un poco de amor aunque solo sea para una única persona.

Mi padre y yo nos miramos.

—No te engañes —dijo enseguida mi padre—, que su historia no te lleve a tener remordimientos cuando te enfrentes a ella. Es una persona malvada y cruel. Algunos creen que fue ella quien le dio el último empujoncito a Danlos para que se volviera al camino oscuro y sabemos que mata sin ningún tipo de remordimiento, niños incluso.

Ayla se quedó cortada, pero finalmente asintió.

—El siguiente es Valdemar —proseguí—. Dicen que posee un espejo maldito que puede mostrar el pasado, presente y futuro; y sus augurios siempre son dañinos. Es capaz de absorber el alma de las personas con ese espejo e hipnotizarlas si es necesario. La única ventaja que tendremos contra él es que su mayor arma es también su punto más débil. Para controlar el espejo y que no se vuelva en su contra debe proporcionarle energía mágica constantemente. Tanta, que su aspecto físico ha degenerado hasta parecer un anciano de ochenta años. Será el único mago que veas con aspecto de abuelo.

—¿Los magos también son inmortales? —Quiso saber, fascinada.

—Sí —respondí—, gracias a su magia pueden conservarse jóvenes y también decidir qué edad quieren aparentar. Puedes conocer un mago con un físico de cuarenta años en valor de los hombres mortales, y diez años después encontrártelo y que aparente tan solo veinte.

—Vaya —se quedó con la boca abierta y sonreí—. ¿Hay más razas inmortales?

—No —negó con la cabeza mi padre—, los duendecillos de Zargonia pueden vivir más de trescientos años, pero acaban muriendo antes de cumplir los cuatro siglos.

Hubo un momento de silencio, dejando que Ayla fuera asimilando poco a poco todo lo dicho.

—¿Y qué me decís del último mago oscuro? —Quiso saber.

—Falco —respondí—, es un mago con el don de Palon —frunció el ceño—. Significa que puede hablar con los animales —aclaré— y aprovecha ese don para controlar hasta los dragones. Tiene uno como mascota.

—¡¿Un dragón como mascota?! —Quiso cerciorarse perdiendo el color de la cara, y al ver que tanto mi padre como yo asentimos, se recostó, hecha polvo en el respaldo de su silla—. Estoy muerta.

Mi padre se tensó al verla tan decaída.

—Ayla, la profecía asegura que podrás con ellos —intentó darle ánimos.

Miré a mi padre, enfadado. Si por él hubiese sido no le habría explicado con tantos detalles cómo era cada uno de los magos oscuros. El miedo a que la elegida se negara a cumplir su misión estaba ahí y lo último que quería mi padre era que echara a correr y nos dejara en la estacada.

Por mi parte, prefería tenerla cobijada toda la vida en Sorania a salvo de aquellos monstruos que mataban por placer, pero también era consciente que si ella era la verdadera elegida los magos oscuros podrían atacar nuestro país con el único objetivo de llegar hasta ella y eliminarla. Era evidente que tarde o temprano, nos gustase o no, debería enfrentarse a los magos oscuros.

Extendí mi mano para acariciar la suya y mirándola a los ojos le dije:

—Podrás con ellos. Yo estaré a tu lado para ayudarte en tu misión, lo juro.

Miró mi mano, que acaricié con el pulgar mientras la sostuve. Luego alzó sus ojos hasta los míos y respondió:

—Está bien, supongo que no tengo elección.

Mi madre carraspeó la garganta y automáticamente la solté.

Las mejillas de Ayla volvieron a alcanzar el rojo pasión.

JURAMENTO

Ayla miró boquiabierta la gran biblioteca de Sorania. A su alrededor estanterías que albergaban medio millón de libros y pergaminos la rodeaban.

Encontré fascinante el brillo que se instaló en sus ojos, jamás conocí a una humana interesada por la lectura y el saber. Para empezar, era extraño que supiera leer pues la gran mayoría de humanos desconocían el arte de las letras, ni tan siquiera sabían escribir sus nombres y quien lo hacía era considerado un entendido, aunque de entendido no tuviera nada.

Ayla cogió un libro y lo abrió.

Cerró los ojos tan solo un segundo y bajó sus hombros en un gesto de decepción.

—¿Qué ocurre? —Quise saber, al verla desilusionada de golpe.

Dejó el libro en la estantería.

—Todos son en elfo —respondió con tristeza—, no hay ninguno en mi idioma.

Era verdad, estábamos en Sorania y por consiguiente todos los libros que se escribían eran en elfo, pero conservábamos algunos en el idioma común de Oyrun.

—Ven —la cogí de una mano, caminamos entre los pasillos hasta que llegamos a una zona apartada donde alrededor de mil libros estaban escritos en Lantin. Nadie se encontraba por los alrededores, la zona de libros extranjeros estaba desértica, por lo que dispusimos de cierta intimidad metidos en el fondo de un pasillo lateral—. Aquí los tienes —dije satisfecho, extendiendo un brazo, en un gesto para abarcarlos todos a la vez—, hay alrededor de mil y tienes de varias temáticas: filosofía, ciencias, historia…

—¿Hay alguno de fantasía? —Preguntó con esperanza renovada.

Me paré a pensar, en Lantin —el idioma común de Oyrun— había leído muy pocos, prefería mi lengua materna. Pero empecé a buscar por los estantes, Ayla me ayudó pero no encontramos ninguno.

—Lo lamento —dije.

—No te preocupes —cogió uno de historia—. ¿Puedo llevármelo para leer por las noches?

—Claro —sonreí—. Además, te será más útil uno de historia que uno de fantasía para conocer Oyrun.

Asintió.

—Creo que tendré para varios días —dijo ojeándolo—. Será interesante.

Sonrió y con esa sonrisa iluminó toda la sala.

Un mechón le cayó en el rostro al volver su atención al libro. Instintivamente lo cogí y con delicadeza se lo puse detrás de su oreja izquierda. Ella elevó la vista hasta mis ojos, con las mejillas nuevamente sonrosadas, y acaricié su rostro con el pulgar dejando mi mano en su mejilla.

Su respiración se hizo más fuerte y sus ojos no se apartaron de los míos en ningún momento. Inconscientemente avancé un paso hacia Ayla, dejando una distancia ínfima entre los dos, pero de pronto se retiró de mí y volvió la vista hacia los libros de los estantes.

—Laranar —la voz de mi madre, dura como el acero, sonó a mi espalda. Al volverme, sus ojos relampaguearon al verme de esa manera con una humana, y más con la que se suponía que era la elegida—. Te estaba buscando, debemos hablar.

—¿Ahora?

—Ahora —su respuesta fue seria, sin opción a réplica.

Me volví hacia Ayla que se mantuvo compungida al lado de los libros. Daba la sensación que empequeñeció al ver la mirada asesina que le lanzó mi madre.

—No puedo dejarla sin protección —repuse de forma indiferente.

—Raiben se encargará —dictaminó.

Ayla perdió el color de la cara y esperó muda como una piedra hasta que Raiben se personó ante nosotros en una sala del palacio destinada exclusivamente para los reyes.

—Protege a la elegida —le ordenó mi madre a Raiben—, que no se separe de ti ni un momento.

Raiben asintió, mirando fríamente a Ayla. Tuve que darle un empujoncito en la espalda para que siguiera al elfo, pues sus pies parecían haberse clavado en el suelo.

Me miró tan solo un segundo, pero pude ver como buscaba mi ayuda ante la mirada fulminante que le lanzaba Raiben.

«No seas estúpido con ella —le advertí con una mirada a Raiben—. Te lo pido como amigo».

Actuó de forma indiferente, pero dejó de matarla con los ojos. Una vez ambos se marcharon me volví hacia mi madre, enfadado.

—¿Se puede saber en qué estás pensando? —Me regañó—. ¡Es la elegida! No puedes cortejarla.

—No estaba cortejándola —me defendí, enfadado que me regañara como si aún fuera un niño—, ves cosas donde no las hay.

—A mí no me engañas —me reprendió—. Te conozco perfectamente como para saber que te sientes atraído por esa humana.

—Ayla —la corregí—, se llama Ayla.

Suspiró sonoramente.

—Es la elegida —intentó tranquilizarse—, sabes lo que eso implica.

—Sí —respondí a regañadientes—. Que nada ni nadie puede apartarla de su misión, una relación con ella está prohibida, podría apartarla de su destino. Es lo que dice la profecía. Pero no sé por qué te pones así, no ha sucedido nada.

—¿Nada? —Preguntó como si le pareciera increíble—. ¿Te recuerdo como te comportaste ayer en el desayuno? Le pasaste esa manzana y ambos os quedasteis por un momento mirándoos con una profundidad impropia de vuestro cargo. ¡Añadido que si no hubiera intervenido en la biblioteca la hubieras besado!

—Exageras.

Fruncí el ceño, aun más molesto, pero lo cierto era que sí la hubiera besado.

—Por el bien de los dos mantente apartado de ella —me aconsejó—. Raiben será su nuevo protector.

Abrí mucho los ojos.

—Ni hablar —mi tono fue severo—, nadie me apartará de ella.

—¿Te estás escuchando? —Quiso hacerme ver y en ese momento entró mi padre en la sala, aunque aquello no detuvo a mi madre—. Si de verdad no significara nada para ti, te sería indiferente quién la protegiera —mi padre se puso a su lado, adivinando de qué trataba nuestra discusión—. Ella es la elegida y por consiguiente no podrá mantener ningún tipo de relación con un hombre salvo la amistad y a poder ser ni eso, viendo lo enamoradiza que es.

»Piensa en ella, no en ti, la profecía lo pone bien claro, puede morir y en cuanto acabe la misión volverá a su mundo y entonces qué, ¿eh?

Quedé mudo.

Tenía razón, pero no por eso lo aceptaría.

—Hijo, —quiso sonar comprensiva—, piensa en una cosa más, eres príncipe. No puedes estar con esa humana.

—Su nombre es Ayla —volví a recordarle con rabia—. Y no habrá nadie mejor que yo que pueda protegerla.

La discusión se alargó durante horas, mi padre quiso ser neutral en ese asunto, pero finalmente, viendo que jamás renunciaría a ser su protector y que tampoco solucionarían nada en caso que Raiben fuera el encargado de custodiarla —pues la seguiría tanto si les gustaba como si no—accedieron. No sin antes obligarme a hacer un juramento.

—Juro que me limitaré a proteger a la elegida y servirla como su protector; limitándome a guarecer su vida contra todo aquel que quiera hacerle daño. Jamás la miraré más haya de lo que mi cargo me permita y nunca la cortejaré, rompiendo de inmediato cualquier intento que ella pueda tener conmigo. Me mantendré firme y no pondré en peligro el destino del mundo, ni su propia vida con una relación que está desde el principio prohibida por la profecía.

Tuve que hacer un gran esfuerzo porque mis dientes no rechinaran de rabia e impotencia. Conocía muy bien la profecía y sabía las consecuencias que podía tener una relación con la elegida, pero, pese a todo, fui débil en la biblioteca.

Era injusto, tantos siglos sin encontrar a nadie y ahora que aparecía la única mujer que alteraba mis sentidos estaba prohibida. Sentí resentimiento hacia mi madre, pero también comprendí que gracias a ella abrí los ojos. Deseaba volver a conocer el amor, poder confiar en alguien, pero tampoco era excusa para dejarme llevar por unos segundos que bien podrían haber sido fatales.

—Está bien —accedió mi madre al fin—. Y piensa, si en algún momento la debilidad te vence, quien saldrá perjudicada de todo este asunto será ella. No solo por la profecía, sino porque la harás sufrir cuando vuelva a su mundo y tú… —me miró a los ojos—. Tú también sufrirás, ahórrate penas innecesarias.

—Tu madre tiene razón —dijo mi padre—, es una chica encantadora, pero no es elfa, no puedes mantener una relación con una humana.

—No sería el primero —repuse.

—Pero sí el primer heredero del reino que lo haría —dijo y puso sus manos en mis hombros—. Nuestro pueblo jamás aceptaría a una humana como reina.

Aparté la vista de los ojos de mi padre.

—Ya he jurado que no la tocaré —repuse y miré a mi madre—. ¿Puedo marcharme?

Asintió.

Indignado, abandoné la habitación.