Kahnweiler permanecía en silencio, lastrado su corpachón en mitad de la sala y sin desprenderse de la gabardina, mientras estudiaba el cuadro. Se fue hasta allí, raudo, después de saludar a Picasso. Se conocían los dos bastante bien; él había convertido al pintor en una figura mundialmente reconocida y su cotización era la más elevada en el mercado del arte. Y, entre tanto, con la exclusiva que tenía sobre su producción, el marchante se había hecho millonario.

Daniel-Henry Kahnweiler, Heini para los amigos, había llegado al granero obsesionado por descubrir, en primera persona, lo que Pablo estaba haciendo para la Exposición Internacional, pues aquel era el tema favorito en los círculos intelectuales de la ciudad. Y a él —al galerista alemán que había difundido el cubismo por todo el mundo, al marchante que había respaldado como nadie a Pablo Picasso, que había adquirido Les demoiselles d’Avignon cuando todos, sin excepción, lo denostaban— ahora no cesaban de interrogarle sobre lo que estaba pintando su pupilo en un ático inmenso en las cercanías del Sena.

Pablo y Jaime evitaron interrumpirle con cualquier clase de preguntas. Heini arqueaba más sus espesas cejas a medida que pasaban los segundos y se frotaba la barbilla con los dedos, acaso intrigado por lo que veía sobre el lienzo. Era un hombre corpulento, de cabeza grande, teutónica, con abundante pelo negro y rasgos acentuados en el rostro de piel rosada. En sus labios tenía una mueca rígida, firme.

Al fin musitó:

—Curioso, uno espera encontrar verdugos o asesinos y no hay nada de eso…, y es una obra muy figurativa, realista.

Enmudeció hasta que transcurrieron varios segundos más. Volvió a manifestarse con un murmullo.

—Los personajes miran hacia arriba, hay una fuerza, una exclamación… todo proviene del cielo, ¿la muerte?… ¿Y lo llamará Guernica?

Desde los tiempos del Bateau-Lavoir, en Montmartre, cuando ambos se conocieron, Picasso y Heini se hablaban de usted, nunca intentaron modificar el tratamiento.

—Sí, creo que le pondré, sin más, ese título —respondió el pintor.

—A pesar de que nada lo sugiera, a primera vista, salvo el hecho de que las víctimas nos indican que la muerte proviene del cielo, pienso que pretende con esta obra lanzar una llamada al mundo, a todos los hombres y en todas las latitudes sin excepción.

El marchante apenas se movía del mismo lugar y, mientras hablaba, no cesaba de analizar la pintura que tenía enfrente; apenas miraba a Pablo.

—Ya sabe que yo no me planteo mensajes tan ambiciosos, ni nada parecido.

—Pero esta obra tiene un significado especial, nunca aceptó encargos fácilmente.

—No pude negarme, será mi aportación para dar a conocer la brutalidad que está soportando mi país. Un pequeño regalo para España.

A Heini se le iluminaron los ojos y asomó una leve sonrisa en sus labios. Y fue, entonces, cuando decidió acercarse a pocos metros del lienzo.

—Desde luego, Picasso, eso es algo que le ennoblece —dijo con tono enfático— y le será reconocido a su tiempo, seguro. —Avanzó algo más hasta situarse muy cerca de la tela, se quitó la gabardina azul que llevaba puesta y la colgó de su hombro—. Hay en la composición general una cierta reminiscencia clásica, por este triángulo central —movía las manos dibujando las líneas en el aire— inserto en un rectángulo al modo de los templos de la Antigüedad y por las figuras encajadas en la forma geométrica. Llamará la atención de inmediato y está muy bien para una obra que será instalada en un lugar por el que pasarán, casi sin proponérselo, miles y miles de visitantes. —Respiró hondo y se detuvo unos instantes—. Pero observo, asimismo, que la energía concentrada en las figuras estalla hacia fuera: los brazos, las piernas, las miradas que perforan los límites del lienzo, y los alaridos hacia el cielo… Y lo está haciendo con ese dibujo tan personal suyo.

—Ya sabe, Heini, que siempre quise dibujar mal para salvarme.

La sonrisa del alemán se hizo más resplandeciente y, al mismo tiempo, puso el brazo sobre los hombros del pintor.

—Para crear y construir sus figuras con la máxima libertad, Picasso, sin la disciplina de lo perfecto, lo sé. Y aquí, en este cuadro, aparece también esa libertad en la creación que tanto ha buscado siempre, acaso algo más contenida y estudiada que otras veces, pero indispensable en una obra tan ambiciosa y donde vuelven a aparecer los elementos que tanto ha trabajado últimamente, como el toro y el caballo…

Heini se retiró hacia atrás para contemplar desde lejos la pintura.

—Lo que me resulta extraño —volvió a hablar casi en un susurro— es la acumulación de fuerzas y elementos que ha situado en la cúspide del triángulo: un sol, la lámpara, el puño, las flores…

Jaime y Picasso cruzaron sus miradas al escuchar el comentario del marchante.

El pintor bajó al estudio para cambiarse de ropa. No quería seguir allí con la conversación y les dijo que les esperaba en la calle para ir juntos hacia Saint-Germain.