Picasso encontraba espacios para el descanso, a pesar de la urgencia y la entrega que le exigía la gestación del Guernica. Y como no podía ser de otra manera, los jueves eran los elegidos para explayar sus manías. El 20 de mayo apareció muy temprano en la casa de La Boétie después de pasar la noche con Dora en el estudio. Estaba tan reanimado y fresco que organizó un auténtico revuelo.

De vez en cuando y sin previo aviso, se le activaban las neuronas organizativas. Era algo insólito y ocurría en muy contadas ocasiones. Aquel jueves pidió a Inés y a su fiel secretario que deshicieran lo que el propio Sabartés calificaba, con pérfida ironía, de coexistencia bajo el manto del enredo babilónico.

—Hoy tenemos que despejar un poquito este barullo —solicitó.

Era la voz de alarma para recolocar las ingentes montañas de papeles que se habían acumulado por cualquier rincón de la casa en los últimos meses. Exigía a sus colaboradores que juntaran las cartas, las revistas, los recortes, los libros o las facturas en diferentes paquetes. Si durante el proceso aparecía algo que mereciera la pena, debían separarlo para que fuera revisado posteriormente por él mismo.

Mientras Inés y Jaime se enfrentaban a una tarea tan poco estimulante y agotadora, él decidió entrenar sus manos con una actividad diferente que llevaba tiempo sin poner en práctica. Lo hacía con bastante frecuencia años atrás cuando acudía al Château de Boisgeloup, donde tenía el taller para esculpir y el tórculo. Allí utilizaba el barro para modelar esculturas de gran tamaño.

Aquel jueves había llegado a casa con una pequeña bobina de alambre dorado que seguramente recogió entre las basuras y a la que deseaba darle una forma nueva surgida de su imaginación.

Sacó una de las cajas que tenía en el dormitorio donde guardaba algunos de sus «tesoros»: pájaros de papel, algunos hechos con servilletas de sus restaurantes favoritos; una careta elaborada con corteza de árbol, otra de cartón; una especie de diosa prehistórica modelada con papel de periódico y engrudo casero; las alas de una mariposa con papeles de colores… Después de admirar sus humildes creaciones (los «tesoros» más preciados los guardaba en el armario metálico donde estaba la brújula), se puso a manipular el alambre hasta conseguir un entramado de hilaturas que iba adquiriendo el volumen y la forma de una paloma.

Salió eufórico al pasillo. Le brillaban los ojos y mostraba una sonrisa pícara, casi infantil. Sabartés estaba rodeado de montañas de papeles.

—¡Mirad lo que se puede hacer con un material tan frío! —resaltó ufano, mostrando su creación, que refulgía con el movimiento que le daba simulando el vuelo del ave.

Solía expresarse con ese entusiasmo cuando lograba realizar piezas con materiales humildes y, en cambio, resultaba mucho más contenido con las grandes obras que provocaban la admiración entre los entendidos y el público.

—Es una pieza delicada, sí. ¡Quién tuviera tus manos! A otros nos competen aficiones más prosaicas y ensuciarnos con el polvo —afirmó el secretario bromeando y torciendo los labios.

El pintor envolvió la pequeña escultura entre sus dedos como si formara un nido para protegerla. Paseó con ella por toda la casa para terminar guardándola con el resto de sus joyas. Entre tanto, Inés y Jaime se habían desplazado hasta el salón para continuar haciendo paquetes que se sumarían pronto a los otros que hicieron meses atrás. Desde allí, reclamaron su presencia:

—Picasso, ¿qué te parece si nos libramos de algún castillo?

La asistenta aguardaba expectante la respuesta porque en contadísimas ocasiones había sido afirmativa. Sabartés, al hablar de «castillos», se estaba refiriendo a las pilas de cajetillas de tabaco que el pintor elevaba a medida que se desprendía de un paquete vacío. Se podían encontrar por toda la casa, en los lugares donde parecía imposible que mantuvieran el equilibrio: sobre una silla o encima de las chimeneas. Inés actuaba de inmediato si llegaba a derrumbarse alguna torre para armarla de nuevo.

—¿Por qué hay que tirar las cosas? ¡Qué obsesión! Cada objeto es una señal de que hemos vivido, forman parte de nuestra memoria. Ya sabéis que me fastidia incluso que se quite el polvo.

Inés conocía la aversión de Picasso a cierta clase de limpieza; por esa razón él utilizaba siempre trajes de color gris, ya que eran los únicos en los que apenas destacaba el poso de las partículas.

—¿Sabes que a Tellaeche no le gustó el cuadro y que se ha propuesto él mismo para pintarlo? Me lo han contado unos amigos.

El secretario cambiaba de asunto recordando el resultado de la visita que habían hecho el martes al desván el pintor Julián de Tellaeche y José María Ucelay, este último comisario de la sección vasca del pabellón español en la Exposición Internacional. Picasso estimaba especialmente a Ucelay, un joven y audaz pintor de Bermeo, al considerarle un artista que se alejaba del clasicismo folclórico en el que estaban anclados la mayoría de sus paisanos. Ucelay huía del tipismo que caracterizaba a los pintores vascos, aunque le quedaba mucho para superar el lastre del terruño y confirmar una tendencia innovadora. También los había defensores de la supuesta modernidad en Tellaeche, empeñado en los temas marinos, al que consideraban influido por Cézanne.

En Grands-Augustins, el bermeotarra Ucelay no pudo ni quiso disimular su entusiasmo, ni tampoco fue capaz de controlarse a la hora de preguntar: ¿La mancha negra sobre el lomo del toro significa que reducirá su presencia? ¿La abertura de luz ovalada en lo más alto es para fijar la atención en esa especie de ojo de la noche?

Más tarde afirmó rotundamente que la composición del cuadro era muy clásica, lo que produjo estupor en Tellaeche. El comisario insistió en la simetría y la distribución como si fuera un tríptico: el centro ocupado por el caballo y la mujer del quinqué, más la matrona que huye; el lateral derecho, por la mujer que sale de la casa con los brazos en alto clamando al cielo; y el izquierdo, por el toro y la cuarta mujer con el hijo muerto en sus brazos.

—Se trata de una pintura repleta de símbolos —afirmó Ucelay con vehemencia, a lo que Pablo replicó, consciente de que el vasco exploraba a la búsqueda de ese tipo de representación:

—Explícate.

Ucelay, después de subrayar que ninguna de las figuras podía considerarse real, fue detallando los simbolismos que él apreciaba: el soldado o artista muerto, identidad que no había sido desvelada por Pablo, como el ideal agredido y llevado a la destrucción. Las cuatro mujeres, según el artista vasco, multiplicaban las señales: la agresión psíquica estaba representada en la matrona con el niño; la agresión física, en la mujer que levanta los brazos; la fecundidad agredida, en la mujer que huye y cae con la rodilla en tierra mostrando sus pechos desnudos; y la feminidad liberadora, en la mujer que empuña la luz de la razón para que contemplemos la catástrofe. El toro, prosiguió Ucelay, como alegoría de la muerte, el gran tótem de España, «una realidad confusa», insistió el comisario. «Y el caballo, víctima pasiva, podría representar al pueblo…»

Tellaeche, que daba la impresión de no aceptar la interpretación que había hecho su compañero, planteó:

—No veo nada de Guernica, ni de las bombas que cayeron…

—Aquí no está representada una guerra, están todas las guerras, sus consecuencias —respondió Ucelay.

Dos días más tarde, Picasso y su secretario evocaban el encuentro con los pintores vascos.

—Está bien saber que hay personas a quienes no les gustará el cuadro, lo contrario resultaría increíble. ¿Y qué han respondido a la propuesta de Tellaeche para hacer un mural con el bombardeo de Guernica? —preguntó a Sabartés.

—Que por nada del mundo renunciarían a una obra tuya, sea cual sea el resultado. En ello insistió Ucelay, por supuesto.