El sol se perdía entre las cumbres y una ligera brisa comenzó a soplar; se caló la gorra y abrochó el cuello de la camisa. Miró a su alrededor y comprobó que las pocas personas que habían deambulado por la explanada, disfrutando como él del entramado urbano presidido por la deslumbrante cúpula de Brunelleschi, descendían por las rampas hacia el centro evocador de la gloria renacentista. En las laderas de la colina de Fiesole que tenía enfrente, titilaban las luces de antiguas y espaciosas villas. Entornó los ojos y respiró profundamente, como si deseara atrapar con fuerza los aromas que desprendía la primavera en aquel entorno con abundante vegetación por la que sobresalían los sillares derrumbados de las defensas medievales.

Abrió su cuaderno por el lugar marcado con una postal de Guido Reni que reproducía el retrato de Beatriz Cenci. Allí tenía el que él hizo a Olga, al poco de conocerse, en el Hotel Minerva de Roma, donde ella se hospedaba con algunos de los principales bailarines de la compañía como Ansermet, Larionov y Goncharova.

Sobre el papel aparecía la rusa con la pose característica que él pretendía convertir en casi una seña de identidad a la hora de pintarla al óleo, gouache, pastel, acuarela o dibujarla al lápiz o con tinta india: sentada en una silla con la piernas cruzadas, la cabeza ligeramente ladeada, el pelo liso recogido con bandón y raya en el medio, rostro con algunas pecas y bonita piel, y con las manos apoyadas sobre las rodillas o uno de los brazos descansando en el respaldo. Siempre hermosa, estilizada, con ese aire aristocrático y señorial que a él le encandilaba, un charme eslavo que le había cautivado por completo, como le expresó a Gertrude Stein la primera vez que le habló por carta de la bailarina, hija de un general del Este.

Retrato de Olga Koklova 1919-1920.

La había traspasado al papel en el Hotel Minerva con precisión y limpieza en las líneas, con trazos luminosos por su contención. La mirada de Olga Koklova era intensa, sus ojos grandes atraían al espectador hacia ella y ese no era otro que Pablo. La bailarina se encargó de su puño y letra de poner la firma del autor sobre el papel. Era otro de los motivos por los que él tenía tanto aprecio al dibujo.

Ella y la alegría que transmitían el grupo de bailarines pertenecientes a la compañía de Diaghilev habían logrado que la aflicción que le aquejaba últimamente, antes de partir hacia Italia, quedara casi disuelta. Nunca por completo. Con relativa frecuencia él repetía que a los españoles les gusta la tristeza, que siempre encuentran una excusa para hacer aflorar ese estado de ánimo, incluso cuando parece que experimentan lo contrario. De todas formas, se esforzaba para sobreponerse a ese rasgo que caracterizaba a sus paisanos.

Retrato de Olga con mantilla, 1917.Museo Picasso de Malaga

Antes de que se hiciera de noche, avisó a un cochero para que le bajase a la ciudad por el camino conocido como el Viale dei Colli. Al girarse descubrió el impresionante templo románico de San Miniato, con una decoración geométrica que le pareció modernísima mediante la combinación de mármoles blancos y verdes que relucían, en aquel momento, con los reflejos atornasolados del crepúsculo. Se detuvo un instante para contemplar con calma el edificio, aunque consideró la posibilidad de regresar allí en cuanto le fuera posible. Pidió al joven cochero que le esperase y se desplazó hasta la escalinata para analizar la osadía de los artistas del Medievo. Era asombrosa la composición de los dibujos que decoraban la fachada de San Miniato, la habilidosa utilización de los elementos para provocar vertiginosas perspectivas ópticas en un constante movimiento que se expandía en diversas direcciones. Una obra maestra, pensó, de la que había mucho que aprender. Aquella ciudad estaba cuajada de sorpresas y sugerencias que intentaría atrapar en la medida de sus posibilidades.

Minutos más tarde, desde lo alto del carromato, contempló la espaciosa Piazzale Michelangelo y el monumento al artista situado en el centro del conjunto, como homenaje a la figura más representativa de la sensibilidad florentina acrisolada por la búsqueda de la belleza mediante la creación estética. Allí se hallaba la reproducción en bronce de su David y de las estatuas funerarias de la Capilla Medicea, el mausoleo que él visitaría al día siguiente por la mañana, 29 de abril. El lunes 30, estaba prevista la llegada de Olga junto a su amiga Marina. Tenía por delante algunas horas para dedicarse al estudio y la contemplación de las obras de arte que había en la ciudad.