El pueblo más próximo a la granja prisión está a treinta kilómetros de distancia. Numerosos bosques de pinos separan la granja del pueblo, y es en estos pinares donde trabajan los presos; sangran los árboles para obtener trementina. La propia prisión está en un bosque. Para encontrarla hay que seguir una roja pista con profundas roderas hasta que, al final, aparecen sus muros, coronados por las alambradas caídas a modo de parras. En su interior viven ciento nueve blancos, noventa y siete negros y un chino. Tiene dos dormitorios: grandes barracones verdes de madera con techo de papel embreado. Los blancos ocupan uno de los edificios, y los negros y el chino el otro. En cada uno de los barracones hay una enorme estufa de ancha barriga, pero los inviernos son aquí muy fríos, y cuando los pinos agitan sus heladas ramas por la noche, y la luna proyecta su congelada luz, los presos, tendidos en sus catres de hierro, permanecen despiertos, y los colores ígneos de la estufa juguetean en sus ojos.
Los presos cuyos catres están más cerca de la estufa son los más importantes: aquellos que son admirados o temidos. Uno de ellos es Mr. Schaeffer. Así le llaman, con el tratamiento de míster para denotar el especial respeto que merece, y es un hombre alto y muy chupado. Su pelo es rojizo con canas plateadas, y su cara comedida, religiosa; no es más que piel y huesos; se le notan los movimientos óseos, y tiene los ojos pálidos, incoloros. Sabe leer y escribir, y también sumar toda una columna de cifras. Cuando alguno de los demás presos recibe carta, siempre se la lleva a Mr. Schaeffer. La mayoría de esas cartas son tristes y quejumbrosas; a menudo Mr. Schaeffer improvisa mensajes más animosos en lugar de leer lo que dice el papel. En el mismo barracón hay otros dos presos que también saben leer. Pese a esta circunstancia, uno de ellos le lleva sus cartas a Mr. Schaeffer, el cual, para devolverle el cumplido, jamás le lee la verdad. El propio Mr. Schaeffer no recibe nunca correo, ni siquiera por Navidad; parece no tener ningún amigo fuera de la cárcel, y de hecho tampoco tiene ninguno en ella: es decir, nadie que sea especialmente amigo suyo. Pero no siempre había sido así.
Un domingo invernal de hace unos cuantos inviernos, Mr. Schaeffer, sentado en la escalera de la entrada de su barracón, estaba tallando una muñeca. Se da mucha maña para estas cosas. Talla las muñecas por partes, y después las une entre sí con trocitos de alambre que saca del somier; así, se les mueven los brazos y piernas, y les gira la cabeza. Una vez ha terminado aproximadamente una docena de muñecas, el capitán de la granja las lleva al pueblo, en cuyo almacén las venden. De este modo Mr. Schaeffer gana dinero para caramelos y tabaco.
Aquel domingo, cuando estaba tallando los dedos de una diminuta mano, entró un camión en la explanada de la prisión. Un muchacho, esposado al capitán de la granja, saltó del camión al suelo y se quedó bizqueando, deslumbrado por el fantasmal sol de invierno. Mr. Schaeffer se limitó a dirigirle una mirada fugaz. Contaba entonces unos cincuenta años, de los que se había pasado diecisiete en la granja. Difícilmente podía interesarle la llegada de un preso nuevo. Los domingos son días de descanso en la granja, y los demás presos que paseaban su melancolía por la explanada se congregaron en torno al camión. Más tarde, Pick Axe y Goober pararon un momento junto a Mr. Schaeffer para decirle algo.
—Es extranjero, el nuevo —dijo Pick Axe—. Cubano. Pero rubio.
—Navajero, dice el capi —dijo Goober, que también era navajero—. Rajó a un marinero en Mobile.
—A dos —dijo Pick Axe—. Pero no era más que una pelea de bar. Y no les hizo ningún daño.
—¿Te parece poco daño el haberle cortado la oreja a uno de los marineros? El capi dice que le han caído dos años.
—Tiene una guitarra completamente recubierta de brillantes —dijo Pick Axe.
Estaba oscureciendo demasiado para seguir trabajando. Mr. Schaeffer montó las diversas piezas de la muñeca y, tomándola de las manitas, la sentó sobre sus rodillas. Lio un cigarrillo; a la luz del anochecer los pinos adquirían un tono azulado, y el humo del cigarrillo tardaba en desvanecerse en el aire frío y cada vez más oscuro. Mr. Schaeffer vio que el capitán cruzaba la explanada. El nuevo preso, un jovencillo rubio, andaba en pos de él, algo rezagado. Los diamantes de cristal incrustados en la caja de su guitarra lanzaban tantos destellos como un cielo estrellado, y el uniforme que acababan de darle le venía enorme: parecía uno de esos disfraces que se ponen los críos la noche de Hallowe’en.
—Un encargo para ti, Schaeffer —dijo el capitán, deteniéndose junto a los peldaños del barracón. El capitán no era muy severo; de vez en cuando invitaba a Mr. Schaeffer a visitarle en su oficina, y allí charlaban los dos de las cosas que habían leído en el periódico—. Tico Feo —dijo luego, como si fuese el nombre de un pájaro o el título de una canción—, te presento a Mr. Schaeffer. Te irán bien las cosas si consigues caerle bien.
Mr. Schaeffer alzó la vista para contemplar al chico, y sonrió. Le sonrió más de lo que él mismo hubiera deseado, porque los ojos del chico eran como pedazos de cielo, azules como una noche de invierno, y su cabello era tan dorado como los dientes del capitán. Tenía cara de juerguista, de listo y despabilado; y, mirándole, Mr. Schaeffer se acordó de sus épocas de vacaciones, de los buenos tiempos.
—Se parece a mi hermanita pequeña —dijo Tico Feo, tocando la muñeca de Mr. Schaeffer. Su voz, con acento cubano, era suave y dulce como un plátano—. También se sienta en mi rodilla.
Mr. Schaeffer sintió de repente un ataque de timidez. Tras saludar al capitán con una inclinación, desapareció entre las sombras de la explanada. Y permaneció allí, susurrando los nombres de las estrellas a medida que iban abriendo sus flores en lo alto del cielo. Le gustaban mucho las estrellas, pero aquella noche no le sirvieron de consuelo; no bastaron para recordarle que lo que nos ocurre a los que vivimos en la tierra carece de importancia contemplado desde el eterno fulgor de la eternidad. Mirándolas, volvió a pensar en la guitarra tachonada de brillantes, en su relumbrón mundano.
Podría decirse de Mr. Schaeffer que en toda su vida sólo había hecho una cosa mala de verdad: había matado a un hombre. Las circunstancias de ese crimen carecen de importancia, y sólo vale la pena mencionar que aquel hombre merecía la muerte y que por ella Mr. Schaeffer fue sentenciado a noventa y nueve años y un día. Durante mucho tiempo —de hecho, muchísimos años— no había pensado en cómo era su vida antes de llegar a la granja. Su recuerdo de aquellos tiempos era como una casa deshabitada en la que hasta el mobiliario ha terminado pudriéndose. Pero esa noche parecía que hubiesen encendido de nuevo las lámparas de todas aquellas tenebrosas habitaciones muertas. Este fenómeno comenzó a producirse en cuanto vio que Tico Feo surgía de la oscuridad con su espléndida guitarra. Hasta ese momento no se había sentido solo. Sin embargo, ahora que reconocía su soledad, también se sintió vivo. No había querido vivir. Estar vivo equivalía a recordar ríos fangosos poblados de peces veloces, el brillo del sol en el cabello de una mujer.
Mr. Schaeffer dejó caer la cabeza. El brillo de las estrellas le humedeció los ojos.
El barracón acostumbra a ser un lugar triste, con el rancio olor de los presos y el aspecto desnudo que le dan las dos bombillas eléctricas sin pantalla. Pero con la llegada de Tico Feo fue como si en la oscura habitación hubiese penetrado un fenómeno tropical, pues cuando Mr. Schaeffer regresó de observar las estrellas se encontró con una escena tan salvaje como chillona. Sentado en un jergón con las piernas cruzadas, Tico Feo rasgaba la guitarra con sus largos dedos ondulantes y cantaba una canción tan alegre como el tintineo de unas monedas. Aunque la letra era en español, algunos de los presos intentaban cantar con él, y Pick Axe y Goober se habían puesto a bailar juntos. También Charlie y Wink bailaban, pero cada uno por su cuenta. Era bonito oír las risas de los presos, y cuando finalmente Tico Feo dejó la guitarra, Mr. Schaeffer acudió con otros compañeros a felicitarle.
—Te mereces esta guitarra tan preciosa —le dijo.
—Es de diamantes —dijo Tico Feo, acariciando su centelleo de café cantante—. Antes, otra de rubíes. Pero esa es robada. Mi hermanita pequeña trabaja en La Habana en un, cómo se dice, donde hacen guitarras; así tengo esta.
Mr. Schaeffer le preguntó si tenía muchas hermanas, y Tico Feo, con una anchísima sonrisa, alzó cuatro dedos. Luego, entrecerrando los ojos con expresión codiciosa, dijo:
—Eh, míster, ¿me da muñecas para mis dos hermanitas pequeñas?
A la noche siguiente Mr. Schaeffer le regaló las muñecas. Tras esto, se convirtió en el mejor amigo de Tico Feo, y siempre estaban juntos. Y se tenían mutua consideración, en todo momento.
Tico Feo tenía dieciocho años, y había trabajado los dos últimos en un mercante del Caribe. De pequeño había asistido a una escuela de monjas, y de su cuello colgaba un crucifijo de oro. También tenía un rosario. El rosario lo guardaba envuelto en un pañuelo de seda verde, junto con tres tesoros más: un frasco de colonia Noches de París, un espejito de bolsillo, y un mapamundi Rand McNally. Estas cosas, y la guitarra, eran sus únicas pertenencias, y no permitía que nadie las tocara. Posiblemente fuera el mapa lo que más apreciaba. Por la noche, antes de que les apagaran las luces, abría el mapa y le mostraba a Mr. Schaeffer los sitios en donde había estado —Galveston, Miami, Nueva Orleans, Mobile, Cuba, Haití, Jamaica, Puerto Rico y las Islas Vírgenes—, así como los sitios adonde quería ir. Quería ir prácticamente a todas partes, sobre todo a Madrid, sobre todo al Polo Norte. Esto hechizaba y a la vez atemorizaba a Mr. Schaeffer. Le dolía pensar en Tico Feo surcando los mares y visitando lugares lejanos. A veces miraba defensivamente a su amigo y pensaba: «No eres más que un soñador perezoso».
Es cierto que Tico Feo era un perezoso. Después de aquella primera noche, hasta para que tocase la guitarra había que suplicarle. Al amanecer, cuando uno de los guardias les llamaba para que se levantasen, generalmente aporreando la estufa con un martillo, Tico Feo gemía como un niño. A veces fingía encontrarse mal, sollozaba y se frotaba el estómago; pero nunca se salió con la suya porque el capitán le mandaba siempre a trabajar con los demás presos. Mr. Schaeffer y él fueron destinados a trabajar juntos con un grupo que arreglaba las pistas. Era duro, porque tenían que cavar la arcilla congelada y cargar con pesados sacos de rocas fragmentadas. El guardián se pasaba la jornada entera gritándole a Tico Feo, porque el joven se dedicaba sobre todo a quedarse apoyado en lo primero que se pusiera a su alcance.
Cada mediodía, cuando les pasaban las fiambreras, los dos amigos se sentaban juntos a comer. La fiambrera de Mr. Schaeffer contenía algunas cosas exquisitas, pues podía permitirse el lujo de comprar manzanas y caramelos del pueblo. Y a él le gustaba darle algunas de esas cosas a su amigo, porque su amigo las disfrutaba tremendamente, y Mr. Schaeffer pensaba: «Aún estás creciendo; pasará mucho tiempo antes de que te hagas mayor».
Tico Feo no les caía bien a todos los presos. Debido a que sentían celos de él, o por motivos más sutiles, los había que contaban del joven cosas bastante horribles. Tico Feo no parecía enterarse de nada. Cuando los demás presos se reunían a su alrededor, y él comenzaba a tocar la guitarra y a cantar, se le notaba que se sabía querido. La mayor parte de los presos le querían; esperaban a que llegase la hora libre que tenían entre la cena y el momento en que apagaban las luces, y le decían:
—Tico, toca algo.
No se daban cuenta de que, luego, reinaba una tristeza peor que nunca. El sueño les sorteaba de un salto, como una liebre, y sus miradas se quedaban pensativamente prendidas de los destellos del fuego que ardía tras la rejilla de la estufa. Mr. Schaeffer era el único que comprendía el porqué de aquella turbación, porque también él la sentía. Se debía a que su amigo había hecho revivir los ríos fangosos poblados de peces, el brillo del sol en el cabello de una mujer.
Muy pronto le concedieron a Tico Feo el derecho de ocupar una cama próxima a la estufa, al lado de la de Mr. Schaeffer. Mr. Schaeffer supo desde el primer momento que su amigo era un gran mentiroso. No esperaba la verdad cuando Tico Feo se ponía a contar sus historias de aventuras, de conquistas, de encuentros con famosos personajes. Más bien las disfrutaba como simples cuentos, como los que publican las revistas, y le reconfortaba escuchar la voz tropical de su amigo susurrando en la oscuridad.
Aparte de que no combinaban sus cuerpos ni creían tampoco hacerlo, pese a que esta clase de cosas no hubiera sido una novedad en la granja, eran como amantes. De todas las estaciones, no hay ninguna tan demoledora como la primavera: los tallos revientan la endurecida costra helada de la tierra, las hojas abren la piel de las viejas ramas amortajadas, el dormido viento rasga el espacio entre rebrotados verdes. Y lo mismo le ocurría a Mr. Schaeffer, que sentía un resquebrajamiento, un desentumecimiento de los músculos endurecidos.
A finales de enero, ambos amigos estaban sentados en los peldaños del barracón, con un pitillo en la mano. Una delgada luna amarilla, como un pedazo de corteza de limón, se arqueaba sobre sus cabezas, y bajo su luz brillaban numerosas hilachas de tierra helada como plateados rastros de caracoles. Hacía ya muchos días que Tico Feo estaba encerrado en sí mismo, callado como el ladrón que acecha entre las sombras. No servía de nada decirle: «Anda, Tico, toca un poco». Se limitaba a mirarles con ojos vidriosos, como alguien que ha inhalado éter.
—Cuenta alguna historia —dijo Mr. Schaeffer, que se ponía nervioso y se sentía impotente cuando era incapaz de llegarle—. Cuenta lo de la vez que fuiste a las carreras en Miami.
—Nunca fui a una carrera en Miami —dijo Tico Feo, admitiendo así la falsedad de uno de sus más disparatados embustes, un asunto de cientos de dólares en el que, además, conocía a Bing Crosby. Pero a él pareció darle lo mismo. Sacó un peine y se lo pasó con gesto mohíno por el pelo. Pocos días antes, este mismo peine había sido la causa de una tremenda pelea. Uno de los presos, Wink, dijo que Tico Feo le había robado ese peine, y el acusado contestó escupiéndole en el rostro. Estuvieron peleando hasta que Mr. Schaeffer y otro preso lograron separarles.
—Es un peine mío. Tú se lo dices —le pidió Tico Feo a Mr. Schaeffer. Pero, con tranquila firmeza, Mr. Schaeffer dijo que no, que el peine no era de su amigo, y esta respuesta pareció derrotar a todas las partes implicadas.
—Bueno —dijo Wink—, si tanto le gusta, qué coño, ya se lo puede quedar el hijoputa ese.
Más tarde, en tono vacilante, desconcertado, Tico Feo dijo:
—Pensaba que tú mi amigo.
«Lo soy», pensó Mr. Schaeffer, pero no dijo nada.
—Nunca a una carrera, y lo de la viuda también no es verdad. —Se puso a fumar su pitillo hasta encender furiosamente la brasa, y miró a Mr. Schaeffer con expresión interrogadora—. Eh, ¿tú dinero, míster?
—Unos veinte dólares —dijo vacilante Mr. Schaeffer, temeroso de lo que pudiera pasar a continuación.
—No es muy bueno veinte dólares —dijo Tico, pero no parecía decepcionado—. No importante, trabajaremos por el camino. En Mobile tengo amigo, Federico. Él nos pone en barco. Ningún problema.
Fue como si hubiese dicho que había empezado a refrescar.
Mr. Schaeffer notó un pellizco en el corazón; no pudo decir palabra.
—Nadie aquí corre como Tico. El corre más.
—Las balas corren más que tú —dijo Mr. Schaeffer en un tono que casi no era de este mundo—. Soy demasiado viejo —añadió, y la conciencia de su vejez le daba vueltas por dentro como un vómito.
Tico Feo no le escuchaba.
—Y luego, el mundo. El mundo, el mundo[11], amigo mío. —Se puso en pie, temblando como un caballo muy joven; parecía como si lo tuviera todo a su alcance: la luna, el ulular de las lechuzas. Respiraba afanosamente, su aliento se convertía en humo—. ¿Ir a Madrid? Quizá alguien me enseña a torear. ¿No, míster?
Mr. Schaeffer tampoco le escuchaba.
—Soy demasiado viejo —dijo—. Condenadamente viejo.
Durante las semanas siguientes Tico Feo siguió repitiéndole: el mundo, el mundo, amigo mío; y él sólo sentía deseos de esconderse. Se encerraba en la letrina con la cabeza gacha. Y, no obstante, estaba excitado, hechizado. ¿Y si pudiera ser verdad? ¿Y si conseguía correr con Tico por el bosque y llegar hasta el mar? Se imaginaba a bordo de un barco, él, que jamás había estado en el mar, que había pasado toda la vida con las raíces hundidas en la tierra. Fue entonces cuando murió uno de los presos, y se oía el ruido de los que estaban haciéndole el ataúd. Cada vez que un clavo penetraba en las tablas Mr. Schaeffer pensaba: «Lo hacen para mí, es el mío».
Tico Feo, en cambio, estaba más animado que nunca; más que andar, brincaba de un lado para otro con el paso ágil de un bailarín, con la gracia de un gigolo, y tenía un chiste para cada preso. En el barracón, después de cenar, sus dedos estallaban sobre las cuerdas de la guitarra como petardos. Enseñó a los otros presos a gritar olé, y algunos hacían volar sus gorras por los aires.
Cuando terminaron de arreglar la pista, Mr. Schaeffer y Tico Feo fueron devueltos al trabajo del bosque. El día de San Valentín tomaron el almuerzo al pie de un pino. Mr. Schaeffer había hecho un pedido de doce naranjas al pueblo, y estuvo pelándolas lentamente, formando espirales con las pieles; le dio a su amigo los gajos más jugosos. Tico Feo estaba orgulloso de lo lejos que escupía las pepitas, sus buenos tres metros.
Era un día precioso y fresco, a su alrededor bailaban como mariposas las manchas de luz, y Mr. Schaeffer, al que le gustaba trabajar en el bosque, se sentía atontado y alegre. Hasta que Tico Feo dijo:
—Ese, ese no atrapa mosca con la boca. Se refería a Armstrong, un guardia de atocinadas mejillas que estaba sentado con el fusil apoyado entre las piernas. Era el más joven de los guardias, y acababa de llegar a la granja.
—No sé qué decirte —dijo Mr. Schaeffer. Miró a Armstrong y se fijó en que, al igual que muchos hombres tan pesados como vanidosos, el nuevo guardia se movía con presta ligereza—. Puede que te engañe.
—Quizá yo le engañaré a él —dijo Tico Feo, y escupió una pepita de naranja hacia donde estaba Armstrong. El guardia le miró ceñudamente, y luego tocó el silbato. Era la señal de reemprender el trabajo.
A media tarde los dos amigos volvieron a encontrarse juntos; estaban clavando baldes para recoger la trementina en un par de árboles muy próximos. Más abajo, a cierta distancia, bajaba un riachuelo saltarín y no muy profundo que se ramificaba a través del bosque.
—En el agua no hay olor —dijo Tico Feo meticulosamente, como si se acordara de algo que había oído decir en cierta ocasión—. Corremos en el agua; y, cuando oscuro, subir un árbol. ¿Sí, míster?
Mr. Schaeffer siguió dando martillazos, pero la mano le temblaba, y se dio con el martillo en el pulgar. Aturdido, volvió la cabeza hacía su amigo. Su rostro no reflejaba dolor, ni tampoco se llevó el dedo a la boca, como hubiese hecho otro cualquiera en sus circunstancias.
Pareció como si los azules ojos de Tico Feo se dilataran como burbujas, y cuando, con una voz más suave que el ruido del viento en las copas de los pinos, dijo «mañana», aquellos ojos fueron lo único que Mr. Schaeffer era capaz de ver.
—¿Mañana, míster?
—Mañana —dijo Mr. Schaeffer.
Cayeron sobre las paredes del barracón los primeros colores del amanecer, y Mr. Schaeffer, que apenas había descansado, supo que también Tico Feo estaba despierto, y observó con ojos cansados de cocodrilo los movimientos de su amigo en la cama contigua. Tico Feo estaba desanudando el pañuelo que contenía sus tesoros. Primero sacó el espejito de mano. Su luz de medusa tembló en el rostro del chico. Durante un rato estuvo admirando su propia imagen con placer concentrado, y se peinó y atusó el cabello como si estuviera preparándose para una fiesta. Luego se colgó el rosario del cuello. No abrió el frasco de colonia ni el mapa. Lo último que hizo fue afinar la guitarra. Mientras los demás presos iban vistiéndose, él se sentó al borde de su catre y se puso a afinar la guitarra. Era extraño, pues por fuerza tenía que saber que nunca volvería a tocarla.
Los chillidos estridentes de los pájaros acompañaron a los presos a través de los humeantes bosques matutinos. Caminaban en fila india, de quince en quince, con un guardia al final de cada grupo. Mr. Schaeffer sudaba como si hiciese mucho calor, y era incapaz de seguir el paso de su amigo, que se le adelantaba, haciendo castañetear los dedos y silbándoles a los pájaros.
Habían acordado una señal. Tico Feo gritaría «¡Permiso!», y fingiría que iba a hacer sus necesidades detrás de un árbol. Pero Mr. Schaeffer no sabía en qué momento ocurriría esto.
El guardia que se llamaba Armstrong hizo sonar su silbato, y los presos de su grupo abandonaron la formación y se fueron cada uno a su trabajo. Mr. Schaeffer, aunque cumplía su tarea lo mejor que podía, procuraba encontrarse siempre en situación de ver a Tico Feo y al guardia al mismo tiempo. Armstrong se quedó sentado en un tocón, con el gesto torcido porque estaba mascando tabaco, y el fusil apuntando al sol. Tenía la mirada astuta de un tahúr; no había modo de averiguar en dónde fijaba la vista.
Hubo un momento en el que otro de los presos gritó la señal. Aunque Mr. Schaeffer supo al instante que no era la voz de su amigo, el pánico le dio un tirón en la garganta, como si fuese una cuerda. A medida que se iba consumiendo la mañana, notaba tal tamborileo en sus oídos que temió no ser capaz de captar la señal cuando sonara.
El sol subió hasta el centro del cielo. «No es más que un soñador perezoso. No hará nada», pensó Mr. Schaeffer, atreviéndose por un instante a creerlo. Pero, «Primero comemos», dijo Tico Feo dándose aires de persona práctica cuando dejaban las fiambreras en un terraplén situado junto al riachuelo. Comieron en silencio, casi como si estuvieran resentidos el uno con el otro, pero al final Mr. Schaeffer notó la mano de su amigo cerca de la suya, se la cogió, y la apretó con ternura.
—Mr. Armstrong, permiso…
Mr. Schaeffer había visto un ocozol cerca de la orilla, y estaba pensando que pronto llegaría la primavera y saldría el liquidámbar, a punto para ser mascado. Una piedra afilada le abrió una herida en la palma cuando se dejaba caer por la resbaladiza pendiente hacia el agua. Se enderezó y comenzó a correr; tenía las piernas largas, lograba mantenerse casi a la misma altura que Tico Feo, mientras unos helados géiseres lanzaban salpicaduras a su paso. Desde diversos rincones del bosque les llegaban resonantes gritos, como voces emitidas en una caverna, y luego silbaron, altos, tres balazos, como si el guardia disparase contra una bandada de patos.
Mr. Schaeffer no vio el tronco que estaba atravesado en el cauce. Tuvo la impresión de que aún seguía corriendo, y continuó moviendo las piernas en el aire; era como una tortuga boca arriba.
Mientras pugnaba por erguirse, le pareció que la cara de su amigo, colgada encima de él, formaba parte del cielo invernal, de tan lejana, de tan severa que la veía. Permaneció allí colgada un solo instante, como un colibrí, pero le bastó ese tiempo para saber que Tico Feo no pretendía que él lo consiguiera, que jamás lo había creído posible, y se acordó de la vez que pensó que a su amigo le faltaba todavía mucho para llegar a hacerse mayor. Cuando le encontraron, seguía tumbado en las someras aguas, como si fuese una tarde de verano y estuviese flotando apaciblemente en el riachuelo.
Han transcurrido desde entonces tres inviernos, y de cada uno de ellos se ha dicho que era el más frío, el más largo. Dos meses recientes de lluvias han vuelto a ahondar las roderas de la pista de arcilla que conduce a la granja, y es más difícil que nunca llegar hasta allí, salir de allí. Han montado un par de focos que brillan toda la noche como los ojos de una gigantesca lechuza. Por lo demás, apenas se han producido innovaciones. Mr. Schaeffer, por ejemplo, tiene más o menos el mismo aspecto, aunque se ha espesado la escarcha de su cabello, y camina cojeando porque se rompió un tobillo. Fue el propio capitán el que dijo que Mr. Schaeffer se lo había roto cuando intentaba atrapar a Tico Feo. Incluso salió una foto de Mr. Schaeffer en el periódico, bajo este titular: «Trató de impedir una fuga». En aquellos momentos se sintió profundamente humillado, y no porque supiera que los demás presos se reían de él, sino porque se imaginaba a Tico Feo viendo ese periódico. De todos modos, se guardó el recorte en un sobre, con otras noticias que hablaban de su amigo: una solterona declaró a las autoridades que entró en su casa y la besó; dos veces se dijo que había sido visto en las proximidades de Mobile, y finalmente se supuso que había logrado salir del país.
Nadie le ha discutido nunca a Mr. Schaeffer su derecho a quedarse con la guitarra. Hace unos cuantos meses ingresó un nuevo preso en su barracón. Decían que tocaba muy bien, y convencieron a Mr. Schaeffer de que se la dejara. Pero todas las canciones del nuevo eran amargas, como si Tico Feo, cuando afinó la guitarra aquella última mañana, le hubiese echado una maldición. Ahora yace bajo el catre de Mr. Schaeffer, en donde sus diamantes de cristal comienzan a amarillear; su mano la busca a veces por la noche, y sus dedos acarician las cuerdas: después, el mundo.