DOBLEGAR
La puerta de la celda se abrió y un orco apareció llevando una antorcha en la mano. Me cubrí de inmediato los ojos con los brazos, entrecerrándolos, hasta que mi vista se habituó a aquella inesperada luz. El orco mientras tanto entró en la celda, me dio una patada y quitó el grillete que apresaba mi tobillo izquierdo.
Llevaba varios días metido en una celda sin un ápice de luz. En cuanto el mago negro puso una mano en mi hombro y recitó las palabras «Paso in Actus» mi cuerpo flotó en la nada, sintiendo durante apenas un segundo un vacío indescriptible, como si todo a mi alrededor desapareciera, pasando de mi villa destruida a encontrarme seguidamente en un elegante despacho.
La habitación era igual de grande que todas las habitaciones de mi casa unidas, abarrotada de muebles antiguos pero bien conservados y lleno de estanterías de libros.
Danlos se dirigió entonces a su mesa de despacho, se sentó en un sillón de piel y dejó a Bistec encima de la mesa, acto seguido cruzó las manos mirándome pensativo. Me alcé lentamente, sin saber qué hacer a partir de ese momento. Me sentí perdido, con un vacío en el pecho que cada vez se hacía más grande. En apenas unas horas lo perdí todo, mi familia, mis amigos, mi hogar… Solo me quedaba una hermana. Por ella accedí a ir con el mago y no me arrepentía de mi decisión pese a estar muerto de miedo.
—Francamente, no entraba en mis planes dejarte con vida. Con un Domador del Fuego que sobreviviera me era suficiente —dijo retirándose la capucha de la capa hacia atrás, descubriendo por primera vez su rostro.
Quedé literalmente con la boca abierta. En mi mente había imaginado la cara del mago de mil formas posibles, todas ellas con un rostro horrible y deforme, viejo y de piel escamosa, o por el contrario con colmillos que sobresalían de su boca como un animal y babeando sin control. Pero lo que me encontré fue diferente, muy diferente. Todo lo contrario a lo imaginado.
Se trataba de un hombre que no llegaba ni a los treinta años —o eso aparentaba—. Llevaba el pelo alborotado de un color un tanto extraño pues en un primer momento me pareció moreno, tirando a castaño, pero si uno se fijaba con atención, suaves tonos rojizos se entremezclaban junto con otros reflejos dorados. Teniendo tres tonalidades diferentes en un mismo cuero cabelludo. Sus ojos poco a poco se fueron tornando marrones, desapareciendo aquel rojo sangre que erizaba el vello del cuerpo. Su nariz era recta y la forma de su cara normal, varonil, incluso para una mujer podía resultar atractivo; aunque tenía un defecto, una cicatriz le cubría la mitad derecha de su rostro. Una telaraña le bañaba la cara desde la mitad de la frente pasando por el párpado hasta la mejilla. Me pregunté quién había podido ser tan fuerte como para ocasionarle semejante herida, y si aún estaría vivo.
—Espero que tu don para trabajar el metal me sea útil. Intuyo que sí y nunca me equivoco, por eso aún estás vivo, no lo olvides. A partir de ahora eres un esclavo y como tal debes arrodillarte ante mí y llamarme amo.
Fruncí el ceño, sin ninguna intención de hacerlo y en respuesta el mago sonrió.
—Con que esas tenemos —dijo asintiendo con la cabeza—. Tranquilo, te doblegaré. Empezaré por mandarte unas semanas a las mazmorras.
Un orco entró entonces en el despacho, se inclinó ante el mago y, sin mediar palabra, me cogió de un brazo llevándome a aquella celda oscura como si leyera la mente del mago oscuro.
—Levanta —ordenó el orco, dándome otra patada.
Así lo hice, entumecido por estar sentado, casi inmóvil durante incontables días. Me cogió de un brazo y me llevó a trompicones por pasillos estrechos cargados de un olor pestilente, donde la orina y la mierda se mezclaban con la muerte. Los gritos se escuchaban por todas partes, de agonía, dolor, sufrimiento…
Temblaba, llevaba encerrado en aquel lugar días y mucho temí que me llevaban nuevamente ante el mago oscuro. La sola idea de verle hacía que inconscientemente me resistiera a ir con el orco aunque la celda donde me encerraron no fuera mucho mejor.
Subimos una escalera en forma de caracol y el aire limpio empezó a hacerse presente, agradeciendo ese respiro. Aunque el olor fétido, después de tantos días, parecía haberse quedado incrustado en mis fosas nasales.
El castillo era enorme, de anchos pasillos, grandes ventanales y espaciosos salones. La primera vez que fui conducido del despacho de Danlos a las mazmorras atravesamos diferentes cámaras y habitaciones para acortar camino. En ese momento, aunque el orco me llevó por zonas distintas seguimos el mismo proceso, hasta que, finalmente, llegamos a un pasillo largo y ancho, sin salida; donde solo una doble puerta de roble se encontraba en el fondo. Supe que me deparaba en cuanto cruzara al otro lado e, instintivamente, puse todo mi empeño en no querer continuar en aquella dirección. En respuesta el orco se detuvo, me miró y me plantó una bofetada ensordecedora en todo el oído izquierdo. Quedé tambaleante y fui incapaz de mantener el equilibrio, por lo que la bestia me cogió por la cintura y me llevó como un saco de patatas hasta el final del pasillo. Una vez llegamos me dejó en el suelo. Ya más recuperado, pude mantenerme en pie aunque la cabeza aún me daba vueltas. El orco suspiró delante de la entrada sin dejar de sujetarme del brazo. A él tampoco le hacía ninguna gracia ver al mago oscuro. Incluso criaturas como aquella sentían pánico a Danlos, el más poderoso de los siete.
La puerta se abrió antes incluso que el orco tocara el pomo de la puerta, y una gran sala se presentó ante nosotros. A lado y lado había un seguido de chimeneas que se mantenían apagadas por ser pleno verano, pero que en invierno eran necesarias para calentar una estancia de aquellas magnitudes. No supe cuántas chimeneas podía albergar una habitación como aquella, pero si no había treinta, no había ninguna.
Caminé tropezándome con mis propios pies, mirando atemorizado las dos figuras que se presentaban sentados en unos tronos de hierro. Uno era el asesino de mi familia que me miró con satisfacción al ver mi reticencia a querer avanzar hacia él. La otra era una bella mujer, que alzó una ceja nada más verme, como si el orco se hubiera equivocado de rehén.
Llegamos ante ellos y les miré con todo el valor que fui capaz.
—¿Este es el Domador del Fuego? —Preguntó la mujer a Danlos, decepcionada—. Cuando dijiste que era joven creí que te referías a que sería un muchacho con más músculos que este. ¡Por favor! —Exclamó como si fuera increíble—. ¿Cuántos años tienes? —Me preguntó directamente.
Miré a Danlos que miraba a la mujer con pose despreocupada.
—O… once —tartamudeé.
—Once —repitió y volvió a dirigirse a Danlos teniéndolo justo al lado—. ¿De verdad crees que servirá para la herrería?
No sabía quién era, pero una cosa era segura, estaba tremenda. Y lo que le hacía tan impresionante era el color exótico de sus cabellos rojos como el fuego, ondulados y largos hasta pasados los hombros. Su otro tesoro eran unos ojos tan verdes como esmeraldas, enmarcados por unas grandes y bonitas pestañas. Su nariz era fina y sus labios anchos y sonrosados. Era muy atractiva, sobre todo cuando se alzó del trono y pude apreciar claramente sus formas de mujer, con los pechos realzados por un provocativo escote de un vestido verde oscuro que llevaba con elegancia.
—Bárbara, el chico…
En cuanto Danlos se dio cuenta que me quedé embobado mirando a aquella mujer, frunció el ceño y sus ojos pasaron del marrón al rojo sangre en apenas un segundo. Acto seguido una descarga eléctrica me cubrió de cuerpo entero y me retorcí de dolor cayendo al suelo. El orco que me sostenía del brazo me soltó de golpe, balanceando la mano en el aire como si se hubiera quemado. Y así me sentí yo, quemado por un rayo, echo un ovillo en el suelo gimiendo de dolor.
—¡Esta mujer es la maga oscura más poderosa de Oyrun! —Se alzó Danlos del trono, se dirigió a mí y me cogió del cabello alzándome la cabeza. Le miré a los ojos, aterrorizado—. Su nombre es Bárbara, es mi esposa, y como vuelva a ver que la miras con deseo te cortaré la cabeza y la clavaré en una estaca exponiéndola en el gran muro negro. ¿Ha quedado claro?
—Sí, si —respondí enseguida.
—Bien —me dio una bofetada—. Y no te creas con posición de mirarme directamente a los ojos, baja la cabeza y muestra respeto a tu amo.
No respondí entonces, me negaba a considerarle mi amo.
—Di sí, amo —me exigió.
Silencio.
Otra bofetada.
»¡Di sí, amo!
Silencio.
Me alzó, cogiéndome del cuello de la camisa y empezó a abofetearme. Quise cubrirme, pero fue imposible.
»¡Di sí, amo!
—¡Nunca! —Me atreví a gritar.
Sus ojos aún se pusieron más rojos, brillaron con odio, entonces comprendí que cambiaban de color cuando el mago oscuro se enfurecía.
—Mátalo —dijo la mujer—, es innecesario.
—No —el mago se irguió sin dejar de soltarme del cuello de la camisa—. Aprenderá a saber cuál es su nueva posición. ¡De rodillas! —Me soltó y me señaló el suelo con la mano. Quedé de pie, sin intención de arrodillarme ante él. Aunque hubiera dado todo el oro del mundo por poder tumbarme pues los golpes me dejaron baldados.
—Mátalo —insistió la maga oscura.
Era bella, pero su maldad enturbiaba su belleza. Su rostro, estaba crispado, furioso y sus ojos verdes eran malignos, no puros como las esmeraldas.
—No, se arrodillará —dijo seguro Danlos mientras yo le desafiaba con la mirada. Volvió su atención al orco—. Tráeme la niña que trabaja en las cocinas.
El orco asintió, se inclinó y salió a paso acelerado de la enorme sala.
No supe que sucedería en cuanto llegara la niña, pero en ese momento un cuervo negro llegó, entrando por el único ventanal que se encontraba abierto. Bárbara extendió el brazo, y la criatura negra se aposentó en él.
El cuervo graznó y acto seguido la maga oscura lo acarició para luego cogerlo del cuello y asfixiarlo.
Tragué saliva al ver al animal aletear intentando liberarse. Fue inútil mostrar resistencia, su cuello se partió en dos en un escalofriante chasquido. Un momento después el cuerpo del animal se volatilizó en un humo negro para desaparecer para siempre.
—Estúpidos cuervos —dijo la maga—. No encuentran a la elegida —miró a Danlos—. Y lo más seguro es que Numoní esté muerta, no la percibes y no puedes contactar con ella desde hace días, eso nunca había pasado, ¿qué haremos?
—Esperar —dijo tranquilo volviéndose hacia Bárbara—. Falco la está buscando, él la eliminará. Su dragón nos hará el favor de comérsela. En cuanto a Numoní, probablemente haya muerto aunque era la más débil de los siete…
—Su muerte dará esperanzas a las razas —le cortó Bárbara—, algo que no nos podemos permitir.
—Lo sé, pero ya está hecho. Ahora, que se encargue Falco, una muchacha no podrá con él. Es imposible.
Bárbara sonrió.
—No es lo que pone en la profecía —replicó.
Les miraba sin saber de qué hablaban. ¿Quién era la elegida? ¿Se referían al salvador que nombraba la profecía? Ignoraba que ya hubiera aparecido en Oyrun y menos que hubiera eliminado a la frúncida de Numoní.
Fue entonces, cuando comprendí que aún había esperanza. Si era cierto que la elegida había aparecido mataría a mis captores tarde o temprano, y podría volver a ser libre. Buscaría a mi hermana y ya nadie nos podría separar.
Alegra, pensé en mi hermana, no hagas ninguna locura, espera a que la elegida venga a salvarme. Morirás si vienes a por mí sola.
La puerta de la sala volvió a abrirse y al volverme vi al orco con la niña que había mencionado Danlos. Era más pequeña que yo, de unos ocho años, morena y de ojos grises. El orco casi la arrastraba del brazo no pudiendo seguir el ritmo de la bestia. Al llegar a nosotros, la niña hizo que le soltara con un bruto movimiento a lo que el orco le gruñó poniéndose hostil con la pequeña, pero ella no mostró temor o por lo menos fingió no mostrarlo, lo miró a los ojos y frunció el ceño.
—Basta —ordenó Danlos.
El orco retrocedió entonces un paso, inclinándose. Y la niña miró temerosa a los dos magos oscuros, haciendo una reverencia algo torpe de inmediato.
—Edmund —miré a Danlos apartando la vista de la niña—, eres un Domador del Fuego y tu deber como guerrero es proteger a los débiles, ¿verdad?
—Sí —respondí.
Danlos sonrió, y con una rapidez inimaginable cogió a la niña del cuello encarándola a mí. Mi primer instinto fue detenerle, pero una fuerza me clavó los pies en el suelo de forma literal.
—Suéltame —gimoteó la niña—. Me haces daño.
El mago empezó a estrangularla lentamente y abrí mucho los ojos.
—Déjala —le pedí asustado.
—Lo haré, si me llamas amo y te arrodillas ante mí —se me calló el alma a los pies—. Tienes valor Edmund, y me gusta, pero no cuando me desafías a mí. Ahora, arrodíllate y llámame amo.
Miré a la niña que me miraba asustada, con lágrimas en los ojos.
—Vamos, —apretó más el cuello de la niña—. ¿Le rompo el cuello? ¿Quieres que acabe muerta como la niña que maté con tu espada?
Perdí el color de la cara, mató a Susi, era verdad. Y mataría a aquella niña si no me arrodillaba ante él.
Me había quitado la libertad, mi familia, mis amigos y mis sueños; lo único que me quedaba era mi dignidad y mi orgullo, pero ese día también me los arrebató. Mis rodillas se flexionaron hasta tocar el suelo, mis manos se apoyaron en el mármol de la sala, mi cabeza se agachó mientras mis lágrimas circularon por mi rostro de rabia e impotencia.
—Déjela libre, amo —dije casi sin voz por el ahogo que empecé a sentir.
—Más alto —exigió.
—¡Déjela libre, amo! —Grité.
—Bien —alcé la vista justo cuando soltaba a la pequeña. Esta empezó a toser y cayó de rodillas enfrente de mí. Me miró a los ojos mientras recuperaba el aire perdido. Danlos posó una mano encima de la cabeza de la niña—. ¿Cómo te llamas?
—Sa… Sandra, amo —respondió la niña, temblando.
—Acabas de conseguir lo que en un mes las mazmorras no han conseguido con Edmund,… que se doblegue.
Apreté los dientes, conteniéndome, pero me las pagaría. Tarde o temprano encontraría la manera de hacer morder el polvo al mago oscuro y encontraría mi venganza cuando menos lo esperara.
LA HERRERÍA DEL INFIERNO
Me pasé una mano por mi cabeza, un hombre acababa de rapármela no dejando ni medio centímetro de pelo. Al parecer aquellos que trabajan en la herrería llevaban ese estilo. Era una manera que el cabello no se fuera a la cara y no estorbara. Pero me sentí extraño, nunca había llevado el cabello tan corto, estaba calvo.
—Ánimo, que no estás tan mal —intentó animarme el hombre aún con la cuchilla en la mano—. Ya te acostumbrarás y serás de los pocos que no tenga piojos.
Fruncí el ceño, aún acariciándome la cabeza.
El hombre dejó la cuchilla encima de una pequeña mesa. Nos encontrábamos en un porche con tejado de paja, donde un seguido de sillas estaban alineadas cuan largo era y restos de cabello se encontraban desperdigados por el suelo. No había nadie salvo nosotros dos, al parecer una vez al mes todos los herreros iban a aquel lugar para raparse la cabeza, el resto de días estaba abandonado.
Bajé de la silla donde estaba sentado y a un gesto de cabeza por parte del hombre, le seguí al exterior. Nos alejamos del castillo de los magos negros, lo cual agradecí, solo de permanecer cerca un escalofrío me recorría de cuerpo entero. No obstante, lo siguiente que vi no fue nada alentador pues las calles por las que caminamos estaban por completo embarradas, orcos circulaban por ellas acosando a la gente, ratas corrían de un lugar a otro sin miedo a las personas. Y las casas que vi en la lejanía —pues en aquel momento nos dirigimos a una enorme construcción apartada del centro de la ciudad— eran barracones que dejaban mucho que desear.
Me recordó a un auténtico pozo de mierda.
—Estás en Luzterm —me informó el hombre que me rapó mientras caminábamos. Un señor de unos cincuenta años, de constitución fuerte y con una ligera cojera en su pierna izquierda—, te han asignado la herrería —me miró en ese momento—. Francamente, eres demasiado pequeño para aguantar el ritmo del trabajo que nos obligan a realizar. Espero que llegues a adulto.
Luzterm era la ciudad oscura, ubicada en el país de Creuzos, donde regentaban los magos oscuros.
—Ya he trabajado en herrería —respondí—. Soy bueno haciendo espadas o eso me dice la gente, por ese motivo estoy aquí.
El hombre sonrió, como si le hubiera hecho gracia mi respuesta.
—Chico, las espadas que te obligaran a hacer serán sencillas, no se necesita ninguna cualidad extraordinaria. Se hacen para el ejército de orcos de los amos y con que sean puntiagudas y estén afiladas ya sirven. La pregunta es si serás capaz de fabricar treinta al día.
—¡Treinta al día! —Exclamé—. Eso es imposible.
Yo tardé meses en fabricar a Bistec, treinta al día era una locura.
—Nada es imposible cuando un látigo acaricia tu espalda.
—Pero…
—Puntiagudas y afiladas —repitió—. Hazlas de esa manera, no te entretengas en nada más. Cuando haya que hacer labores más sencillas procuraremos que te toquen a ti, tranquilo.
Tranquilo no era precisamente como me sentía.
Llegamos a aquel enorme edificio que se caracterizaba por tener cuatro paredes de piedra de unos quince metros de altura con un tejado de madera. No había puerta, solo un enorme agujero rectangular que cubría casi por entero una de las paredes. Antes de entrar, el hombre se detuvo en una hilera de barriles que se encontraban en la entrada, abrió uno y metió la cabeza en él. Le miré desconcertado, al salir chorreaba agua, dejando que le cubriera los hombros y el pecho; no contento con ello se remojó aún más el torso, brazos y piernas.
—Haz lo mismo —me ordenó.
Miré el barril, era casi tan alto como yo y tuve que auparme con cuidado de no volcarlo, el hombre lo sostuvo para que no se balanceara y me remojé tanto como pude. El agua estaba fresquita y noté alivio en las heridas de la cara después de las bofetadas que me habían propinado ese día. Tenía un labio y una ceja partidos y los ojos doloridos, seguro que se me estaban poniendo morados.
Al terminar miré al hombre, asintió conforme, y mojados casi por completo entramos en el edificio. Fue entonces, cuando comprendí la utilidad de refrescarse pues nada más pasar al interior otro tipo de bofetada me golpeó en la cara. Una bofetada llamada calor asfixiante. Aquel lugar era un horno. Ni en el infierno podía hacer tanto calor.
La herrería era enorme, pero le faltaba ventilación para que circulara el aire e hiciera más ameno el calor que desprendían un centenar de hornos. Hornos de cinco metros de altura, donde el carbón no dejaba de prender y el hierro de fundir. El ruido de martillos moldeando el acero o ruedas de piedra afilando las espadas, era la música de aquel lugar. En cada horno había una media de cuatro o cinco hombres trabajando en él. Uno alimentando el fuego, otro echando el hierro fundido en unos moldes, y otros dos desmoldando las piezas para darles cuatro martillazos y, seguidamente, afilarlas. Un quinto recubría las empuñaduras con cuero negro y las dejaba a un lado, ya dispuestas para que un orco las empuñara.
Además de los herreros, había una media de cincuenta mujeres que se paseaban por toda la herrería con cántaros de agua dando de beber a cada uno de los hombres.
—¿Ves a las mujeres? —Dijo señalándomelas el hombre—. Deberás esperar a que lleguen a ti para poder beber, siguen un orden, van de horno en horno para luego volver a empezar. Si ves que en algún momento no puedes aguantar más levanta la mano y vendrán enseguida, pero solo si ves que no puedes esperar tu turno. A los orcos no les hace ninguna gracia que las mujeres se desvíen de su ruta y puede que recibas por ello un latigazo.
Me dio un empujoncito en el hombro para que empezara a caminar pues me había quedado petrificado en la entrada. Miré a aquellos hombres, sudorosos, sucios y de rostros hoscos que trabajaban sin descanso. Algunos me miraron y continuaron con su labor sin prestar atención a nuestro paso, otros negaron con la cabeza al verme aparecer, pero continuaron con su trabajo sin decir palabra. Nos cruzamos con un orco, que parecía agobiado de caminar por la herrería y se dirigía con premura a la salida. De haber podido le hubiera acompañado, pues a medida que nos adentrábamos el calor aumentaba. Finalmente, llegamos a uno de aquellos hornos. El hombre me puso delante de él, cogiéndome de los hombros para presentarme los que serían mis nuevos compañeros.
—Este es el horno número treinta dos. —Los hombres que se encontraban trabajando no dejaron su labor, pero sí nos prestaron atención—. Chicos, este es Edmund, un nuevo compañero.
—Es muy pequeño —observó el que se dedicaba a afilar las espadas. Tenía un ojo vendado y parte de la cara quemada—. No aguantará.
—Por eso intentaremos que aguante, ¿entendido? —Pidió—. Edmund, él es Marcos, el de la pala Frederick, luego están Ion y Yuca —me los iba señalando con el dedo. Todos tenían el mismo aspecto sucio. Luego se señaló a sí mismo—. Y yo soy Hrustic, bienvenido a Luzterm.
Escuché un cuerno en la lejanía. Sonó una vez; sonó dos veces —fruncí el ceño no queriendo despertar—, sonó una tercera vez y alguien empezó a zarandearme con insistencia.
Gruñí, cubriéndome con la sábana agujereada de que disponía, pero la persona que intentaba que despertara no desistió. Abrí los ojos después del quinto cuerno y me encontré con la cara de Hrustic. El hombre sonrió mostrando que le faltaba la mitad de los dientes. Era feo, pero compensaba su cara poco agraciada con amabilidad. Me ayudó a incorporar del camastro destartalado que era mi cama y noté como mis músculos se resistían a iniciar el día. Levantarse en Luzterm era doloroso pues notabas el cuerpo resentido del día anterior.
Compartía una de las casas de los esclavos con siete hombres más, y dormíamos todos juntos en una sola estancia que apestaba a sudor y a pies, pero a la que ya me había acostumbrado.
Hrustic me condujo al exterior cuando el resto de compañeros ya se habían marchado a desayunar. Ambos nos detuvimos en el barril de agua que se encontraba justo en la entrada a nuestra barraca. El herrero me echó un cubo por encima y acto seguido se echó otro él mismo. El sentir el agua fría corriendo de sopetón por encima de mi cabeza me espabiló de golpe y más despejado, nos encaminamos al centro común donde nos daban de comer. El lugar era una nave que podía albergar alrededor de mil comensales y siempre que llegaba estaba abarrotado de hombres que engullían la escasa comida que nos ofrecían. Había dispuestos cinco turnos y yo pertenecía al primero, teniendo que desayunar en cuanto el sol se alzaba.
Aquella mañana el desayuno consistió en un mendrugo de pan y una manzana, nada más. Evidentemente, me supo a poco, pero tenía que conformarme con lo que me daban. Empezaba a tener la misma apariencia que los niños desnutridos de Luzterm, pronto les haría la competencia. Los orcos circulaban por el gran comedor mientras desayunábamos, no nos daban un respiro ni siquiera un segundo y comíamos en absoluto silencio por miedo a recibir un latigazo. Hrustic me enseñó a actuar con ellos para recibir el mínimo de latigazos posible —ya había recibido cuatro desde mi llegada a la herrería—. Básicamente consistía en agachar la cabeza cuando pasaban a mi lado y nunca detenerse en el trabajo. Si me los cruzaba por las calles, miraba al suelo e intentaba desviarme de su camino lo máximo posible. Aunque después de todos esos consejos tampoco era seguro no recibir un latigazo por gusto o simplemente que te mataran por diversión. Tres días después de empezar en la herrería tres orcos se cuestionaron cuánto tiempo tardaría un humano en consumirse dentro de un horno. Hicieron una apuesta y acto seguido cogieron a un herrero al azar y lo metieron en uno de aquellos hornos.
Aún escuchaba por las noches el grito del pobre desgraciado que tuvo una muerte tan agonizante y daba gracias por no haber sido yo.
Después de desayunar nos dirigimos a la herrería del infierno, nos remojamos en agua antes de entrar y empezamos a fabricar espadas a destajo. Cuando ya llevábamos la mitad de la jornada hecha, Hrustic me hizo llamar —era el encargado de la herrería— y en cuanto me presenté ante él sonrió.
—Hoy tengo un trabajo menos sofocante para ti —dijo—. Ves a las cuadras y dile a los mozos que preparen un carromato para cargar las espadas. Una vez lo tengan listo lo traes aquí, ¿serás capaz?
Asentí.
Se inclinó levemente a mí y me susurró:
—Mientras preparan el carro aprovecha en descansar, dentro de las cuadras no entran los orcos. Dicen que no les gusta el olor a mierda de caballo y eso que ellos huelen diez veces peor.
Sonreí.
Agradecí esa pausa, incluso me permití echarme una cabezadita en la paja. Y, obediente, regresé a la herrería con un carro tirado por dos caballos tan famélicos como yo. Ayudé a cargar las espadas, todo antes que entrar en la herrería.
Una cosa era cierta, al ser el más joven mis compañeros intentaban ayudarme en todo lo que podían para hacerme las cosas más fáciles. Hrustic me contó que había una norma entre los esclavos: Ayudar a los niños a que lleguen a adultos. Y una vez se llegaba a adulto se añadía una nueva norma: Ayudar al compañero para que llegue a viejo. Y las dos normas se cumplían a rajatabla siempre y cuando la vida de uno mismo no se viera en peligro.
En cuanto cargamos todas las espadas, Hrustic me permitió que le acompañara al lugar donde debíamos entregarlas. Normalmente, era labor de uno, pero con un poco de mano derecha con los orcos consiguió que me dejaran unirme a él, poniendo la excusa que con un ayudante para descargar las espadas se iría más rápido. Añadido que de esa manera aprendería donde había que llevarlas para la próxima vez.
Agradecí poder sentarme de nuevo en el carro, no era cómodo pero mejor que estar trabajando en la herrería cualquier cosa.
Pasamos por delante de un enorme edificio en construcción. Hrustic, al ver que lo miraba sin saber qué era, dijo:
—Es el anfiteatro que el amo ha ordenado construir.
—¿Un anfiteatro?
—Sí. ¿Has visto alguno? ¿Sabes lo qué es?
—Es un lugar donde se hacen espectáculos, como un teatro pero mucho más grande. Aunque nunca he visto uno.
—Pues espero que llegues a adulto para que veas este. Aunque también espero que no tengas que luchar en la arena, ni participar en ninguno de los espectáculos macabros que seguramente nos obligaran a presenciar. —Me dio un golpecito en el pecho con la mano para que prestara atención a otro edificio finalizado y mucho más pequeño—. Allí es donde en cada luna llena los amos sacrifican a una de sus víctimas.
Se me erizó el vello al escucharle.
Parecía un pequeño templo de oración, construido en mármol y con grandes columnas en la entrada. Había varios esclavos que parecían mantener en buen estado el único edificio que parecía cuidarse al detalle.
—Por tu bien, espero que no entres nunca allí. Pero tranquilo, la mayoría de los sacrificados son muchachas, aunque sí es cierto que de vez en cuando sacrifican niños o bebés. Pocas veces cogen a hombres hechos y derechos; así que no tardes en crecer.
Tragué saliva, ser un niño en Luzterm era una maldición.
A medida que nos dirigíamos hacia las afueras de la ciudad, el gran muro que rodeaba el país de Creuzos y la ciudad de Luzterm se hizo más grande. Lo miré con respeto, teniendo consciencia por primera vez de cuan alto era. Alcanzaba los casi cien metros de altura por decenas de metros de ancho. Según Hrustic, el muro era tan amplio que podía albergar una segunda ciudad en el interior de sus paredes si el mago negro se lo hubiera propuesto. Pero a Danlos una segunda ciudad no le interesaba —de momento—, lo único que quería era engrandecer la muralla enviando cuantos más esclavos pudiera. Tres cuartas partes de los esclavos de Luzterm eran destinados a trabajar en su construcción. La gente lo llamaba el gran muro negro, por su tamaño —evidentemente—, y el color azabache de las piedras que empleaban.
Llegamos a la entrada sur de la ciudad donde la actividad era frenética. Los esclavos trabajaban en el muro custodiados por centenares de orcos dispuestos a desplegar sus látigos al mínimo atisbo de descanso. Hombres y mujeres, sin excepción, cargaban pesadas piedras a sus espaldas dando la sensación que en cualquier momento iban a partirse en dos. Utilizaban un cesto de más de un metro de altura, donde cargaban una enorme piedra, y con la ayuda de una correa que se pasaban por la frente y unos cinturones que se cruzaban por el torso, iban caminando tambaleantes hasta su destino, el muro.
Entendí, viéndoles, que ningún lugar para trabajar en Luzterm era fácil. Ya fuera en el muro, en la herrería o en el anfiteatro, uno podía morir en cualquier momento por el exceso de trabajo.
Miré arriba de la muralla entrecerrando los ojos, pues me dio la sensación que enormes gigantes se movieron por encima del muro.
—Son trolls —dijo Hrustic al ver que miraba hacia arriba del muro—. Están atados a una gigantesca rueda para que, a una orden, abran la gran puerta de hierro.
La puerta de hierro era casi tan alta como el muro. Solo había dos entradas a la ciudad, la norte y la sur, y las dos estaban custodiadas día y noche por los orcos.
Al volver la vista al frente quedé petrificado al ver a Danlos en la entrada, acompañado de tres personajes que actuaban como si fueran los amos del mundo. Uno de ellos aparentaba los cuarenta años; tenía el pelo oscuro, lacio y largo hasta justo los hombros. Sus ojos marrones mostraban un deje de locura observando el trabajo de los esclavos; y sus labios eran dos finas líneas que mantenía apretadas como si se encontrara en tensión. Vestía una túnica negra, por lo que entendí que se trataba de uno de los seis magos oscuros que aún quedaban por eliminar. Una segunda figura se alzaba entre los dos magos; un ser temible, de dos metros de altura que andaba sobre dos piernas como los humanos, pero que, por lo contrario, parecía una especie de lagarto. Su rostro era el de un animal con la frente chata y tirada hacia atrás, sus ojos eran rojos como la sangre, y su nariz y boca eran semejantes al de una lagartija. Su cuerpo estaba bien definido, donde se podía ver a la perfección cada músculo como si lo hubieran labrado en cincel. Y sus manos eran largos dedos con temibles garras. La piel de dicho lagarto humanoide eran escamas de colores que iban del amarillo, al verde oscuro hasta llegar a un color tan negro como la noche. Y una cola tan larga como todo su cuerpo, era el complemento a aquel ser nacido de las más temibles artes oscuras. Las historias sobre los magos oscuros hablaban de una criatura como aquella. Se le conocía como Ruwer, mitad hombre, mitad lagarto; se contaba que Danlos lo creó un par de siglos atrás con la intención de tener una mano derecha en quien poder confiar, y solo él era capaz de controlarlo y eliminarlo; así lo dispuso el mago negro cuando lo creó.
—Cuidado con Ruwer —me advirtió Hrustic en voz baja a medida que nos acercábamos—. Es el que parece un lagarto, mantén la cabeza agachada en todo momento con él. Si le miras aunque sea por un segundo a los ojos te matará.
Asentí.
El tercer personaje que se encontraba con ellos era un simple orco con la única peculiaridad que era tan alto como Ruwer e igual de musculoso. Por otro lado, parecía tener la misma sesera que todos los de su especie, es decir, cero.
—Fíjate bien en ese orco. —Me pidió Hrustic—. Se llama Durker, es el jefe de toda su raza y lo que dice él va a misa.
Detuvo el carro a unos metros de los tres y nos bajamos sin perder tiempo. Me quedé con la cabeza gacha al lado de los caballos, controlando que nada les asustara mientras Hrustic hablaba con uno de los orcos. Miré de soslayo a Danlos, cuanto deseaba que se le cayera una de aquellas piedras que transportaban los esclavos encima de la cabeza y muriera. Pero dudaba que se le lograra matar con una cosa tan simple.
Apreté los puños, recordando lo que le había hecho a Susi, a mi padre y a toda la villa. Verle a él era recordar todo lo sucedido, y la cara de Susi muerta en los adoquines de la plaza de mi villa se hacía presente de forma involuntaria en mi mente.
Si solo hubiera sido un poco más rápido al salir de la plaza, pensé al recordar como Danlos la mataba con Bistec, o haber sido un poco más fuerte cuando intenté impedir que el mago se acercara a Susi…
Una mano se posó de pronto en mi hombro y di un respingo. Al alzar la vista con los ojos ardiendo, evitando querer llorar, suspiré. Era Hrustic. Este me miró por unos segundos viendo que algo no marchaba bien.
—Estoy bien —me limité a decir.
—Hay que descargar el carro, vamos.
Asentí y me puse manos a la obra.
Las espadas se dejaban en una especie de almacén y fuimos descargando sin descanso, pero sin prisa, cada manojo de espadas. Inesperadamente, cuando me dispuse a llevar otro puñado de acero, Danlos y sus tres acompañantes se dirigieron a mí. El orco me cortó el paso, impidiéndome entrar en el almacén. Mi primera intención fue retroceder, pero Ruwer se colocó a mi espalda, y Danlos y el otro mago oscuro a mi lado derecho, quedando el carromato a mi lado izquierdo sin opción a poder escapar de aquella emboscada. Busqué a Hrustic de inmediato, pero se limitó a mirarme con rostro desencajado desde el interior del almacén y fingió ordenar las espadas para no interponerse entre los amos del mundo. No pensaba ayudarme y en el fondo lo entendí, dos mil domadores del fuego sucumbieron contra el mago oscuro, ¿qué podía hacer un simple herrero contra Danlos y el resto de sus secuaces?
Empecé a temblar involuntariamente, no quería mostrar mi miedo, quería desafiarle, pero la verdad era que el corazón me iba a mil por hora y lo único que deseaba era echar a correr lejos de allí.
—Edmund, arrodíllate cuando estés delante de tu rey —me ordenó Danlos.
Apreté más las espadas contra mi pecho, resistiéndome a tener que rebajarme ante el asesino de mi familia, pero, poco a poco, sintiéndome una rata por ello, hinqué una rodilla en el suelo.
—He dicho de rodillas, no que hinques una rodilla —me exigió.
—Eso es para la gente insignificante —respondí con rabia—. Y yo soy un Domador del Fuego.
Creí que me pegaría, pero empezó a reír como si le hubiera contando el mejor de los chistes. Seguidamente puso una mano en mi cabeza.
—Los Domadores del Fuego han dejado de existir —dijo y apreté los dientes—. Y eres insignificante.
—Soy un guerrero y los guerreros no se arrodillan, hincan una rodilla —insistí.
Le miré furtivamente a los ojos, tan solo un segundo, y volví de inmediato la vista al suelo.
—Está bien, te permitiré que solo hinques una rodilla ante mí —dijo al cabo de unos segundos—. Tu actitud me gusta, muestras valor, algo que aquí escasea. Puede que con el tiempo te asigne otras labores más agradables que trabajar en la herrería.
»Durker, —se dirigió al orco—, mira bien a este chico, que ninguno de tus orcos lo mate. ¿Has entendido?
Miré a Durker, que asintió bajando la cabeza levemente.
—También va por ti Ruwer —le ordenó al monstruo lagarto, pero de él solo obtuvo una especie de gruñido.
—¿Este es el hermano de la Domadora que comentabas? —Habló por primera vez el otro mago oscuro.
—Sí —respondió Danlos—. Creí que esa Domadora del Fuego eliminaría a la elegida.
—¿Eliminarla? —Pregunté inconscientemente en voz alta.
Danlos me miró molesto y enseguida agaché la cabeza continuando con una rodilla hincada en el suelo.
—No te metas chico —Ruwer me dio una buena colleja, tan fuerte que casi me tira al suelo.
Escuché reír a alguien.
—No te rías Urso, —le pidió Danlos al mago oscuro—. Aún hay que educarlo, pero aprende rápido —se aproximó a mí y me alzó la barbilla para que le mirara a la cara, desvié los ojos de inmediato—. Ves, aprende rápido, pero ahora mírame a los ojos —me ordenó y así lo hice, le miré con odio y lo supo—. Tu hermana tenía que vengar a tu villa matando a Ayla, ¿recuerdas? —Fruncí el ceño, si era una humana cualquiera contaba con que ya la hubiera eliminado. Esa traidora, incitadora para que atacaran nuestra villa no tenía ninguna posibilidad contra Alegra—. Pues bien, todo fue un engaño, Ayla en realidad es la elegida, y quise que tu hermana la matara para ahorrarme trabajo sucio, ¿entiendes? —Abrí mucho los ojos—. Veo que sí, solo ataqué a tu pueblo para que uno de vosotros fuera a por la elegida, vuestro sentimiento de venganza es legendario y pensé que quizá podría resultar —sonrió, pero luego se puso serio—. El problema ha sido que tu hermana es más lista de lo que parece y ha acabado uniéndose al grupo de la elegida que quiere acabar con nosotros.
No pude evitar sonreír ante aquella buena noticia. Si Alegra se había unido a la elegida estaba convencido que me rescataría. Había esperanza, algún día saldría de aquel lugar, solo debía resistir a aquel infierno hasta que mi hermana viniera a rescatarme.
—¿Crees que podrá vencernos? Borra esa sonrisa de la cara, niño estúpido —me dio una bofetada tirándome al suelo—. La inmunidad que te he dado con los orcos y Ruwer es porque a partir de este momento puedes serme útil como intercambio de favores con el grupo de la elegida.
Se alzó y me miró con superioridad.
»Vuelve al trabajo y no olvides cuál es tu lugar Domador del Fuego.
Pronunció Domador del Fuego con sorna y juré interiormente que algún día recibiría mi venganza.