EDMUND (2)

ESCAPAR

Era de noche, la luna se alzaba en el cielo en su cuarto creciente y las nubes, que se aposentaban de forma constante en la ciudad oscura, tapaban la poca luz que nos podía ofrecer el cielo. Una fina lluvia caía, débil pero constante, empapando las ropas desgastadas que vestía.

Escondido en un carromato maltrecho, cargado de las espadas que habíamos confeccionado en la herrería, era un bulto a la espera que llevaran todas aquellas armas fuera del muro. Durante las interminables semanas que pasé trabajando entre hornos de cinco metros de altura, llevando los carromatos al almacén para ser llevados posteriormente fuera del muro y, finalmente, acabar en manos del ejército de orcos de Danlos; observé, que nadie revisaba los carros que se llevaban por la noche. En consecuencia, uno podía esconderse en ellos y salir de la ciudad oscura para intentar alcanzar la libertad. El riesgo a morir era mejor que la vida en aquel infierno. Cada día estaba más famélico, esquelético y delgado. Si no hacía nada por salir de ahí, mi hermana solo encontraría huesos cuando llegara acompañada de la elegida.

Una rata me acompañaba de polizón en el carromato y maldije por dentro, alcanzaba la medida de un gato rechoncho y bien alimentado. Había escuchado historias de madres que al iniciar el día se encontraban con que aquellos demonios se habían comido a sus bebes recién nacidos.

Estaban mejor alimentadas que nosotros. Se alimentaban de nosotros.

Lentamente, cogí una daga de uno de los sacos que me rodeaban y esperé a que la rata se acercara. Fue olisqueando, tocándolo todo con sus largos bigotes. Daba asco. Se detuvo y me miró con unos ojos brillantes, negros, aceleró el paso, se acercó a mí y a la que llegó a mis piernas quiso hincarles el diente. La atravesé con la daga, emitió un gemido y, sin esperármelo, arremetió contra mi rostro con la daga aún clavada en el costado. Le di un puñetazo, cogí otra daga y cuando volvió a embestir se la clavé en la nuca. Cayó muerta. Le di un punta pie apartándola de mí. Una vez me deshice de ella asomé la cabeza por encima de la lona que cubría el carro para cerciorarme que nadie escuchó nuestra pequeña pelea. Un orco se encontraba dirigiéndose hacia el carromato en ese momento, uno de los pequeños, de no más de metro sesenta, cabeza redonda, sin un pelo y dientes prominentes. Pese a su tamaño era de los más peligrosos con los esclavos, su condición inferior al resto de los de su especie hacía que compensaran su bajo rango atormentando a los esclavos con técnicas crueles y despiadadas. En cambio, aquellos que eran fuertes y alcanzaban los dos metros de altura, no es que fueran santos, pero se contentaban con atormentar a los orcos bajitos y enclenques, y a los esclavos únicamente nos daban con el látigo de vez en cuando para que no nos detuviéramos en nuestro trabajo.

Me escondí de inmediato, intentando controlar mi respiración, el corazón había empezado a bombear tan rápido y fuerte que dudaba que nadie lo oyera. La noche estaba en calma, nada se escuchaba. El carro se tambaleó levemente cuando el orco bajito se subió a él, y a una orden, los caballos empezaron a tirar de él llevándonos a las puertas de Luzterm. Suspiré interiormente, nadie se percató de mi pequeña pelea con la rata.

Un trueno empezó a alzarse en la noche, era el ruido que hacía la puerta de hierro de la zona sur al abrirse, como una tempestad. Los trolls que se mantenían atados en lo alto del muro hacían girar una enorme rueda que abría las puertas de la ciudad. Daba miedo, el ruido era ensordecedor, se podía escuchar desde las casas de los esclavos y cerca era como estar metido en medio de una tormenta.

Cogimos un bache y me di un golpe en la cabeza con una espada que se salió del saco donde estaba guardada. Me hizo un corte, nada alarmante pero la sangre cayó por mi frente y tuve que pasarme una mano antes que llegara a mis ojos. De pronto, todo se volvió aún más oscuro y la fina lluvia cesó. Al mirar con cuidado el exterior comprobé que estábamos debajo del muro. Un escalofrío me recorrió la espalda, era una construcción asombrosa y temible, y estaba cruzando sus entrañas. Segundos después la poca luz que nos brindaba el cielo volvió, junto con la lluvia que no dejaba de caer.

Mi plan era estar lo más quieto posible hasta haber alcanzado cierta distancia con Luzterm, momento en que saltaría del carro y echaría a correr tan rápido como me permitieran mis piernas. Una vez en el bosque, solo debía sobrevivir hasta alcanzar el lado sur del muro, donde Hrustic me informó que allí apenas alcanzaba los veinte metros de altura. Lo saltaría de alguna manera y sería libre para ir en busca de mi hermana.

El traqueteo del carro era calmado, la oscuridad se hizo más profunda a medida que nos adentrábamos por el camino del bosque y el silencio era casi perfecto. Me apoyé en mi brazo a modo de cojín, estaba agotado de todo el día en la herrería, y las manos me dolían como siempre, llenas de callos y ampollas. Las miré, nunca las tuve tan endurecidas y resecas, lo que hubiese dado por una pomada que me aliviara el escozor que sentía en mi piel agrietada y maltratada.

La imagen de mis manos encallecidas se fue apagando hasta que me perdí en un involuntario sueño.

La lluvia empezó a golpearme el rostro de forma directa y fruncí el ceño no queriendo despertar. De pronto, abrí los ojos, sobresaltado al recordar donde me encontraba e instintivamente agarré la empuñadura de una de las espadas que tenía a mano.

—Un polizón —dijo sorprendido el orco que me había llevado en su carro.

¡Me había dormido! ¡¿Cómo había podido tener ese desliz?! ¡Era un idiota!

A mi alrededor cinco orcos me miraban con aire divertido y cruel. Solo había una manera de salir de aquella situación. Así que sin pensarlo blandí la espada que tenía sujeta, la alcé sin dudar y le rajé el cuello al orco que tenía más próximo —el conductor del carro—. Me alcé de un saltó y en menos de un segundo comprobé que estaba en uno de aquellos fuertes de los que me habló Hrustic. Una torre la mitad de alta que el muro con decenas o quizá centenares de orcos que vigilaban el perímetro de Creuzos. En aquel punto, el muro negro era la mitad de alto que el que alcanzaba en Luzterm, por lo que entendí que lo que Hrustic me dijo sobre la altura del muro al ir en dirección sur, era cierto. Pero en aquel instante, dudaba que pudiera llegar más lejos.

Los orcos cogieron también las espadas que estaban en el carro rápidamente, sonriendo de ver que tenían un juguete con el que distraerse, todos eran de tamaño pequeño, los peores.

No dudes, pensé, un Domador del Fuego nunca duda.

Empecé a luchar contra ellos —parando sus estocadas que resultaban infantiles— mientras entendí que el bosque que se encontraba a cierta distancia del muro era mi única salvación. Así que clavé la espada en el abdomen de un orco, la desclavé y empecé a correr llevado por el diablo hacia el único lugar donde podría encontrar refugio. Escuché a los orcos rugir a mi espalda y una flecha voló rozándome la cabeza. Un par de orcos, que se encontraban próximos al bosque, corrieron para alcanzarme con las espadas desenvainadas. Pero me lancé al suelo, dando una voltereta para esquivar sus estocadas en cuanto los tuve encima, me levanté seguidamente, di media vuelta e hice un corte lateral en un único movimiento alcanzando a los dos orcos por la nuca. Corrí nuevamente, más flechas volaron a mí alrededor, pero por suerte ninguna me alcanzó. Corrí y corrí, alcancé el bosque y dejé de escuchar los rugidos de los orcos. Continué corriendo, asustado, y solo cuando mis piernas fallaron y el corazón estuvo a punto de salirme por la boca, caí de rodillas al lado de un gigantesco árbol.

Me faltaba el aire, notaba mi cuello arder, la boca seca y los músculos en tensión. De pronto, vomité, pero tenía el estómago tan vacío que apenas devolví alimento. Me apoyé en el árbol, sentado, exhausto y asustado. Lloré, no lo pude evitar. Había estado a punto de morir otra vez, si me hubiera alcanzado una flecha, si me hubieran rodeado más orcos… Estaría muerto.

Poco a poco, me tranquilicé, pero en ningún momento dejé de temblar. Continuaba asustado, pero no solo por los orcos, sino por dónde me había metido. Aquel bosque parecía sacado del mismo infierno. Sus árboles eran gigantescos, con solo uno de ellos se podía construir una ciudad, no había luz, estaba casi por completo a oscuras y las lianas parecían enormes serpientes que caían al suelo. Las criaturas que albergaba aquel lugar no eran mejores, escuché sus gemidos, sus aullidos, el ruido que hacían las presas al morir y sus cazadores al comer. Estaba en otro tipo de infierno, ¿cómo narices sobreviviría a aquello?

—Dioses, ¿qué he hecho?

Empecé a respirar con más fuerza, cada vez más asustado. Jamás imaginé que el bosque del otro lado del muro fuera a ser así. Nunca creí que pudiera haber árboles tan altos como el muro. Yo era un insecto en aquel lugar, pronto alguna criatura me devoraría, y entonces…

—¿Te han respondido ya tus dioses? —Di un salto, poniéndome en pie de inmediato, con la espada alzada. Mis manos temblaban y mi arma se agitaba igual de nerviosa.

La persona que habló se aproximó a mí, era alto, pero estaba tan oscuro que apenas podía distinguir una mierda. No lo pensé, si lo pensaba me paralizaría así que ataqué, pero antes que mi espada lograra alcanzarle me vi en el suelo, desarmado y con una fuerte opresión en el pecho.

—Niño estúpido —dijo, percibí otro movimiento y me percaté que se trataba de una cola. Entonces, lo reconocí, o más bien intuí quién era.

—Ruwer —mencioné.

Aprisionó más mi pecho con su bota, logrando que gimiera de dolor.

—Al amo no le gustará tu intento de fuga —dijo.

Apartó la bota de mi pecho para alzarme cogiéndome del pescuezo, mis pies dejaron de tocar el suelo y, sin saber cómo, me vi atravesando el bosque de Creuzos a una velocidad sobrenatural. El muro negro de la ciudad de Luzterm se hizo presente en apenas unos minutos. Las puertas se abrieron al llegar a nosotros, el trueno volvió a alzarse, volví a pasar por las entrañas del muro y las puertas se cerraron a mi espalda perdiendo la esperanza de la libertad.

No nos detuvimos, me llevó al castillo negro. Dos orcos se encontraban en la puerta, haciendo guardia.

—Avisad al amo cuando despierte que tenemos a un fugitivo de su interés —les ordenó—. Estaremos esperándole en el patio de arena.

Temblé aún más, sabiendo que mi hora había llegado, me matarían después de una larga tortura.

Ya clareaba cuando llegamos a un patio de arena blanca, pero con las nubes y la lluvia que no dejaba de caer era como si aún fuera de noche. Un cuerno se escuchó a lo lejos, avisando a los esclavos que debían empezar el día. Ruwer me tiró en la arena, se cruzó de brazos y me miró con superioridad. Era monstruoso, un lagarto con forma humanoide dueño de una larga cola que en ocasiones le había visto utilizar como látigo, tanto con los esclavos como con los orcos. Todos en Luzterm le tenían miedo.

Esperé sentado en la arena, temblando sin poder parar y, sin creérmelo ni yo mismo, el miedo hizo que me meara en los pantalones. Sentí vergüenza, era un Domador del Fuego, no podía pasarme aquello. Pero reprimí las lágrimas lo mejor que pude. La lluvia en ese sentido ayudaba, incluso deseé que tapara mis calzones mojados, ya estaban mojados por la lluvia antes de mearme, así que con un poco de suerte nadie se daría cuenta de mi acto vergonzoso.

No sé cuánto tiempo estuvimos esperando, quizá diez minutos, quizá una hora. Pero cuando Danlos se presentó en la arena, tragué saliva, mis temblores en aquel lapso de tiempo se habían calmado, pero volvieron con más insistencia que antes al ver aparecer al mago oscuro.

—¿Qué ha ocurrido? —Preguntó a Ruwer.

—Amo —el hombre lagarto le hizo una reverencia, luego se alzó—. El rehén intentó escapar colándose en uno de los carromatos donde transportamos las espadas para los fuertes. Lo encontraron durmiendo y cuando despertó mató a cuatro orcos intentando huir por el bosque de Creuzos. Lo localicé apenas dos kilómetros después, la herida que tiene en la cabeza me ayudó a localizar el olor de su sangre. Ha sido una suerte que estubiera inspeccionando los fuertes del muro y que me encontrara en el fuerte del colmillo, sino podría ser a estas alturas comida de serpientes o frúncidas.

El mago clavó sus ojos marrones en mí, y no supe si suspirar al ver que su mirada no era roja como la sangre.

—Diez latigazos —sentenció—, y un mes en las mazmorras.

Los orcos que estaban apostados a lado y lado del patio de arena sonrieron, y dos de ellos se acercaron a mí, me alzaron y me quitaron la camisa maltrecha que disponía. Danlos me miró entonces, pensativo, pero no dijo nada. Me ataron a un grueso poste, tan ancho que mis brazos no podían abarcarlo por entero, era como si abrazara a alguien, y recé a los dioses para que cayera inconsciente cuanto antes.

La lluvia continuaba cayendo, y pude ocultar mis lágrimas al notar la primera friega en mi espalda. Contuve un gemido de dolor, fue como si me despellejaran y enseguida vino el segundo, y luego un tercero. Acabé gritando y lloré para más humillación. La sangre corría por mi espalda, bajaba al son de la lluvia por mi piel malherida. En el octavo latigazo noté un mareo creciente, a punto de desfallecer. Entonces, se detuvieron y el mago oscuro se acercó a mí.

—¿Por qué has querido escapar? ¿Qué tontería se te ha pasado por la cabeza para querer intentarlo?

Abracé más fuerte el tronco.

—La libertad —respondí mirándole a los ojos, algo prohibido, pero ya me daba igual—. Prefiero morir a pasar un día más en la herrería. Moriré igualmente, ya sea de hambre o de calor, así que prefiero morir luchando.

Me miró con ojos fríos y miró a mi espalda. Enseguida sentí el noveno latigazo y cerré los ojos, gimiendo, apretando los dientes y pensando que solo quedaba uno.

—Por lo que parece, sabes luchar a espada mejor que mis orcos —comentó el mago sin apartarse de mi lado—. Matar cuatro orcos a tu edad no es poco —sonrió como si le hiciera gracia—, pero no lo vuelvas a hacer o estos diez latigazos te parecerán insignificantes —me amenazó.

Décimo latigazo, corrió por mi espalda como puro fuego y grité sin poderlo evitar, incluso me permití soltar algún que otro taco.

Medio inconsciente, Danlos me alzó la cabeza cogiéndome por el mentón.

—No sé qué pensar de ti, o eres muy tonto o muy valiente —dijo.

Apreté los dientes y Danlos me soltó, mi cabeza se apoyó en el grueso poste y descansé, perdiendo la consciencia. Cuando desperté estaba en algún lugar que olía a podredumbre junto con un canto de gemidos lastimeros que se escuchaba a mí alrededor. Tardé en enfocar bien, vi una sombra pasar a mi lado para luego marcharse. Alguien chilló como si le estuvieran matando y segundos después calló. Alcé levemente la cabeza en cuanto me espabilé un poco, había dispuestos varios camastros en hileras de veinte, y todas estaban ocupadas por esclavos que se encontraban más muertos que vivos. Fue entonces, cuando me percaté que yo estaba tendido en uno de ellos.

—Estás en el hospital —dijo una voz y un hombre grueso se plantó delante de mí—. Te trajeron aquí para que curara los latigazos de tu espalda. Ya los tienes cosidos, ¿te duele algo más?

No le respondí, miré alrededor algo aturdido. Meneé la cabeza en una sacudida para acabar de despertar y me senté como pude, notando la tirantez de mi espalda. Los latigazos dolían, escocían y daba la sensación que las heridas se me iban a abrir en cualquier momento. Apreté los dientes e intenté pensar en todo menos en mi espalda.

El hospital era una gran sala, como un pabellón hecho de madera. Las vigas del techo eran bien visibles y el suelo estaba sucio, con restos de sangre, orina y excrementos. Vi una rata encima de una persona que estaba tendida en un camastro, le estaba comiendo un brazo. La señalé, horrorizado, al hombre grueso, que se volvió y enseguida fue a espantarla. Me percaté entonces, que aparte de los enfermos, solo había unas cinco personas atendiéndoles y éramos más de cien los que nos encontrábamos allí tumbados en nuestras camas. Entendí que no daban abasto y las ratas hacían buena cuenta de ello.

El hombre grueso, espantó a la rata, examinó al hombre y negó con la cabeza, le cubrió con una manta de esparto. Luego se volvió a mí, era calvo, de ojos pequeños, claros, y mejillas sonrosadas, su nariz era redonda como su rostro y sus labios finos, tanto que si los fruncía se quedaba sin ellos. Una papada le colgaba del cuello y se movía pesadamente, sudando, pero cuando llegó a mí intentó sonreír.

—Los orcos están fuera, esperando que recuperes la consciencia —me dijo—. Sé que te llevaran a las mazmorras, pero piensa que peor sería quedarte aquí. Pocos son los que salen de este infierno.

La herrería del infierno, el muro del infierno, el templo del infierno, el anfiteatro del infierno y una nueva, el hospital del infierno. Cada esclavo tenía que sobrellevar su infierno particular.

»¿Estás preparado?

—¿No me puede dar algo de comer, primero? —Supliqué, tenía un hambre voraz.

—Va a ser que no —respondió negando con la cabeza.

Le miré de arriba abajo, por su aspecto rechoncho estaba convencido que él sí que comía a placer en aquel lugar. Lo más probable es que aprovechara la comida de los que morían en sus camastros.

—Ánimo —dijo guiándome a la entrada—. Debes de ser importante para el amo, sino créeme que ya estarías muerto.

Suspiré. Importante, tanto como para chantajear al grupo de la elegida, utilizándome de moneda de cambio.

El agujero donde me metieron no fue mejor que el de a mi llegada a esa ciudad. Volvieron a atarme con cadenas como si pudiera escapar de las cuatro paredes que era mi celda y cerraron la puerta, dejándome por completo a oscuras. Pero no pasó ni una hora que me abrieron la rendija inferior de la puerta para ofrecerme algo que podía catalogarlo en Luzterm como un banquete de reyes. Pues una bandeja de comida, con huevos revueltos, salchichas, un mendrugo de pan, una taza de caldo y una manzana. Junto con un vaso de agua fresca, limpia, sin tener ese gusto rancio al que me había acostumbrado, me fue servido por capricho de los dioses, o del mago oscuro.

En un primer momento vacilé que no fuera una trampa y estuviera envenenada. Desconfiado, olí una salchicha. Su olor era normal, deliciosa, no identifiqué ningún rastro de veneno y probé un pequeño bocado. Empecé a saborearla, la boca se me llenó de saliva y mi estómago rugió, no me pude contener, su sabor era exquisito y empecé a devorar la comida, ansioso, sin importarme las consecuencias. Qué manera de morir más deliciosa sería.

Una vez lleno, a reventar, habiéndome comido hasta el último bocado, me tendí en el suelo húmedo y descansé, dormí como hacía tiempo que no hacía. La oscuridad me rodeaba y estaba metido en un agujero, pero si me daban comida como aquella y no hacía calor como en la herrería, podía pasar esa experiencia como si fueran unas verdaderas vacaciones. Únicamente el olor a mierda y orines era desagradable, pero todo no se podía tener.

Un mes más tarde —o eso imaginé pues fue el castigo que Danlos me impuso— me sacaron de las mazmorras y me llevaron a la sala de las treinta chimeneas como al principio de mi llegada. Esta vez, solo Danlos me esperaba, la maga oscura Bárbara no se encontraba presente.

Sentando en su trono, con pose orgullosa y prepotente, me miró como de costumbre con superioridad, y a un gesto de mano el orco que me guió hasta su presencia se marchó.

Nos quedamos solos.

—Bueno, veo que el mes en las mazmorras te ha hecho ganar unos kilitos —dijo—. Estabas esquelético, ¿te ha gustado la comida?

—Sí, amo —respondí.

—Bien —asintió—. Eres un rehén importante, Edmund. Por eso continuas vivo, pero también te digo que mi paciencia tiene un límite, rebásala y acabarás muerto, ¿entendido?

—Sí, amo.

—A partir de ahora, comerás en las cocinas del castillo —dijo y no pude evitar alzar la vista para mirarle levemente, pero rápidamente volví a mirar el suelo, no quería arriesgarme a recibir otro castigo por mirarle a los ojos—. Necesito que estés fuerte y sano, si mueres… en realidad me da igual si mueres, pero nunca se sabe cuándo me serás útil. Por ese motivo he ordenado que cuando te presentes te den de comer en condiciones.

El cielo se me abrió, casi lloré al escuchar aquella buena noticia. ¡Comida! Ya no pasaría más hambre.

¡Dioses gracias!, grité para mis adentros.

—En cuanto a la herrería —continuó—. Pasarás solo la mitad de la jornada en un horno para ti solo. Ya es hora que empieces a demostrarme de lo que son capaces tus manos. Quiero que fabriques espadas en condiciones, tardes el tiempo que tardes, me da igual. No hay número que debas entregar al día, pero las que hagas deben ser dignas de un maestro, ¿comprendido?

—Sí, amo.

Podría volver a fabricar espadas de verdad, no palos de hierro afilados.

Pese a mi condición en Luzterm, saber que podría demorarme en mi pasatiempo favorito era otro punto positivo añadido a la comida. Únicamente el calor era lo que me agobiaría.

—La otra mitad de la jornada la pasaras con Ruwer —tragué saliva, eso no me gustaba en absoluto—. Quiero que te enseñe a luchar a espada, a perfeccionar tus habilidades de guerrero.

No lo comprendí entonces. Podía entender que me diera comida decente para no morir de hambre; podía entender que quisiera que le entregara espadas en condiciones; podía entender que era un rehén valioso; pero… ¿Por qué quería que perfeccionara mis artes guerreras? No tenía sentido.

»No vuelvas a escaparte, compláceme fabricando las mejores espadas, sé el mejor con la espada y serás recompensado —se alzó de su trono—. Voy a ganar esta guerra Edmund —se acercó a mí, con pose intimidatoria y funcionó, logró que temblara pese a que no quería hacerlo, era un acto reflejo—. Puedo darte poder si me obedeces y eres leal a mí.

Apreté los puños, no quería para nada su poder, solo su cabeza clavada en un palo.

LA NIÑA DE OJOS GRISES

Después de hablar con el mago oscuro —o más bien decir sí a todo lo que me ordenó— fui conducido a unos baños del castillo. Un lugar que me fue vetado al principio de mi residencia en Luzterm y que no sabía de su existencia, pero que ahora podía utilizar para nueva ventaja mía. Se trataba de unas termas de agua caliente y agua fría, ubicadas en un anexo del castillo por donde se llegaba cruzando un pequeño pasillo. Me resultó un lugar bello dentro de lo que era Luzterm. La piedra blanca relucía salpicada por las cascadas de agua que caía de forma ininterrumpida en piscinas de diez metros de largura u otras de tan solo cinco; con grabados en la piedra o mosaicos incrustados en el fondo de las piscinas. Caras de leones eran las encargadas de escupir toda esa agua que emanaba del suelo en forma de catarata. Me informaron que únicamente se me permitiría utilizarlas una vez al día y siempre al caer el sol. Si en algún momento me veían en una hora no permitida volvería a las mazmorras por tres meses y tendría que lavarme en cuanto saliera con los barriles de los esclavos, como hasta el momento hice. Mi primera vez, fue una excepción, pues el mago oscuro sentenció que estaba insoportablemente sucio y olía a mierda —qué narices se pensaba, pasando un mes encerrado sin un baño en las mazmorras— por lo que, aunque fuera por la mañana, me permitió asearme en mis nuevas instalaciones.

Los baños estaban distribuidos en dos niveles, el cerrado y el descubierto. Para llegar al descubierto se debía pasar por el cerrado, traspasando una puerta de madera, simple y gruesa, sin ningún tipo de decoración. En aquella zona podías ver casi toda la ciudad mientras te relajabas en las aguas templadas, pues el castillo se encontraba en una elevación y los baños eran una prolongación de la casa del mago oscuro. Me sorprendió saber que existía aquel lugar en una ciudad donde la ausencia de luz y elegancia era lo normal.

También me sorprendió que me dejaran utilizarlo aunque solo fuera al caer el sol.

Después de relajarme y dejarme llevar por sensaciones que jamás creí encontrar en Luzterm me dirigí a las cocinas, vestido con ropas nuevas, sencillas, pero no harapientas. Antes de entrar en la cocina del castillo pude oler el caldo que se estaba cocinando y mi estómago empezó a removerse, hambriento, pues ese día aún no había probado bocado. Por alguna extraña razón, pese a que continuaba siendo esclavo, era un poco más libre que al principio, con más derechos que antes. Mi huida, aunque insensata, había resultado positiva para algo. El mago oscuro se dio cuenta que tratándome como un esclavo cualquiera, poco duraría, y su moneda de cambio o rehén como quisiera llamarme, peligraba. Pensaba comer lo que en meses no pude y entré por la parte trasera de las cocinas. Al llegar se hizo el silencio, había cinco chicas pelando patatas, cortando cebollas y removiendo gigantescas ollas. Un orco que se mantenía al acecho de todos los movimientos de las esclavas estaba colocado en una esquina. Una niña, que en un primer momento no vi, llevaba una escoba en la mano, barriendo el suelo. La reconocí, era la niña por la que me tragué mi orgullo y me arrodillé ante el mago oscuro para salvarle la vida. Sus ojos grises me miraron sorprendidos, dejó de hacer su labor incluso.

El orco se percató de mi llegada y al dirigirse a mí, le dio una colleja a la niña para que continuara con su labor aprovechando el camino. Luego me miró, gruñendo por lo bajo al llegar a mi altura.

Tragué saliva.

—¿Eres Edmund? —Me preguntó el orco y asentí; se volvió hacia las esclavas—. Este es el chico del que os hablé, dadle de comer.

La niña dejó la escoba apoyada en la pared y se dirigió a una de las esclavas que ya llenaba un plato de caldo, otra se fue a un armario y cogió unos huevos; y una tercera cogió un vaso y empezó a llenarlo de agua. Mientras tanto, yo me senté en una mesa de madera que se encontraba en el centro de la cocina. La mujer que llenó el vaso de agua me lo dejó encima de la mesa y la niña vino con el plato de caldo, caminando con cuidado de no derramar una gota.

—Gracias —le dije en cuanto lo dejó delante de mí.

Me miró un breve segundo a los ojos, pero no dijo una palabra, volvió a coger la escoba y continuó barriendo. La esclava del agua regresó con los cubiertos y empecé a comer con ansia. Aquel caldo era mucho mejor que el que daban al resto de los esclavos, para empezar llevaba pasta y no estaba aguachado. Al cabo de dos minutos unos huevos fritos fueron puestos en mi mesa por la esclava que los cocinó junto con un mendrugo de pan recién horneado. Mientras comí, miré la cocina, era espaciosa pero tampoco gigante, había ocho fogones, tres hornos y una gran despensa sin puertas. El lugar estaba limpio y olía a los alimentos que se cocinaban, no a muerte, ni a orines, como sí que se olía en el resto de la ciudad fueras donde fueras. Un apartado me llamó la atención; pues un fogón estaba ubicado apartado del resto, donde todos los instrumentos de cocina que había en esa sección eran nuevos y extremadamente cuidados. La esclava que se encargaba de ese fogón y que había continuado haciendo sus labores mientras el resto me servía, cocinaba otro tipo de comida, carne para empezar, con una salsa de setas y puré de patata de acompañamiento. Se me hizo la boca agua al oler el entrecot que puso en la sartén y en una parrilla colocó un surtido de verduras para hacerlas a la brasa. Minutos después, una muchacha de unos dos o tres años mayor que yo, limpia y bien vestida, entró por la puerta interior cargando una jarra de vino.

—¿Ya está? —Preguntó a la esclava que cocinaba aquellos manjares y a un asentimiento por su parte se llevó los platos hacia el interior del castillo. La mujer que los cocinó rezó mirando el techo, como si pidiera piedad. Entonces, comprendí que era la comida de Danlos y Bárbara, y me enfurecí de inmediato. Ellos comiendo exquisiteces y el resto muriéndose de hambre.

Una manzana fue puesta con un golpe seco en la mesa y al volver a la realidad vi a la niña de ojos grises mirándome fijamente. Parecía enfadada conmigo, quizá le daba rabia que yo pudiera comer y ella no; como a mí me acababa de pasar al ver la comida que iba a ser servida a los magos oscuros.

Miré al orco de refilón, parecía aburrido pensando en sus cosas.

—Puedes comértela tú, si quieres —le susurré a la niña.

No respondió, la dejó encima de la mesa y continuó barriendo.

Me encogí de hombros, y acabé de comer la sopa. Luego fui a por los huevos fritos.

—Sandra, ves fuera y trae leña para avivar los fogones —le ordenó la esclava del fogón de los amos, a la niña.

Era cierto, se llamaba Sandra, en ese momento lo recordé.

Dejó su labor de inmediato y salió por la puerta trasera. Terminé de rebañar mi plato, y me escondí la manzana en el bolsillo de mi pantalón, ocultando el bulto gracias a la camisa de lino que llevaba por fuera de los pantalones.

—Muy buena la comida, gracias —dije saliendo de las cocinas rápidamente.

Nadie me respondió y cerré la puerta tras de mí.

Suspiré.

Miré el pilote de leña que estaba en la entrada. La niña de ojos grises se encontraba cogiendo cuantos troncos podía, pero un tronco que sobresalía de la pila hizo que tropezara y cayera al suelo. Corrí de inmediato para ayudarla.

—Te ayudo —le dije, no respondió me miró un momento mientras recogía la leña en el suelo a toda prisa—. Me llamo Edmund —me presenté—, y tú eres Sandra, ¿verdad?

—Sí —respondió sin alzar la vista—. No podemos hablar.

—Ahora no hay nadie —repuse.

Suspiró, me miró a los ojos y de pronto me cogió de una mano tirando de ella para arrastrarme a un almacén que se encontraba a apenas diez metros de nosotros. Al entrar, vi grandes montañas de troncos. Era un almacén abarrotado de leña.

—Rápido, antes que nos vean —soltó mi mano y empezó a escalar una montaña de leños. La seguí. Llegamos a la cima y empezamos a descender seguidamente hasta el suelo. Entonces, me di cuenta que aquello era una especie de fuerte, un refugio, un pequeño espacio rodeados por paredes de leña. Nadie podría vernos a menos que escalaran la pared de troncos.

—Este es mi escondite —dijo orgullosa—, pero no se lo digas a nadie.

—Lo juro —dije enseguida, sonriendo al ver aquel refugio—. ¿Vienes mucho por aquí?

—Siempre que puedo.

Entonces, recordé la manzana que llevaba guardada y la saqué. A Sandra se le iluminaron los ojos y la cogió enseguida.

—Gracias —dijo dándole un gran bocado—. Antes no podía cogerla por el orco —habló con la boca llena y le dio otro mordisco.

—¿Llevas mucho siendo esclava? —Le pregunté.

—Desde… que… nací —respondió casi sin poderla entender, daba la sensación que se atragantaría con la manzana.

—¿Y tu padre trabaja en el muro?

Se encogió de hombros.

—Soy una hija de la violencia —respondió tragando con esfuerzo, y abrí mucho los ojos—. Cogieron a mi madre una noche tres esclavos, y la dejaron preñada. Aunque mi madre no quiere hablar mucho del tema, tenía quince años cuando le ocurrió.

—Lo siento.

—Yo no —dijo—, no habría nacido.

Quedé con la boca literalmente abierta, sorprendido ante su sinceridad.

—¿Y tú? —Quiso saber tragándose casi sin masticar el corazón de la manzana—. ¿Cuál es tu historia?

Suspiré, nos sentamos en el suelo y le expliqué como llegué a ser esclavo de Danlos y la hermana que tenía que luchaba por liberarme, junto con la elegida.

—Le mataré algún día —dije con rabia—, y veré su cabeza clavada en una estaca.

—Estás loco si crees que puedes hacerlo —contestó, pero no le respondí, era una locura, tenía razón, pero de alguna manera encontraría mi venganza contra Danlos.

Sandra se levantó y empezó a subir el muro de troncos, la seguí.

—Debemos volver —dijo—. Ya hemos tentado demasiado a la suerte.

Antes de salir del almacén la cogí de un brazo y me miró.

—Oye, cuando vuelva a cenar, si puedes, ponme doble ración de comida.

—Eres un glotón —me acusó.

Negué con la cabeza.

—Es para ti —dije.

—Se darán cuenta.

—No si tengo una servilleta o un trapo donde ponerla, la guardaré debajo de mi camisa y te esperaré en el fuerte.

Abrió mucho los ojos y una sonrisa cruzó su cara.

—Vale —dijo—, se lo diré a mi mamá para que lo sepa.

Asentí y nos despedimos dándonos un fuerte abrazo.

Me sentí extraño, anhelaba tener un amigo con quien poder hablar, y aunque Sandra era chica y más pequeña que yo, me gustaba. Parecía simpática.

Fui corriendo al patio de arena tal y como me ordenó Danlos para tener mi primera clase de esgrima con el monstruo lagarto. Al llegar ya esperaba en el centro y mientras me encaminé a él, miré con cierto miedo el poste donde me ataron para azotarme hacía un mes.

Me incliné ante Ruwer y esperé mirando el suelo.

—Seré tu maestro a partir de ahora —dijo, su voz era ronca y afilada, daba miedo con solo escucharle—. Será duro, pero haré de ti un hombre.

Tragué saliva.

»Mientras demos clase, te permito que me mires a los ojos —me autorizó y lentamente alcé la vista para ver sus ojos rojos como la sangre—. Bien, primero debo hacerte más fuerte y resistente, quiero que corras. Ves al muro lo más rápido que puedas y regresa seguidamente. Ningún orco te detendrá, ya los tengo avisados. ¡Rápido!

Di un respingo y empecé a correr tal y como me ordenó. Había cuatro kilómetros hasta llegar al muro, así que tardé casi una hora en regresar. Cuando me presenté delante de Ruwer, estaba sudando, con la respiración entrecortada y me apoyé en las rodillas, exhausto.

—Mañana tienes que mejorar tu tiempo —dijo gruñendo—. Ahora ponte hacer flexiones, hasta que diga que te detengas.

Después de las flexiones, vinieron unas abdominales, después de las abdominales, vinieron unas pesas, y después de las pesas… caí al suelo. Ruwer quiso que me levantara dándome golpecitos con su bota, pero aunque lo intenté fue imposible. Dejó que descansara, para mi gran alivio.

—Me he informado sobre los Domadores del Fuego —dijo sentado en un banco. El patio de arena no era muy grande, de unos veinte metros de largo por quince de ancho, el poste donde fui castigado parecía ser una pieza fija en él. Quien quisiera podía observar a los que se encontraban en la fina arena blanca que era el suelo, desde los pasillos laterales del castillo. Unos arcos sostenían el techo y un solo banco, ocupado en ese momento por Ruwer, se encontraba en un lateral. El lagarto desenvainó la espada que llevaba en su cinto y me la mostró, ¡era Bistec! Ese lagarto tenía mi espada—. Dicen que vuestro fundador fue un elfo que se casó con una humana, y tú eres descendiente de él. La sangre de ese miserable corre por tus venas y el don de trabajar el metal con la gracia de los elfos es tu mayor tesoro —sonrió—. También dicen que sois vengativos, fuertes y mortíferos. El amo perdió a muchos orcos, más de lo que pensaba para acabar con tu villa.

Me senté en el suelo, respirando aún con dificultad.

—También sois orgullosos —continuó y luego suspiró—. En fin, que de todos los mocosos que podían obligarme a entrenar me ha tocado a un Domador del Fuego, supongo que podría ser peor.

Volvió a envainar a Bistec.

»Si quieres recuperar algún día esta espada, deberás demostrar que eres merecedor de poseerla. ¿Le pusiste nombre?

—Bistec —dije en un murmullo.

—¿Cómo? Habla más alto.

—Bistec —respondí alto y claro—. Sé que no es un nombre muy apropiado.

Puso los ojos en blanco y se levantó del banco. Un orco se le aproximó entonces, y le tendió dos espadas de madera. Se volvió a mí y me tendió una.

—Arriba —me ordenó—. Ya te he dejado descansar suficiente.

Cogí la espada que me ofrecía, me alcé y me puse en posición. Las piernas me temblaban aún del esfuerzo como para tener un combate cuerpo a cuerpo.

»Intenta alcanzarme, quiero ver cómo te desenvuelves.

Cogí la empuñadura de la espada con fuerza, era de madera, pero quizá podría darle alguna zurra a aquel monstruo que no tenía misericordia con nadie. La alcé e intenté darle una estocada vertical que esquivó con un simple movimiento, dando un paso a un lado al tiempo que daba un golpe a mi espada con la suya, caí al suelo por la embestida. Y empezó a reír.

—Va a ser divertido —dijo—. Quizá hasta me guste, chico.

Le miré, su sonrisa era diabólica, pero no me rendí, me alcé y volví a arremeter contra él. Estuve una hora entera intentando alcanzarle pero aparte de comer arena y pelarme las rodillas cuando caía al suelo, no obtuve ningún tipo de victoria. No le hice ni un rasguño, era tremendamente rápido. Exhausto, me dejó tendido en el suelo del patio de arena, con un labio partido por un contraataque que no fui capaz de evitar, siendo demasiado lento. Regresé a las cocinas, Sandra me sonrió al verme, pero no dejó de pelar las patatas que tenía por hacer. Cené tranquilamente, haciendo tiempo para que mi amiga terminara su pesada labor. Su madre, una mujer joven, de ojos tan grises como los de su hija, pero con los cabellos rubios, me tendió un trapo encima de la mesa y un segundo plato que degustar. Escondí la comida —lomo rebozado y patatas fritas, junto con pan y una pera— en el trapo, llevándomelo debajo de la camisa. El orco estaba aburrido en su sitio y si me vio no le importó.

Me despedí dando las buenas noches y corrí al fuerte que me enseñó Sandra. La niña no tardó en aparecer y comió con ansia toda la comida que me llevé a hurtadillas.

—El orco ya se ha ido —dijo—. Puedo estar aquí todo lo que quiera. ¡Qué buena está! Pocas veces he probado algo tan rico.

Sonreí, Sandra gemía de placer al saborear lo que había conseguido para ella.

—Genial —dije cruzándome de piernas—. Una pregunta, ¿cuántos años tienes?

—Ocho, ¿y tú?

—Once —miré nuestro pequeño espacio mientras terminaba de comer, ya casi era de noche y teníamos poca luz—. Es pequeño, pero podríamos jugar a pelota si tuviéramos una.

—¿Pelota? —Preguntó sin saber qué era.

—Sí —dije como si fuera increíble que hablara como si no supiera qué era—. Una pelota, un juguete redondo que chutas y pasas a los amigos.

—Juguete —se quedó pensativa—. Nunca he tenido juguetes, nunca he jugado a pelota y… a nada.

Parpadeé dos veces, ¿cómo era posible?

—¿Nunca has tenido una muñeca?

—¿Para qué sirven?

—Pues… para… jugar —respondí estupefacto, y, entonces, caí en la cuenta que ella nunca había sido libre y en Luzterm no había juguetes ni nada parecido. El tonto era yo—. Conseguiré una, de alguna manera.

Nos quedamos callados mirándonos el uno al otro.

—Ya sé, podemos dibujar en el suelo —propuse y, con el dedo índice, hice una línea en el suelo que era de tierra. Sandra me miró.

—Nunca he dibujado en el suelo —dijo mirándome a los ojos—. Nunca he dibujado en ningún sitio.

Quedé cortado, no era para nada divertida.

—¿Tienes algún amigo? —le pregunté.

—Eres el primero —respondió con sinceridad—. Los niños nunca vienen a las cocinas y cuando mi madre y yo acabamos el trabajo vamos directas a nuestra casa, que compartimos con seis mujeres más. No me deja salir a jugar con otros niños, en realidad ningún padre deja salir a sus hijos solos. Así que no, no tengo amigos, salvo… tú.

Luzterm era una mierda, era normal que aquella niña no supiera ser una niña.

—Entonces, yo te enseñaré a dibujar —dije—. Y si consigo una pelota también te enseñaré a chutar.

Cuando regresé a la casa que compartía con Hrustic y los demás herreros de mi grupo, dejé sorprendidos a todos, pues pensaban que había muerto. El hombre feo, pero bueno de corazón, se le inundaron los ojos de lágrimas al verme y me abrazó, embriagándome de su fuerte olor corporal. Pero aguanté, allí nadie olía a rosas.

—Pero chico, ¿dónde estabas? —Quiso saber Hrustic en cuanto dejó de abrazarme y me cogió por los hombros—. Es un milagro, pareces tener mejor aspecto, incluso.

Sonreí y les expliqué toda la historia, quedaron fascinados, incluso alguno bromeó en intentar escapar para recibir el mismo trato que yo recibiría desde ese día en adelante. Pero bromeaban, claro, únicamente me salvé porque era un rehén importante, sino otro gallo cantaría.

Agotado de todo el día quise irme a dormir, era tarde, pero Hrustic me pidió hablar un momento a solas conmigo en el exterior de nuestra chabola.

—Chico, te lo suplico, no hagas ninguna locura más. Esta vez te ha salido bien, pero podrías haber muerto, ¿entiendes? —El hombre se desbordó en un mar de lágrimas. Sabía que me tenía aprecio, ¿pero tanto?—. Eres un niño, debes llegar a adulto.

—Hrustic, tranquilo, estoy bien —dije intentando calmarle—. No lo volveré a hacer. Pero… ¿te ha pasado algo?

Me miró a los ojos. Los tenía aún más hundidos que la última vez que lo vi y más demacrado.

—Creí que habías muerto —dijo limpiándose las lágrimas de los ojos—. Y casi me vuelvo loco.

Hrustic siempre había sido el más amable y considerado conmigo, incluso en algunas ocasiones me ofrecía su mendrugo de pan para que yo pudiera comer más, pero aquello era exagerado. Nadie más le había afectado mi ficticia muerte tanto como a él.

Me abrazó y dejé que hiciera, parecía que el hombre lo necesitara, entonces pronunció un nombre:

—Richmond —y me apretó más contra él.

—Hrustic —dije, creyendo entender qué le ocurría—. ¿Richmond era tu hijo?

—Tenía once años, como tú. No aguantó esta vida, murió de hambre.

—¿Cuánto hace que ha muerto?

—Un año —dijo retirándome—. Perdóname, pero es que me recuerdas tanto a él.

—Bueno, estoy vivo, y continuaré estándolo. No te preocupes, ¿vale?

Me dio unas palmaditas en la cara de forma cariñosa y se irguió, limpiándose los ojos.

—Es tarde, vamos a dormir —dijo queriendo entrar en la chabola—. Pero no lo vuelvas a hacer.

—Prometido —me esforcé en sonreír.

Antes que entráramos le cogí del brazo y me miró.

—¿Puedes conseguirme una pelota?

Parpadeó dos veces, sorprendido ante mi petición.

—Si quieres una, te haré una, pero no te prometo que sea bonita.

Me encogí de hombros.

—Mientras se pueda chutar y ruede por el suelo, ya me irá bien.

Me revolvió el pelo corto.

—Vamos, mañana te raparé la cabeza —dijo.

Ya en mi incómodo camastro, pensé en las cosas positivas que me habían ocurrido ese día. Mi padre siempre decía que aunque todo se viera negro siempre había un pequeño atisbo de luz que uno debía buscar y apreciar. Ese día encontré dos cosas, tener suficiente comida para no pasar hambre y haber conseguido una amiga.

—Buenas noches Alegra —susurré a la noche, antes de cerrar los ojos y dejarme llevar al mundo de los sueños.