Por la tarde, pasadas las seis, llegó Jaime. El cuadro había tomado forma, especialmente la zona de la izquierda. Picasso había elaborado sobre todo la parte inferior; para ello tuvo que arrastrarse por el suelo en varias ocasiones, arrodillándose en la tarima. Prohibió a Dora que captase con la cámara su imagen en esos instantes; por nada del mundo deseaba que le recordasen en una postura tan inusual, forzada por las dimensiones del lienzo.
—¡Coño! Pareces un Cristo —espetó su secretario al encontrarle con la ropa repleta de manchones, los pantalones destrozados como los de un pordiosero y con la cara y las manos sucias de pintura. Con sorna, añadió—: Tú sí que eres el auténtico cuadro, sin precio por el momento, y solo hubiera faltado que utilizaras color rojo para ser un Cristo al completo.
Sabartés observó el rostro curtido de su amigo con las arrugas marcadas como si fuera el de un campesino. Había adelgazado en las últimas semanas, tenía un aspecto físico más enjuto y eran más acusadas las hendiduras de la frente, las que tenía alrededor de los ojos y los surcos en las comisuras de los labios que partían casi de la nariz y alcanzaban la barbilla. Por lo demás, su pelo había encanecido casi por completo y era fácil para cualquiera deducir que tenía alrededor de los cincuenta y cinco años, su edad real.
—Tendré que tener más cuidado, bajar a lavarme de vez en cuando al estudio y trabajar en calzoncillos —respondió Pablo.
—En calzoncillos estás a menudo, es tu vestimenta favorita y en la que te encuentras más cómodo —comentó Sabartés abocinando sus finos labios.
—Entiendo tu maldad, puñetero.
Dora asistía asombrada al diálogo entre los dos hombres. Jaime se acercó a ella y se besaron en las mejillas a modo de saludo.
El secretario se aproximó al lienzo, tan cerca se colocó que su nariz afilada llegaba a rozar la tela. Desplazó la montura de sus lentes para enfocar mejor las imágenes.
—¿Qué? ¿Qué te parece? —demandó el pintor.
—No me gusta darte mi opinión cuando aún no ha tomado suficiente forma el cuadro o está poco avanzado.
—Te lo pido…
Después de un silencio de varios segundos y de separarse lo suficiente para observar la totalidad del lienzo, Sabartés respondió remarcando cada sílaba.
—Algo barroco, pero cuidado, no me hagas mucho caso, es una impresión rápida.
—¡Qué tontería es esa del barroco, mon petit!
—No sé, ya te digo que es difícil para mí analizar algo cuando estás comenzando; veo, por ejemplo, un amasijo de cuerpos, de elementos, aquí, en la zona inferior, abajo: un soldado destrozado y, casi unida a su cabeza, la de una mujer muerta coronada con una flor. Algo curioso, desde luego. El caballo, un pájaro… Cuando solo hay líneas es muy difícil imaginar cómo quedará al final, lo que ronda realmente por tu cabeza y que, posteriormente, encaja a la perfección.
—¿Un poco de vino? —ofreció Dora.
Después de brindar y abrir las ventanas de par en par para que entrase el aire fresco de la noche, se acomodaron los tres en el banco.
—Fíjate, a mí me preocupa el caballo —expuso Picasso—. Tiene una postura extraña, algo forzada.
—Despacio, amigo —previno Sabartés—. Has avanzado mucho en un día y las dudas se irán resolviendo, ¿no te parece, Dora?
—Desde luego, es fantástico lo que ya vemos sobre el lienzo y seguro que quedan sorpresas por aparecer —respondió ella mientras acariciaba cariñosamente la nuca de su pareja.
—Lo fundamental es que te dejen trabajar tranquilo y que puedas terminar en la fecha prevista —señaló Jaime agotando su copa y preparando la cachimba—. Porque hay algo misterioso, de veras, algo que me resulta sorprendente. Esta mañana estaba atónito. De repente, todo el mundo se ha puesto a llamarme por teléfono solicitando una visita, venir a verte a este viejo granero; es como si alguien hubiera dado la voz de alarma aireando que habías comenzado hoy a pintar el cuadro y se hubieran puesto todos de acuerdo. Incluso llamó Heini, que nunca quiere ver las obras sin terminar.
—¿D. H. K.?
—Sí, tu querido marchante, Daniel Henri Kahnweiler, que últimamente estaba ocupado en la preparación de las exposiciones de Holanda y Suiza, viajando por esos países, y que apenas llamaba. —Jaime aspiró la pipa y al exhalar el aire inundó la sala de abundante humo—. He tenido que hacer una auténtica obra de arte, de habilidad diplomática, para que algunos no se pusieran nerviosos y se lanzaran hasta aquí como posesos.
—Tienes que frenarles como sea —solicitó Picasso con semblante ceñudo—. Nunca me han gustado las visitas cuando estoy metido en faena, ya lo sabes.
—En esta ocasión va a ser casi imposible. Administraré los encuentros con el personal lo mejor que sepa, pero ten en cuenta que este cuadro es un encargo muy concreto, especial, y el cliente es muy importante: el gobierno de nuestra República. Y la embajada, los representantes del Gobierno y hasta los compañeros artistas del pabellón es lógico que deseen conocer de primera mano lo que estás haciendo. Debes asumir que, en parte, desean que el trabajo de creación sea público, al igual que el de otros colegas tuyos que soportan las miradas mientras trabajan en el edificio de Sert, como es el caso de Miró.
—De acuerdo, de acuerdo, pero te pido que concentres las visitas a última hora de la tarde y que seas muy exigente a la hora de dar vía libre a los que pretenden subir a este altillo.
—Lo intentaré, por supuesto —afirmó Sabartés—. Y lo que importa ahora es saber cómo te encuentras. Te veo algo cansado.
—La verdad es que estoy destrozado, ha sido un día largo —dijo señalando al cuadro que se encontraba en la pared opuesta iluminado por dos potentes lámparas—. ¿Nos vamos a cenar juntos? Ha encargado chateaubriands en el Catalán. Hay que celebrar el inicio de esta pintura con una buena cena, me recuperaré al instante.
Dora asintió con un movimiento de cabeza y cogió el bolso. Sabartés hizo una mueca complaciente con sus comprimidos labios.
—Antes hay que bajar al estudio —señaló el secretario— para que te arregles un poco, o no nos dejarán entrar en el restaurante; como mucho te darán una limosna, pues pareces un pordiosero. Con el aspecto que tienes serían incapaces de reconocer al gran Picasso.