Ni siquiera el continuo ruido del pulsador y el de la membrana del obturador de la cámara alteraban un ápice su concentración, tampoco el deambular de Dora de un lado para otro. Daba la impresión de encontrarse arrobado, inmerso en un estado de ardor que le mantenía alejado de la realidad más próxima e inmediata.
Después de numerosas tentativas, ultimaba con auténtico frenesí la cabeza del caballo, alzado ahora, con la cabeza en el epicentro de la escena, de tal manera que su gemido acerado rasgaba los límites del espacio contenido en la finísima arpillera encolada. Ocupaba el espacio casi medular de la composición, inmediatamente debajo del sol, la luna, la farola o el ojo, que iluminaba y observaba lo que acontecía en una calle empedrada por la que circulaban, en la negra noche, seres desamparados y dolientes bajo un suelo ensangrentado. Con anterioridad, en el lugar donde se erguía el equino asfixiado por las profundas y letales heridas, dando las últimas bocanadas, se encontraban los cuartos traseros del toro. Pablo había dado la vuelta a la res brava en una transformación fundamental; su posición se había modificado por completo para situarse en un extremo. El rabo azotaba el cuadrante superior izquierdo del cuadro y la matrona con el niño muerto quedaba enmarcada por completo por su silueta. El toro también había sufrido otro trascendente cambio: su cabeza se volvía para observar la escena y sus ojos, con un brillo casi humano, miraban al espectador mientras contemplaba el Guernica. Parecía convocarle para introducirle en el drama. El giro del toro le invitaba a seguirlo y su temple, su distancia, resaltaba y hacía más visible el sufrimiento que inundaba el mismo éter en el que se insertaba la noble bestia. Por fin, el toro y el caballo adquirían la definición que había explorado a lo largo de varios días mediante numerosos dibujos preparatorios.
Sentía un profundo estremecimiento que le hacía palpitar, tembloroso…
Hubo un instante en el que Dora dejó de captar imágenes y sucedió un completo silencio en el desván, que terminó por sacar a Pablo de su ensimismamiento. Descendió lentamente los peldaños de la escalera y nada más alcanzar el suelo arrojó los pinceles y el tiento de bambú sobre la mesita cubierta con hojas de periódico en los que no quedaba ningún espacio inmaculado de pintura.
Levantó los brazos y realizó movimientos ágiles para relajar los músculos; a continuación, masajeó su espalda con cierta dificultad. Dora se le acercó tomándole por la cintura y comenzó a darle calor con sus manos.
—Apenas tienes fuerza —objetó él.
—Pero poseo la voluntad y el amor para calmar tus dolencias.
Estuvieron un buen rato acariciándose, de pie, hasta que decidieron sentarse en el banco que funcionaba a modo de diván donde podían acomodarse varias personas dadas sus dimensiones. Picasso se tumbó a lo largo y Dora se puso a horcajadas sujetándole la cabeza. Ella le fue repeinando con sus delicados dedos, suavizando los músculos de la nuca del hombre hasta que detectó relajación en su cuello. Picasso entornó los párpados y susurró:
—Para esta clase de exquisiteces sí estás preparada, desde luego.
—Las necesitabas, no hay más que ver cómo la tensión había agarrotado tus músculos.
—Además de intentar hacer algo que merezca la pena desde un punto de vista artístico, este cuadro supone un buen esfuerzo físico, no creas. Pero teniéndote cerca, es más llevadero. Te pagaré con más amor si cabe…
Dora agradeció sus palabras dándole un sonoro beso en la frente.
—Hoy, tenemos que celebrarlo —dijo ella.
—¿El qué?
—Que ya tienes el cuadro casi terminado.
—Te equivocas, aún queda bastante. Pero de cualquier manera lo celebraremos, sí, en compañía. Están a punto de llegar Paul y Nusch.
Apenas dieron unas caladas a los cigarrillos que acababan de encender cuando llamaron a la puerta.
Dora hizo un mohín de disgusto apretando sus carnosos labios y mostrando su semblante más enérgico al afilar el mentón, algo que surgía en ella con relativa frecuencia, especialmente cuando tenía cerca a Nusch. Eran muchos los amigos que sugerían la existencia de una relación esporádica con Picasso, consentida por su marido, el poeta. Dora odiaba esa clase de comentarios; se negaba a aceptar esa clase de juego amoroso, su entrega al pintor era total y con un punto de egoísmo. Quizás en el pasado, cuando ella misma se prestó a ser la amante de Bataille y participó en toda clase de transgresiones sexuales, no habría visto con malos ojos una situación como aquella, pero lo que sentía por el español la había hecho cambiar. Ansiaba ser su única mujer, no creía que Nusch fuera una amante secreta de Picasso y tampoco se atrevía a preguntárselo abiertamente para no mostrarse como una mujer celosa y desconfiada. Todo aquello la hacía sentirse incómoda al lado de Nusch.
Poco podía sospechar Dora que en el anochecer de aquel sábado 22 de mayo, Georges Bataille, el escritor surrealista que la instruyó con maestría en alocadas habilidades amatorias, iba a ser el protagonista del análisis que hiciera Paul Éluard sobre el cuadro.
Nada más entrar, Paul cogió del brazo a Picasso y se acercaron juntos a pocos metros de la tela. Ella y Nusch se quedaron detrás. Nusch desviaba su mirada acuosa y huidiza por las sombras que envolvían los edificios que podían verse tras los ventanales, con la intención de espaciar el contacto con la amante del pintor.
Por el contrario, el poeta y refinado comunista de elegante porte expresó en su semblante y en sus ojos muy azules, que brillaban como nunca, la inmensa satisfacción que le producía ser testigo de una creación picassiana que él apreciaba ya como algo extraordinario.
—¡El triángulo de luz! —exclamó emocionado Éluard con las palmas de las manos abiertas y hacia lo alto—. Es perfectamente palpable. ¿Recuerdas lo que escribió Bataille en Soleil Pourri?
Picasso asintió con un leve movimiento de la cabeza. Estaban pegados el uno al otro.
—¿Lo recordáis? —insistió volviéndose hacia las mujeres, ajenas por completo al comentario de Éluard, que no aguardó una respuesta. Su despejada frente se arrugó un instante, antes de iniciar la plática—: Georges Bataille afirmaba en Soleil Pourri, que escribió inicialmente para participar con el texto en un homenaje que se hizo a Picasso en una revista, que el sol representa una concepción imposible de atrapar por el ser humano, ya que no se puede estudiar con la mirada. Lo asociaba a sacrificios ancestrales y a las ceremonias taurinas elevándonos hacia el pensamiento poético y espiritual, pues como tal describe Bataille la caída de Ícaro…
Dora escuchaba atenta las explicaciones; había sido atraída al oír el nombre de Georges Bataille, su anterior amante, y, sin pensárselo, interrumpió a Éluard:
—¿Y qué tiene que ver ese análisis de Georges con el cuadro?
—Dora, déjale que prosiga —intervino Picasso.
—Te lo agradezco —dijo el poeta con delicadeza—. Georges resaltaba en su escrito que la elevación hacia la brillantez cegadora que supone el sol estaba al alcance de Picasso por su capacidad para elaborar y descomponer las formas, algo que podemos descubrir en esta pintura colosal con el estallido de tensión que rompe los límites del cuadro y nos arrastra. Observad, observad bien el triángulo de luz que nace sobre el caballo, es algo que definió Georges Bataille como «el horror que se expresaba al emanar de un brillante arco de luz». Ese arco de luz ocupa en esta pintura la visión principal de la composición enmarcada por el triángulo central.
Al terminar la exposición de Paul, se hizo un largo silencio que finalmente rompió el propio pintor.
—Excelente, es excelente contar con tan buenos amigos como tú, capaces de interpretar con palabras profundas mi trabajo, algo que tiene más valor incluso que lo que yo hago.
Picasso sonrió mientras aparecía en su rostro una mueca pícara que complació a Éluard. De súbito, descubrió a Nusch sentada como si fuera un buda en el banco. Vestía un pantalón negro ajustado que perfilaba su delgadez y una blusa de seda blanca con manga larga. De su cuello colgaba una gargantilla de oro. Su belleza pálida resultaba espectral entre las sombras del ático. Picasso acudió a su lado.
—Fíjate, Dora —anunció Éulard sujetándola con suavidad del brazo. Ella atendía, de reojo, y con mayor interés a lo que sucedía detrás, en la pared opuesta del viejo desván—. El movimiento es extraordinario en esta calle fuertemente iluminada por el arco de luz. Las figuras tienden hacia lo alto y hacia la izquierda buscando una escapatoria, quebrando el perímetro del cuadro.
Lentamente se fueron acercando más al lugar donde se apoyaba el lienzo; el poeta seguía hablando con voz dulce.
—Hay una fuerza que empuja a las figuras, una tensión poderosa…
Al rato, Dora terminó por alejarse del poeta, que continuaba reflexionando con voz casi inaudible ante el Guernica. Se desplazó hacia el fondo de la sala con intención de fotografiar a la pareja sentada en el banco.