El jueves se levantó a media tarde cumpliendo con su tradicional descanso para ese día de la semana.

La noche anterior Dora y él dejaron tarde el granero; ella estuvo tomando numerosas fotografías. No tuvo fuerzas para oponerse a sus deseos, a pesar de que hubiera preferido esperar algo más antes de que los objetivos de una cámara eternizaran sus tanteos. Era admirable verla trabajar; colocaba la Rollei entre sus pechos como si de un objeto sexual se tratase y sus deliciosas manos acariciaban los mecanismos de tal forma que las instantáneas denotaban la sensualidad que proyectaba y captaba al mismo tiempo.

Sus manos eran especiales. No solía ser la parte del cuerpo que más le atraía de una mujer, pero con las manos de Dora la opinión era unánime en todos los que la conocían. A Picasso le sugerían múltiples fantasías. Y por suerte, él había descubierto otros de sus misterios, su poderosa sexualidad, aunque la irradiaba en toda su figura y en los rasgos de su rostro, donde se combinaban, a la perfección, las líneas marcadas de sus cejas y de su nariz, en contraste con una boca perfecta, fresca, y una mirada turbadora.

La noche anterior apenas le habló mientras enfocaba y se desplazaba, de manera nerviosa, buscando los encuadres más apetecibles.

—¡Ponte ahí, delante del cuadro! —ordenó en una ocasión.

—No, Dora, tendrás que hacerlo más adelante y sin que me percate de ello, cuando esté trabajando; no me gusta posar, sé que para ti representa mayor dificultad y tendrás que ser muy hábil para conseguirlo.

—¿Ocurre todo en el exterior? —preguntó mientras observaba el cuadro por el amplio visor de la Rollei.

—De momento, sí. Las figuras están delante de las casas, aunque no me importaría reflejar los dos planos: la calle y el interior. Es algo que, tal vez, venga más adelante.

Al terminar la jornada se marcharon a Les Deux Magots, al local que tanto significaba para ellos. Nunca preguntó a Dora por qué cuando la vio por primera vez jugaba a lastimarse los dedos con una navaja. A Pablo le encantaban los misterios y prefería desarmarlos sin forzar las cosas; resultaba más fascinante.

Después de cenar pasaron la noche juntos en la casa de La Boétie y, como otras veces, Marcel la llevó temprano a trabajar. Dora tenía cada vez más encargos de revistas. Continuamente le llegaban ofertas de todo tipo de publicaciones, lo que había ayudado a tranquilizar el ánimo de una mujer inteligente, muy inquieta, pero que de tarde en tarde se sumía en una confusión que agriaba y enturbiaba su carácter. Desde que se había convertido en la amante oficial del pintor, sus fotografías eran más apreciadas. Antes lo eran por los surrealistas, con los que tuvo una vinculación especial.