José Luis Sert lo encontró en el estudio realizando dibujos en los que se desbordaba el drama.

—Venía a conocer cómo evoluciona tu cuadro, me han dicho que lo pintas en una especie de gigantesco desván —dijo el arquitecto—. He oído contar cosas extraordinarias y también explicaciones confusas sobre ese mural.

Sert permaneció unos minutos en silencio observando la manera en que Picasso ultimaba un rostro desencajado. Al comprobar la extrañeza que al arquitecto le provocaba el dibujo que tenía en el caballete, le preguntó:

—¿Qué te parece, José Luis?

Sert tardó varios segundos en responder; antes tragó saliva y tensó los párpados sin dejar de analizar la figura.

—Es un rostro atormentado —habló pausadamente— que expresa patetismo… Las lágrimas parecen perforar la piel de la mujer. ¿Esta es una figura del cuadro?

—Me lo estoy planteando, no estoy seguro de si debo plasmar el sufrimiento con esta intensidad.

—Si fuera así, tendría un enfoque expresionista bastante acusado —razonó, con timidez, el joven arquitecto.

Picasso sonrió mientras asentía con un movimiento de cabeza. Depositó los lápices en el cajetín del bastidor y se limpió las manos con un trapo.

—¿Y el cuadro? —preguntó Sert.

—Tranquilo, vamos para arriba, al que llaman granero de los frailes, un lugar prosaico para intentar crear arte, pero adecuado cuando uno necesita «alimento».

Al salir al patio comprobaron que la noche se cernía sobre la ciudad; unos nubarrones amenazantes habían oscurecido, casi por completo, el cielo.

Al entrar en el amplio desván, Picasso encendió todas las luces y los focos situados frente al cuadro; también abrió las ventanas para despejar la atmósfera cargada con los gases de los disolventes y la trementina. Sobre los tejados restallaban, en ese instante, algunos fogonazos eléctricos.

El arquitecto, de una estatura no muy elevada, empequeñecía aún más cerca del inmenso lienzo y flanqueado por las escaleras de tijera que utilizaba el pintor para trabajar en lo alto. Sert enmudeció en un primer instante, se frotaba los ojos asombrado por la luz que desprendía el Guernica, acelerada con los chorros de resplandor producidos por la tormenta que, intermitentemente, se colaba en el ático. Como si estuviera ajeno a la presencia de Picasso, comenzó a hablar con voz balbuciente:

—Esto es un estallido…, los blancos…, y la luminosidad que ciega…, al principio ciega… te impide localizar los ejes que sustentan la composición y, antes de que lo consigas, arrastra… te atrapa un movimiento intenso, sin atisbar cuál es el derrotero hacia el que vas. Y sí…, al final te implicas, te implicas aunque no quieras, es imposible mantenerse alejado de lo que sucede en el interior de la pintura… A mí me parece un trabajo extraordinario, mi enhorabuena.

Al culminar su reflexión, se giró buscando a Picasso; este se encontraba sentado al fondo de la sala fumando un cigarrillo, apenas se le distinguía envuelto por el humo.

—Y pensar que me costó convencerte —dijo Sert acercándose al lugar donde se hallaba el pintor—, y luego, cuando aceptaste, nos respondías con evasivas. Yo te comprendo. Llegar a conseguir algo tan grandioso —señaló al cuadro— quema por dentro y necesita madurar, no se sabe cuánto tiempo se precisa para ello —se detuvo y observó, desde la distancia, la pintura—. Es como un destello del que no te puedes alejar, lo mires desde donde lo mires. Estoy satisfecho por haber postulado, con todas mis fuerzas, que lo hicieras tú.