Decidieron caminar por el Quai d’Orsay para regresar a casa. Quedaban pocos días para la inauguración del pabellón y habían acudido a una recepción privada y a visitar la muestra antes de que fuera abierta al público.

A los dos les atrapaba por igual la ciudad y eran entusiastas de su vida dinámica y creativa. También eran conscientes de la suerte que tenían por permanecer en aquel tiempo en un lugar tan privilegiado. La guerra encarnizada quedaba lejos, a pesar de que el conflicto se iba extendiendo al mismo ritmo que la desesperanza.

—Las últimas noticias han entristecido a todos hoy. Y algunos han expresado la idea de haber preferido que en tu cuadro fuera más evidente la tragedia. Ya sabes quiénes son.

—No les culpo por ello, en absoluto —razonó Picasso—. Los tiempos no están para el arte. Y yo no sé hacer otra cosa mejor que lo que he hecho; lo que he pintado puede que no sea válido ni útil en estos momentos.

—La caída de Bilbao ha sido terrible. Me decían los vascos que con esa ocupación los rebeldes pronto tendrán a su alcance la industria y la minería del norte, de indudable valor estratégico. Yo creo que la división de las fuerzas republicanas está siendo bien aprovechada por los golpistas y hace presagiar lo peor.

El contraste era palpable entre los rostros sonrientes y los ambientes placenteros con los que se cruzaban Pablo Picasso y Jaime Sabartés, y los ecos de un conflicto en el que ellos estaban inmersos a pesar de la distancia. La guerra de España protagonizaba cualquier conversación y debate con sus amigos o conocidos. Entre tanto, París relucía en los comienzos del verano, ajena la ciudad al sufrimiento del país vecino, disfrutando sus gentes con la Exposición Internacional y con las múltiples propuestas que ofrecían sus locales de ocio o las numerosas instalaciones de ámbito cultural, a pesar de las amenazas que se cernían sobre todo el continente europeo y la indudable influencia que tendría el resultado de la guerra española.

—Espero que los visitantes de nuestro pabellón se percaten de lo que nos está pasando. Todos los artistas habéis colaborado para conseguirlo —resaltó Sabartés—. Tendrán lugar, además, numerosos actos para mostrar los avances y el significado de la República y advertir sobre lo que supondría el triunfo del fascismo.

—¿Qué te han parecido los cuadros que había en la segunda planta?

—Impactantes, desde luego. Y muy efectistas, especialmente la pintura de Horacio Ferrer titulada Los aviones negros, en la que aparecen un grupo de mujeres con sus hijos en brazos huyendo de un bombardeo. Una manera muy distinta a la tuya de tratar el asunto. Pero a mí me ha gustado bastante el mural de Miró, El segador, el cuadro que está en la escalera.

—Te influye mucho trabajar para mí, mon vieux.

—Es verdad, no voy a negarlo. Pero creo que la pintura de Miró en la que vemos, con su estilo particular, a un campesino o segador catalán como si brotase de la tierra igual que una planta, con su barretina, envuelto en explosiones, es una imagen que perdurará por ser escasamente convencional. Lo mismo sucederá con la fantástica escultura de Alberto.

Pablo Picasso se detuvo para recostarse en un pretil de piedra. Encendió un cigarrillo mientras observaba a las parejas retozando en la orilla y las barcazas surcando el río con la superficie enrojecida por el ocaso.

—¡Qué poderosa es la vida! —exclamó para sí mismo—. El arte debe ser otra cosa, pero inmerso en ella, en el tiempo que nos ha tocado vivir o morir.

—Cuando se cierre la Exposición, ¿qué pasará con el Guernica? —preguntó el secretario con la mirada vagando por el agua, ajeno al comentario de su amigo.

—Me gustaría llevármelo otra vez al desván de Grands-Augustins si me dejan. Debemos intentarlo al menos.

—La intención es exponerlo en España, según me han comentado los de la embajada.

—Allí, tal y como están las cosas, peligraría; no es buena idea que vaya a España y tampoco que se quede oculto en un almacén en París. Si hay oportunidad de darle luz, se la daremos, y tenemos que conservarlo en buenas condiciones para entregárselo, en su momento, a su legítimo dueño: el pueblo español. Nadie mejor que los españoles entenderá su significado y, teniendo presente estas imágenes y otras, tal vez evitemos que se repita un drama, una catástrofe como la que estamos sufriendo con esta guerra. Es lo que deseo con todas mis fuerzas.