El jovencísimo postulante a la Compañía de Jesús les transmitió las sensaciones que le provocaron lo que presenció en Guernica días después del bombardeo alemán. Tenía una voz ronca, profunda, que correspondía y se ajustaba con su apariencia robusta, y un rostro que asemejaba a un tronco de roble en el que habían tallado las facciones con trallazos de formón.

—A los tres días llegaron las tropas de Mola y se esforzaron para ocultar las pruebas todo lo que pudieron. Cubrieron los hoyos que habían hecho las bombas y esparcieron gasolina para culpar a los vascos de la destrucción de la localidad y del asesinato en masa de personas civiles. En la mirada de las personas que no habían huido, heridos o supervivientes del bombardeo, se podía apreciar el drama que vivieron, la angustia y el miedo que soportaron durante varias horas. Cuando entré en Guernica, aún había muertos por las calles sin enterrar y la desolación había atenazado a los testigos como mis padres, a los pocos que lograron salir indemnes.

Iñaki Arrazola había abandonado el seminario de los jesuitas en Bilbao para localizar a sus mayores, por suerte ilesos, entre las ruinas de la población arrasada por la aviación alemana. Decía que fue cosa del destino o de la protección celestial, también del opulento bolsillo de sus padres, lo que le permitió trasladarse a Francia con ellos y refugiarse en la capital parisina en casa de unos parientes.

La presencia de Iñaki en el granero de Grands-Augustins fue una sorpresa. Josemari Ucelay no advirtió a Sabartés que acudiría acompañado. Pretendía contar con otro punto de vista sobre el trabajo de Picasso e Iñaki resultó un excelente espectador, inesperadamente en contra de lo que imaginaba Ucelay, aunque le reafirmó en la buena elección que habían hecho con el artista malagueño para una de las obras esenciales de la exposición.

Picasso había realizado ese mismo día pequeños retoques y aún tenía sin resolver la zona inferior del triángulo central en la que se confundían las extremidades del caballo con algunas formas geométricas y la figura descuartizada del soldado. También había ensayado la utilización del collage con papel sobre el cuerpo de la mujer que se arrastraba y la madre con el niño, aditivos que retiró poco después. Debía afinar algunos detalles, pero estaba cerca del acabado final.

—En la composición todo tiende hacia arriba —precisó el seminarista—, hacia lo alto, como si fuera del espacio material del lienzo ocurriera algo, un segundo ámbito que, sin duda, nos hace meditar e intentar ver más allá de la propia pintura. Los laterales están cerrados, igual que la parte inferior. Sin embargo, el conjunto de las figuras, salvo el hombre que está muerto en el suelo, como es lógico en su estado, nos llevan hacia el lugar del que surge la tragedia que el señor Picasso nos induce a imaginar sin que la veamos. Es como una especie de torbellino que nos arrastra e involucra para apreciar el drama desde dentro y tener muy en cuenta lo que sucede fuera. ¡Excelente!

Picasso sonrió complacido por la explicación de alguien que había estado en el lugar de los hechos, un testigo de excepción que no se extrañaba con su propuesta y buscaba una interpretación de hondura estética. Le resultó atrayente la delicadeza de aquel hombretón de aspecto fiero en el que llamaba la atención una nariz enorme y aplastada, y unos ojillos negros y brillantes, como la piel de las olivas, del mismo color e intensidad que los suyos, pero bastante más pequeños.

—El toro y el caballo resultan evidentes como referencia a España, pero me gustaría saber lo que representa ese pájaro que se encuentra entre el toro y el caballo y que parece haber surgido de la brecha que tiene en el lomo —apuntó el vizcaíno, refugiado desde hacía unos días en París.

Sabartés y Ucelay atendían expectantes, cada uno de ellos al lado de su amigo.

—Es un polluelo —dijo Picasso.

Detalle de la paloma.

Atrapado entre una mesa y la techumbre de un interior, Pablo había pintado un ave con el ala rota y el pico entreabierto. Daba la impresión de sufrir un estertor.

El guerniqués Iñaki Arrazola observó a hurtadillas a Josemari como si le solicitase autorización para seguir hablando. Decidió hacer gala de un poco de descaro y osadía; al fin y al cabo era lo que le pedían sus tutores en el colegio donde se estaba preparando para convertirse en un jesuita con alma de avezado misionero, dispuesto a enfrentarse con cualquiera en cualquier zona del mundo donde hallara injusticia y desamparo para con los más débiles.

—Ya veo, señor Picasso, evita explicarnos el significado de lo que ha pintado, y yo le entiendo porque podría llegar a ser malinterpretado y pertenece a su mundo personal, el más íntimo, y como artista debemos respetar su postura. Pero si me lo permite —no aguardó la autorización del pintor y siguió con la plática—, para mí ese pájaro simboliza la esperanza, no muere del todo, nos ofrece una salida. Es un detalle hermoso, sí, de esperanza…

—En el arte antiguo, el ave representaba el viaje hacia el más allá, el paso de las almas hacia la inmortalidad que, en este supuesto, adjudicaría Picasso a lo que el caballo simboliza si, como parece, ha surgido de su propio cuerpo —explicó Ucelay, atrapado como pintor simbolista y verdaderamente entusiasmado con la charla que mantenían su paisano y el artista andaluz.

—El arte no morirá nunca —ratificó Picasso con tal contundencia que sucedió un largo silencio, imprescindible por otra parte para reflexionar sobre el significado de su sentencia y la posible relación con el pájaro que había incorporado a las imágenes que componían el Guernica.

Al pintor le complacía la presencia del seminarista, que rondaba los veinticinco años, y la manera de expresar sus conclusiones ante la contemplación del cuadro. Pasados varios segundos, el joven volvió a explayarse:

—Me agradan los ojos como remolinos que tienen algunas figuras, rostros desbordados que acentúan el movimiento y la tensión que nos envuelve a nosotros mismos, o la manera de transmitirnos la angustia e impotencia para huir pintando pies y piernas grandes como los de la mujer que se arrastra, una figura que siguiendo la diagonal es lanzada hacia lo alto. Es un recurso sencillo de contar las cosas, nítido, primigenio, como lo haría un niño sin haber sido contaminado. O, por ejemplo, la mujer que surge de la ventana, la forma extendida de su cabeza que proyecta un alarido por todo el espacio que contiene el cuadro. Es algo genial, de verdad.

El comisario vasco del pabellón asentía con un ligero movimiento de la cabeza a las palabras del seminarista, localizando, previamente en el lienzo, las pinceladas y las figuras a las que hacía referencia.

Algo más tarde, fue Sabartés quien llevó la conversación por otros derroteros tras constatar la lucidez del joven aspirante a jesuita, ataviado aquel día con un excelente traje de paño azul marino a rayas claras, chaqueta cruzada y corbata roja. Un conjunto de lo más seglar que dejaba patente el alto nivel adquisitivo de Iñaki y su elegancia a la hora de elegir la vestimenta.

—Conoces el «cinturón de hierro», supongo. ¿Qué posibilidades ofrece para impedir la caída de Bilbao?

Ya en anteriores ocasiones había escuchado Pablo preguntar por lo mismo a su secretario. Era, sin duda, un asunto de su máximo interés. Había muchos que destacaban la imposibilidad de que el enemigo pudiera hacerse con la capital vizcaína gracias al muro defensivo que la protegía.

—Por supuesto que lo conozco —respondió Iñaki, satisfecho por tener la oportunidad de explayarse en algo sobre lo que poseía abundante información—. Un buen amigo intervino en su diseño y construcción, él me explicó sus ventajas y sus debilidades. Se trata de una extraordinaria fortificación con trincheras, nidos de ametralladoras, búnkeres y diversos abrigos en un cuadrilátero de casi cien kilómetros que rodea la ciudad para su defensa por todos los flancos, tanto por la costa como por los montes.

—¿Y aguantará como si fuera una fortaleza medieval, inexpugnable? —planteó Picasso.

—¿Cuáles son sus debilidades? —preguntó Sabartés.

—Los que saben de esas cosas —terció Ucelay— afirman que la fortificación no está suficientemente protegida para soportar los ataques aéreos. Y en esto último, como saben, los rebeldes han demostrado una superioridad aplastante. Además, hay que tener en cuenta la traición del ingeniero jefe que dirigió la construcción de las defensas y su distribución.

—¿Traición…? —profirió Sabartés.

—Sí, hace dos meses que el ingeniero jefe, Alejandro Goicoechea, se pasó al enemigo; antes lo hicieron otros sin tanto conocimiento como el que tiene Goicoechea del «cinturón», y es de suponer que este habrá entregado los planos a los fascistas —destacó Ucelay.

—Mi amigo —dijo Iñaki—, el que me explicó las características de las defensas, ha permanecido fiel a la República y sigue trabajando allí para el mantenimiento de las instalaciones.

—Entonces, Bilbao puede caer en cualquier momento y, si algo así ocurriera, peligraría todo el norte —deliberó Sabartés, apesadumbrado.

El interés por lo que les contaba el pintor vasco, adscrito en tareas diplomáticas a la legación de París, y su joven amigo, Iñaki Arrazola, fue creciendo. Pablo les ofreció tabaco mientras el bermeotarra Ucelay meditaba la respuesta al comentario que había hecho el secretario sobre las consecuencias que tendría la caída de Bilbao. Las ventanas del desván estaban abiertas por completo y el rumor de la ciudad se colaba en la sala. Estaba muy oscuro en el exterior a esas horas de la tarde y se había levantado algo de viento.

—Las tropas de Mola ya han superado Lemona y Orduña por el sur —comenzó a explicar Ucelay mientras encendía el cigarrillo— y, en cualquier momento, por la información que tienen en la embajada, llegarán al «cinturón de hierro». Ya han comenzado algunas incursiones aéreas para medir su capacidad y si, como dice Iñaki, se confirma la debilidad ante los ataques de la aviación, no sé…, veremos qué pasa…

—No parece muy tranquilizador lo que cuentas —dijo Picasso mientras se ponía una chaqueta para protegerse del frío que entraba en el estudio.

—La moral de las tropas es ahora muy elevada —señaló Iñaki, respirando profundamente e hinchando su formidable tórax—. Desde hace tres semanas nuestro lehendakari, José Antonio Aguirre, es quien tiene el mando del ejército vasco. Hay que tener esperanza, ¿no es así, señor Picasso?

Picasso no se dio por enterado y les dijo que se le había hecho tarde y debía marcharse a Les Deux Magots. Allí le esperaba Dora. Les invitó a acompañarle al Boulevard Saint-Germain y continuar la charla, si lo deseaban, en el café.

Dejaron los ventiladores en marcha y los focos encendidos para facilitar el secado rápido de la pintura. Marcel se encargaría más tarde de ponerlo todo en orden y apagar las luces.