Nada más llegar Marcel, y sin avisar a nadie de la casa, salieron hacia Grands-Augustins. Pidió al chófer que aguardara unos minutos mientras tomaba un café en un bar de la calle.

Cruzaron el Sena cuando caía un aguacero sobre la ciudad. El golpeteo de la lluvia atronaba en el techo del Hispano-Suiza. Pablo solo tenía una idea: llegar cuanto antes al granero de los frailes. Allí le esperaba una larga jornada; incluso tenía pensado pedir a Dora que le subiera algo de comer al mediodía porque quería ejecutar sobre la tela, sin descanso, el cuadro inspirado en el bombardeo de la aviación alemana sobre la población de Guernica.

Antes de despedir a Marcel comprobó que tenía los materiales y utensilios que precisaba para trabajar, especialmente revisó el funcionamiento de las lámparas de pie porque llegaba del exterior una luz muy tenue.

—Dile a Sabartés que permaneceré aquí todo el día y no sé si regresaré a casa por la noche. Que si necesita algo de mí, sería preferible que viniera por la tarde y que abra con su llave; no pienso dejar entrar a nadie si no estoy seguro de quién se trata.

Marcel, tan servicial como siempre, insistió en si necesitaba alguna cosa o si debía esperar hasta estar seguro de que no había otros recados por hacer.

—No, eso es todo.

Lo confirmó pasados unos minutos, después de preparar los útiles de pintura sobre la mesa donde mezclaría los pigmentos. Frente al lienzo y con la ayuda de Marcel, habían puesto dos escaleras, una en cada extremo de la tela. Se subió a la de la izquierda, posó sus manos sobre la arpillera de blancura inmaculada con la consistente imprimación que le había puesto monsieur Vidal, entornó los párpados y vislumbró las figuras que iba a recrear sobre aquella superficie. Luego, empujó la tela hacia dentro y le satisfizo su excelente tensión.

Tenía por delante una tarea inmensa: hacer el cuadro de mayores dimensiones que había pintado hasta ese momento, en un plazo corto de tiempo y con una fecha de finalización casi improrrogable. Iba a comenzar la operación para transformar aquel espacio en blanco, que resultaba casi infinito y de un resplandor que cegaba, en otro que dejaría de ser un trozo de trapo para convertirse en una armonía de imágenes capaces de avivar múltiples emociones.

En sendos botes metálicos vació un tubo de pintura negra y otro de azul de Prusia con una buena cantidad de diluyente. Removió con dos pinceles gruesos las mezclas y, cuando adquirieron la densidad buscada para obtener una solución ligera con el pigmento, depositó el pincel de menor tamaño, del 24, y el filbert, una pieza de forma cuadrada y con las puntas redondeadas, encima de una mesita baja protegida por hojas de periódico. Desplazó una de las escaleras hasta el centro del tejido y cogió otro de sus pinceles, el 30, redondo, impregnado de azul de Prusia.

Primero trazó, con excelente pulso y la ayuda de un tiento de bambú y tope de gamuza, el eje vertical que dividía la tela, de arriba abajo, en dos partes casi iguales. En el extremo superior perfiló el quinqué que sujetaría la mano de la mujer que cruzaría el cuadro, de derecha a izquierda, con su brazo alargado. Ese debía ser el punto de concentración fundamental del cuadro. A partir de ahí, delimitó varias líneas marcando con espesor la que descendía oblicuamente, como si fuera uno de los lados de un triángulo equilátero, y que rozaría la espalda de una de las matronas que huía del ataque. Trazó los dos lados de otro triángulo, isósceles en esta ocasión e invertido con la base en lo alto, cuyo vértice partía desde el suelo donde quería encajar la figura femenina, de inspiración rubensiana, frente al templo de Jano; luego, desplazándose al lateral izquierdo, fue esbozando un triángulo similar en el que situaría a la mujer con el niño muerto entre los brazos bajo la cabeza del toro.

El equilibrio resultaba apropiado: una pirámide central, sólida, que abarcaría la agonía del caballo iluminado por el quinqué, y dos invertidas, más pequeñas, a cada lado. Con ese esquema plasmaba una composición de reminiscencias clásicas.

Se detuvo un instante para degustar un cigarrillo sentado en el banco que habían emplazado en el lateral del granero, frente a la inmensa tela de casi veinticinco metros cuadrados de superficie. Miró a través de los ventanales y se entretuvo viendo cómo el sol pugnaba por romper la coraza de nubes espesas que cubrían París. Los tejados brillaban con la lluvia. Se giró para contemplar el lienzo atravesado por las escuetas líneas que había proyectado. Podía atisbar las figuras sobre la superficie encarcelada con sus marcas; aún era estático el conjunto que imaginaba y que iría adquiriendo movilidad, paso a paso, durante el proceso pendiente.

De súbito, sintió la necesidad de tener a su alcance los dibujos previos que había elaborado, igual que el arrullo de las tórtolas, el calor de su perro o las montañas de papeles y objetos que guardaba en el estudio. Precisaba estar arropado por sus cosas y sus animales para sentirse a gusto y concentrarse en el trabajo. Aquel granero era desolador.

Dio una última calada y aplastó la colilla en el suelo entarimado.

Untó de pintura negra el pincel más fino y subió varios peldaños de la escalera. Fue abocetando, ligeramente y de manera esquemática, la cabeza del toro dotándolo de rasgos ciertamente humanos, similar a las versiones del Minotauro que había diseñado con anterioridad, con el cuello vuelto hacia el centro. Seguidamente dibujó su cuerpo, llegando hasta la zona media del cuadro, casi rozando el quinqué.

Bajó de la escalera y descansó, de nuevo, sentado en el banco mientras fumaba otro cigarrillo. Durante varios minutos no cesó de analizar el resultado de sus pinceladas. No estaba seguro de haber logrado la posición conveniente para el toro, ni tampoco aprobaba por completo que tuviera una apariencia humana. Decidió corregirla hasta emplazar la cabeza del animal en una posición frontal y modificar su fisonomía. Posteriormente, debajo del cuello, proyectó a la madre con el niño muerto, tal y como la había estudiado en los días previos.

Tenía calor, separó las lámparas del lienzo a la vez que ponía en marcha uno de los ventiladores. Se desprendió de la chaqueta y abrió una rendija de las ventanas. Aspiró con ansiedad el aire fresco y húmedo que llegaba del exterior mientras se recogía las mangas de la camisa por encima de los codos.

Al volverse hacia el cuadro, lamentó que la posición de la matrona no resultara perfecta al quedar algo apelmazada con el animal bravío. Tendría que modificarla, pero creía haberla encajado aproximadamente en el lugar adecuado.

Con un cigarrillo en la comisura de los labios y arrodillado en el suelo, comenzó a trabajar con el hombre muerto. La nula elevación del bastidor le obligaría a pintar la zona inferior del cuadro en una postura casi imposible, haciendo un gran esfuerzo físico.

Colocó la cabeza del soldado rozando el eje central y con una espada rota sujeta en una de sus manos, una posición con la que nunca había estado conforme y de la que había dudado en numerosas ocasiones. Casi sin pensárselo, elevó el otro brazo del hombre, la única figura masculina que pensaba incluir en el cuadro, hasta la altura del quinqué, a su izquierda, y con el puño cerrado. Fue algo instintivo, como si se tratara de un desahogo, una expresión de rabia.

Optó por seguir trabajando en la almendra central del cuadro, lugar donde la figura del caballo era protagonista. Al hacerlo, fue consciente de que el brazo levantado del guerrero le complicaba la ejecución de la silueta del equino agonizante.

Oyó golpear la puerta y se sobresaltó, molesto.

Por suerte, era Dora. Su voz cantarina no dejaba lugar a dudas sobre la persona que se encontraba detrás de la puerta. Dejó el pincel sobre la mesita y abrió. Al verse, cruzaron sus potentes miradas transmitiéndose contento. Ella vestía uno de sus trajes floreados de amplio vuelo con los hombros al aire y escote llamativo. Llevaba el pelo recogido luciendo sus hermosas facciones. Ella le besó con fuerza y al hacerlo su mirada se posó en el lienzo.

—¡Picasso, genial! —exclamó desaforadamente, con voz incisiva—. Es lo mejor que podía ver, lo has empezado por fin. —Se separó de él acercándose a la pared en la que estaba apoyado el bastidor.

Dora permaneció en silencio analizando con su penetrante mirada las contundentes e iniciales pinceladas que habían horadado la blancura de la tela. Extrajo del bolso su larga boquilla de oro en la que alojó un cigarrillo. Fumaba, lentamente, con placer. Picasso, entre tanto, detrás de la mujer, admiraba la fortaleza de su cuerpo deteniéndose en sus pronunciadas formas. Ella se acercó tanto al lienzo que terminó acariciándolo con sus dedos perfectos, gráciles, rematados con uñas largas pintadas, en esta ocasión, de escarlata.

—Es extraordinario —pronunció susurrante y con los ojos iluminados por la emoción—. Falta mucho, pero ya hay bastante para haberlo hecho en media jornada—. Podré fotografiarlo, ¿verdad?

—Por supuesto, debes hacerlo —respondió él con su voz ronca y, al mismo tiempo, suave, en el tono que tanto seducía a quienes llegaban a conocerle—. Pero, ahora, lo que necesito es agua, un poco de vino y una baguette con jamón y queso porque no saldré de aquí hasta la noche. Luego, si te apetece, después de cenar temprano en el Catalán unos chateaubriands, nos quedamos a dormir en el estudio, abajo.

—Me parece estupendo —confirmó ella mientras le acariciaba la espalda.

—Pues manos a la obra, que yo tengo que continuar.

Antes de salir, desde la misma puerta que daba a las amplias escaleras del edificio central de Grands-Augustins, Dora preguntó:

—¿Y el brazo en alto con el puño cerrado?

Pablo se sorprendió por la cuestión, estaba metido ya en faena.

—¿Qué le pasa? —replicó.

—No sé, desde lejos se aprecia un cúmulo de fuerzas, hacia arriba: el toro, la luz… —Y sin añadir nada más ni esperar una respuesta, salió del granero cerrando suavemente el portón.