Reclinado en la balaustrada de la terraza del hotel, se recreó con las imágenes de la ciudad envuelta en sombras que tenía enfrente, en la ribera izquierda del Arno. Era precisamente la barriada que aquella misma tarde había recorrido con el guía, la de Oltrarno. ¡Había sido un hallazgo extraordinario conocer de cerca y atrapar las poderosas imágenes que componían los frescos de Massacio en el Carmine! Estaba satisfecho con la visita que estaba llevando a cabo y con la tranquilidad que le rodeaba. Era justo lo que ansiaba desde hacía tiempo.
A la vez que recreaba las formas descubiertas en los muros del Carmine, reflexionó sobre un conflicto que llevaba quemándole por dentro desde que comenzara a «matar» a su padre, José Ruiz, en el sentido estético del término; al profesor de pintura que utilizaba para la enseñanza los rudimentos del canon estético más conservador.
Él ansiaba llegar a lo más alto en la escala del arte, pasar a la historia como uno de los más importantes pintores, y había destrozado a toda velocidad los peldaños para alcanzar la cumbre. Esa tensión que germinó en él siendo un adolescente y que nunca se apaciguaba al completo había regresado con mayor intensidad en los días precedentes. La pintura utilizada como ruptura con lo clásico, con lo que consideraba en muchas de sus manifestaciones como un auténtico bodrio, había sido una constante en sus búsquedas debido a que su propia sensibilidad, exacerbada, dinámica y libre, rechazaba la quietud del orden, aunque precisamente el cubismo, que tanto le había ocupado en los últimos años, participara, en cierta medida, de un sentido por la depuración de las formas en su plenitud.
Su cubismo estaba lejos de lo epidérmico que tanto había entusiasmado y embebido a los impresionistas, también había sido desarrollado como oposición a una estética inane y continuista en sus planteamientos formales. Había más relación entre un retrato de Renoir y otro de Rafael que con uno suyo, y eso que Renoir aún vivía.
Él había trabajado el cubismo como oposición a la vacuidad y el efectismo del impresionismo, uno de cuyos exponentes más nefastos eran los Nenúfares de Monet, de plasticidad artificiosa, admirada por un público poco exigente. Él quería una pintura bien couillarde, con cojones, de potencia y peso, al igual que había hecho Massacio, lejos de las manías blandas de los sobrevalorados impresionistas.