El florentino rehusó sentarse, al mediodía, en la misma mesa del pequeño y familiar restaurante que recomendó a Pablo, situado en una tranquila esquina de la Piazza de Santa María Novella. El guía comió en la barra pero antes pidió que sirvieran al español dos excelencias de la gastronomía toscana: el bistec a la florentina, un filete de vaca con su hueso, bastante gordo, asado a la brasa, y unos buñuelos de arroz, los frittelle di riso.

Después de tan voluminoso ágape, Pablo, contrariamente a lo que tenía pensado hacer antes de comer, rechazó ir a descansar al hotel. Con paso tranquilo y fumando un cigarrillo, decidió pasear, con intención de encaminarse hacia la iglesia del Carmine, lugar que quería conocer esa misma tarde. Durante el trayecto, Roberto volvió a hacer gala del oficio.

—Debajo de lo que vemos, de las piedras que vamos pisando, hay otras ciudades. Este lugar era un enclave estratégico para controlar importantes rutas comerciales entre el norte y el sur, y entre la costa y el interior.

—¡Vaya, Roberto! En cuanto se anima un poco: ¡a repetir la lección que miles de veces habrá expuesto a los visitantes!

—Perdón, lo siento…

—No, no, tranquilo; me interesa lo que estaba contando. No se alza de la noche a la mañana el esplendor que evoca Florencia. Soy de la opinión de que los hombres, casi desde la prehistoria, que es cuando se establecieron los enclaves que serían importantes a lo largo de los siglos, escogen los mismos lugares para convertirlos en una gran urbe. Y bajo las iglesias se encuentran otras, las anteriores. Se sustituye a Venus por la Virgen y continúa la vida.

Autorizado a explayarse, el cicerone aprovechó la oportunidad que se le brindaba.

—¡Fantástico, señor! Ha descrito a la perfección lo que ocurrió aquí. Primero se asentaron los etruscos y después, en el año 59 antes de Cristo, Julio César funda la colonia romana de Florentia. El Foro, el Capitolio, los teatros o las termas, esa ciudad está soterrada encima de la anterior, hasta que por fin llega el Renacimiento de la mano de los banqueros, que es la ciudad que permanece hasta nuestros días en lo esencial. En la segunda mitad del siglo XV, la población de Florencia era mayor que la de Roma o la de Londres. Existían 180 iglesias, 270 comercios de lana, 45 joyeros y orfebres, un número similar de artistas inscritos en la Academia, más de cien palacios y lo más importante: 33 bancos, que eran el sustento de esta potencia. Desde este lugar salía el dinero para el funcionamiento de media Europa, de medio mundo, y es entonces cuando Brunelleschi recupera el estilo geométrico de construcción de la Antigüedad clásica para el florecimiento de esta nueva Atenas.

—Además de ilustrar con su conocimiento a los que visitan la ciudad, compruebo que disfruta haciéndolo —resaltó Pablo.

—Es normal, rodeados de tanta belleza, aunque estos tiempos de guerra son dolorosos para muchas personas y también nos rodea la tristeza. —Cruzaban el río por el puente de la Carraia y Roberto se giró para señalar el conjunto urbano que quedaba detrás de ellos.

Al otro lado del caudaloso Arno apenas encontraron paseantes. La zona de Oltrarno aparecía escasamente transitada.

Pablo se desprendió de la chaqueta sujetándola debajo del brazo. La temperatura era alta y por encima de sus cabezas lucía un sol radiante. Algunas mujeres tomaban la fresca en las puertas de sus casas charlando animadamente o bien tejiendo y zurciendo la ropa de la familia.

—Este es un suburbio humilde, ¿verdad?

—Aquí estaba el pueblo de San Frediano, en el que vivían los desheredados de Florencia —ratificó el guía—. Es una mezcla curiosa porque cerca, en las colinas, los pudientes construyeron villas y plantaron frondosos vergeles rodeados de las posadas y las casuchas de los pobres. Con el tiempo llegaron artesanos y gente emprendedora. Veremos algunos talleres de orfebres que trabajan con la plata y pequeños telares donde se confeccionan finísimos encajes.

—Me asombra lo bien que habla mi idioma.

—Estuve casado con una española y he leído mucho.

—Sí, la mejor escuela: la cama y los libros. ¿Dice que estuvo…?

—Ella se fue con otro, mejor que yo, supongo. Quería vivir en Milán.

Le agradaba aquel hombrecillo, extremadamente delgado, casi en los huesos, de poca estatura, con el rostro arrugado igual que el de un campesino, de ojos grisáceos con mirada ávida de curiosidad y hábil para encandilar a la gente. Tenía la voz algo aflautada y, al mismo tiempo, transmitía dulzura y sosiego. Debía de rondar los sesenta y cinco años, pero se movía con sorprendente agilidad. De confirmarse sus buenas maneras y conocimientos, tenía pensado pagarle dos o tres veces más de lo que le correspondiera.

Próximos al templo del Carmine, dieron con unos operarios que hacían una cata del terreno. Se detuvieron unos instantes y se sorprendieron por la profundidad de la excavación, que superaba los dos metros, por lo que se apreciaban varias capas superpuestas.

—Mire, Roberto, lo que comentábamos. El pasado se conserva a la perfección debajo de la superficie. En la naturaleza nadie quita el polvo que va depositándose, es un aliado para proteger la memoria. Con la profundidad que han excavado hasta el momento, ya se encuentran pisando los tiempos del Imperio romano. Seguro que ahí aparecerán monedas, bronces y objetos de cerámica.

—¿Es usted historiador o algo así? Creí que se dedicaba a pintar; por lo que hacía esta mañana en el Museo de la Academia, me pareció que tenía mucha facilidad para el dibujo.

—Eso es, me dedico a pintar y a intentar crear cosas con las manos, como cualquier artesano, a jugar con objetos.