La celebración en el Catalán se prolongó más de lo previsto y fue tan animada que Dora y Pablo regresaron tarde al estudio. Algunos conocidos de Sabartés y del pintor fueron acogidos en la misma mesa hasta congregarse un total de nueve personas, entre las que había varios contadores de chistes que hicieron las delicias de los comensales.

Pablo también se entretuvo charlando un buen rato con una joven pareja que cenaba en la mesa de al lado. Eran dos pintores rusos que rechazaban radicalmente el arte clásico. Ante postura tan severa, se puso a debatir con ellos tratando de convencerles de las ventajas que supondría para su formación estudiar a los maestros del Louvre, y lamentando que no tuvieran el Prado a su alcance.

A la mañana siguiente, se levantó cerca del mediodía. Descansaba como un bendito en el dormitorio que tenía en el estudio. Ya había comentado la posibilidad de trasladarse algún día a vivir en Grands-Augustins, algo que no agradaba a Sabartés, para quien la zona de La Boétie era perfecta por diversos motivos, entre otros porque allí se canalizaba el mercado del arte.

Dora había salido para su casa, situada a pocos metros, en el mismo barrio, pero allí tenía a Inés, enviada por el secretario para atenderle. La disposición de la asistenta constituía un excelente bálsamo para comenzar la jornada. La encontró dando de comer y de beber a las tórtolas. Lo hacía con tanto cariño que consideró una bendición haberla contratado.

—Le he traído ropa limpia y todo lo necesario para que pueda comer aquí si lo desea —anunció la asistenta con la mejor de sus sonrisas cuando le vio aparecer con las secuelas de la noche bien marcadas en el rostro—. Cuando limpie y ordene todo un poco, regresaré a La Boétie y más tarde puede venir Marcel para lo que precise. ¿Vendrá esta noche a casa?

—Es casi seguro, aquí me faltan cosas. ¡Ah! Dile a Marcel que me traiga los periódicos, trapos para limpiar pinceles, trementina; que se pase por Castelucho-Diana y que compre varios frascos, y dale ropa vieja de la que utilizo para pintar y un pantalón corto. Cuanto antes, mejor. Y tú, Inés, regresa a casa en taxi.

Al rato, pocos minutos después de que la joven se hubiera marchado, subió al granero cargado con las carpetas en las que guardaba los diferentes estudios que había realizado para el cuadro y láminas de papel para seguir dibujando.

Esbozó a lápiz en una cartulina blanca una versión diferente del toro con la cabeza de rasgos humanos. Era bastante similar a la primera que había trazado el día anterior sobre la tela y que, más tarde, emborronó. Sus devaneos con el torominotauro, y en menor medida con el caballo, se habían convertido en una idea obsesiva, inquietante. Se inclinaba por utilizar un Minotauro; no en vano reflejaba lo que de animal tiene el hombre, repleto de fuerzas oscuras que se agitan en su interior. Él lo había reproducido muchas veces para mostrar el deseo del hombre-animal, del semidiós encerrado en el laberinto de la creación y que se embelesa con mujeres jóvenes. Apreciaba al Minotauro por lo que tiene de humano, de pasión y sentimientos encontrados, de intelecto e instinto en permanente pugna.

Le agradaba el resultado que ofrecía el dibujo que acababa de finalizar. Sin embargo, podía ser interpretado como si él pretendiera integrarse en la escena al representar al mito que tantas veces había realizado en diferentes soportes, lo que provocaría equívocos innecesarios. Una concepción tan personal adquiría mayor sentido en otro tipo de composición, no para un mural como el de la Exposición Internacional con el alegato que iba a desplegar. Quizá se lo replanteara más adelante, con el cuadro avanzado.

A lo largo de la tarde, pintó sin respiro la zona situada a la derecha del lienzo. Primero, completó el contorno de una vivienda en llamas que venía a ocupar la mitad del espacio del fondo; por una de sus ventanas surgía la mujer sujetando la luz; delante de la puerta abierta, otra mujer huía hacia el centro de la escena y su posición en diagonal se prolongaba por uno de los lados del triángulo equilátero. En ese extremo del cuadro planteó la figura de una tercera mujer abrasada por el fuego, con las manos levantadas al cielo, inserta toda ella en un triángulo isósceles invertido. Apenas convencido del movimiento que deseaba imponer para esta imagen, estableció diferentes posibilidades con un pincel fino y algo de azul de Prusia. Al final, eran tantas las líneas que a un observador ajeno le resultaría imposible atisbar la solución definitiva que tendría este personaje.

Se alejó del cuadro agotado por el esfuerzo físico que suponía subir y bajar continuamente por una escalera. Abrió las ventanas para que se inundara el granero con el aire fresco que llegaba impregnado del Sena y se tumbó, a pierna suelta, encima del banco. A continuación, encendió un cigarrillo y lo saboreó con calma, impulsando la droga hacia sus poros externos después de expandirse por el interior de su organismo.

Pasados varios minutos, se incorporó para estudiar detenidamente el resultado de la tarea realizada a lo largo de la tarde. Tal vez había dispuesto demasiadas figuras, como le señalara Sabartés, imágenes que chocaban unas con otras; había algo de confusión en el conjunto… No deseaba que la composición final adquiriera ese concepto. Perseguía simplicidad y conmoción, un grito de dolor que atravesara, con un golpe de vista, las conciencias de las gentes que se acercaran al cuadro.

Cuando se disponía a tapar los botes con las mezclas de color, oyó cómo se abría la puerta. Era Sabartés acompañado por Juan Larrea y Alberto Sánchez. Estos últimos constituían una pareja curiosa, chocante; el primero de ellos iba atildado con un excelente traje y corbata llamativa, elegante como era habitual en el poeta; por el contrario, Alberto llevaba un pantalón de pana oscura, chaleco similar y camisa de tela gruesa, igual que un destripaterrones manchego, algo por otra parte bastante común en él.

—Hola, Pablo —dijo el poeta bilbaíno a modo de saludo desde la entrada.

—Esto es grandioso —añadió Alberto dirigiéndose hacia la zona donde estaba el cuadro—, me siento un privilegiado por poder verlo. Dame un abrazo, Pablo.

—No nos van a creer cuando digamos que hemos podido asistir a los prolegómenos de una pintura tan esperada —manifestó Larrea.

El pintor alabó los buenos oficios de su secretario por haber facilitado una primera visita al granero a dos amigos que siempre eran bienvenidos y que jamás suponían una molestia para él. Mientras recogía los enseres de pintura, ellos se dedicaron a analizar la primera composición del cuadro.

Juan y Alberto hacían comentarios entre ellos bajo la atenta mirada de Sabartés. Este sonrió a Pablo, que movió la cabeza revelando con ese gesto que asumía y aceptaba, en esta ocasión, la inevitable curiosidad de los recién llegados.

—¿Y los pájaros?

Pablo escuchó la cuestión que planteaba el escultor toledano, a pesar de su escaso volumen de voz, y le retó:

—¿Qué les pasa a los pájaros? Tú los esculpes en madera de todos los colores y formas.

—Los míos son pajarracos —contestó Alberto desprendiéndose de la boina y rascándose la coronilla—. Los que has colocado aquí dicen más. Uno de ellos está muerto junto a la mujer derrumbada en el suelo con una flor en la cabeza; la otra ave emerge del cuerpo de la mujer con los brazos levantados, la que sale de la casa incendiada, y su significado parece bastante evidente.

—¿Cuál es? —sondeó Larrea.

—Si Pablo no nos lo cuenta, como me temo, lo diré yo, con su permiso y beneplácito. A los artistas nos desagradan los expertos que hablan sin medida.

Bien sabía Alberto que el malagueño no era partidario de dar explicaciones y que era reticente a concederlas. El pintor dio su conformidad con un gesto de la mano y una amplia sonrisa para que el escultor expresara la solución.

—Es evidente que la mujer en el suelo es una víctima que ha muerto como cientos de seres inocentes masacrados en los bombardeos, en las guerras, en cualquier guerra. Sin embargo, la mujer con los brazos levantados es un símbolo, según creo, que nos viene a sugerir que nunca morirá del todo, que nadie podrá quitarle la vida y que renacerá con más fuerza y empuje desde las cenizas que la rodean, como el ave que sale volando de su costado.

Detalle mujer muerta en el suelo.

Tras las palabras de Alberto, sucedió un largo silencio en la sala. El escultor demandó su opinión a Pablo.

—No está mal —dijo al cabo de un rato rompiendo la calma.

—¿Esa mujer podría ser España? —preguntó Larrea.

—Lo que uno quiera ver; de todas formas, no hay nada definitivo en la pintura —concluyó Pablo—, esto es así…

En ese instante llamaban a la puerta con golpes tímidos.

—No hay ninguna duda, seguro que es Bergamín —anunció Sabartés. Pablo le miró aceradamente y supo el secretario que debía explicarse con buenas razones, de inmediato—. Le dije que viniera otro día, más adelante, pero insistió e insistió porque quiere solicitarte un escrito, a pesar de que le advertí de tu falta de tiempo en las próximas semanas.

—Abre —ordenó, al fin, Pablo.

Bergamín apareció cabizbajo, como si quisiera pedir perdón por el atrevimiento al presentarse en el sanctasanctórum picassiano sin haber sido invitado.

—Siento mucho interrumpir, pero había urgencia en hablar contigo.

Luego saludó al resto de los reunidos. Dio la impresión de incomodidad, que captó Picasso, ante la presencia de Juan y Alberto, lo que dejaba evidente huella en su rostro de perfiles cortantes, como si estuvieran tallados a golpe de gubia, en el que encajaban malamente unas orejas grandes de soplillo. Sus pequeños ojos, de un brillo tristón, no cesaban de curiosear por la sala, hasta detenerse en el lienzo de casi ocho metros de largo que ocupaba por completo la pared lateral.

—¡Y pensar que el embajador Araquistáin llegó a dudar de que lo hicieras! —subrayó sin contener el entusiasmo que le producía comprobar que el mural del pabellón había sido abocetado al fin.

—Hombres de poca fe —musitó Pablo con gesto burlón.

—Decías…

—Nada, Pepe. ¿Cuál es la urgencia que te ha traído hoy por aquí?

Bergamín puso cara de circunstancias y su mirada se tornó un poco sombría al verse apelado a relatar, de inmediato, el motivo que había manejado para acceder a Grands-Augustins.

—La Alianza está organizando una exposición de carteles de la guerra en Nueva York y queremos incluir unas palabras tuyas en el catálogo. Es muy importante, Pablo.

—¿Cuándo tendrá lugar esa muestra? —preguntó el pintor.

—A finales de julio o primeros de agosto.

Todos se miraron sorprendidos, con disimulo, menos Pablo, que comentó con voz firme:

—No comprendo las prisas entonces.

—Se complican luego las cosas y hay que anticiparse en la preparación, imprimir los catálogos, las traducciones, ya sabes…

Pablo ofreció tabaco a los presentes. El granero se llenó pronto de humo y el secretario dijo que bajaba al estudio a recoger una de sus pipas.

Juan Larrea expresó en voz alta una duda:

—¿Has dicho la Alianza? Supongo que te refieres a la de los Intelectuales Antifascistas.

—¡Cuál va a ser! —sostuvo Bergamín, ufano—. De la que soy presidente, sí. Hacemos todo lo que está en nuestras manos para la defensa de la cultura.

—En estos tiempos apocalípticos no es una tarea fácil.

Mientras Bergamín y Larrea charlaban en un rincón de la sala sobre las dificultades para trabajar por la cultura en medio del conflicto que asolaba España, Alberto examinaba cuidadosamente el cuadro, cerca de la mesa donde Pablo limpiaba sus pinceles.

—A muchos les molestará ese puño en alto.

El escultor hizo el comentario en voz baja, con la intención de que solo lo oyera Pablo. Este se volvió sorprendido, clavándole su ardiente mirada y con una expresiva sonrisa. El que en otro tiempo había sido panadero en Toledo y, más tarde, se convirtiera en un maravilloso artista, por el que Pablo sentía verdadera fascinación, nunca escondía su filiación comunista sin hacer gala de la misma.

—Y lo dices tú, precisamente.

—Pues sí, Pablo, porque es la verdad. En el cuadro, tal y como lo estás planteando hasta el momento, las imágenes son símbolos, y es evidente la intención que subyace en él: pretendes que el dolor de los personajes y su exclamación ante la barbarie nos hagan crujir y nos atraviesen como un relámpago. Pero ese puño, al que por su ubicación concedes sin duda una importancia destacadísima, define un objetivo concreto, una meta revolucionaria con la que nos identificamos muchos, eso es cierto, pero, te lo diré yo, sí —afirmó Alberto con gravedad y en tono amigable—, perjudicaría al resultado del mensaje, de lo que yo entiendo que tú quieres provocar con esta obra que debe expandirse en todas direcciones, sin limitaciones de ningún tipo, para que sea aceptada por el público al margen de sus ideologías. Por esa razón, sería un error que realce, especialmente, una de ellas.