Recorría con su mirada las techumbres cuajadas de diferentes grises y verdinegros, muy luminosos debido a la humedad. A ratos, el humo del cigarrillo enturbiaba la vista, envolviendo con más vaho una tarde de cielo espeso oscurecido por nubes que anunciaban lluvia.
Se había tomado un respiro después del cuidadoso examen del cuadro y tras modificar algunos detalles que de ninguna manera resolvieron por completo sus dudas sobre el resultado. Creía haber mejorado algunas imágenes, como era el caso del puño alzado, tras el cual había incorporado un halo flamígero. También distribuyó algunos toques de color para resaltar perfiles en las figuras. No obstante, mantenía la incertidumbre sobre la posición del caballo tras variar la forma de su cabeza y pintar una lanza encima del lomo. Seguía debatiéndose sobre el encaje que debía tener el animal en la composición sin llegar a ningún resultado definitivo.
Decidió refugiarse en el deleite de la nicotina con la intención de calmar el cúmulo de disquisiciones que se agolpaban en su mente; hubo un instante en que le resultó prodigioso, y muy tranquilizador, quedarse en blanco mientras vagaba con sus ojos por los tejados de la ciudad. Duró muy poco el estado de reposo porque regresó a la realidad al oír cerrar la puerta con un fuerte golpe. Era Sabartés. Él esperaba que antes hubiera llegado Dora.
El secretario le saludó y, sin aguardar una respuesta, se desplazó hasta la pared donde estaba alojado el inmenso lienzo.
Picasso le observaba, a pesar de que Jaime Sabartés dominaba el control de su expresión gestual con objeto de que no pudiera conocer la impresión que le suscitaba el cuadro. Se conocían ambos demasiado bien como para conseguir despistarle. Interpretó a la perfección lo que significaba que el secretario se abrochara la chaqueta e intentara cubrirse la cabeza otra vez con la gorra negra de paño que, nada más entrar en el ático, se había quitado. Era palpable que había visto algo que no le gustaba y nunca lo expresaría en voz alta, salvo que se lo preguntara sin ambages.
—Mon vieux, dímelo, ¿qué no entiendes o qué no te parece bien? ¿Acaso hay algo que extrañas? No me importa, ya lo sabes…
El secretario carraspeó mientras sacaba el pañuelo que adornaba el bolsillo superior de su chaqueta para, a continuación, limpiarse meticulosamente las lentes. Ganaba tiempo para articular la respuesta, superar la timidez y el respeto inconmensurable que tenía por Picasso. Este le había forzado a manifestarse y sabía que tendría que hacerlo sin reservas de ninguna especie, a pesar de ser consciente de que al pintor le importaba, y mucho, lo que expresara sobre el desarrollo de su trabajo, al contrario de lo que había afirmado para hacerle hablar.
—Tengo la impresión —dijo aún con la voz tomada, con un volumen casi inaudible— de que has puesto ese gigantesco sol en el centro del cuadro porque deseabas neutralizar o reducir el mensaje político del puño cerrado, que contiene demasiada presencia al estar situado en el eje de la composición, y que también intentas suavizarlo con el ramillete de flores que sujeta.
—¿Y cuál es el problema? —rebatió Picasso, decidido en el tono y con una sonrisa agradable en sus labios que sujetaban una colilla amarillenta.
Jaime secó con el pañuelo el sudor de su frente que brotaba en exceso. Los focos que iluminaban el lienzo habían elevado la temperatura de la sala. Comenzaba a llover con intensidad y desvió su mirada hacia el ventanal abierto intentando, al mismo tiempo, atrapar el oxígeno que entraba por el hueco y llenar sus pulmones para dominar los nervios. Notó que segregaba demasiado sudor por los sobacos e hizo amago de desprenderse de la chaqueta, pero se contuvo. El pintor iba en mangas de camisa y las llevaba arremangadas por encima de los codos. Se fijó en los goterones de pintura que cubrían sus poderosos brazos; algunas salpicaduras de color oscuro también le manchaban el rostro proporcionándole una apariencia algo diabólica, debido especialmente a sus córneas blanquísimas que contrastaban con la tonalidad de su cara, de aspecto bronceado, ya que tenía una piel que atrapaba los rayos de sol por débiles que fueran, y de sus ojos de profunda mirada y negritud que, en ocasiones, daban la impresión de cavidades hacia las que uno era arrastrado sin remedio.
—Ninguno, creo… —balbuceó, al fin, Jaime.
—¿Estás seguro? Fíjate bien.
Pasados unos segundos comprendió que no tenía escapatoria y que, si intentaba evadirse, sería peor.
—El sol…, creo que tiene demasiada entidad y eclipsa, por decirlo de alguna manera, la intención que transmitía la mujer con el brazo extendido y que yo había interpretado como algo esencial en la composición. A mí me gusta bastante la mirada, el gesto, y la evolución por el espacio del cuadro de esa figura porque te lleva y empuja a no permanecer ajeno a la escena. Ella nos llamaba la atención e iluminaba arrastrándonos hacia el escenario trágico donde vemos, con toda crudeza, la muerte del caballo y de otras víctimas. Ahora no es lo mismo; hay confusión en el lugar central de la pintura y con tantos elementos, que hasta resultan ajenos al desarrollo de la acción, yo diría que ha sido anulada esa figura y el efecto que se buscaba con ella, algo que me parecía importante.
Picasso sonrió complacido. El secretario expulsó el aire de sus pulmones y se sintió más tranquilo después de comprobar la reacción del pintor y de haber hecho su análisis sin reprimirse un ápice.
—¡Vaya! Te has explayado de lo lindo —soltó a bocajarro, pero en tono jocoso, Picasso—. Está bien conocer lo que no te gusta del cuadro, así nos quedamos los dos más tranquilos, ¿no crees?
—No es que no me guste, lo veo como algo extraño, inapropiado, diría yo.
—¿El qué? Dime —urgió el artista.
—El círculo solar que has dibujado como si fuera el centro de todo, el lugar al que hay que mirar antes de nada, y ese puño florido con su indiscutible significado. Resta protagonismo a otras figuras del cuadro que son fundamentales. No sé, piénsalo. Ya sabes que yo soy un tocapelotas bastante ignorante y no me hagas mucho caso. De todas formas, tú…, tú me has obligado a hablar.
Picasso soltó una carcajada.
—No te pases, Jaime. Lo que eres es un incordiante que practica el mutismo encantador. Y me gusta —expresó con su mejor sonrisa.
Sabartés respiró aún más tranquilo después de escuchar a su amigo. Resultaba infrecuente que quisiera conocer la opinión de alguien sobre su trabajo antes de estar terminado. No había duda de que el cuadro era algo especial para él, diferente en su producción pictórica.
Cuando llamó Dora a la puerta, los dos hombres se encontraban bebiendo vino y charlando sobre asuntos de índole legal que estaba tramitando el secretario. Ella apareció cargada con la Rollei y un pequeño maletín colgado del hombro en el que llevaba el material auxiliar: carretes, fotómetro, flash…
—Hoy no hay fotografías —advirtió Picasso—. Tenemos prisa, hemos quedado con unos amigos en Saint-Germain dentro de una hora y preciso lavarme un poco.
Dora aceptó sin rechistar. Antes de que Picasso bajase al estudio para arreglarse, extrajo un libro de su bolso y se lo mostró.
—No lo has leído y él seguramente siente los colores igual que tú.
Picasso hizo un gesto con los hombros para indicar su desconocimiento sobre lo que le estaba comentando.
—Es el libro de Kandinsky, ¿recuerdas? Te hablé de él y del color que no existe en tu cuadro porque la vida ha sido anulada. Déjame que te lea un párrafo, por favor, en el que describe por qué utilizas negro, blanco y gris, nada más. ¡Es fantástico! Toda una premonición, verás…
—De acuerdo, aunque no olvides que el negro es un color, para algunos el único verdadero —resaltó Picasso.
Sabartés no se perdía detalle de la conversación que mantenía la pareja.
Dora comenzó a leer muy despacio, redondeando con su voz armoniosa cada sílaba:
—«El negro es la nada muerta después de apagarse el sol, un silencio eterno y sin esperanza, el color de la más profunda tristeza y símbolo de la muerte. Mezclado con el blanco da el gris, un color que no posee ni sonido externo ni movimiento. El gris es la inmovilidad desconsolada y, cuanto más oscuro, tanto más predomina la desesperanza y se acentúa la asfixia».
Picasso no dejó de mirar asombrado a la mujer, disfrutando con el sonido dulce y firme de su voz. Sonreía complacido, con una sutil mueca en los labios, y mantuvo el ceño fruncido concentrando toda su atención en ella. Al finalizar la lectura, se aproximó y la besó suavemente en la boca.