Con la textura granulada que había aplicado en la mayor parte de la superficie del caballo, había conseguido destacar al animal de todo lo que le rodeaba. El resultado entusiasmó a Dora, que el domingo por la tarde se ocupaba de captar las que serían las últimas imágenes del cuadro antes de ser desmontado.
A lo largo de ese día, 30 de mayo, Picasso realizó varios retoques finales al lienzo: resaltó la falda de la madre con el niño mediante unas líneas paralelas y utilizó suaves toques de azul pálido en la cabeza del caballo y el cuello del toro; también pintó con ocre, muy diluido, algunas zonas de las extremidades de la mujer que huye.
Dora reveló algunas conclusiones sobre el delicado y casi imperceptible cromatismo:
—Kandinsky afirma que el azul es la quietud, pero que si lo sumergimos en el negro, como tú has hecho, adopta un matiz de tristeza humana, se hunde en la gravedad que no tiene, ni puede tener fin. Y ese azul, nos dice, evoca el sonido de una flauta, con una melodía amarga, cadenciosa y lejana.
Los toques últimos que aplicó Picasso fueron para componer una flor esbozada con pétalos dibujados en pocas líneas; una flor apenas visible, ya que la corola no se destacaba y surgía junto a la empuñadura de la espada rota sujeta por el soldado decapitado. El brote, recién abierto, quedaba situado en el centro de la base del cuadro.
—¿Por qué? —preguntó Dora mientras le observaba acurrucado en el suelo terminando de pintar las hojas.
—Era necesario; pedía un soplo de vida, por pequeño e insignificante que fuera entre tanta destrucción, ¿no crees?
—Sí —respondió ella sin demasiada convicción—. Me temo que el cuadro no gustará mucho a los partidarios de una obra al servicio de la propaganda —expuso Dora alejándose del lienzo varios metros. Él atendía sin mirarla, concentrado en la tarea.
—Lo he evitado, desde luego, el que tuviera cualquier tipo de vinculación o que fuera considerado un cuadro al servicio de una ideología determinada.
—Tampoco entusiasmará la pintura al público que acuda a la Exposición para descubrir los avances tecnológicos, que son la mayoría de los visitantes. Ni a los que consideran la pintura actual, de vanguardia, como algo degenerado, que son muchos. No entenderán, de ninguna manera, el amasijo de formas rotas, porque es lo único que apreciarán muchos a primera vista, si no se esfuerzan en mirar más lejos…
La voz de Dora era profunda, a veces quebrada y melancólica. A él le cautivaba escucharla y, cuando la fotógrafa estaba cerca, se relajaba con las vibraciones de su sonido.
Dora fumaba sin parar con su larga boquilla y hablaba en exceso aquel domingo.
—Has hecho bien al evitar elementos que pudieran relacionar el mural, de manera incuestionable o aproximada, con el bombardeo a la población vasca. De esta manera, consigues separar al espectador del suceso y lo obligas a reflexionar con alguna distancia.
—Me dirán que no me he comprometido, ya lo verás —rumió el artista dando las últimas pinceladas.
De repente, golpearon la puerta con reiteración y contundencia. No esperaba a nadie. De hecho, Sabartés le anticipó que ese domingo sería tranquilo, sin ninguna clase de visitas.
Abrió Dora y el gélido saludo de ella no obtuvo respuesta; sucedió un silencio que él intuyó como algo violento.
Allí estaban las dos mujeres, una frente a la otra, retándose y analizándose mutuamente, con severidad en sus gestos. Marcel cerró la puerta, venía como acompañante.
Sabartés ya le advirtió de que podría ocurrir algo así de persistir en sus ausencias. Se incorporó del suelo y sin dejar los pinceles en la mesa se abalanzó hacia la puerta. Era imprescindible adelantarse o, de lo contrario, la situación se agravaría con consecuencias imprevisibles.
—¿Por qué no has traído a la niña? ¿Dónde la has dejado? —preguntó sin obtener una pronta respuesta.
Captó, de inmediato, la carga emocional acumulada en ella. La suavidad y dulzura en el carácter de la joven Marie-Thérèse se había tornado con el tiempo en fiereza. El gesto ceñudo incrementaba la rotundidad de sus facciones y expresaba su disgusto. Jamás entendería a las mujeres, pensó en aquel instante.
Marie-Thérèse llevaba un vestido negro ajustado a su esbelto cuerpo destacando una figura sólida acentuada por la práctica deportiva a la que era muy aficionada. Tenía el pelo muy rubio, casi albino, con una corta melena. Él apreció de buen grado su voluptuosidad y belleza, tan diferente a la de Dora, menos externa. Esta, cuando Pablo se acercó, se fue alejando de ellos; fumaba nerviosa sin lograr apaciguar su ánimo ante la presencia de la joven.
Pablo abrazó a Marie-Thérèse y pudo apreciar la firmeza de un cuerpo que él había explorado hasta la saciedad y sin límites a lo largo de diez años. Durante ese tiempo, Marie-Thérèse había sido una dócil y dulce amante.
—Se ha quedado con Jaime e Inés en la casa. Luego vendrás y me acompañarás para estar con la niña, ¿verdad? —respondió ella a la cuestión que le había planteado Picasso mientras se dejaba acariciar.
—Estoy deseando hacerlo —afirmó él sinceramente y con una amplia sonrisa, con la mejor que tenía. Comprobó, de inmediato, cómo Marie-Thérèse distendía los tendones. Aprovechó para rematar—: ¡Ahí lo tienes! La razón por la que no he podido ir a visitaros durante este mes —dijo señalando el cuadro que aparecía impresionante bajo los focos, recién terminado.
Marie-Thérèse, que apenas se había percatado del cuadro, quedó atrapada por la fuerza de las imágenes y avanzó unos pasos hacia la pared. Picasso escrutó, a hurtadillas, a Dora, que permanecía de espaldas a ellos, asomada al ventanal con el torso inclinado y los brazos cruzados como si tuviera frío. El chófer seguía junto a la puerta, sin moverse lo más mínimo, a la espera de recibir órdenes.
Pablo dedujo lo que probablemente había ocurrido. Marie-Thérèse debió presentarse con Maya en La Boétie y el secretario no fue capaz de retenerla por la contundencia con la que exigiría verle. Temiendo Sabartés que el encuentro derivase en un escándalo, retuvo a la niña en casa e hizo acompañar a la madre por Marcel.
—Entonces, ¿vendrás este jueves si has terminado ya el trabajo? —preguntó Marie-Thérèse—. Tengo que cortarte el pelo, te ha crecido mucho.
—El fin de semana próximo, seguro, ya no os fallaré —replicó él—. He tenido que dedicarme de lleno a pintar este inmenso cuadro para la Exposición Internacional, que, como puedes comprobar por sus dimensiones, precisaba de mucho tiempo y esfuerzo.
—Y ella, ¿qué hace aquí? ¡Es una cualquiera! —exclamó, de súbito, entre dientes y mirándola con descaro, sin que pudiera nadie imaginar que se expresaría con esos modales. Dora escuchó perfectamente el insulto dirigido a ella, pero se controló, intentando por todos los medios que no se notase su malestar y el disgusto que le estaba produciendo la visita inesperada de Marie-Thérèse.
La joven se acercó a su oponente plantándose con descaro a pocos centímetros de la mujer sin obtener ninguna reacción de ella, hasta que volvió a hablarle.
—Este no es tu lugar, aquí sobras…
Al escuchar estas palabras, Dora se volvió hacia Marie-Thérèse separándose de la ventana. En su rostro había decepción y tristeza, le temblaban las manos. Era lo único que enfriaba la atracción simultánea que percibía el pintor, en aquellos instantes, hacia las dos mujeres. En realidad, asistía a una escena que no le disgustaba del todo; tenía que reconocerlo en su fuero más interno, aunque quería impedir a toda costa que fuera a mayores y se desbordara la tensión entre ellas.
Dora, finalmente, fue quien resolvió la situación.
—Estaba haciendo unas fotografías del cuadro —dijo señalando su cámara Rollei y recogiendo de inmediato el maletín con los objetivos y el material que se encontraban por la tarima—, y ya he terminado. Así que tranquila, yo me voy, puedes disfrutar de él para ti sola.
Cargó el equipo sobre el hombro, levantó la cabeza con gesto altivo y se despidió sin aguardar una respuesta de Pablo, ni por supuesto de Marie-Thérèse.
Al cabo de unos minutos, el pintor acompañó a Marie-Thérèse, como le había prometido, hasta La Boétie. Ardía en deseos por encontrarse con su hija Maya.