Dora tenía trabajo hasta muy tarde, así que él decidió encerrarse en su cuarto después de tomar algo ligero en la cocina. No tenía por costumbre salir fuera a cenar los jueves.

Abrió el cuaderno de Florencia. Allí conservaba la reproducción del cuadro de Rubens que le regaló María, la joven y experta guía de la Galería Palatina del Pitti. Ansiaba contemplar, una vez más, la obra contra la guerra del pintor flamenco, sus poderosas imágenes y la fuerza arrolladora que había incorporado el maestro barroco al lienzo. Era admirable su composición, el movimiento que arrastraba a todas las figuras como si fuera un torbellino contra el que era imposible oponerse, el hábil juego entre la oscuridad y la luz…

Rubens había simbolizado en el cuadro lo que suponen los desastres de la guerra, de todas las guerras. La violencia y la barbarie estaban personificadas en Marte, que avanzaba con la espada ensangrentada, amenazando con extender la muerte y el dolor por doquier. Nada lograba detenerle, ni siquiera la belleza y la capacidad seductora de Venus, que alargaba el brazo e intentaba con el máximo esfuerzo atraerle hacia ella, hacia su cuerpo refulgente envuelto entre las sombras de la desolación. A sus espaldas, saliendo del templo de Jano, una mujer con los brazos levantados y gesto de desesperación clamaba al cielo justicia y ayuda. El Mal y diversos monstruos arrastraban a Marte con una fuerza descomunal. Y por los suelos, las víctimas: una joven hermosísima que sujetaba un laúd; una matrona con su hijo muerto entre los brazos; un hombre, acaso un artista, aplastado por la violencia. La fecundidad, la creatividad, la vida en suma, destruida por el ciego fanatismo. Marte pisoteaba unos libros en su caminar.

Los elementos del cuadro, pintado en el primer tercio del siglo XVII, estaban engarzados con suma habilidad y en su composición Rubens manejó varias diagonales que lo dotaban de gran solidez estructural y ayudaban a introducirse en la vorágine que contiene la escena, lo que facilitaba extraordinariamente ser imbuido por su clímax.

Él pretendía para su mural la máxima sencillez narrativa con contundencia, una obra simbólica de asequible comprensión, de todos los tiempos, aunque abierta a interpretaciones al introducir el ritual encarnado en España por el toro y el caballo en las ardientes tardes del estío. Le entusiasmaba el primitivismo medieval de los iluminadores, de aquellos monjes que en los scriptoria creaban imágenes lineales y austeras en su concepción que facilitaban el entendimiento de historias tan complejas como el Apocalipsis de san Juan, desbrozado al detalle por el Beato de Liébana. Había visto en la Biblioteca Nacional de París algún ejemplar del Beato miniado y una Biblia mozárabe con soluciones estilísticas de gran atractivo que admiraba y deseaba manejar con idéntica sencillez y soltura en el diseño.

Depositó a los pies de la cama el cuaderno italiano y preparó los útiles de dibujo.

Era tarde, reinaba un silencio casi absoluto dentro de la casa y por las calles. Abrió las ventanas de par en par para que entrase aire fresco en el cuarto. Una luna creciente plateaba las cubiertas de los distritos cercanos y, a lo lejos, titilaban las lucecitas del extrarradio. Acodado en la herrumbrosa barandilla del balcón, disfrutó fumando un cigarrillo mientras descubría establecimientos de su barrio de los que nunca se había percatado ni sabía que estuvieran allí.

Comenzaron a circular por su cabeza las imágenes del cuadro de Rubens y las de su propia obra en un vaivén poderoso, frenético. Al cabo de un rato, dos de ellas, el toro y el caballo, se fueron perfilando en su mente.

Se puso a dibujar febrilmente la cabeza del toro. Primero, lo diseñó con trazos abocetados y algunos detalles como la boca y los ojos que lo humanizaban. A continuación, hizo otro dibujo, esmerándose más en las líneas y perfeccionando los volúmenes con una aguada grisácea. Resultaba aún más Minotauro. El animal había adquirido rasgos antropomórficos. ¿Un autorretrato?

El segundo dibujo había quedado perfecto para su apreciación, impecable. Pero no, no era factible conceder tal protagonismo y un tratamiento de ribetes clasicistas al toro del mural. La duda, la tentación, estaba despejada, definitivamente resuelta. Era una temeridad mantener esa inquietud. Un dibujo minucioso, realista, del hombre-toro chocaría con la simplicidad que él buscaba para el resto del cuadro. No cabían más interpretaciones posibles. El toro sólo sería un toro y tendría un tratamiento similar al resto de las figuras que aparecían en el Guernica.

Debía impedir que se enturbiase la contundencia del drama, que los previsibles debates exegéticos amortiguaran el grito y la desolación que él quería que traspasaran los límites del cuadro y llegasen al mayor número de personas; expresado todo ello con un lenguaje plástico al alcance de muchas gentes, al igual que hicieron los iluminadores medievales con unas formas y un dibujo nítido, tanto que pudiera ser comparado con los scriptoria monacales en muchos de sus hallazgos estilísticos.